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Prosa de Los cuadernos del destierro de Rafael Cadenas

 

Rafael Cadenas (Venezuela, 1930)

Rafael Cadenas

 

de Los cuadernos del destierro

 

Estoy aquí.

 

Muerto pero aún andando, desnudo, recreado en las hojas de fuego, devolviéndome hacia mi final, dado al tiempo sin armas, espíritu del vino, excelente en el sufrimiento, sin títulos como los resucitados, ojo de huracanes, devorador de sus pies, propenso a falsificar, hermanado con la muerte, mimado, entre vocaciones terrestres, victimario y víctima dentro de un mismo silencio, avanzando y retrocediendo como dos ríos encontrados en los ojos, inexistente pero complaciendo la mitad de mi animal, caminando, hablando, sonriendo, callando, exhibiendo uno de mis rostros, mintiendo, muriendo por la verdad, con amigos, planificando una manera de vivir, fatalmente mórbido, inquiriendo del cuadrante solar soluciones a teoremas, abstraído como el que regresa de su última muerte, dado a confidencias estrictamente increíbles, rodeado de confesores que señalan con el índice un sitio bajo el sol, nada nuevo y sin embargo único, sutilmente irrigado por la respiración de mis ancestros, lastimosamente infértil, juzgado y absuelto en la mañana, juzgado y condenado a mediodía, juzgado y libertado en la tarde, juzgado y echado a un buitre en la noche, eximido de oficios difíciles, de mirada abolida, solo como regresando de una guerra ileso, frotando mi cuerpo gozosamente contra otro cuerpo como un animal legítimo y sin embargo desoído, ganado para siempre por el drama fácilmente soluble pero sin otra salida que una tormenta, en imperfecta posesión de mis facultades, inseguro como una mujer, sin partida de nacimiento y ya previendo mis desapariciones en antesala de desarraigo, no obstante dueño de deleitables disposiciones, oyéndome a cuatro silencios por minuto, cansado de andar conmigo, disponiendo mis sucesiones, nimbado por antiguas auroras, lleno de boscosos rumores, navíos que se van a pique, resplandores identificados, poderes de seducción, móviles confesos, alianzas, lúbrico, acostumbrado a las superficies, obsedido por el sexo, magnetizado por susurrantes sibilas, absorto en discusiones sobre el significado de las palabras, magnífico en conflictos, profiriendo maldiciones baldías, verdaderamente, pero verdaderamente agónico, probando siempre, mal actor, a velas tendidas traficando con especies indefinidas, copiosamente volcado sobre otro cuerpo, en trabajos grises, en soledad de laureles delirantes, nada temeroso excepto de tus hilos región aún no exactamente nombrada, alto sin alegría, no definitivo, triste pero intrasmisible, paseando cotidianamente mi fantasma poblado de paisajes que agonizan de frío, sin saber a qué hora se va a secar el sueño, desconociendo las pautas del cuadro final, desposado con estatuas de bronce sembradas por el amor en los mares, platicando, saludando risueño, nutrido por la savia más débil de las edades, suave en modos y a ratos insoportablemente circunstancial, amante de los días lluviosos y bajeles, a la sombra de años de variada fortuna, siempre como quien oye su muerte en una calle, engarzado un lunes, arrojado a la playa de regreso un sábado, diariamente durante la semana durmiendo y amaneciendo con frases sin sentido (aquel barco dorado, aquel gris regresando, yo como quien ha degollado sus sirenas, verdugo impávido de mis sienes, ya no hay reposo y el fuego vencido) sin interés en mis alrededores, expuesto a venganza, colgado de garfios sucios como un ternero.

 

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