Alberto Salcedo Ramos (Barranquilla, Colombia 1963) |
Texto publicado en la revista SoHo en febrero de 2007, edición 82, y en la Antología de Crónica Latinoamericana
Actual compilado por Darío Jaramillo Agudelo en el 2013.
Sucede que los asesinos —advierto de
pronto, mientras camino frente al árbol donde fue colgada una de las sesenta y
seis víctimas — nos enseñan a punta de plomo el país que no conocemos en los
libros de texto ni en los catálogos de turismo. Porque, dígame usted, y perdone
que sea tan crudo, si no fuera por esa masacre, ¿cuántos bogotanos o pastusos
sabrían siquiera que en el departamento de Bolívar, en la costa Caribe de
Colombia, hay un pueblo llamado El Salado? Los habitantes de estos sitios
pobres y apartados sólo son visibles cuando padecen una tragedia. Mueren, luego
existen.
José Manuel Montes, mi guía, un campesino
rollizo y taciturno que se ha pasado la vida sembrando tabaco, asiente con la
cabeza. Cae la tarde del sábado, empieza la sonata de las cigarras. El sol ya se
ocultó pero su fogaje permanece concentrado en el aire. Mi acompañante cuenta
entonces que en este punto en el que estamos ahora, más o menos aquí, en la
mitad de la cancha de fútbol, los paramilitares torturaron a Eduardo Novoa Alvis,
la primera de sus víctimas. Le arrancaron las orejas con un cuchillo de
carnicería y después le embutieron la cabeza en un costal. Lo apuñalaron en el
vientre, le descerrajaron un tiro de fusil en la nuca. Al final, para celebrar
su muerte, hicieron sonar los tambores y gaitas que habían sustraído de la Casa
de la Cultura. En los alrededores desolados de este campo de microfútbol apenas
hay un par de burros lánguidos que se rascan entre sí las pulgas del espinazo. Sin
embargo, es posible imaginar cómo se veían esos espacios aquella mañana del
viernes 18 de febrero del año 2000, cuando los indefensos habitantes de El
Salado se encontraban apostados allí por orden de los verdugos.
—Casi toda la gente estaba sentada en ese
costado —dice Montes, mientras señala un montículo de arena parda que se encuentra
perpendicular a la iglesia, a unos veinte metros de distancia.
Hoy por la mañana, al despuntar el día,
Edita Garrido me había mostrado esa misma lomita de tierra. Ella, una aldeana enjuta
de tez cetrina, también sobrevivió para echar el cuento. Los paramilitares,
dijo, llegaron al pueblo un poco antes de las nueve, disparando en ráfagas y
profiriendo insultos. Debajo de su cama en el piso, donde se hallaba escondida,
Edita oyó la algarabía de los bárbaros:
— ¡Partida de malparidos: párense firmes, que
somos los paracos y vamos a acabar con este pueblo de mierda!
— ¡Eso les pasa por ser sapos de la
guerrilla!
En seguida arrancaron a los pobladores de
sus casas y los condujeron como borregos de sacrificio hacia la cancha. Allí
—aquí— los obligaron a sentarse en el suelo. En el centro del rectángulo donde
normalmente es situado el balón cuando va a empezar el partido se plantaron
tres de los criminales. Uno de ellos blandió un papel en el que estaban
anotados los nombres de los lugareños; a quienes acusaban de colaborarle a la
guerrilla. En la lista, después de Novoa Alvis, seguía Nayibis Osorio. La
arrastraron prendida por el pelo desde su casa hasta el templo, acusada de ser
amante de un comandante guerrillero. La sometieron al escarnio público, la fusilaron.
Y a continuación, en el colmo de la sevicia, le clavaron en la vagina una de
esas estacas filosas que utilizan los campesinos para ensartar las hojas de
tabaco antes de extenderlas al sol.
— ¿A quién le toca el turno? —preguntó en
tono burlón uno de los asesinos, mientras miraba a los aterrados espectadores.
El compañero que manejaba la lista le
entregó el dato solicitado: Rosmira Torres Gamarra. Separaron a la señora del
grupo, le amarraron al cuello una soga y comenzaron a jalarla de un lado al
otro, al tiempo que imitaban los gritos de monte característicos de la arriería
de ganado en la región. La ahorcaron en medio de un nuevo estrépito de tambores
y gaitas. Luego ametrallaron, sucesivamente, a Pedro Torres Montes, a Marcos
Caro Torres, a José Urueta Guzmán y a un burro vagabundo que tuvo la desgracia
de asomar su hocico por aquel inesperado recodo del infierno.
Uno de los paramilitares amenazó a la
muchedumbre: al que llore lo desfiguramos a tiros. Otro levantó su arma por el
aire como una bandera y prometió que no se iría de El Salado sin volarle los
sesos a alguien.
—Díganme cuál es el que me toca a mí
díganme cuál es el que me toca a mí – repetía, mientras caminaba por entre el
gentío con las ínfulas de un guapetón de cine.
Hubo más muertes, más humillaciones, más
redobles de tambores. Hacia el medio día, varios tramos de la cancha se
encontraban alfombrados por el reguero de cadáveres y órganos tronchados que
había dejado la carnicería. Entonces, como al parecer no quedaban más nombres
pendientes en la lista, los paramilitares se inventaron un juego de azar
perverso para prolongar la pesadilla; pusieron a los habitantes en fila para
contarlos en voz alta. La persona a la cual le correspondiera el número treinta
—advirtió uno de los verdugos— estiraría la pata. Así mataron a Hermides Cohen
Redondo y a Enrique Medina Rico. Después llevaron su crueldad, convertida ya en
un divertimento, hasta el extremo más delirante: de una casa sacaron un loro y
de otra, un gallo de riña, y los echaron a pelear en medio de un círculo
frenético. Cuando finalmente el gallo descuartizó al loro a punta de picotazos,
estalló una tremenda ovación.
Ahora, José Manuel Montes me explica que la
mortandad de la cancha era apenas una parte del desastre. El país ha conocido después
—gracias a los familiares de las víctimas, a las confesiones de los verdugos y
al copioso archivo de la prensa— los pormenores de la masacre. Fue consumada
por trescientos hombres armados que portaban brazaletes de las Autodefensas
Unidas de Colombia (AUC). Los paramilitares comenzaron a acordonar el área desde
el miércoles 16 de febrero de 2000. Mientras estrechaban el cerco sobre El
Salado, asesinaban a los campesinos que transitaban inermes por las veredas. No
los mataban a bala sino a golpes de martillo en la cabeza, para evitar ruidos
que alertaran a los desprevenidos habitantes que se encontraban aún en el
pueblo.
El viernes 18, ya durante la invasión,
forzaron las casas que permanecían cerradas y ametrallaron a sus ocupantes.
Cometieron abusos sexuales contra varias adolescentes, obligaron a algunas mujeres
adultas a bailar desnudas una cumbiamba. Por la noche le ordenaron a los
sobrevivientes regresar a sus moradas, Pero eso sí: les exigieron que durmieran
con las puertas abiertas si no querían amanecer con la piel agujereada. Entre
tanto, ellos; los bárbaros, se quedaron montando guardia por las calles:
bebieron licor, cantaron, aporrearon otra vez los tambores, hicieron aullar las
gaitas. Se marcharon el sábado 19 de febrero casi a las cinco de la tarde. A
esa hora los lugareños corrieron en busca de sus muertos. El panorama con el
cual se toparon era lo más horrendo que hubiesen visto jamás: la cancha que con
tanto esfuerzo le habían construido a sus hijos cinco años atrás estaba
convertida en una cloaca de matadero público: manchones de sangre seca, enjambres
de moscas, atmósfera pestilente. Y, para rematar, los cerdos callejeros le caían
a dentelladas a los cadáveres, corrompidos ya por el sol.
—Mi marido —me dijo Edita Garrido esta mañana
– ayudó a cargar uno de esos cadáveres, y cuando terminó tenía las manos llenas
de pellejo podrido.
Le reitero a José Manuel Montes que mi
visita se debe a la matazón cometida por los paramilitares. Si no se hubiese
presentado ese hecho infame, seguramente yo andaría ahora perdiendo el tiempo
frente a las vitrinas de un centro comercial en Bogotá, o extraviado en una
siesta indolente. El terrorismo, fíjese usted hace que algunos de quienes todavía
seguimos vivos pongamos los ojos más allá del mundillo que nos tocó en suerte.
Por eso nos conocemos usted y yo. Y aquí vamos juntos, recorriendo a pie los ciento
cincuenta metros que separan la cancha del panteón donde reposan los mártires.
Mientras avanzamos digo que acaso lo peor de estos atropellos es que dejan una
marca indeleble en la memoria colectiva. Así, la relación que la psiquis
establece entre el lugar afectado y la tragedia es tan indisoluble como la que
existe entre la herida y la cicatriz. No nos engañemos: El Salado es «el pueblo
de la masacre», así como San Jacinto es el de las hamacas Tuchín el de los
sombreros vueltiaos y Soledad el de las
butifarras.
Hemos llegado por fin al monumento erigido
en honor a las personas acribilladas. En el centro del redondel donde yacen las
osamentas se levanta una enorme cruz de cemento. La pusieron allí como el típico
símbolo de la misericordia cristiana, pero en la
práctica, como no hay a la entrada de El Salado ningún cartel de bienvenida, esta cruz es la señal que le indica al forastero dónde se encuentra, el mojón que demarca el territorio del pueblo. Porque en muchas regiones olvidadas de Colombia, fíjese usted, los límites geográficos no son trazados por la cartografía sino por la barbarie. Al distinguir los nombres labrados en las lápidas con caligrafía primorosa, soy consciente de que camino por entre las tumbas de compatriotas con quienes ya no podré conversar. Habitantes de un país terriblemente injusto que sólo reconoce a su gente humilde cuando está enterrada en una fosa.
práctica, como no hay a la entrada de El Salado ningún cartel de bienvenida, esta cruz es la señal que le indica al forastero dónde se encuentra, el mojón que demarca el territorio del pueblo. Porque en muchas regiones olvidadas de Colombia, fíjese usted, los límites geográficos no son trazados por la cartografía sino por la barbarie. Al distinguir los nombres labrados en las lápidas con caligrafía primorosa, soy consciente de que camino por entre las tumbas de compatriotas con quienes ya no podré conversar. Habitantes de un país terriblemente injusto que sólo reconoce a su gente humilde cuando está enterrada en una fosa.
* * *
Domingo de rutina en El Salado: Nubia
Urueta hierve el café en una hornilla de barro. Vitaliano Cárdenas les echa maíz
a las gallinas. Eneida Narváez amasa las arepas del desayuno. Miguel Torres hiende
la leña con un hacha. Juan Arias se apresta a sacrificar una novilla. Juan
Antonio Ramírez cuelga la angarilla de su burro en una horqueta. Hugo Montes
viaja hacia su parcela con un talego de semillas de tabaco. Edita Garrido pela
yucas con un cuchillo de punta roma. Eusebia Castro machaca panela con un
martillo, Jámilton Cárdenas compra aceite al menudeo en la tienda de David Montes.
Y Oswaldo Torres, quien me acompaña en este recorrido matinal, fuma su tercer
cigarrillo del día. Los demás lugareños seguramente están dentro de sus moradas
haciendo oficios domésticos, o en sus cultivos agrandando los surcos de la tierra.
A las ocho de la mañana el sol flamea sobre los techos de las casas. Cualquier
visitante desprevenido pensaría que se encuentra en un pueblo donde la gente
vive su vida cotidiana de manera normal. Y hasta cierto punto es así. Sin
embargo —me advierte Oswaldo Torres—, tanto él como sus paisanos saben que
después de la masacre nada ha vuelto a ser como en el pasado. Antes había más de
seis mil habitantes. Ahora, menos de novecientos. Los que se negaron a
regresar, por tristeza o por miedo, dejaron un vacío
que todavía duele.
que todavía duele.
Le digo a Oswaldo Torres que el
sobreviviente de una masacre carga su tragedia a cuestas como el camello su
joroba, la lleva consigo adondequiera que va. Lo que se encorva bajo el pesado
bulto, en este caso, no es el lomo sino el alma, usted lo sabe mejor que yo.
Torres expulsa una bocanada de humo larga y parsimoniosa. Luego admite que, en
efecto, hay traumas que perduran. Algunos de ellos atacan a la víctima a través
de los sentidos: un olor que permite evocar la desgracia, una imagen que
renueva la humillación. Durante mucho tiempo los habitantes de El Salado esquivaron
la música como quien se aparta de un garrotazo. Como vieron agonizar a sus
paisanos entre ramalazos de cumbiamba improvisados por los verdugos, sentían,
quizá, que oír música equivalía a disparar otra vez los fusiles asesinos. Por
eso evitaban cualquier
actividad que pudiese derivar en fiesta: nada de reuniones sociales en los patios, nada de carreras de caballo. Pero en cierta ocasión un psicólogo social que escuchó sus testimonios en una terapia de grupo, les aconsejó exorcizar el demonio. Resultaba injusto que los tambores y gaitas de los ancestros, símbolos de emancipación y deleite, permanecieran encadenados al terror. Así que esa misma noche bailaron un fandango apoteósico en la cancha de la matanza. Fue como renacer bajo aquel firmamento tachonado de velas prendidas que anunciaban un sol resplandeciente.
actividad que pudiese derivar en fiesta: nada de reuniones sociales en los patios, nada de carreras de caballo. Pero en cierta ocasión un psicólogo social que escuchó sus testimonios en una terapia de grupo, les aconsejó exorcizar el demonio. Resultaba injusto que los tambores y gaitas de los ancestros, símbolos de emancipación y deleite, permanecieran encadenados al terror. Así que esa misma noche bailaron un fandango apoteósico en la cancha de la matanza. Fue como renacer bajo aquel firmamento tachonado de velas prendidas que anunciaban un sol resplandeciente.
En este momento, paradójicamente, el sol se
ha escondido. El cielo encapotado amenaza con desgajarse en un aguacero. Torres
recuerda que cuando ocurrió la masacre, en febrero de 2000, todos los
habitantes se marcharon de El Salado. No se quedaron ni los perros, dice. Pues,
bien: él, Torres, fue una de las ciento veinte personas —cien hombres y veinte
mujeres— que encabezaron el retorno a su tierra en noviembre del año 2002.
Cuando llegaron —cuenta— El Salado se hallaba extraviado bajo un boscaje de más
de dos metros de alto. Uno de los paisanos se encaramó en el
tanque elevado del acueducto para precisar dónde quedaba la casa de cada quien. En seguida se entregaron a la causa de rescatar al pueblo de las garras del caos. Un día, tres días, una semana enfrascados en una lucha primitiva contra el entorno agresivo, como en los tiempos de las cavernas: corte un bejuco por aquí, queme un panal de avispas furiosas por allá, mate una serpiente cascabel por el otro lado. La proliferación de bichos era desesperante.
tanque elevado del acueducto para precisar dónde quedaba la casa de cada quien. En seguida se entregaron a la causa de rescatar al pueblo de las garras del caos. Un día, tres días, una semana enfrascados en una lucha primitiva contra el entorno agresivo, como en los tiempos de las cavernas: corte un bejuco por aquí, queme un panal de avispas furiosas por allá, mate una serpiente cascabel por el otro lado. La proliferación de bichos era desesperante.
—Si uno bostezaba —dice Torres— se tragaba
un puñado de mosquitos.
Para defenderse de las oleadas de insectos,
todos, inclusive los no fumadores, mantenían un tabaco encendido entre los
labios. Además, fumigaban el suelo con querosene, armaban fogatas al anochecer.
Dormían apretujados en cinco casas
contiguas del Barrio Arriba, pues temían que los bárbaros regresaran. Reunidos
—decían— serían menos vulnerables. Su consigna era que quien quisiera matarlos,
tendría que matarlos juntos. Tan grande era el miedo
en aquellos primeros días del retorno, que algunos dormían con los zapatos puestos, listos para correr de madrugada en caso de que fuera necesario. Al principio subsistieron gracias a la caridad de los pueblos vecinos —Canutal, Canutalito, El Carmen de Bolívar y Guaimaral—, cuyos moradores les regalaban víveres, frazadas y pesticidas. Cuando terminaron de segar la maraña, cuando quemaron el último montón de ramas secas, se dedicaron a poner en su sitio, otra vez, los elementos perdidos del universo: el caney del patio, el establo, la burra baya, el garabato, la alacena de las hojas de tabaco, el canto del gallo, el ladrido de los perros, los juegos de los niños, los amores furtivos en los callejones oscuros, la ollita tiznada del café, la visita del compadre. Entonces volvieron los sobresaltos: la guerrilla de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) los acusó de ser colaboradores clandestinos de los paramilitares. ¿Habrase visto ironía más grande? ¡Si los masacraron, precisamente, porque se les consideraba compiches de los guerrilleros!
en aquellos primeros días del retorno, que algunos dormían con los zapatos puestos, listos para correr de madrugada en caso de que fuera necesario. Al principio subsistieron gracias a la caridad de los pueblos vecinos —Canutal, Canutalito, El Carmen de Bolívar y Guaimaral—, cuyos moradores les regalaban víveres, frazadas y pesticidas. Cuando terminaron de segar la maraña, cuando quemaron el último montón de ramas secas, se dedicaron a poner en su sitio, otra vez, los elementos perdidos del universo: el caney del patio, el establo, la burra baya, el garabato, la alacena de las hojas de tabaco, el canto del gallo, el ladrido de los perros, los juegos de los niños, los amores furtivos en los callejones oscuros, la ollita tiznada del café, la visita del compadre. Entonces volvieron los sobresaltos: la guerrilla de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) los acusó de ser colaboradores clandestinos de los paramilitares. ¿Habrase visto ironía más grande? ¡Si los masacraron, precisamente, porque se les consideraba compiches de los guerrilleros!
Mientras chupa su eterno cigarrillo Oswaldo
Torres advierte que los problemas de orden público en El Salado se debían al simple
hecho de pertenecer geográficamente a los Montes de María, una región agrícola
y ganadera disputada durante años por guerrilleros y paramilitares. En los períodos
más críticos de la confrontación los habitantes vivían atrapados entre el fuego
cruzado, hicieran lo que hicieran. Y siempre parecían sospechosos aunque no
movieran ni un dedo. Ciertamente, algunos paisanos
—bajo intimidación o por voluntad propia— le cooperaron a un bando o al otro. Tal circunstancia resultaba inevitable dentro de un conflicto corrompido en el cual los combatientes tomaban como escudo a la población civil. Hugo Montes, un campesino
que ni siquiera terminó la educación primaria, me explicó el asunto anoche, con un brochazo del sentido común que les heredó a sus antepasados indígenas.
—bajo intimidación o por voluntad propia— le cooperaron a un bando o al otro. Tal circunstancia resultaba inevitable dentro de un conflicto corrompido en el cual los combatientes tomaban como escudo a la población civil. Hugo Montes, un campesino
que ni siquiera terminó la educación primaria, me explicó el asunto anoche, con un brochazo del sentido común que les heredó a sus antepasados indígenas.
—Es que donde hay tanta gente, nunca falta
el que mete la pata.
En seguida encogió los hombros, me miró a
los ojos y me retó con una pregunta:
—¿Y qué podíamos hacer los demás, compa, qué
podíamos hacer?
—Lo único que podíamos hacer —responde
Torres ahora — era pagar los platos rotos.
Su respiración es afanosa porque vamos
subiendo una senda empinada. De pronto, mira hacia el cielo como si suplicara clemencia,
pero en realidad —según me dice, jadeante – está inquieto por un nubarrón que
parece a punto de romperse encima de nuestras cabezas. Torres retoma una idea
que planteamos al principio de nuestra caminata: en este momento cualquier visitante
desprevenido pensaría que los pobladores de El Salado viven otra vez,
venturosamente, su vida diaria. Y hasta cierto punto es así —repite—, porque
ellos han retornado al terruño que aman. Mal que bien, hoy cuentan con la opción
de disfrutar en forma tranquila los actos más entrañables de la cotidianidad,
como se percibe en esta calle por la cual avanzamos: una niña escruta
el horizonte con su monóculo de juguete, un niño retoza en el piso con sus bolitas de cristal, una muchacha peina a un anciano plácido. Sin embargo, ya nada será tan bueno como en la época de los abuelos, cuando ningún hombre levantaba la mano contra el
prójimo, y los seres humanos se morían de puro viejos, acostados en sus camas. La violencia les produjo muchos daños irreparables. Espantó, a punta de bombazos y extorsiones, a las dos grandes empresas que compraban las cosechas de tabaco en la región. Enraizó el pánico, la muerte y la destrucción. Provocó un éxodo pavoroso que dejó el pueblo vaciado, para que lo desmantelaran las alimañas de toda índole. Cuando los habitantes regresaron, casi dos años después de la masacre, descubrieron con sorpresa que la mayor parte de la tierra en la que antes sembraban tenía otros dueños. Ya no había ni maestros ni médicos de planta, y ni siquiera un sacerdote dispuesto a abrir la iglesia cada domingo.
el horizonte con su monóculo de juguete, un niño retoza en el piso con sus bolitas de cristal, una muchacha peina a un anciano plácido. Sin embargo, ya nada será tan bueno como en la época de los abuelos, cuando ningún hombre levantaba la mano contra el
prójimo, y los seres humanos se morían de puro viejos, acostados en sus camas. La violencia les produjo muchos daños irreparables. Espantó, a punta de bombazos y extorsiones, a las dos grandes empresas que compraban las cosechas de tabaco en la región. Enraizó el pánico, la muerte y la destrucción. Provocó un éxodo pavoroso que dejó el pueblo vaciado, para que lo desmantelaran las alimañas de toda índole. Cuando los habitantes regresaron, casi dos años después de la masacre, descubrieron con sorpresa que la mayor parte de la tierra en la que antes sembraban tenía otros dueños. Ya no había ni maestros ni médicos de planta, y ni siquiera un sacerdote dispuesto a abrir la iglesia cada domingo.
El nubarrón suelta por fin una catarata de
lluvia que rebota enardecida contra el suelo arenoso.
* * *
Los dos únicos centros educativos que
quedan en el pueblo funcionan en una casa esquinera de paredes descoloridas.
Uno es la Escuela Mixta de El Salado, dueña de este inmueble, y otro, el Colegio
de Bachillerato Alfredo Vega. Varios chiquillos contentos corretean por el
patio esta mañana de lunes. En el primer salón que uno encuentra tras el portón
los niños se aplican a la tarea de elaborar un cuadro sinóptico sobre las
bacterias y otro sobre las algas. El número de alumnos ni siquiera sobrepasa el
centenar, pero el problema mayor es otro: el bachillerato apenas está aprobado
hasta noveno grado. Los estudiantes interesados en cursar los dos grados
restantes deben mudarse para El Carmen de Bolívar, lo que demanda unos gastos
que no se compadecen con la pobreza de casi todos pobladores. En consecuencia,
muchos jóvenes renuncian a concluir su educación y se convierten en jornaleros,
como sus padres.
Tal es el caso de María Magdalena Padilla,
veinte años, quien a esta hora hierve leche en una olla descascarada. En 2002,
cuando retornaron los habitantes tras la masacre, María Magdalena fue noticia
nacional de primera página. En cierta ocasión, una mujer que debía ausentarse
de El Salado dejó a su hija de cinco años bajo la custodia de María Magdalena.
Para matar el tiempo, las dos criaturas se pusieron a jugar a las clases: María
Magdalena era la maestra, y la niña más pequeña, la alumna. Una vecina que vio
la escena también envió a su hijo chiquito, y luego otra señora le siguió los
pasos, y así se alargó la cadena hasta llegar a treinta y ocho niños. Como no
había escuelas, el divertimento se fue tornando cada vez más serio. En ésas
apareció una periodista que quedó maravillada con la historia, una periodista
que, folclóricamente le estampilló a la protagonista el mote de «Seño Mayito»,
dizque porque María Magdalena sonaba demasiado formal. El novelón caló en el
alma de los colombianos. A María Magdalena la retrataron al lado del presidente
de la república, la ensalzaron en la radio y en la televisión, la pasearon por
las playas de Cartagena y por los cerros de Bogotá. Le concedieron —vaya, vaya—
el Premio Portafolio Empresarial, un trofeo que hoy es un trasto inútil arrinconado
en su habitación paupérrima. Los industriales le mandaron telegramas, los
gobernadores exaltaron su ejemplo. Pero en este momento, María Magdalena se
encuentra triste porque después de todo, no ha podido estudiar para ser
profesora, como lo soñó desde la infancia. «No tenemos dinero», dice con resignación.
Lejos de los reflectores y las cámaras no resulta atractiva para los falsos
mecenas que la saturaron de promesas en el pasado. Pienso —pero no me atrevo a
decírselo a la muchacha - que ahí está pintado nuestro país: nos distraemos con
el símbolo para sacarle el cuerpo al problema real, que es la falta de
oportunidades para la gente pobre. Le damos alas a los personajes ilusorios
como «la Seño Mayito», para después arrancárselas a los seres humanos de carne
y hueso como María Magdalena. En el fondo creamos a estos héroes efímeros,
simplemente, porque necesitamos montar una parodia de solidaridad que alivie
nuestras conciencias.
Eso sí: los problemas persisten, se
agrandan. La vecina de María Magdalena se llama Mayolis Mena Palencia y tiene veintitrés
años. Está sentada, adolorida, en un taburete de cuero. Ayer después del
tremendo aguacero que cayó en El Salado, resbaló en el patio fangoso de la casa
y cayó de bruces contra un peñasco. Perdió el bebé de tres meses que tenía en
el vientre. Y ahora dice que todavía sangra, pero que en el pueblo, desde los
tiempos de la masacre, no hay ni puesto de salud ni médico permanente. Yo la
miro en silencio, cierro mi libreta de notas, me despido de ella y me alejo,
procurando pisar con cuidado para no patinar en la bajada de la cuesta. Veo las
calles barrosas, veo un perro sarnoso veo una casucha con agujeros de bala en
las paredes. Y me digo que los paramilitares y guerrilleros, pese a que son un
par de manadas de asesinos, no son los únicos que han atropellado a esta pobre
gente.
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