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Cuento: De cómo el Hombre Lobo peleó con Sonny Negrón de Carelia Rivas Pérez

 

Carelia Rivas Pérez (Venezuela, 1963) Fotografía: ©Geczaín Tovar

De cómo el Hombre Lobo peleó con Sonny Negrón

 Los tres cazadores, un padre y sus dos hijos, se internaron en el monte tupido de las montañas de La Entrada, buscaban cualquier presa grande que les sirviera para saciar el hambre de sus numerosas familias. El mayor de los hijos, pensaba entusiasmado que podían conseguir un báquiro grande, eran abundantes por esos cerros, aunque debían ser cuidadosos, estar atentos a cualquier ruido, los cochinos de monte eran agresivos y podían causar graves heridas a los cazadores. Los otros dos, soñaban con un venado gordo, ya lo veían montado en la parrilla sobre las brasas, hasta podían saborear su carne tierna y deliciosa.

Lo cierto era que, sin importar la presa, los tres tenían los cinco sentidos activados, pendientes de cualquier sonido, olor o rastro que los llevara al animal deseado, por eso se sorprendieron al ver unas pantaletas colgadas en la ramita nueva de un mamey. El padre se acercó a examinar la prenda femenina, volteó a ver a sus hijos expectantes, la agarró con un movimiento preciso. Al olerla sentenció que estaba usada, su hijo menor quiso saber dónde estaría la dueña. Debe ser una gorda, porque las pantaletas son grandotas. Advirtió el hermano mayor.

El padre mantuvo las pantaletas azul cielo entre sus manos, caviloso, viendo hacia todos lados, el camino apenas era una trocha en el monte que sólo conocían los cazadores que, como ellos, subían cada cierto tiempo a buscar animales grandes. La vegetación en ese sitio era tupida y, por tramos el camino se hacía escarpado, enmontado y resbaladizo por el agua que escurría entre las piedras llenas de musgo. Los hijos entendieron su inquietud, ellos también podían sentirla y alertaron aún más sus sentidos ya afilados.

Continuaron la ruta despacio, observaban todo, estudiaban cada rama, cada hojita, cada gamelote, cada piedra, hasta que.... ¡Ahí está otra! Anunció el más joven, entre asustado y contento por el hallazgo. La siguiente pieza estaba en el suelo, arrastrada entre el monte y las piedras, el mismo muchacho la agarró, la olió, dudó y se la dio al papá. El padre olfateó las pantaletas amarillas, está limpia, sentenció. Los hombres respiraban agitados, dos pantaletas en ese mismo camino ¿de cuándo acá? Si por allí no transitaban mujeres.

El viejo mantuvo la calma, acostumbrado a los sobresaltos del monte, a las visitas silenciosas de espantos y aparecidos, a las incursiones de los guerrilleros, al zumbido de las balas perdidas de otros cazadores, unas pantaletas no tendrían que asustarlos, él había quitado tantas en toda su vida. Pero, la verdad era que esas prendas eran una novedad en ese monte, ni en las historias más desatadas que contaban los cazadores, habían aparecido unas pantaletas abandonadas por esos rumbos.

En una brecha en el monte que bajaba hacia una de las quebradas, hallaron la tercera, no la levantaron con la mano, unos agujeritos se asomaban en el satén verde, ya no les interesaba saber si estaban usadas o no. El hijo mayor se limitó a levantarla con el cañón de su escopeta morocha y, así mismo la metió en el mapire. Caminaron hasta el lugar donde comenzaba el descenso, sus ojos pasaron la quebrada, las piedras, el gamelote y se detuvieron sobre lo que fue una valla publicitaria, entre las abolladuras y el óxido sobrevivía el desvaído color rojo de las letras que anunciaban una noche de boxeo.

Cuando el manager de boxeo, entró a la humilde casa, no estaba preparado para ver tanta sangre, estaba acostumbrado a bregar con el líquido rojo dentro de un ring, era habitual que sus boxeadores tuvieran alguna herida en las cejas, en los pómulos, en la quijada, en la boca y hasta en las orejas, pero no estaba habituado a ver esas heridas en la cara de una madre consternada, de una hermana indignada y de una mujer que tenía la cara destrozada por el efecto del punch de los jabs de un boxeador profesional acabado. Llegó la hora de tirar la toalla, hasta aquí llegó el campeón. Pensó el manejador.

Frente a la casita de los Negrón, en la estrecha calle del barrio, donde sólo cabía un carro, en lugar del ostentoso Buick blanco descapotado del boxeador, se encontraba una ambulancia, tan blanca como el carro, con una llamativa cruz roja pintada en los costados, el pasajero era el mismo Sonny Negrón, el campeón de peso gallo y pluma, un boxeador con un récord inigualable de 52 victorias, ninguna derrota, una gloria del deporte nacional que había sucumbido bajo los upper cuts de las drogas que lo ayudaban a soportar cada round y que lo fueron sacando del ring, hasta meterlo en un laberinto de violencia y agresión donde su cerebro se perdió.

Esa noche de luna llena, los camilleros de la Colonia, consiguieron la pesada puerta de madera del pabellón 7, completamente destrozada, curiosamente el vidrio de la mirilla quedó intacto sobre la cama vacía del paciente, junto a las gruesas correas de cuero mordisqueadas hasta arrancarlas, allí mismo tres pantaletas de diferentes tallas y colores, cuatro muslos todavía emplumados de pollo y el pelero corporal que dejó regado sobre las sábanas, el paciente que no pudieron atrapar con las correas.

La ambulancia llegó en medio del ajetreo del personal, el plenilunio provocaba que los gritos, llantos y aullidos de los pacientes inundaran salas, pabellones, laboratorios, quirófanos, baños y hasta los sembradíos de los alrededores. Esa noche era particular, se había fugado uno de sus pacientes icónicos. Los uniformes blancos del médico, los enfermeros y camilleros de turno, refulgía a la luz de la luna, parecían fantasmas ansiosos esperando que sucediera algo inesperado, pero ¿qué podía asustar al personal entrenado de la Colonia Psiquiátrica de Bárbula?

Cuando las puertas traseras de la ambulancia se abrieron, un hombre atlético, con la negra barba y el pelo ensortijado crecidos, saltó y le pegó, con la velocidad de un boxeador, al primer camillero que consiguió en su camino, lo hizo con tal ímpetu que el hombre, dos cabezas más alto que él y el doble de grueso, cayó bajo la fuerza sorpresiva de su upper cut de izquierda. La misma suerte corrió el enfermero que le seguía, por el impacto de un jab de derecha, ambos hombres quedaron noqueados en el suelo de la entrada del psiquiátrico, otros dos salieron corriendo a buscar un calmante.

Mientras, el médico se puso frente a la única enfermera en el lugar, quería protegerla, pero el boxeador fue más rápido y noqueó al doctor también. La profesional se cuadró para defenderse del golpe, pero en lugar de eso, el hombre se pegó a ella y la atrapó con un clinch, mientras trataba de besarla, forcejearon hasta que el boxeador la derribó, se montó sobre ella y bastaron dos golpes para dejarla knock out, cuando levantaba su falda almidonada, un aullido feroz y cercano congeló su acción.

Así, Sonny Negrón pudo ver cómo se acercaba, un hombre de unos dos metros de estatura, tan peludo como un oso, con las orejas puntiagudas de un lobo, en la boca abierta sobresalían los colmillos tan desarrollados como los de un perro, tal vez más. El recién llegado levantó al boxeador sin esfuerzo, lo lanzó contra el suelo y siguió subiendo la falda de la enfermera inconsciente, pero Sonny se levantó y decidió pelear con el peludo, sus puños podían resolverlo todo.

Ambos hombres se cuadraron como si estuvieran parados sobre un ring, cuando los enfermeros salieron a la entrada armados con las inyectadoras de vidrio llenas de tranquilizantes, consiguieron al Hombre Lobo de La Entrada, el paciente que había escapado temprano, peleando contra Sonny Negron.

El boxeador pegó dos golpes certeros a la mitad del cuerpo encorvado, el paciente pegó tres veces a la cara del pugilista y lo dejó tirado junto a la enfermera. El hombre lobo, despojó a la mujer con la falda levantada, de sus pantaletas rosadas, bajó la falda con respeto, se puso las pantaletas sobre la cabeza, cuidando que tapara sus orejas, aulló hacía la brillante súper luna del mismo color que la prenda íntima que tapaba su cráneo rapado y salió corriendo a través del monte hacia sus montañas.

 

©Carelia Rivas Pérez

 

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