Autor: Gilberto
Aranguren Peraza
A:
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Armandito,
quién guardó todo en su memoria.
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Mundo sin sol
lavado por la lluvia.
La luz recobra el aire.
Es transparencia.
Un minuto se enciende
-
y cae la noche
José Emilio Pacheco
Transfiguraciones
De: Irás y no volverás
(1969 – 1972)
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En la lectura de Proserpina, cuento escrito por el poeta y ensayista
venezolano Armando Rojas Guardia, se descubre que el objeto del relato surge desde
el autor como un “ente” literario necesariamente a ser admirado. El asombro
ante un acontecimiento significativo coloca el pensamiento en marcha desde un
primer momento de la historia, no sólo desde la confusión y la perplejidad que
nos dejan las tragedias, sino también desde la experiencia mística que dejan los
asombros. Lo que es capaz de maravillarnos, hasta hacerse irresistible en el
pensamiento, se afirma con las metáforas y ficciones elaboradas. Ellas hacen
que el relato sea en sí mismo una forma de alabanza y admiración por el objeto
trágico que una vez nos sorprendió, convirtiéndose en algo tan parecido a un
destello en nuestras vidas.
Como ficción, el relato nos conduce a conocer lo posible y lo imposible,
no lo realmente verdadero en el mundo de las apariencias, sino lo auténtico en
el pensamiento, en esa otra realidad, que siendo inventada a partir de la
experiencia, abona los deseos no realizados por la imaginación, convirtiendo
todo el relato en una réplica de lo que pudo ser la vida, donde el autor coloca
todo aquello que sus deseos mandan y dominan, desde un orden único que elabora
mediante una ilusión caracterizada por una vida en el desasosiego. Esto hace de
Proserpina, no sólo un invento o una ficción, sino una realidad en el mundo del
pensamiento, de manera que su comprensión posee sentido en la especulación como
construcción mental, donde cada información que se aporta está dada para
encontrar un lugar fenomenológico preciso, donde el autor convive, en todo el
relato, con la dicotomía de amante – autor.
La imaginaria ficción de la relación entre Proserpina y el amante está
definida en el futuro. En lo que podría ser, no en lo que es o lo que fue, si
no en la posibilidad. Una posibilidad dada sólo, significativamente, en la llamada
época de “la guerra fría”. El momento
histórico nos coloca ya en una situación difícil, en una relación desde lo
imposible. Una relación marcada por arranques liberadores que sólo puede
ocurrir a la sombra de la imaginación. Es por ello, que este contexto psíquico
del amante nos conduce, con facilidad, por lo que podría denominarse el tiempo
imaginario.
En la física cuántica, el tiempo imaginario no distingue las direcciones
espaciales. Cualquiera puede hacer un viaje según la dirección que tome su
imaginario, situación que en el tiempo “real” es imposible, por ello el amante crea
a su antojo la dirección del tiempo, descubriéndose un asunto bastante curioso
en el relato, y es que por lo general, en el tiempo real somos capaces de
recodar el pasado, pero no el futuro. Pero el hecho es que aquí no se recuerda
el futuro, sino que se construye y se habla de él como sí se estuviera
recordando. Este ejercicio sólo puede ser posible en la imaginación, no en otro
contexto.
Cuando el amante se entrega a la construcción imaginaria del relato, lo
hace desde un contexto real que pudo haber sido mucho menor que el transcurrido
en el tiempo mental, pero también es capaz en el tiempo imaginario de manejar
sin tapujos la vida y la muerte, inventando, por ejemplo, un accidente, sólo
por la necesidad de experimentar que su pasión trasciende la presencia física
de la amada: “como si ella viniera a ser
solo el pretexto para la revelación de una alegría más intangiblemente sólida y
más impronunciable que la de nuestros contactos” (p. 17), pero esto también
revela la necesidad de asombrarse o “aumentar
(su) propio pasmo, y más allá de la primera y dolorosa sorpresa”. Esta
gracia del tiempo imaginario coloca el tiempo de convalecencia de Proserpina,
después del accidente, en algo breve. Por ello, le es fácil creer, y no sólo
imaginarse “el tiempo feliz (sic) en que
no pasa nada/ sino su propio transcurrir dichoso”[1].
En cualquier posición que estuviese el amado pensando su vida con Proserpina,
él será capaz de vestirla y desvestirla para las fiestas y le colocará las joyas
que quiera. Así, él poseerá la totalidad de Proserpina. Un amor totalizador, a
diferencia de la imaginada relación con María Eugenia (su esposa) y con Arturo
(su hijo), quienes son otros que la ficción permite que existan para hacer más
sufrible el dolor y la tristeza del amante. Pero también para hacer más
imposible el amor por Proserpina.
Toda la totalización afectiva del amante, por el objeto amado,
proporciona un gran conocimiento que lo confunde consigo mismo, haciéndolo capaz
de sentir cada sensación y emoción de la mujer imaginada. De manera, que Proserpina
se revela como un viaje a un mundo imaginario que busca liberarlo de una
realidad – que fue y ha sido – terrible para quien narra, por lo que lo
fantaseado es parte esencial de una experiencia íntima y potencialmente
realizable en un futuro incierto y desafiante.
El amor entre Proserpina y el amante desviste una tríadica relación con
Dios, es un secreto bien guardado, ya sea no sólo, porque no podría ser
confesado, ya sea por la responsabilidad profesional del autor y su compromiso
conyugal, ya sea por la relación parental entre Proserpina y el autor, revelada
al final de la obra, pero también porque es una relación dada en el mundo de
las ideas, por ello posee una realidad caótica y desenfrenada. Es un amor sin
ataduras a las normas y a las leyes, es atemporal – aunque hace alusión al
futuro – no se aferra a que los hechos puedan ser parte, exclusiva, de lo
impredecible. No. Más bien, nos da la oportunidad de pensar que ese futuro
posee un pretérito insólito. Por todo ese movimiento caótico, el amante
requiere transitar hacia una calma equilibrada “casi geométrica”, porque para
amar a Proserpina no sólo se requiere de la libertad, sino también de una
tranquilidad perfecta, tan igual al Universo, recordándonos la idea antigua de
que Dios formó las cosas haciendo uso de la geometría. El amante intenta
colocar cada cosa en su lugar, sabe que cada acontecimiento tiene un orden
específico. Utiliza la intuición como un compás que le facilita esa lucha entre
el caos y la construcción de un nuevo orden psíquico.
Aquí el amor aparece como un “fenómeno
espiritual” que transforma a Proserpina convirtiéndola en otro tipo de
mujer. Ella deja de ser la sumisa y responsable, la que tolera los compromisos
del marido y acepta – sin condiciones – la aventura misteriosa en la mente de
un amor no permitido, pero que la transforma y la hace capaz de valorar sus
emociones e intuiciones más profundas. Por otra parte, amar a Proserpina es un
acontecimiento que responde a una ficción desbordada, en ella se rebosa toda la
necesidad psíquica del sexo.
Entre Proserpina y el Secretario de la Delegación se mueve una relación
concretada en el acto de una unión sagrada, ahí aparecen el hombre y la mujer
en presencia de una tercera persona: Dios. Ocurre un llamado matrimonio
sagrado, donde la psique experimenta un movimiento hacia la totalidad o
integración de lo que podría suponerse el estado mental. Es un matrimonio
sagrado entre los opuestos: lo masculino y lo femenino, es una conjunción de lo
consciente y lo inconsciente, del espíritu y la materia. Todo ello es un
proceso místico, por lo que estos seres “desconectados” se unen para llegar a
la integración deseada. De manera, que esta relación afecta profundamente a la
persona de estos dos amantes ocultos.
El amante nos sorprende con la descripción de la presencia musical del “Kyrie del Réquiem de Fauré”, la solemnidad
de la pieza nos prepara para el desenlace y el inicio de la historia; a
sabiendas que la imagen de Proserpina es una construcción de la ficción, la
llegada del Réquiem a los oídos del amante, en medio del acto amatorio, es una
preparación que nos permite comprender el final, pero a la vez la necesaria fe
de que Proserpina estará bien – esté donde esté – con el sólo amor y el
recuerdo del amante. De manera, que las vibraciones que llegaban a la
habitación inventada, cumplían una misión salvífica, convirtiéndose en un lugar
de transfiguración, tan igual como el monte donde Jesús de Nazareth experimentó
la transparencia[2], como una preparación para
la resurrección. En la habitación, como espacio de transfiguración donde “La luz recobra el aire / (y) Es
transparencia”[3] como dice el poeta
mexicano José Emilio Pacheco. En el amor los seres son transparentes, los amantes
son seres transfigurados. La transfiguración se presenta como un estado
vibratorio del alma que permite – en el relato – que el Réquiem de Fauré se
introduzca en los cuerpos y la nueva posesión pueda producirse lenta y
parsimoniosa y en sí misma sagrada, tal cual danza mística.
Esta tríadica relación nos permite comprender que el marco de la alianza
entre Proserpina y su amante, no es más que un culto divino; el amante lo llega
denominar “acto litúrgico”, pensando
que dicha unión y el amor desbordado en ella forma parte de la obra de Dios. El
conocimiento del cuerpo tanto de uno como del otro, se ve sublimado en la
actividad sexual, en una fiesta donde el alma y Dios se funden en una
celebración liturgizada, ya sea por la imaginación, por la música o por el
deseo como vía realizadora del amor. Y en esto el amante se materializa,
dejando de estar en el pensamiento, para decirse a sí mismo: “Esta celebración auditiva y plástica tendrá
como objetivo ensanchar y profundizar la resonancia interior de cada uno de
nuestros orgasmos” (p. 36), es aquí donde parece tener sentido la vida en
el amor con Proserpina, porque el resonar no es más que la picaresca actitud
atómica de vivir excitado, y dicha excitación nos conduce de un nivel de
creatividad y dicha a otro de mayor profundidad en este sentido. Porque no es
sólo colocar los cuerpos en el altar para el sacrificio y complacer las almas.
No. Es también atreverse, en el imaginario proserpiano, morder el fruto del
conocimiento.
El sexo desenfrenado y cultivado por lo sagrado, y en especial el fellatio, se convertirán en el
intranquilo mecanismo para recordar que así pudieron haberlo hecho siempre,
porque el falo, el “lingam” o la
representación simbólica del dios Shivá del Kamasutra, brillará como el oro o
como el sol, y de su orificio emanará “el
gas expansivo del placer” (39).
Una sorpresa nos revela el relato de Proserpina con la cuestión de la
estabilidad emocional y el estado mental, y es que la felicidad en este último
estado, sólo es posible en el amado en el estado caótico de su mente. El
encuentro con Proserpina coloca al amante en una situación caótica, la cual
redunda en felicidad.
Para el amante, Proserpina es Isis (la diosa más significativa de la
iconografía egipcia), en este sentido, es la gran maga del contexto celeste egipcio.
Es el lugar donde se asienta el padre. Isis es la diosa que busca a su esposo –
hermano Osiris en el Nilo -, el cual debido a la traición de Set, había sido
desplazado, descuartizado y lanzado, cada una de sus partes, al río. Isis logra
reunir cada uno de sus miembros, menos el pene que había sido consumido por un
pez, pero la diosa hizo uso de la magia y construyó un falo vegetal. Construido
todo el cuerpo de Osiris le dio vida y mantuvo relaciones sexuales con él y de
esa unión surgió Horus.
Proserpina rescata al amante en toda aquella muerte psíquica que
experimenta con una vida aburrida y comprometida con innumerables
responsabilidades. A la vez, el amante rescata a Proserpina de las aguas, y la
reconstruye psíquicamente hasta darle vida, convirtiéndose él en un Isis
psíquico, o sea en la diosa capaz de traer de la muerte a su amante. Aquí el
amante es el dios del río y a su vez un gran mago. En la iconografía occidental
a Isis se le relaciona con la Sacerdotisa o la Papisa en las cartas del Tarot
francés, atribuyéndosele las imágenes arquetípicas de la “gran maga” o la gran
benefactora, es el arcano de la gnosis,
la que nos sumerge en el sentido de la contemplación.
Proserpina surgió de las aguas psíquicas del amado con todo el poder de recibir y construir que poseen las aguas,
pero también el amante resurgió de las mismas aguas para reconstruir la
historia en su mente y convertirse, en un amante – benefactor – y en la dual
condición diosa – dios. O sea, todo un proceso de resurrección.
Todo este imaginario posee una intencionalidad salvadora ante la
desgracia, que no sólo llega en la ficción, sino es vivida en la propia carne.
Proserpina, Isis, Osiris, Shivá, Horus, una mezcla de diosas y dioses que se
conjugan para hundirse con facilidad en la creación del pensamiento.
Siempre se verá al primo Armandito, con sus ojos abiertos esperanzados
que su eterna Proserpina resurja de entre las aguas. Siempre estará ahí
esperando.
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