Hans Christian Andersen (Odense, Dinamarca 1805 – Østerbro, 1875) |
“Historien om en moder”, 1847
Estaba una
madre sentada junto a la cuna de su hijito, muy afligida y angustiada, pues
temía que el pequeño se muriera. Este, en efecto, estaba pálido como la cera,
tenía los ojitos medio cerrados y respiraba casi imperceptiblemente, de vez en
cuando con una aspiración profunda, como un suspiro. La tristeza de la madre
aumentaba por momentos al contemplar a la tierna criatura.
Llamaron a
la puerta y entró un hombre viejo y pobre, envuelto en un holgado cobertor, que
parecía una manta de caballo; son mantas que calientan, pero él estaba helado.
Se estaba en lo más crudo del invierno; en la calle todo aparecía cubierto de
hielo y nieve, y soplaba un viento cortante.
Como el
viejo tiritaba de frío y el niño se había quedado dormido, la madre se levantó
y puso a calentar cerveza en un bote, sobre la estufa, para reanimar al
anciano. Este se había sentado junto a la cuna, y mecía al niño. La madre
volvió a su lado y se estuvo contemplando al pequeño, que respiraba
fatigosamente y levantaba la manita.
-¿Crees que
vivirá? -preguntó la madre-. ¡El buen Dios no querrá quitármelo!
El viejo,
que era la Muerte en persona, hizo un gesto extraño con la cabeza; lo mismo
podía ser afirmativo que negativo. La mujer bajó los ojos, y las lágrimas
rodaron por sus mejillas. Tenía la cabeza pesada, llevaba tres noches sin
dormir y se quedó un momento como aletargada; pero volvió en seguida en sí,
temblando de frío.
-¿Qué es
esto? -gritó, mirando en todas direcciones. El viejo se había marchado, y la
cuna estaba vacía. ¡Se había llevado al niño! El reloj del rincón dejó oír un
ruido sordo, la gran pesa de plomo cayó rechinando hasta el suelo, ¡paf!, y las
agujas se detuvieron.
La desolada
madre salió corriendo a la calle, en busca del hijo. En medio de la nieve había
una mujer, vestida con un largo ropaje negro, que le dijo:
-La Muerte
estuvo en tu casa; lo sé, pues la vi escapar con tu hijito. Volaba como el
viento. ¡Jamás devuelve lo que se lleva!
-¡Dime por
dónde se fue! -suplicó la madre-. ¡Enséñame el camino y la alcanzaré!
-Conozco el
camino -respondió la mujer vestida de negro- pero antes de decírtelo tienes que
cantarme todas las canciones con que meciste a tu pequeño. Me gustan, las oí
muchas veces, pues soy la Noche. He visto correr tus lágrimas mientras
cantabas.
-¡Te las
cantaré todas, todas! -dijo la madre-, pero no me detengas, para que pueda
alcanzarla y encontrar a mi hijo.
Pero la
Noche permaneció muda e inmóvil, y la madre, retorciéndose las manos, cantó y
lloró; y fueron muchas las canciones, pero fueron aún más las lágrimas.
Entonces dijo la Noche:
-Ve hacia la
derecha, por el tenebroso bosque de abetos. En él vi desaparecer a la Muerte
con el niño.
Muy adentro
del bosque se bifurcaba el camino, y la mujer no sabía por dónde tomar. Se
levantaba allí un zarzal, sin hojas ni flores, pues era invierno, y las ramas
estaban cubiertas de nieve y hielo.
-¿No has
visto pasar a la Muerte con mi hijito?
-Sí
-respondió el zarzal- pero no te diré el camino que tomó si antes no me
calientas apretándome contra tu pecho; me muero de frío, y mis ramas están
heladas.
Y ella
estrechó el zarzal contra su pecho, apretándolo para calentarlo bien; y las
espinas se le clavaron en la carne, y la sangre le fluyó a grandes gotas. Pero
del zarzal brotaron frescas hojas y bellas flores en la noche invernal: ¡tal
era el ardor con que la acongojada madre lo había estrechado contra su corazón!
Y la planta le indicó el camino que debía seguir.
Llegó a un
gran lago, en el que no se veía ninguna embarcación. No estaba bastante helado
para sostener su peso, ni era tampoco bastante somero para poder vadearlo; y,
sin embargo, no tenía más remedio que cruzarlo si quería encontrar a su hijo.
Se echó entonces al suelo, dispuesta a beberse toda el agua; pero ¡qué criatura
humana sería capaz de ello! Mas la angustiada madre no perdía la esperanza de
que sucediera un milagro.
-¡No, no lo
conseguirás! -dijo el lago-. Mejor será que hagamos un trato. Soy aficionado a
coleccionar perlas, y tus ojos son las dos perlas más puras que jamás he visto.
Si estás dispuesta a desprenderte de ellos a fuerza de llanto, te conduciré al
gran invernadero donde reside la Muerte, cuidando flores y árboles; cada uno de
ellos es una vida humana.
-¡Ay, qué no
diera yo por llegar a donde está mi hijo! -exclamó la pobre madre-, y se echó a
llorar con más desconsuelo aún, y sus ojos se le desprendieron y cayeron al
fondo del lago, donde quedaron convertidos en preciosísimas perlas. El lago la
levantó como en un columpio y de un solo impulso la situó en la orilla opuesta.
Se levantaba allí un gran edificio, cuya fachada tenía más de una milla de
largo. No podía distinguirse bien si era una montaña con sus bosques y cuevas,
o si era obra de albañilería; y menos lo podía averiguar la pobre madre, que
había perdido los ojos a fuerza de llorar.
-¿Dónde
encontraré a la Muerte, que se marchó con mi hijito? -preguntó.
-No ha
llegado todavía -dijo la vieja sepulturera que cuida del gran invernadero de la
Muerte-. ¿Quién te ha ayudado a encontrar este lugar?
-El buen Dios
me ha ayudado -dijo la madre-. Es misericordioso, y tú lo serás también. ¿Dónde
puedo encontrar a mi hijo?
-Lo ignoro
-replicó la mujer-, y veo que eres ciega. Esta noche se han marchitado muchos
árboles y flores; no tardará en venir la Muerte a trasplantarlos. Ya sabrás que
cada persona tiene su propio árbol de la vida o su flor, según su naturaleza.
Parecen plantas corrientes, pero en ellas palpita un corazón; el corazón de un
niño puede también latir. Atiende, tal vez reconozcas el latido de tu hijo,
pero, ¿qué me darás si te digo lo que debes hacer todavía?
-Nada me
queda para darte -dijo la afligida madre- pero iré por ti hasta el fin del
mundo.
-Nada hay
allí que me interese -respondió la mujer- pero puedes cederme tu larga
cabellera negra; bien sabes que es hermosa, y me gusta. A cambio te daré yo la
mía, que es blanca, pero también te servirá.
-¿Nada más?
-dijo la madre-. Tómala enhorabuena.
Dio a la
vieja su hermoso cabello, y se quedó con el suyo, blanco como la nieve.
Entraron
entonces en el gran invernadero de la Muerte, donde crecían árboles y flores en
maravillosa mezcolanza. Había preciosos jacintos bajo campanas de cristal, y
grandes peonías fuertes como árboles; y había también plantas acuáticas, algunas
lozanas, otras enfermizas. Serpientes de agua las rodeaban, y cangrejos negros
se agarraban a sus tallos. Crecían soberbias palmeras, robles y plátanos, y no
faltaba el perejil ni tampoco el tomillo; cada árbol y cada flor tenía su
nombre, cada uno era una vida humana; la persona vivía aún: este en la China,
este en Groenlandia o en cualquier otra parte del mundo. Había grandes árboles
plantados en macetas tan pequeñas y angostas, que parecían a punto de estallar;
en cambio, se veían míseras florecillas emergiendo de una tierra grasa,
cubierta de musgo todo alrededor. La desolada madre fue inclinándose sobre las
plantas más diminutas, oyendo el latido del corazón humano que había en cada
una; y entre millones reconoció el de su hijo.
-¡Es este!
-exclamó, alargando la mano hacia una pequeña flor azul de azafrán que colgaba
de un lado, gravemente enferma.
-¡No toques
la flor! -dijo la vieja-. Quédate aquí, y cuando la Muerte llegue, pues la
estoy esperando de un momento a otro, no dejes que arranque la planta;
amenázala con hacer tú lo mismo con otras y entonces tendrá miedo. Es
responsable de ellas ante Dios; sin su permiso no debe arrancarse ninguna.
De pronto se
sintió en el recinto un frío glacial, y la madre ciega comprendió que entraba
la Muerte.
-¿Cómo
encontraste el camino hasta aquí? -preguntó.- ¿Cómo pudiste llegar antes que
yo?
-¡Soy madre!
-respondió ella.
La Muerte
alargó su mano huesuda hacia la flor de azafrán, pero la mujer interpuso las
suyas con gran firmeza, aunque temerosa de tocar una de sus hojas. La Muerte
sopló sobre sus manos y ella sintió que su soplo era más frío que el del viento
polar. Y sus manos cedieron y cayeron inertes.
-¡Nada
podrás contra mí! -dijo la Muerte.
-¡Pero sí lo
puede el buen Dios! -respondió la mujer.
-¡Yo hago solo
su voluntad! -replicó la Muerte-. Soy su jardinero. Tomo todos sus árboles y
flores y los trasplanto al jardín del Paraíso, en la tierra desconocida; y tú
no sabes cómo es y lo que en el jardín ocurre, ni yo puedo decírtelo.
-¡Devuélveme
a mi hijo! -rogó la madre, prorrumpiendo en llanto. Bruscamente puso las manos
sobre dos hermosas flores, y gritó a la Muerte:
-¡Las
arrancaré todas, pues estoy desesperada!
-¡No las
toques! -exclamó la Muerte-. Dices que eres desgraciada, y pretendes hacer a
otra madre tan desdichada como tú.
-¡Otra
madre! -dijo la pobre mujer, soltando las flores-. ¿Quién es esa madre?
-Ahí tienes
tus ojos -dijo la Muerte-, los he sacado del lago; ¡brillaban tanto! No sabía
que eran los tuyos. Tómalos, son más claros que antes. Mira luego en el
profundo pozo que está a tu lado; te diré los nombres de las dos flores que
querías arrancar y verás todo su porvenir, todo el curso de su vida. Mira lo
que estuviste a punto de destruir.
Miró ella al
fondo del pozo; y era una delicia ver cómo una de las flores era una bendición
para el mundo, ver cuánta felicidad y ventura esparcía a su alrededor.
La vida de
la otra era, en cambio, tristeza y miseria, dolor y privaciones.
-Las dos son
lo que Dios ha dispuesto -dijo la Muerte.
-¿Cuál es la
flor de la desgracia y cuál la de la ventura? -preguntó la madre.
-Esto no te
lo diré -contestó la Muerte-. Solo sabrás que una de ellas era la de tu hijo.
Has visto el destino que estaba reservado a tu propio hijo, su porvenir en el
mundo.
La madre
lanzó u
n grito de
horror:
-¿Cuál de
las dos era mi hijo? ¡Dímelo, sácame de la incertidumbre! Pero si es el
desgraciado, líbralo de la miseria, llévatelo antes. ¡Llévatelo al reino de
Dios! ¡Olvídate de mis lágrimas, olvídate de mis súplicas y de todo lo que dije
e hice!
-No te
comprendo -dijo la Muerte-. ¿Quieres que te devuelva a tu hijo o prefieres que
me vaya con él adonde ignoras lo que pasa?
La madre,
retorciendo las manos, cayó de rodillas y elevó esta plegaria a Dios Nuestro
Señor:
-¡No me
escuches cuando te pida algo que va contra Tu voluntad, que es la más sabia!
¡No me escuches! ¡No me escuches!
Y dejó caer
la cabeza sobre el pecho, mientras la Muerte se alejaba con el niño, hacia el
mundo desconocido.
FIN
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