Martín Caparrós (Buenos Aires, Argentina 1957) |
Texto
publicado en Surcos en América Latina, núm. 11, año I, abril de 2006.
Amaranta tenía
siete años cuando terminó de entender razones de su malestar: estaba cansada de
hacer lo que no quería hacer. Amaranta, entonces, se llamaba Jorge y sus padres
la vestían de niño, sus compañeros de escuela le jugaban a pistolas, sus
hermanos le hacían goles. Amaranta se escapaba cada vez que podía, jugaba a
cocinar y a las muñecas, y pensaba que los niños era una panda de animales. De
a poco, Amaranta fue descubriendo que no era uno de ellos, pero todos la
seguían llamando Jorge. Su cuerpo tampoco correspondía a sus sensaciones, a sus
sentimientos: Amaranta lloraba, algunas veces, o hacía llorar a sus muñecas y
todavía no conocía su nombre.
Son las cinco del
alba y el sol apenas quiere, pero las calles del mercado ya están llenas de
señoras imponentes: ochenta, cien kilos de carne en cuerpos breves. Las señoras
son rotundas como mundos, las piernas zambas, piel cobriza, los ojos grandes negros,
sus caras achatadas. Vienen de enaguas anchas y chalecos bordados; detrás van
hombrecitos que empujan carretillas repletas de frutas y verduras. Las señoras
les gritan órdenes en un idioma que no entiendo: los van arreando hacia sus
puestos. Los hombrecitos sudan bajo el peso de los productos y los gritos.
—Güero, cómprame
unos huevos de tortuga, un tamalito.
El mercado se
arma: con el sol aparecen pirámides de piñas como sandías, mucho mango,
plátanos ignotos, tomates, aguacates, hierbas brujas, guayabas y papayas,
chiles en montaña, relojes de tres dólares, tortillas, más tortillas, pollos
muertos, vivos, huevos, la cabeza de una vaca que ya no la precisa, perros muy
flacos, ratas como perros, iguanas retorciéndose, trozos de venado, flores interminables,
camisetas con la cara de Guevara, toneladas de cedés piratas ensortijados,
lisas, bagres, cangrejos moribundos, muy poco pez espada y las nubes de moscas.
Músicas varias mezclan en el aire, y las cotorras.
—¿Qué va a llevar,
blanco?
—A usted, señora.
Y la desdentada
empieza a gritar el güero me lleva, güero me lleva, y arrecian las carcajadas.
El mercado de Juchitán tiene más de dos mil puestos y en casi todos hay
mujeres: tienen que ser capaces de espantar bichos, charlar en zapoteco, ofrecer
sus productos, abanicarse y carcajearse al mismo tiempo todo tiempo. El mercado
es el centro de la vida económica de Juchitán y por eso, entre otras cosas,
muchos dijeron que aquí regía el matriarcado.
—¿Por qué decimos
que hay matriarcado acá? Porque las mujeres predominan, siempre tienen la
última palabra. Acá la que manda es la mamá, mi amigo. Y después la señora.
Me dirá después un
sesentón, cerveza en la cantina. En economía tradicional de Juchitán los
hombres salen a laborar los campos o a pescar, y las mujeres transforman esos
productos y los venden. Las
mujeres manejan el dinero, la casa, la organización de las fiestas y la
educación de los hijos, pero la política, la cultura y las decisiones básicas
son privilegio de los hombres.
—Eso del
matriarcado es un invento de los investigadores que vienen unos días y se quedan
con la primera imagen. Aquí, dicen, el hombre es un huevón y su mujer lo
mantiene...
Dice el padre
Francisco Herrero o cura Paco, párroco de la iglesia de San Vicente Ferrer,
patrono de Juchitán.
—Pero el hombre se
levanta muy temprano porque a las doce del día ya está el sol incandescente y
no se puede. Entonces, cuando llegan los antropólogos ven al hombre dormido y
dicen ah, es una sociedad matriarcal. No, ésta es una sociedad muv comercial y
la mujer es la que vende, todo el día; pero el hombre ha trabajado la noche, la
madrugada.
—Pero entonces no
se cruzan nunca...
—Sí, para eso no
se necesita horario, pues. Yo conozco la vida íntima, secreta, de las familias
y te puedo decir que allí tampoco existe el matriarcado.
No existe, pero el
papel de las mujeres es mucho más lúcido que en el resto de México.
—Aquí somos
valoradas por todo lo que hacemos. Aquí es valioso tener hijos, manejar un
hogar, ganar nuestro dinero: sentimos el apoyo de la comunidad y eso nos
permite vivir con mucha felicidad y con mucha seguridad.
Dirá Marta, mujer
juchiteca. Y se les nota, incluso, en su manera de llevar el cuerpo:
orgullosas, potentes, el mentón bien alzado, el hombre —si hay hombre— un paso
atrás.
Juchitán es un
lugar seco, difícil. Cuentan que cuando Dios le ordenó a San Vicente que
hiciera un pueblo para los zapotecos, el santo bajó a la tierra y encontró un
paraje encantador, con agua, verde, tierra fértil. Pero dijo que no: aquí los
hombres van a ser perezosos. Entonces siguió buscando y encontró el sitio donde
está Juchitán: éste es el lugar que hará a sus hijos valientes, bravos, dijo
San Vicente, y lo fundó.
Ahora Juchitán es
una ciudad ni grande ni chica, ni rica ni pobre, ni linda ni fea, en el Istmo
de Tehuantepec, al sur de México: el sitio donde el continente se estrecha y
deja, entre Pacífico y Atlántico, sólo doscientos kilómetros de tierra. El
Istmo siempre ha sido tierra de paso y de comercio: un espacio abierto donde muy
variados forasteros se fueron asentando sobre la base de la cultura zapoteca. Y
su tradición económica de siglos le permitió mantener una economía tradicional:
en Juchitán la mayoría de la población vive de su producción o su comercio, no
del sueldo en una fábrica: la penetración de las grandes empresas y del mercado
globalizado es mucho menor que en el resto del país.
—Acá no vivimos
para trabajar. Acá trabajamos para vivir, no más.
Me dice una
señorona en el mercado. Alrededor, Juchitán es un pueblo de siglos que no ha
guardado rastros de su historia, que ha crecido de golpe. En menos de veinte
años, Juchitán pasó de pueblo polvoriento campesino a ciudad de trópico
caótico, y ahora son cien y mil habitantes en un damero de calles asfaltadas, casas
bajas, flamboyanes naranjas, buganvillas moradas; hay colores pasteles en las
paredes, jeeps brutales y carros de caballos. Hay pobreza pero no miseria, y
cierto saber vivir de la tierra caliente. Algunos negocios tienen guardias
armados con winchester «pajera»; muchos no.
Juchitán es un
pueblo bravío: aquí se levantaron pronto contra los españoles, aquí desafiaron
a las tropas francesas de Maximiliano y a los soldados mexicanos de Porfirio
Díaz. Aquí en 1981, la Coalición Obrero Campesino Estudiantil del Istmo —la
COCEI— ganó unas elecciones municipales y la convirtió en la primera ciudad de
México gobernada por la izquierda indigenista y campesina. Juchitán se hizo
famosa en esos días.
Amaranta siguió
jugando con muñecas, vestidos, comiditas, hasta que descubrió unos juegos que
le gustaban más. Tenía ocho o nueve años cuando las escondidas se convirtieron
su momento favorito: a los chicos vecinos les gustaba eclipsarse con ella y
allí, detrás de una tapia o una mata, se toqueteaban, frotaban. Amaranta tenía
un poco de miedo pero apostaba a esos placeres nuevos:
—Así crecí hasta
los once, doce años, y a los trece ya tomé mi decisión, que por suerte tuvo el
apoyo de mi papá y de mi mamá.
Dirá mucho
después. Aquel día su madre cumplía año Amaranta se presentó en la fiesta con
pendientes y un vestido floreado, tan de señorita. Algunos fingieron una
sorpresa inverosímil. Su mamá la abrazó; su padre, profesor de escuela, le dijo
que respetaba su decisión pero que lo único que le pedía era que no terminara
borracha en las cantinas:
—Jorge, hijo, por
favor piensa en tus hermanos, en familia. Sólo te pido que respetes nuestros
valores. Y el resto, vives como debes.
Amaranta se había
convertido, por fin, abiertamente, en un «muxe». Pero seguía sin saber su
nombre.
Muxe es una
palabra zapoteca que quiere decir homosexual pero quiere decir mucho más que
homosexual. Los muxes de Juchitán disfrutan desde siempre de una aceptación social
que viene de la cultura indígena. Y se «visten» —de mujeres y circulan por las
calles como las demás señoras, sin que nadie señale con el dedo. Pero, sobre
todo: según la tradición, los muxes travestidos son chicas de su casa. Si los
travestis occidentales suelen transformarse en hipermujeres hipersexuales, los
muxes son hiperhogareñas:
Los muxes de
Juchitán nos caracterizamos por ser gente muy trabajadora, muy unidos a la
familia, sobre todo a la mamá. Muy con la idea de trabajar para el bienestar de
los padres. Nosotros somos los últimos que nos quedamos en la casa con los
papás cuando ya están viejitos, porque los hermanos y hermanas se casan, hacen
su vida aparte... pero nosotros, como no nos casamos, siempre nos quedamos. Por
eso a las mamas no les disgusta tener un hijo muxe. Y siempre hemos hecho esos
trabajos de coser, bordar, cocinar, limpiar, hacer adornos para fiestas: todos
los trabajos de mujer.
Dice Felina, que
alguna vez se llamó Ángel. Felina tiene treinta y tres años y una tienda
—«Estética y creaciones Felina»— donde corta el pelo y vende ropa. La tienda
tiene paredes verdes, maniquíes desnudos, sillones para esperar, una mesita con
revistas de cotilleo, la tele con culebrón constante y un ordenador conectado a
Internet; Felina tiene una falda corta con su larga raja, sus piernas afeitadas
más o menos, las uñas carmesí. Su historia es parecida a las demás: un
descubrimiento temprano, un período ambiguo y hacia los doce o trece, la
asunción de que su cuerpo estaba equivocado. La tradición juchiteca insiste en
que un muxe no se hace — nace – y que no hay forma de ir en contra del destino.
—Los muxes sólo
nos juntamos con hombres, no con otra igual. En otros lugares ves que la pareja
son dos homosexuales. Acá en cambio los muxes buscan hombres para ser su
pareja.
— ¿Se ven más como
mujeres?
—Sí, nos sentimos
más mujeres. Pero yo no quiero ocupar el lugar de la mujer ni el del hombre. Yo
me siento bien como soy, diferente: en el medio, ni acá ni allá, y asumir la
responsabilidad que me corresponde como ser diferente.
Cuando cumplió catorce,
Amaranta se llamaba Nayeli – «te quiero» en zapoteca— y consiguió que sus
padres la mandaran a estudiar inglés y teatro a Veracruz. Allí leyó su primer libro
«de literatura»: se llamaba Cien años de soledad y un personaje la impactó: era,
por supuesto, Amaranta Buendía.
—A partir de ahí
decidí que ése sería mi nombre, y empecé cómo construir su identidad, cómo
podía ser su vida, mi vida. Tradicionalmente los muxes en Juchitán trabajamos en
los quehaceres de la casa. Yo, sin menospreciar todo esto, me pregunté por qué
tenía que cumplir esos roles.
Amaranta mueve su
mano derecha sin parar y conversa con soltura de torrente, eligiendo palabras:
—Entonces pensé
que quería estar en la boca de la gente, del público, y empecé a trabajar en un
show travestí que se llamaba New Les Femmes.
Durante un par de
años las cuatro « New Les Femmes » recorrieron el
país imitando a actrices y cantantes. Amaranta se tomó en serio: estudiaba cada
gesto, cada movimiento, y era muy buena haciendo a Paloma San Basilio y Rocío
Dúrcal. Era una vida y le gustaba —y podría haberle durado muchos años.
En Juchitán no se
ven extranjeros: no hay turismo ni razones para que lo haya. Suele hacer un
calor imposible, pero estos días sopla un viento sin mengua: aire corriendo
entre los dos océanos. El viento refresca pero pega a los cuerpos los vestidos,
levanta arena, provoca más chillidos de los pájaros. Los juchitecas se
desasosiegan con el viento.
—¿Qué está
buscando por acá?
En una calle del
centro hay un local con su cartel: Neuróticos Anónimos. Adentro, reunidos, seis
hombres y mujeres se cuentan sus historias; más tarde ese señor me explicará
que lo hacen para dejar de sufrir, «porque el ser humano sufre mucho los celos,
la ira, la cólera, la soberbia, la lujuria». Después ese señor —cuarenta años,
modelo Pedro Infante— me contará la historia de uno que vino durante muchos
meses para olvidar a un muxe:
—El pobre hombre
ya estaba casado, quería formar una familia, pero extrañaba al muxe, lo veía,
la esposa se enteraba y le daba coraje. Y si no, igual a él le resultaba muy
doloroso no poder dejarlo. Sabía que tenía que dejarlo pero no podía, lo tenía
con embrujado.
De pronto me
pareció evidente que ese hombre era él.
—¿Y se curó?
Le pregunté,
manteniendo la ficción del otro.
—No, yo no creo
que se cure nunca. Es que tienen algo mi amigo, tienen algo.
Me dijo, con la
sonrisa triste. Felina me había contado que una de las «funciones sociales»
tradicionales de los muxes era la iniciación sexual de los jóvenes juchitecas.
Aquí la virginidad de las novias era un valor fundamental y los jóvenes
juchitecas siguen respetando más a las novias que no se acuestan con ellos, y
entonces los servicios de un muxe son el mejor recurso disponible.
Las New Les Femmes habían quedado en
encontrarse, tras tres meses de vacaciones, en un pueblo de Chiapas donde
habían cerrado un buen contrato. Amaranta llegó un día antes de la cita y esperó
y esperó. Al otro día empezó a hacer llamadas: así se enteró de que dos de sus
amigas habían muerto de sida y la tercera estaba postrada por la enfermedad.
Hasta ese momento Amaranta no le había hecho mucho caso al VIH, y ni siquiera
se cuidaba.
—¿Cómo era posible
que las cosas pudieran cambiar tan drásticamente, tan de pronto? Ellas estaban
tan vivas, tenían tanto camino por delante... No te voy a decir que me sentía
culpable, pero sí con un compromiso moral enorme de hacer algo.
Fue su camino de
Damasco. Muerta de miedo, Amaranta se hizo los
análisis. Cuando le dijeron que
se había salvado, se contactó con un grupo que llevaba dos años trabajando sobre
el sida en el Istmo: Gunaxhii Guendanabani – Ama la Vida era una pequeña organización
de mujeres juchitecas que la aceptaron como una más. Entonces Amaranta organizó
a sus amigas para hacer campañas de prevención. Los muxes fueron muy importantes
para convencer a los más jóvenes de la necesidad del sexo protegido.
—El tema del VIH
viene a abrir la caja de Pandora y ahí aparece todo: las elecciones sexuales,
la autoestima, el contexto cultural, la inserción social, la salud, la
economía, los derechos humanos, la política incluso.
Amaranta se
especializó en el tema, consiguió becas, trabajó en Juchitán, en el resto de
México y en países centroamericanos, dio cursos, talleres, estudió, organizó
charlas, marchas, obras de teatro. Después Amaranta se incorporó a un partido
político nuevo. México Posible, que venía de la confluencia de grupos feministas,
ecologistas, indigenistas y de derechos humanos. Era una verdadera militante.
En la cantina
suena un fandango tehuano y sólo hay hombres. Afuera el calor es criminal; aquí
adentro, cervezas. En las paredes hay papagayos pintados que beben coronitas y
en un rincón la tele grande como el otro mundo repite un gol horrible. Bajo el
techo de palma hay un ventilador que vuela lento.
—Venga, güero,
tómese una cerveza.
Una mesa con cinco
cuarentones está repleta de botellas vacías y me siento con ellos. Al cabo de
un rato les pregunto por los muxes y hay varias carcajadas:
—No, para qué, si
acá cada cual tiene su mujercita.
—Sus mujercitas,
buey.
Corrige otro. Un
tercero los mira con ojitos achinados de cerveza:
—A ver quién de
ustedes no se ha chingado nunca un muxe. A ver quién es el maricón que nunca se
ha chingado un muxe.
Desafía, y hay
sonrisas cómplices.
—¡Por los muxes!
Grita uno, y todos
brindan —brindamos.
La invitación
estaba impresa en una hoja de papel común: «Los señores Antonio Sánchez Aquino
y Gimena Gómez Castillo tienen el honor de invitar a usted y a su apreciable
familia al 25 aniversario de la señorita María Rosa Mística que se llevará a
cabo en...». La fiesta fue la semana pasada; ayer, cuando me la encontré en la
calle vendiendo quesos que prepara con su madre, la señorita María Rosa
Mística parecía, dicho sea con todos los respetos, un hombre feo retacón y muy
ancho metido adentro de una falda interminable que me dijo que ahorita no
podía charlar pero quizás mañana.
—A las doce en el
bar Jardín, ¿te parece?
Dijo, pero me dio
el número de su celular «por si no llego». Y ahora la estoy llamando porque ya
lleva una hora de retraso; no, sí, ahorita voy. Supuse que se estaba dando
aires —un supuesto truco femenino—. Al rato, Mística llega con Pilar —«una vecina»—
y me cuenta que vienen del velorio de un primo que se murió de sida anoche:
—Pobre Raúl, le
daba tanta pena, no quería decirle a nadie qué tenía, no quería que su madre
se enterara. Si acá todos la queríamos... Pero creía que la iban a rechazar y
decía que era un de perro, un dolor de cabeza, escondía los análisis. Y se dejó
ce vergüenza.
Dice Mística,
triste, transfigurada: ahora es una reina zapoteca, altiva, inmensa. El cura
Paco me había dicho que aquí no ha penetrado el modelo griego de belleza: que
las mujeres para ser bellas tienen que ser frondosas, carnosas, bebedoras, bailonas.
«Moza, moza, la mujer entre más gorda más hermosa» me dijo que se dice. Así que
Mística debe ser una especie de Angelina Jolie: un cuerpo desmedido, tacos,
enaguas anchas y un huipil rojo fuego con bordados de oro. El lápiz le ha
dibujado labios muy improbables, un corazón en llamas.
—Yo también estoy
enferma. Pero no por eso voy a dejaran morir, ¿no? Yo estoy peleando, a
puritos vergazos. Ahorita me cuido mucho y cuido a las personas con las que
tengo relaciones: la gente no tiene la culpa de que yo me haya enfermado. Yo no
soy así, vengativa. Ahorita ando con un muchacho de 16 años; a mí me gustan mucho
los niños y, la verdad, pues me siento bien con él pero también me siento mal
porque es muy niño para mí.
Declara su vecina.
Pilar es un muxe pasado por la aculturación moderna: hace unos años se fue a
vivir a la ciudad de México y consiguió trabajo en la cocina de un restorán
chino.
—Y también trabajo
a la noche, cuando salgo y no me siento cansada, si necesito unos pesos voy por
Insurgentes, por la Zona Rosa y me busco unos hombres. A mí me gusta eso, me siento
muy mujer, más que mujer. A mí lo único que me falta es ésta.
Dice y se aprieta
con la mano la entrepierna. Pilar va de pantalones ajustados y una blusa
escotada que deja ver el nacimiento de sus tetas de saldo.
—Te sobra, se
diría.
Le dice Mística,
zumbona.
—Sí, me falta, me
sobra. Pensé en operarme pero no puedo son como cuarenta mil pesos, es mucho
dinero.
Cuarenta mil pesos
son cuatro mil dólares y Pilar cobra doscientos o trescientos pesos por
servicio. Mística transpira y se seca con cuidado de no correrse el maquillaje.
A Mística no le gusta la idea de trabajar de prostituta:
—No, le temo
mucho. Me da miedo enamorarme perdidamente de alguien, me da miedo la
violencia de los hombres. Yo me divierto en las fiestas y en la conga, cuando
ando tomada ligo mucho.
Tradicionalmente
los muxes juchitecas no se prostituyen; no lo necesitan porque no existe la
marginación que les impide otra salida. Pero algunas han empezado a hacerlo.
—Ni tampoco quiero
operarme. Yo soy feliz así. Tengo más libertad que una mujer, puedo hacer lo
que quiero. Y también tengo mi marido que me quiere y me busca...
Dice Mística. Su
novio tiene 18 años y es estudiante: ya llevan, dice, orgullosa, más de seis
meses juntos.
En septiembre del
2002, Amaranta había encontrado un hombre que por fin consiguió cautivarla: era
un técnico en refrigeración que atendía grandes hoteles en Huatulco, un pueblo
turístico sobre el Pacífico, a tres horas al norte de aquí.
—Era un chavo muy
lindo y me pidió que me quedara con él, que estaba solo, que me necesitaba, y
nos instalamos juntos. Era una relación de equidad, pagábamos todo a la par,
estábamos haciendo algo juntos.
Amaranta se sentía
enamorada y decidió que quería bajar su participación política para apostar a
«crear una familia». Pero una noche de octubre se tomó un autobús hacia Oaxaca
para asistir a un acto; el autobús volcó y el brazo izquierdo de Amaranta quedó
demasiado roto como para poder reconstruirlo: se lo amputaron a la altura del
hombro.
—Yo no sé si creer
en el destino o no, pero sí creo en las circunstancias, que las cosas se dan
cuando tienen que darse. Era un momento de definición y con el accidente tuve
que preguntarme: Amaranta, dónde estás parada, adonde va tu vida.
Su novio no estuvo
a la altura, y Amaranta se dio cuenta de que lo que más le importaba era su
familia, sus compañeros y compañeras, su partido. Entonces trató de no dejarse
abatir por ese brazo ausente, retomó su militancia con más ganas y, cuando le ofrecieron
una candidatura a diputada federal —el
segundo puesto de la lista nacional—, la aceptó sin dudar. Empezó a recorrer el
país; buscando apoyos, hablando en público, agitando, organizando: su figura se
estaba haciendo popular y tenía buenas chances de aprovechar el descrédito de los
políticos tradicionales y su propia novedad para convertirse en la primera
diputada travestida del país y —muy probablemente— del mundo.
El padre Paco
lleva bigotes y no está de acuerdo. El cura quiere ser tolerante y a veces le
sale: dice que la homosexualidad no es natural pero que en las sociedades
indígenas, como son más maduras, cada quien es aceptado como es. Pero que
ahora, en Juchitán hay gente que deja de aceptar a algunos homosexuales porque
se están «occidentalizando».
—¿Qué significa
occidentalizarse en este caso?
—Pues, por ejemplo
meterse en la vida política, como se metido ahora Amaranta. A mí me preocupa,
veo otros intereses que están jugando con ella... o con él... no, con ella,
pues. Porque el homosexual de aquí es el que vive normalmente, no le interesa trascender,
ser figura, sino que vive en la mentalidad indígena del mundo. Mientras no
rompan el modo de vida local, siguen siendo aceptados...
—¿Tú has roto con
esa tradición de los muxes?
Le preguntaré otro
día a Amaranta.
—La
apuesta no es dejar de hacer pasteles o de bordar o hacer fiestas, para nada;
la apuesta es fortalecer desde estos espacios públicos eso que siempre hemos
hecho.
Amaranta
Gómez Regalado es muy mujer. Más de una vez, charlando con ella, me olvido de
que su documento dice Jorge.
Hay estruendo de
cuervos y bocinas y no se sabe quién imita a quién. En el medio del Zócalo —la
plaza central de Juchitán —. junto al quiosco donde a veces toca la banda o la
marimba, una panda de skaters hace sus morisquetas sobre ruedas. Las piruetas les
fallan casi siempre. Una mujer montaña con faldas de colores, enaguas y rebozo
se cruza en el camino y casi provoca el accidente. Llevan pantalones raperos y
gorras de los Gigantes de San Francisco o los Yankees de Nueva York, y uno me
dirá que lo que más quiere en la vida es pasar la frontera, pero que ahora con
la guerra quién sabe:
—No vaya a ser que
te metan en su army y te manden al frente.
Entonces le
pregunto por los muxes y le brillan los ojos: no sé si es sorna, orgullo o sólo
un buen recuerdo.
—¿Tú has venido
por eso?
No puedo decirle que
no; tampoco vale la pena explicarle que no es lo que él supone. Se huele el
mango, los plátanos maduros, pescado seco, la harina de maíz y las gardenias.
Más allá, una sábana pintada y colgada de dos árboles anuncia que «la
Secretaría de la Defensa Nacional te invita a ingresar a sus filas en el arma
de Infantería. Te ofrecemos alojamiento, alimentación, seguro médico, seguro
de vida...»; dos soldaditos magros esperan candidatos. Los lustrabotas se
aburren y transpiran. Por la calle pasa el coche con altavoz que lee las
noticias: «Siete días tuvieron encerradas a parturienta y sus gemelas por no
pagar la cuenta...». Dos mujeronas van agarradas de la mano y una le tienta a
otra con la mano una pequeña parte de la grupa:
—¡Mira lo que te
pierdes!
Le grita a un
hombre flaco que las mira. A un costado, bajo un toldo para el sol espantoso,
se desarrolla el «Maratón microfónico y de estilistas» organizado por Gunaxhii
Guendanabani: una docena de peluqueras muxes y mujeres tijeretean cabezas por
la causa mientras una señora lee consejos «para vivir una sexualidad plena,
responsable y placentera». Una chica de quince embarazada, vestidito de
frutas, se acerca de la mano de su mamá imponente. Colegialas distribuyen
cintas rojas y Amaranta saluda, da aliento, contesta a unas mujeres que se
interesan por su candidatura o por su brazo ausente. Lleva un colgante de
obsidianas sobre la blusa de batik violeta y la pollera larga muy floreada, la
cara firme, la frente despejada y los ojos, sobre todo los ojos. Se la ve tan a
gusto, tan llena de energía:
—¿Y cómo te
resulta esto de haberte transformado en un personaje público?
—Pues mira, no he
tenido tiempo de preguntármelo todavía. Por un lado era lo que yo quería, lo
había soñado, imaginado.
—Pero si ganas te
va a resultar mucho más difícil conseguir un novio.
Amaranta se retira
el pelo de la cara, coqueta, con mohines:
—Sí, se vuelve más
complicado, pero el problema es más de fondo: si a los hombres les cuesta mucho
trabajo estar con una mujer más inteligente que ellos, ¡pues imagínate lo que
les puede costar estar con un muxe mucho más inteligente que ellos! ¡Ay, mamacita,
qué difícil va a ser!
Dice, y nos da la
carcajada.
Amaranta Gómez
Regalado y su partido, México Posible fueron derrotados. El resultado de las
elecciones fue una sorpresa incluso para los analistas, que les auguraban mucho
más que los 244.000 votos que consiguieron en todo el país. Según dijeron, el
principal problema fue el crecimiento de la abstención electoral y las enormes
sumas que gastaron en propaganda los tres partidos principales.
Amaranta se deprimió un poco, trató de disimularlo, y ahora dice que va a
seguir adelante pese a todo.
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