Kjell Askildsen (Mandal, Noruega 1929) |
Un otoño me
encontré por sorpresa con mi hija María en la acera delante de la relojería;
estaba más delgada, pero no me costó nada reconocerla.
No recuerdo
ya por qué estaba yo en la calle, pero tenía que tratarse de algo importante,
porque fue después de que la barandilla de la escalera se hubiera roto, así que
en realidad ya había dejado de salir a la calle. Pero fuera como fuera, me
encontré con ella, y se me ocurrió pensar: Qué casualidad tan extraña que yo haya
salido justamente hoy.
Pareció
alegrarse de verme, porque dijo «padre» y me dio la mano. Ella era la que más
me gustaba de mis hijos; cuando era pequeña decía a menudo que yo era el mejor
padre del mundo. Y solía cantar para mí, por cierto bastante mal, pero no era
culpa de ella, lo había heredado de su madre.
-María
-dije-, eres realmente tú, tienes buen aspecto.
-Sí, bebo
orina y soy vegetariana -contestó.
Me eché a
reír, hacía mucho que no me reía; imagínate, tenía una hija con sentido del
humor, incluso con un humor un poco atrevido, quién lo diría. Fue un momento
hermoso.
Pero me
equivoqué, qué fastidio que uno nunca consiga quitarse las ilusiones de encima.
Mi hija se quedó como embobada y con la mirada perdida.
-Te estás
burlando de mí -dijo-, Pero si yo te contara…
-Me pareció
haberte oído decir orina -contesté.
-Orina, sí,
y me he convertido en otra persona.
No lo dudé
ni un momento, era lógico, debe de resultar imposible seguir siendo la misma
persona antes y después de haber empezado a beber orina.
-Bueno,
bueno -dije en tono conciliador, y con ganas de hablar de otra cosa, tal vez de
algo agradable, nunca se sabe.
Entonces me
fijé en que llevaba una alianza y le comenté:
-Veo que te
has casado.
Ella miró el
anillo.
-Ah, lo
llevo solo para mantener a raya a los pesados.
Eso sí que
tendría que ser una broma, calculé rápidamente que por lo menos tendría unos
cincuenta y cinco años, y tampoco era tan guapa. Así que volví a reírme por
segunda vez en mucho tiempo, y en medio de la acera.
-¿De qué te
ríes? -preguntó.
-Creo que me
estoy haciendo mayor -contesté, cuando me di cuenta de que me había equivocado
una vez más- conque es así como se hace hoy en día.
Ella no
contestó, así que no sé, supongo y espero que mi hija no sea muy representativa
de los nuevos tiempos.
Pero ¿por qué he tenido hijos como ella, por qué?
Pero ¿por qué he tenido hijos como ella, por qué?
Nos quedamos
un instante callados, pensé que ya era hora de despedirse, un encuentro
inesperado no debe durar demasiado, pero justo en ese momento mi hija me
preguntó si me encontraba bien. No sé lo que quiso preguntar, pero contesté la
verdad, que lo único que me molestaba eran las piernas.
-Ya no me
obedecen, mis pasos son cada vez más cortos, y pronto no podré moverme.
No sé por
qué le hablé tanto de mis piernas, y ciertamente resultó que no debería haberlo
hecho.
-Será la
edad -dijo ella.
-Desde luego
que es la edad -contesté-, ¿qué otra cosa iba a ser?
-Pero
supongo que ya no necesitas usarlas tanto, ¿no?
-Si tú lo
dices -contesté-, si tú lo dices.
Al menos
captó la ironía, diré eso en su favor, y se irritó, pero no consigo misma,
porque dijo:
-Todo lo que
digo está mal.
No supe qué
contestar a eso, ¿qué podría haber contestado? Me limité a sacudir la cabeza
inexpresivamente, ya hay demasiadas palabras en circulación por el mundo, y el
que habla mucho no puede mantener lo dicho.
-Bueno,
tengo que seguir mi camino -dijo mi hija tras una pausa breve, pero lo
suficientemente larga-, tengo que ir al herbolario antes de que cierren. Ya nos
veremos.
Y me dio la
mano.
-Adiós,
María -dije.
Y se marchó.
Esa era mi
hija. Sé que todo tiene su lógica inherente, pero no siempre resulta fácil
descubrirla.
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