Pedro Lemebel (Santiago de Chile, Chile 1952 - 2015) |
Texto
publicado en el libro De perlas y
cicatrices, LOM 1998
Y ocurrió
en un sencillo país colgado de la cordillera con vista al ancho mar. Un país
dibujado como una hilacha en el mapa; una aletargada culebra de sal que
despertó un día con una metraca en la frente escuchando bandos gangosos que
repetían: «Todos los ciudadanos deben guardarse temprano al toque de queda, y
no exponerse a la mansalva terrorista». Sucedió los primeros meses después del
once, en los jolgorios victoriosos del aletazo golpista cuando los vencidos
andaban huyendo y ocultando gente y llevando gente y salvando gente. A alguna
cabeza uniformada se le ocurrió organizar una campaña de donativos para ayudar
al gobierno. La idea, seguramente copiada de Lo que el viento se llevó o de algún panfleto nazi, convocaba al
pueblo a recuperar las arcas fiscales colaborando con joyas para reconstruir el
patrimonio nacional arrasado por la farra upelienta, decían las damas rubias sus
tés-canastas, organizando rifas y kermeses para ayudar a Augusto, y sacarlo
adelante en su heroica gestión. Demostrarle al mundo entero que el golpe sólo
había sido una palmada eléctrica en la nalga de un niño mañoso. El resto eran
calumnias del marxismo internacional, que envidian a Augusto y a los miembros
de la junta, porque supieron ponerse los pantalones y terminar de un guaracazo
con esa orgía de rotos. Por eso que, si usted apoyó el pronunciamiento militar,
pues vaya pronunciándose con algo, vaya poniéndose con un anillito, un collar,
lo que sea. Vaya donando un prendedor o la alhaja de su abuela, decía la Mimí
Barrenechea, la emperifollada esposa de un almirante, la promotora más entusiasta
con la campaña de regalos en oro y platino que recibía en la gala organizada
por las damas de celeste, verde y rosa que corrían como gallinas cluecas
recibiendo los obsequios.
A cambio,
el gobierno militar entregaba una piocha de lata por la histórica cooperación.
Porque con el gasto de tropas y balas para recuperar la libertad, el país se
quedó en la ruina, agregaba la Mimí para convencer a las mujeres ricachas que
entregaban sus argollas matrimoniales a cambio de un anillo de cobre, que en
poco tiempo les dejaba el dedo verde como un mohoso recuerdo a su patriota
generosidad.
En
aquella gala estaba toda la prensa, más bien sólo bastaba con El Mercurio y Televisión Nacional mostrando a los famosos haciendo cola para
entregar el collar de brillantes que la familia había guardado por generaciones
como cáliz sagrado; la herencia patrimonial que la Mimí Barrenechea recibía
emocionada, diciéndole a sus amigas aristócratas: Esto es hacer patria,
chiquillas, les gritaba eufórica a las mismas veterrugas de pelo ceniza que la
habían acompañado a tocar cacerolas frente a los regimientos, las mismas que la
ayudaban en los cócteles de la Escuela Militar, el Club de la Unión o en la
misma casa de la Mimí, juntando la millonaria limosna de ayuda al ejército. Por
eso, por aquí Consuelo, por acá Pía Ignacia, repiqueteaba la señora Barrenechea
llenando las canastillas timbradas con el escudo nacional, y a su paso
simpático y paltón, caían las zarandajas de oro, platino, rubíes y esmeraldas.
Con su conocido humor encopetado, imitaba a Eva Perón arrancando las joyas de
los cuellos de aquellas amigas que no las querían soltar. Ay, Pochy, ¿no te
gustó tanto el pronunciamiento? ¿No aplaudías tomando champán el once? Entonces
venga para ese anillito que a ti se te ve como una verruga en el dedo
artrítico, Venga ese collar de perlas, querida, ese mismo que escondes bajo la
blusa. Pelusa Larraín, entrégalo a la causa.
Entonces,
la Pelusa Larraín picada, tocándose el desnudo cuello que había perdido ese
collar finísimo que le gustaba tanto, le contestó a la Mimí: Y tú linda, ¿con
qué te vas a poner? La Mimí la miró descolocada, viendo que todos los ojos
estaban fijos en ella. Ay Pelu, es que en el apuro por sacar adelante esta
campaña, ¿me vas a creer que se me había olvidado? Entonces da el ejemplo con
este valioso prendedor de zafiro, le dijo la Pelusa arrancándoselo del escote.
Recuerda que la caridad empieza por casa. Y la Mimí Barrenechea vio con horror
chispear su enorme zafiro azul, regalo de su abuelita porque hacía juego con
sus ojos. Lo vio caer en la canasta de donativos y hasta ahí le duró el ánimo
de su voluntarioso nacionalismo. Cayó en depresión viendo alejarse la cesta con
las alhajas, preguntándose, por primera vez, ¿qué harían con tantas joyas? ¿A
nombre de quién estaba la cuenta en el banco? ¿Cuándo y dónde sería el remate
para rescatar su zafiro? Pero ni siquiera su marido almirante pudo responderle,
y la miró con dureza, preguntándole si acaso tenía dudas del honor del
ejército. El caso fue que se quedó con sus dudas, porque nunca hubo cuenta ni
cuánto se recaudó en aquella enjoyada colecta de la Reconstrucción Nacional.
Años más
tarde, cuando su marido la llevó a EE.UU, por razones de trabajo y fueron
invitados a la recepción en la embajada chilena por la recién nombrada
embajadora del gobierno militar ante las Naciones Unidas, la Mimí, de traje
largo y guantes, entró del brazo de su almirante al gran salón lleno de
uniformes que relampagueaban con medallas, flecos dorados y condecoraciones tintineando
como árboles de pascua. Entre todo ese brillo de galones y perchas de oro, lo
único que vio fue un relámpago azul en el cogote de la embajadora. Y se quedó
tiesa en la escalera de mármol tironeada por su marido que le decía entre
dientes, sonriendo, en voz baja: Qué te pasa tonta, camina que todos nos están
mirando. Mi-zá, mi-zafi, mi – zafi-fi, decía la Mimí tartamuda mirando el
cuello de la embajadora que se acercaba sonriente a darles la bienvenida. Reacciona,
estúpida. Qué te pasa, le murmuraba su marido pellizcándola para que saludara a
esa mujer que se veía gloriosa vestida de raso azulino con la diadema temblándole
al pescuezo. Mi-zá, mi-zafí, mizafífi, repetía la Mimí a punto de desmayarse.
¿Qué cosa?, preguntó la embajadora sin entender el balbuceo de la Mimí
hipnotizada por el brillo de la joya. Es su prendedor, que a mi mujer le ha
gustado mucho, le contestó el almirante sacando a la Mimí del apuro. Ah sí, es
precioso. Es un obsequio del Comandante en Jefe que tiene tan buen gusto y me
lo regaló con el dolor de su alma porque es un recuerdo de familia, dijo emocionada
la diplomática antes de seguir saludando a los invitados.
La Mimí
Barrenechea nunca pudo reponerse de ese shock, y esa noche se lo tomó todo,
hasta los conchos de las copas que recogían los mozos. Y su marido, avergonzado,
se la tuvo que llevar a la rastra, porque para la Mimí era necesario
embriagarse para resistir el dolor. Era urgente curarse como una rota para morderse
la lengua y no decir ni una palabra, no hacer ningún comentario mientras veía
nublada por el alcohol los resplandores de su perdida joya multiplicando los
fulgores del golpe.
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