Aquel verano – cómo olvidarlo
– después de las lecciones de don Jorge y a petición de Honorata, íbamos a
cazar mariposas por los jardines de nuestra mansión, en lo alto del Vedado.
Aurelio y yo la complacíamos porque cojeaba del pie izquierdo y era la de menor
edad (en marzo había cumplido los quince años); pero nos hacíamos de rogar para
verla hacer pucheros y retorcerse las trenzas; aunque en el fondo nos gustaba
sortear
el cuerno de caza, junto al palomar desierto, vagar por entre las estatuas con las redes listas siguiendo los senderos del parque japonés, escalonados y llenos de imprevistos bajo la hierba salvaje que se extendía hasta la casa.
el cuerno de caza, junto al palomar desierto, vagar por entre las estatuas con las redes listas siguiendo los senderos del parque japonés, escalonados y llenos de imprevistos bajo la hierba salvaje que se extendía hasta la casa.
La hierba constituía
nuestro mayor peligro. Hacía años que asaltaba la verja del suroeste, la que
daba al río Almendares, al lado más húmedo y que la excitaba a proliferar; se
había prendido a los terrenos a cargo de tía Esther, y, pese a todos los
esfuerzos y los de la pobre Honorata, ya batía los ventanales de la biblioteca
y las persianas francesas del salón de música. Como aquello afectaba la
seguridad de la casa y era asunto de mamá, irreductibles y sonoras discusiones remataban
las comidas; y había veces que mamá, que se ponía muy nerviosa cuando no estaba
alcoholizada, se llevaba la mano a la cabeza en ademán de jaqueca y rompía a
llorar de repente, amenazando, entre sollozos, con desertar de la casa, con
cederle al enemigo su parte del condominio si tía Esther no arrancaba (siempre
en un plazo brevísimo) la hierba que sepultaba los portales y que muy bien
podía ser un arma para forzar el sitio.
-
Si rezaras menos y trabajaras más... – decía mamá, amontonando los
platos.
-
Y tú soltaras la botella... – ripostaba tía Esther.
Afortunadamente don
Jorge nunca tomaba partido: se retiraba en silencio con su cara larga y gris,
doblando la servilleta, evitando inmiscuirse en la discordia familiar. Y no es
que para nosotras don Jorge fuera un extraño, a fin de cuentas era el padre de
Aurelio (se había casado con la hermana intercalada entre mamá y tía Esther, la
hermana cuyo nombre ya
nadie pronunciaba); pero, de una u otra forma, no era de nuestra sangre y lo tratábamos de usted, sin llamarlo tío. Con Aurelio era distinto: cuando nadie nos veía lo cogíamos de las manos, como si fuéramos novios; y justamente aquel verano debía de escoger entre nosotras dos, pues el tiempo iba pasando y ya no éramos niños. Todas le queríamos a Aurelio, por su porte, por sus vivos ojos negros, y sobre todo por aquel modo especial de sonreír. En la mesa las mayores porciones eran para él, y si el tufo de mamá se percibía por arriba del olor de la cocina, uno podía apostar que cuando Aurelio alargara el plato ella le serviría despacio, su mano izquierda aprisionando la de él contra los bordes descascarados. Tía Esther tampoco perdía prenda, y con la misma aplicación con que rezaba el rosario buscaba la pierna de Aurelio por debajo del mantel, y se quitaba el zapato. Así eran las comidas. Claro que él se dejaba querer, y si vivía con don Jorge en los cuartos de la antigua servidumbre, separado de nosotras, era porque así lo estipulaba el Código; tanto mamá como tía Esther le hubieran dado habitaciones en cualquiera de las plantas y él lo hubiera agradecido, y nosotras encantadas de tenerlo tan cerca, de sentirlo más nuestro en las noches de tormenta, con aquellos fulgores y la casa sitiada.
nadie pronunciaba); pero, de una u otra forma, no era de nuestra sangre y lo tratábamos de usted, sin llamarlo tío. Con Aurelio era distinto: cuando nadie nos veía lo cogíamos de las manos, como si fuéramos novios; y justamente aquel verano debía de escoger entre nosotras dos, pues el tiempo iba pasando y ya no éramos niños. Todas le queríamos a Aurelio, por su porte, por sus vivos ojos negros, y sobre todo por aquel modo especial de sonreír. En la mesa las mayores porciones eran para él, y si el tufo de mamá se percibía por arriba del olor de la cocina, uno podía apostar que cuando Aurelio alargara el plato ella le serviría despacio, su mano izquierda aprisionando la de él contra los bordes descascarados. Tía Esther tampoco perdía prenda, y con la misma aplicación con que rezaba el rosario buscaba la pierna de Aurelio por debajo del mantel, y se quitaba el zapato. Así eran las comidas. Claro que él se dejaba querer, y si vivía con don Jorge en los cuartos de la antigua servidumbre, separado de nosotras, era porque así lo estipulaba el Código; tanto mamá como tía Esther le hubieran dado habitaciones en cualquiera de las plantas y él lo hubiera agradecido, y nosotras encantadas de tenerlo tan cerca, de sentirlo más nuestro en las noches de tormenta, con aquellos fulgores y la casa sitiada.
Al documento que
delimitaba las funciones de cada cual y establecía los deberes y castigos le
llamábamos, simplemente, el Código; y había sido suscrito, en vida del abuelo,
por sus tres hijas y esposos. En él se recogían los mandatos patriarcales, y
aunque había que adaptarlo a las nuevas circunstancias, era la médula de
nuestra existencia y nos guiábamos por él. Seré somera en su detalle:
A don Jorge se le
reconocía como usufructuario permanente y gratuito del inmueble y miembro del Consejo
de Familia. Debía ocuparse del avituallamiento, de la inteligencia militar, de
administrar los recursos, de impartir la educación y promover la cultura (había
sido subsecretario de Educación en tiempos de Laredo Brú), de las reparaciones
eléctricas y de albañilería, y de cultivar las tierras situadas junto al muro
del nordeste que daba a la casona de los Enríquez, convertida en una politécnica
desde finales del sesenta y tres.
A tía Esther le tocaba
el cuidado de los jardines (incluyendo el parque), la atención de los animales
de cría, la agitación política, las reparaciones hidráulicas y de plomería, la
organización de actos religiosos, y el lavado, planchado y zurcido de la ropa.
Se le asignaba a mamá
la limpieza de los pisos y muebles, la elaboración de planes defensivos, las
reparaciones de carpintería, la pintura de techos y paredes, el ejercicio de la
medicina, así como la preparación de alimentos y otras labores conexas, que era
en lo que invertía más tiempo.
En cuanto a nosotros,
los primos, ayudábamos en los quehaceres de la mañana y escuchábamos de tarde
las lecciones de don Jorge: el resto de la jornada lo dedicábamos al
esparcimiento; por supuesto, al igual que a los demás, se nos prohibía
franquear los límites del delegado. Otra cosa era la muerte.
La muerte moral, se
entiende; la muerte exterior del otro lado de la verja. Oprobioso camino que había
seguido la mitad de la familia en los nueve años que ya duraba el asedio. El
caso es que aquel verano cazábamos mariposas. Venían del río volando sobre la
hierba florida, deteniéndose en los pétalos, en los hombros quietos de cualquier
estatua. Decía Honorata que alegraban el ambiente, que lo perfumaban -siempre
tan imaginativa la pobre Honorata-; pero a mí me inquietaba que vinieran de
afuera y -como mamá- opinaba que eran un arma secreta que aún no comprendíamos,
quizá por eso gustaba de cazarlas. Aunque a veces me sorprendían y huía
apartando la hierba, pensando que me tomarían del cabello, de la falda -como en
el grabado que colgaba en el cuarto de Aurelio-, y me llevarían
sobre la verja atravesando el río.
sobre la verja atravesando el río.
A las mariposas las
cogíamos con redes de viejos mosquiteros y las metíamos en frascos de conservas
que nos suministraba mamá. Luego, al anochecer, nos congregábamos en la sala de
estudio para el concurso de belleza, que podía durar horas, pues cenábamos tarde.
A la más bella la sacábamos del frasco, le vaciábamos el vientre y la pegábamos
en el álbum que nos había dado don Jorge; a las sobrantes, de acuerdo con una
sugerencia mía para prolongar el juego, les desprendíamos las alas y
organizábamos carreras, apostando pellizcos y caricias que no estuvieran
sancionados. Finalmente las echábamos al inodoro y Honorata, trémula y con los
ojos húmedos, manipulaba la palanca que originaba el borboteo, los rumores
profundos que se las llevaban en remolino.
Después de la comida,
después del alegato de tía Esther contra las razones de mamá, que se iba a la
cocina con el irrevocable propósito de abandonar la casa en cuanto fregara la
loza, nos reuníamos en el salón de música para escuchar el piano de tía Esther,
sus himnos religiosos en la penumbra del único candelabro. Don Jorge nos había
enseñado algo en el violín, y aún se le mantenían las cuerdas; pero
por falta de afinación, no era posible concertarlo con el piano, y preferíamos
no sacarlo del estuche. Otras veces, cuando tía Esther
se indisponía o mamá le
reprochaba el atraso en la costura, leíamos en voz alta las sugerencias de don
Jorge, y como sentía una gran admiración por la cultura alemana, las horas se
nos
iban musitando estanzas de Goethe, Hölderlin, Novalis, Heine. Poco. Muy poco; sólo en las noches de lluvia, en que se anegaba la casa en alguna otra ocasión especialísima, repasábamos la colección de mariposas, el misterio de sus alas llegándonos muy hondo, las alas cargadas de signos de más allá de las lanzas, del muro enconado de botellas; y nosotros allí, bajo las velas y
en silencio, unidos en una sombra que disimulaba la humedad de la pared, las pestañas esquivas y las manos sueltas, sabiendo que sentíamos lo mismo, que nos habíamos encontrado en lo profundo de un sueño, pastoso y verde como el río desde la verja; y luego aquel techo abombado y cayéndose a pedazos, empolvándonos el pelo, los más íntimos gestos. Y las coleccionábamos.
iban musitando estanzas de Goethe, Hölderlin, Novalis, Heine. Poco. Muy poco; sólo en las noches de lluvia, en que se anegaba la casa en alguna otra ocasión especialísima, repasábamos la colección de mariposas, el misterio de sus alas llegándonos muy hondo, las alas cargadas de signos de más allá de las lanzas, del muro enconado de botellas; y nosotros allí, bajo las velas y
en silencio, unidos en una sombra que disimulaba la humedad de la pared, las pestañas esquivas y las manos sueltas, sabiendo que sentíamos lo mismo, que nos habíamos encontrado en lo profundo de un sueño, pastoso y verde como el río desde la verja; y luego aquel techo abombado y cayéndose a pedazos, empolvándonos el pelo, los más íntimos gestos. Y las coleccionábamos.
La satisfacción mayor
era imaginarse que al final del verano Aurelio ya estaría conmigo. «Un párroco disfrazado
os casará tras la verja», decía don Jorge, circunspecto, cuando tía Esther y
Honorata andaban por otro lado. Yo no dejaba de pensar en ello; diría que hasta
me confortaba en la interminable sesión de la mañana: el deterioro de mamá iba
en aumento (aparte de cocinar, y siempre se le hacía tarde, apenas podía con la
loza y los cubiertos) y era yo la que baldeaba el piso, la que sacudía los
astrosos forros de los muebles, los maltrechos asientos. Quizás sea una
generalización peligrosa, pero de algún modo Aurelio nos sostenía a todas, su
cariño nos ayudaba a resistir. Claro que en mamá y tía Esther coincidían otros
matices; pero cómo explicar sus devaneos gastronómicos, los excepcionales
cuidados en los catarros fugaces y rarísimos dolores de cabeza, los esfuerzos
prodigiosos por verlo fuerte, acicalado, contento... Hasta don Jorge, siempre
tan discreto, a veces se ponía como una gallina clueca. Y de Honorata ni
hablar, tan optimista la pobre, tan fuera de la realidad, como si no fuera coja.
Y es que Aurelio era nuestra esperanza, nuestro dulce bocado de ilusión; y era
él quien nos hacía permanecer serenas dentro de aquellos hierros herrumbrosos,
tan hostigados desde afuera.
-
¡Qué mariposa más bella! – dijo Honorata en aquel crepúsculo, hace
apenas un verano. Aurelio y yo marchábamos delante, de regreso a la casa, él abriéndome
el paso con el asta de la red. Nos volvimos: la cara pecosa de Honorata saltaba
sobre la hierba como si la halaran por las trenzas; más arriba, junto a la copa
del flamboyán que abría el sendero de estatuas, revoloteaba una mariposa
dorada.
Aurelio se detuvo. Con
un gesto amplio nos tendió en la hierba. Avanzó lentamente, la red en alto, el
brazo izquierdo extendido a la altura del hombro, deslizándose sobre la maleza.
La mariposa descendía abriendo sus enormes alas, desafiante; hasta ponerse casi
al alcance de Aurelio; pero más allá del flamboyán, internáronse en la galería
de estatuas. Desaparecieron.
Cuando Aurelio regresó
era de noche; ya habíamos elegido a la reina y la estábamos preparando para darle
la sorpresa. Pero vino serio y sudoroso diciendo que se le había escapado; que
había estado a punto de cogerla encaramándose en la verja; y pese a nuestra insistencia
no quiso quedarse a los juegos.
Yo me quedé preocupada.
Me parecía estarlo viendo allá arriba, casi del otro lado, la red colgando sobre
el camino del río y él a un paso de saltar. Me acuerdo que le aseguré a
Honorata que la mariposa era un
señuelo, que había que subir la guardia.
señuelo, que había que subir la guardia.
El otro día fue
memorable. Desde el amanecer los de afuera estaban muy exaltados: expulsaban
cañonazos y sus aviones grises dejaban rastros en el cielo; más abajo, los
helicópteros en triangulares formaciones encrespaban el río, el río color puré
de chícharos, y la hierba. No había duda de que celebraban algo, quizás una
nueva victoria; y nosotros incomunicados. No es que careciéramos de radios,
pero ya hacía años que no pagábamos el fluido eléctrico y las pilas del Zenith
de tía Esther se habían vuelto pegajosas y olían al remedio chino que atesoraba
mamá en lo último del botiquín. Tampoco nos servía el teléfono ni recibíamos
periódicos, ni abríamos las cartas que supuestos amigos y traidores familiares
nos enviaban desde afuera. Estábamos incomunicados. Es cierto que don Jorge
traficaba por la verja, de otra manera no hubiéramos subsistido, pero lo hacía
de noche y no estaba permitido presenciar la compraventa, incluso hacer
preguntas sobre el tema. Aunque una vez que tenía fiebre alta y Honorata lo
cuidaba, dio a entender que la causa no estaba totalmente perdida, que organizaciones
de fama se preocupaban por los que aún resistían.
Al atardecer, después
que concluyeron los aplausos patrióticos de los de la politécnica, los cantos marciales
por arriba del muro de vidrios anaranjados y que enloquecían a mamá a pesar de
los tapones y compresas, descolgamos el cuerno de la panoplia – don Jorge había
declarado asueto – y nos fuimos en busca de mariposas. Caminábamos despacio.
Aurelio con el ceño fruncido. Desde la mañana había estado recogiendo coles
junto al muro y escuchando de cerca el clamor de los cantos sin la debida
protección, los febriles e ininteligibles discursos del mediodía. Parecía afectado
Aurelio: rechazó los resultados del sorteo arrebatándole a Honorata el derecho
de distribuir los cotos y llevar el cuerno de caza. Nos separamos en silencio,
sin las bromas de otras veces, pues siempre se habían respetado las reglas
establecidas.
Yo hacía rato que
vagaba a lo largo del sendero de la verja haciendo tiempo hasta el crepúsculo,
el frasco lleno de alas amarillas, cuando sentí que una cosa se me enredaba en
el pelo. De momento pensé que era el tul de la red, pero al alzar la mano
izquierda mis dedos rozaron algo de más cuerpo, como un pedazo de seda, que se
alejó tras chocar con mi muñeca. Yo me volví de repente y la vi detenida en el
aire, la mariposa dorada frente a mis ojos, sus alas abriéndose y cerrándose
casi a la altura de mi cuello y yo sola y de espaldas a la verja. Al principio
pude contener el pánico: empuñé el asta y descargué un golpe; pero ella lo
esquivó ladeándose a la derecha. Traté de tranquilizarme, de no pensar en el
grabado de Aurelio, y despacio caminé hacia atrás. Poco a poco alcé los brazos sin
quitarle la vista, tomé puntería; pero la manga del tul se enganchó en un
hierro y volví a fallar el golpe. Esta vez la vara se me había caído en el
follaje del sendero. El corazón me sofocaba. La mariposa dibujó un círculo y me
atacó a la garganta. Apenas tuve tiempo de gritar y de arrojarme a la hierba.
Un escozor me llevó la mano al pecho y la retiré con sangre. Había caído sobre
el aro de hojalata que sujetaba la red y me había herido el seno. Esperé unos
minutos y me volví boca arriba, jadeante. Había desaparecido. La hierba se
alzaba alrededor de mi cuerpo, me protegía, como a la Venus derribada de su
pedestal que Honorata había descubierto en lo profundo del parque; y yo
tendida, inmóvil como ella, mirando el crepúsculo concienzudamente, y de pronto
los ojos de Aurelio contra el cielo y yo mirándolos quieta, viéndolos recorrer
mi cuerpo casi sepultado y detenerse
en mi seno, y luego bajar por entre los tallos venciéndome en la lucha, entornarse beso largo y doloroso que estremeció la hierba. Después el despertar inexplicable: Aurelio sobre mi cuerpo, aún tapándome la boca a pesar de las mordidas, las estrellas por encima de su frente, señalada por mis uñas.
en mi seno, y luego bajar por entre los tallos venciéndome en la lucha, entornarse beso largo y doloroso que estremeció la hierba. Después el despertar inexplicable: Aurelio sobre mi cuerpo, aún tapándome la boca a pesar de las mordidas, las estrellas por encima de su frente, señalada por mis uñas.
Regresamos. Yo sin
hablar, desilusionada.
Honorata lo había visto
todo desde las ramas del flamboyán.
Antes de entrar al
comedor acordamos guardar el secreto.
No sé si sería por las
miradas de mamá y tía Esther detrás del humo de la sopa o por los suspiros nocturnos
de Honorata, revolviéndose en las sábanas; pero amaneció y yo me di cuenta de
que ya no quería tanto a Aurelio, que no lo necesitaba, ni a él ni a la cosa
asquerosa, y juré no hacerlo más hasta la noche de bodas.
La mañana se me hizo
más larga que nunca y acabé extenuada.
En la mesa le pasé a
Honorata mi porción de coles (nosotras siempre tan hambrientas) y a Aurelio lo
miré fríamente cuando comentaba con mamá que un gato de la politécnica le había
mordido la mano, le había arañado la cara y desaparecido tras el muro. Luego vino
la clase de Lógica. Apenas atendí a don Jorge a pesar de las palabras: «ferio»
y «festino», «barroco», y otras más.
-
Estoy muy cansada... Me duele la espalda – le dije a Honorata después de
la lección, cuando propuso cazar mariposas.
-
Anda... No seas mala – insistía ella.
-
No.
-
¿No será que tienes miedo? – dijo Aurelio.
-
No. No tengo miedo.
-
¿Seguro?
-
Seguro. Pero no voy a hacerlo más.
-
¿Cazar mariposas?
-
Cazar mariposas y lo otro. No voy a hacerlo más.
-
Pues si no van los dos juntos le cuento todo a mamá – chilló Honorata
sorpresivamente, con las mejillas encendidas.
-
Yo no tengo reparos – dijo Aurelio sonriendo, agarrándome del brazo. Y
volviéndose a Honorata, sin esperar mi respuesta, le dijo: «Trae las redes y
los pomos. Te esperamos en el palomar.»
Yo me sentía confusa,
ofendida; pero cuando vi alejarse a Honorata, cojeando que daba lástima, tuve
una revelación y lo comprendí todo de golpe. Dejé que Aurelio me rodeara la
cintura y salimos de la casa.
Caminábamos en
silencio, sumergidos en la hierba tibia, y yo pensaba que a Aurelio también le
tenía lástima, que yo era la más fuerte de los tres y quizás de toda la casa.
Curioso, yo tan joven, sin cumplir los diecisiete, y más fuerte que mamá con su
alcoholismo progresivo, que tía Esther, colgada de su rosario. Y de pronto
Aurelio. Aurelio el más débil de todos;
aún más débil que don Jorge, que Honorata, y ahora sonreía de medio lado, groseramente, apretándome la cintura como si me hubiera vencido, sin darse cuenta, el pobre, que sólo yo podía salvarlo, a él y a toda la casa.
aún más débil que don Jorge, que Honorata, y ahora sonreía de medio lado, groseramente, apretándome la cintura como si me hubiera vencido, sin darse cuenta, el pobre, que sólo yo podía salvarlo, a él y a toda la casa.
-
¿Nos quedamos aquí? – dijo deteniéndose -. Creo que es el mismo lugar
de ayer. – Y me guiñaba los ojos.
Yo asentí y me acosté
en la hierba. Noté que me subía la falda, que me besaba los muslos; y yo como la
diosa, fría y quieta, dejándolo hacer para tranquilizar a Honorata, para que no
fuera con el chisme que levantaría la envidia, ellas tan insatisfechas y la guerra
que llevábamos.
-
Córranse un poco más a la derecha, no veo bien – gritó Honorata
cabalgando una rama.
Aurelio no le hizo caso
y me desabotonó la blusa.
Oscureció y regresamos,
Honorata llevando las redes y yo los pomos vacíos.
-
¿Me quieres? – dijo mientras me quitaba del pelo una hoja seca.
-
Sí, pero no quiero casarme. Quizás para el otro verano.
-
Y... ¿lo seguirás haciendo?
-
Bueno – dije un poco asombrada -. Con tal que nadie se entere.
-
En ese caso me da igual. Aunque la hierba se cuela por todos lados, le
da a uno picazón.
Esa noche Aurelio
anunció en la mesa que no se casaría aquel año, que posponía su decisión para
el próximo verano. Mamá y tía Esther suspiraron aliviadas; don Jorge apenas
alzó la cabeza.
Pasaron dos semanas, él
con la ilusión de que me poseía. Yo me acomodaba en la hierba con los brazos por
detrás de la nuca, como la estatua, y me dejaba palpar sin que me doliera la
afrenta. Con los días perfeccioné un estilo rígido que avivaba sus deseos, que lo
hacía depender de mí. Una tarde paseábamos por el lado del río, mientras
Honorata cazaba por entre las estatuas. Habían empezado las lluvias, y las
flores, mojadas en el mediodía, se nos pegaban a la ropa. Hablábamos de cosas
triviales: Aurelio me contaba que tía Esther lo había visitado de
noche, en camisón, y en eso vimos la mariposa. Volaba al frente de un enjambre
de colores corrientes; al reconocernos hizo unos caracoleos y se posó en una
lanza. Movía las alas sin despegarse del hierro, haciéndose la cansada, y Aurelio,
poniéndose tenso, me soltó el talle para treparse a la reja. Pero esta vez la
victoria fue mía: me tendí sin decir palabra, la falda a la altura de las
caderas, y la situación fué controlada.
Esperábamos al hombre
porque lo había dicho don Jorge después de la lección de Historia, que vendría
a la noche, a eso de las nueve. Nos había abastecido durante años y se hacía
llamar el Mohícano. Como era un experimentado y valeroso combatiente – cosa inexplicable,
pues le habían tomado la casa – lo aceptamos como huésped tras dos horas de
debates. Ayudaría a tía Esther a exterminar la hierba, después
cultivaría los terrenos del suroeste, los que daban al río.
-
Creo que ahí viene – dijo Honorata, pegando la cara a los hierros del
portón. No había luna y usábamos el candelabro.
Nos acercamos a las
cadenas que defendían el acceso, tía Esther rezando un apresurado rosario. El
follaje se apartó y Aurelio iluminó una mano. Luego apareció una cara arrugada,
inexpresiva.
-
¿Santo y seña? – demandó don Jorge.
-
Guillete y Adams – repuso el hombre con voz ahogada.
-
Es lo convenido. Puede entrar.
-
Pero... ¿cómo?
-
Súbase por los hierros, el cerrojo está oxidado.
De repente un murmullo
nos sorprendió a todos. No había duda de que al otro lado del portón el hombre
hablaba con alguien. Nos miramos alarmados y fue mamá la que rompió el fuego:
-
¿Con quién está hablando? – preguntó, saliendo de su sopor.
-
Es que... no vengo solo.
-
¿Acaso lo han seguido? – dijo tía Esther, angustiada.
-
No, no es eso... Es que vine con... alguien.
-
¡Pero en nombre de Dios...! ¿Quién?
-
Una joven..., casi una niña.
-
Soy su hija – interrumpió una voz excepcional –mente clara.
Deliberamos largamente:
mamá y yo nos opusimos; pero hubo tres votos a favor y una abstención de don
Jorge.
Finalmente bajaron a
nuestro lado.
Ella dijo que se
llamaba Cecilia, y caminaba muy oronda por los senderos oscuros. Era de la edad
de Honorata, pero mucho más bonita y sin fallos anatómicos. Tenía los ojos
azules y el pelo de un rubio dorado, muy extraño; lo llevaba lacio y partido al
medio; las puntas, vueltas hacia arriba, reflejaban la luz del candelabro.
Cuando llegamos a la casa dijo que tenía mucho sueño, que se acostaba temprano,
y agarrando una vela entró muy decidida en el cuarto del abuelo, al final del
corredor, encerrándose por dentro como si lo conociera. El hombre – porque hoy
sé que no era su padre – después de dar las buenas noches con mucha fatiga y
apretándose el pecho, se fue con don Jorge y Aurelio al pabellón de los
criados, su tos oyéndose a cada paso. Nunca supimos cómo se llamaba realmente:
ella se negó a revelar su nombre cuando al otro día don Jorge, que siempre madrugaba,
lo encontró junto a la cama, muerto y sin identificación.
Al Mohícano lo
enterramos por la tarde y cerca del pozo que daba a la politécnica, bajo una
mata de mango. Don Jorge despidió el duelo llamándolo «nuestro Soldado
Desconocido», y ella sacó desde atrás de
la espalda un ramo de flores que le puso entre las manos. Después Aurelio comenzó a palear la tierra y yo le ayudé a colocar la cruz que había fabricado don Jorge. Y todos regresamos con excepción de tía Esther,
que se quedó rezando.
la espalda un ramo de flores que le puso entre las manos. Después Aurelio comenzó a palear la tierra y yo le ayudé a colocar la cruz que había fabricado don Jorge. Y todos regresamos con excepción de tía Esther,
que se quedó rezando.
Por el camino noté que
ella andaba de un modo raro: me recordaba a las bailarinas de ballet que había visto
de niña en las funciones de Pro Arte. Parecía muy interesada en las flores y se
detenía para cogerlas y llevárselas a la cara. Aurelio iba sosteniendo a mamá,
que se tambaleaba de un modo lamentable, pero no le quitaba los ojos de encima
y sonreía estúpidamente cada vez que ella lo miraba. En la comida no probó
bocado, alejó el plato como si le disgustara y luego se lo pasó a Honorata, que
en retribución le
celebró el peinado. Por fin me decidí a hablarle:
celebró el peinado. Por fin me decidí a hablarle:
-
Qué tinte tan lindo tienes en el pelo. ¿Cómo lo conseguiste?
-
¿Tinte? No es tinte, es natural.
-
Pero es imposible... Nadie tiene el pelo de ese color.
-
Yo lo tengo así – dijo sonriendo -. Me alegro que te guste.
-
¿Me dejas verlo de cerca? – pregunté. En realidad no la creía.
-
Sí, pero no me lo toques.
Yo alcé una vela y fui
hasta su silla; me apoyé en el respaldar y miré su cabeza detenidamente: el
color era parejo, no parecía ser teñido; aunque había algo artificial en
aquellos hilos dorados. Parecían de seda fría. De pronto se me ocurrió que
podía ser una peluca y le di un tirón con ambas manos. No sé si fue su alarido
lo que me tumbó al suelo o el susto de verla saltar de aquel modo; el hecho es
que me quedé perpleja, a los pies de mamá, viéndola correr por todo el
corredor, tropezando con los muebles, coger por el corredor y trancarse en el
cuarto del abuelo agarrándose la cabeza como si fuera a caérsele; y Aurelio y
tía Esther haciéndose los consternados, pegándose a la puerta para escuchar sus
berridos, y mamá
blandiendo una cuchara sin saber lo que pasaba, y para colmo Honorata, aplaudiendo y parada en una silla. Por suerte don Jorge callaba.
blandiendo una cuchara sin saber lo que pasaba, y para colmo Honorata, aplaudiendo y parada en una silla. Por suerte don Jorge callaba.
Después de los balbuceos
de mamá y el prolijo responso de tía Esther me retiré dignamente y, rehusando
la vela que Aurelio me alargaba, subí la escalera a tientas y con la frente
alta.
Honorata entró en el
cuarto y me hice la dormida para evitar discusiones. Por entre las pestañas vi
cómo ponía sobre la cómoda el platico con la vela. Yo me volví de medio lado,
para hacerle hueco; su sombra, resbalando por la pared, me recordaba los Juegos
y Pasatiempos del Tesoro de la Juventud, que había negociado don Jorge hacía
unos cuatro años. Cojeaba desmesuradamente la sombra de Honorata; iba de un
lado a otro zafándose las trenzas, buscando en la gaveta de la ropa blanca.
Ahora se acercaba a la cama, aumentando de ella, inclinándose sobre mí, tocándome
una mano.
-
Lucila. Lucila, despiértate.
Yo simulé un bostezo y
me puse boca arriba. «¿Qué quieres?», dije malhumorada.
- ¿Has visto cómo tienes las manos?
-
No.
-
¿No te las vas a mirar?
-
No tengo nada en las manos – dije sin hacerle caso.
-
Las tienes manchadas.
-
Seguro que las tengo negras... Como le halé el pelo a ésa y le di un
empujón a mamá.
-
No las tienes negras, pero las tienes doradas - dijo Honorata furiosa.
Me miré las manos y era
cierto: un polvo de oro me cubría las palmas, el lado interior de los dedos. Me
enjuagué en la palangana y apagué la vela. Cuando Honorata se cansó de sus
vagas conjeturas pude cerrar los ojos. Me levanté tarde, atontada.
A Cecilia no la vi en
el desayuno porque se había ido con tía Esther a ver qué hacían con la hierba.
Mamá ya andaba borracha y Honorata se quedó conmigo para ayudar en la limpieza;
después haríamos el almuerzo. Ya habíamos acabado abajo y estábamos limpiando
el cuarto de tía Esther, yo sacudiendo y Honorata con la escoba, cuando me dio
la idea de mirar por la ventana. Dejé de pasar el plumero y contemplé nuestro
reino a la izquierda y al frente, la verja, separándonos del río, las lanzas
hundidas en la maleza; más cerca, a partir del flamboyán naranja, las cabezas
de las estatuas, verdosas, como de ahogados, y las tablas grises del palomar
japonés; a la derecha los cultivos, el pozo, y Aurelio agachado en la tierra, recogiendo
mangos junto a la cruz diminuta, más allá el muro, las tejas de la politécnica
y una bandera ondeando. «Quién se lo iba a decir a los Enríquez», pensaba. Y
entonces la vi a ella. Volaba muy bajo, en dirección al pozo. A veces se perdía
entre las flores y aparecía más adelante, reluciendo como un delfín dorado.
Ahora cambiaba de rumbo: iba hacia Aurelio, en línea recta; y de pronto era
Cecilia, Cecilia que salía por entre el macizo de adelfas, corriendo sobre la tierra
roja, el pelo revoloteando al aire, flotando casi sobre su cabeza. Cecilia la
que ahora hablaba con Aurelio, la que lo besaba antes de llevarlo de la mano
por el sendero que atravesaba el parque.
Mandé a Honorata a que
hiciera el almuerzo y me tiré en la cama de tía Esther: todo me daba vueltas y tenía
palpitaciones. Al rato alguien trató de abrir la puerta, insistentemente, pero
yo estaba llorando y grité que me sentía mal, que me dejaran tranquila.
Cuando desperté era de
noche y enseguida supe que algo había ocurrido. Sin zapatos me tiré de la cama
y bajé la escalera; me adentré en el corredor, sobresaltada, murmurando a cada
paso que aún había una posibilidad, que no era demasiado tarde.
Estaban en la sala,
alrededor de Honorata, don Jorge lloraba bajito en la punta del sofá; tía
Esther, arrodillada junto al candelabro, se viraba hacia mamá, que manoteaba en
su butaca sin poderse enderezar; y yo desapercibida, recostada al marco de la
puerta, al borde de la claridad, escuchando a Honorata, mirándola escenificar
en medio de la alfombra, sintiéndome cada vez más débil; y ella ofreciendo detalles,
precisas referencias de lo que había visto a la hora del crepúsculo por el
camino del río, del otro lado de la verja. Y de repente el estallido: las
plegarias de
tía Esther, el delirio de mamá ...
tía Esther, el delirio de mamá ...
Yo me tapé los oídos y
bajé la cabeza, con ganas de vomitar. Entonces por entre la piel de los dedos escuché
un alarido. Después alguien cayó sobre el candelabro y se hizo la oscuridad.
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