Nadine Gordimer (Springs, Gauteng, 1923 - Johannesburgo, 2014) |
Que se las
lleve el diablo.
Un hombre
que había tenido mala suerte con las mujeres decidió vivir solitario por un
tiempo. Dos veces se había casado por amor. Despejó la casa de cuanto de alguna
manera se le había escapado a su abnegada segunda esposa cuando se largó con
las posesiones favoritas que juntos habían coleccionado - cuadros, cristal
fino, hasta los mejores vinos sacados de la cava-; botó los libros en cuya
guarda la primera mujer había escrito, amorosa, su nuevo nombre de casada. En
seguida se fue de vacaciones sin llevar consigo a ninguna mujer. Por primera
vez, que pudiera recordar.
Pero
aquellas rameras y vagabundas de quienes se creyó enamorado habían resultado
tan infieles como las honestas esposas que juraron quererlo eternamente.
Se fue solo
a un balneario donde las rocas lanzaban el mar hacia arriba en forma de
abanicos ásperos y la marea siseaba y se chupaba las charcas. No había arena.
Sobre piedras, semejantes a confites hirvientes, a rayas, punteadas o
estriadas, la gente -las mujeres- se acostaba en colchonetas descoloridas por
la sal y se acariciaba con aceites aromáticos. Aquel año llevaban el cabello
recogido y sujeto por gorros elásticos de flores artificiales, o chorreaba
suelto -al salir del agua con cuentas cristalinas como joyas sobre sus
brillantes miembros- y cogido por hebillas doradas que intercambiaban señales
luminosas con las candongas que formaban un aro en sus orejas. Los senos iban desnudos
y sobre el pubis vestían triángulos invertidos de tela fosforescente,
asegurados por un cordón que subía por la división entre las nalgas, para
encontrarse con dos cordones que bajaban del vientre y las caderas. En su línea
de visión, mientras se alejaban hacia el mar, parecían totalmente desnudas;
cuando subían del mar, acezando de placer, en dirección a su línea de visión,
sus pechos danzaban y se colgaban al agacharse; reían mientras recogían
toallas, peines y bronceador. Los cuerpos de algunas tenían diseños parecidos a
telas estampadas: listones y parches blancos o rojos donde la ropa había tapado
algunos trozos de sus cuerpos de la llameante inmersión en el sol. Otras tenían
los pezones en carne viva, como fresas, y se podía observar que a duras penas
soportaban tocarlos con bálsamo. Había hombres, pero él no los veía. Cuando
cerraba los ojos y oía el mar alcanzaba a oler a las mujeres -el aceite.
Nadaba
mucho; adentrándose en la serena bahía, entre surfistas crucificados contra sus
vistosas velas, o más cerca a la orilla, donde la espuma le golpeaba la cabeza
bajo aludes de aguas blancas. Un cardumen de madres jóvenes andaba con sus
infantes por las aguas poco profundas. Desnudos, apoyados contra su carne
blanda, los niños se aferraban a ellas, tan recientemente separados de allí que
parecían aún formar parte de aquellos cuerpos femeninos en los que habían sido
sembrados por varones como él. Se acostaba sobre las piedras a secarse. Le
gustaba su roce duro y se retorcía para ajustar sus huesos a ellas,
hundiéndolos con sus movimientos hasta que lograba acomodarlos en las
depresiones, de suerte que las curvas de su cuerpo, más que ofrecer
resistencia, fuesen recibidas por ellas. Dormía, y despertaba para ver piernas
afeitadas pasar junto a su cabeza -mujeres-. Gotas desprendidas de los cabellos
mojados de aquellas caían sobre sus hombros cálidos. A veces se encontraba
nadando bajo el agua, debajo de ellas, y su cuerpo de piel áspera pasaba
rozándolas, como un tiburón.
Como suelen
hacer los hombres cuando están solos, echaba piedras al mar, recordando
-recuperando- el arte de lograr hacerlas besar la superficie saltando. Acostado
boca abajo fuera del alcance de los últimos arroyuelos, colaba puñados de
piedras pulidas por el mar, entresacaba algunas y, de cerca, comenzaba a verlas
como los adultos han dejado de ver: como un niño mira y remira una flor, una
hoja o una piedra, siguiendo sus vetas aluviales, sus fragmentos de color
misteriosos, las placas de mica allí sepultadas, sintiendo (lo hacía) su forma
de huevo o de rombo, pulida por la mano aceitosa y acariciadora del mar.
No todas las
piedras eran en realidad piedras. Había óvalos ambarinos aplanados que el
océano, tallador de gemas, había pulido a partir de botellas de cerveza
quebradas. Había cabujones de vidrios azules y verdes (otra botella ahogada)
que podrían haber pasado por aguamarinas o esmeraldas. Los niños los recogían
en gorras o en baldes. Y una tarde, entre tales tesoros, mezclados con trozos
de espuma de estireno -desechos de barcos de carga-, y con otras echazones que
se arrojan al mar y flotan de nuevo para ser botadas otra vez en las playas de
todo el mundo, encontró en las piedras con las que ocupaba una mano, como un
monje que pasa las cuentas de su camándula, un auténtico tesoro. Entre los
pedruscos de vidrio de color había un anillo de diamante y zafiro. No estaba
sobre la superficie de la playa pedregosa, así que era evidente que ninguna
mujer lo había dejado caer aquel día. Alguna querida, algún tesoro del hombre
rico (o alguna esposa oculta), al zambullirse desde un yate, allá lejos, con
sus joyas puestas mientras se iba despojando con elegancia de otros ropajes,
debió sentir que uno de los anillos se le resbalaba del dedo por acción del
agua. O no lo sintió, solo lo percibió al regresar a cubierta, y corrió a
buscar la póliza de seguros, mientras el mar arrastraba el anillo cada vez más
hondo; y luego, cansándose de él con el correr de los días, de los años, y
empujándolo con lentitud, lo echó afuera, y lo tiró a tierra. Era un anillo
hermoso. Un zafiro, largo y oblongo, circundado de chispas redondas; y a lado y
lado de este brillante montículo, un diamante tallado en forma de baguette
que servía de puente a un círculo grabado.
Aunque lo
había sacado de una profundidad de más de seis pulgadas mientras excavaba con
sus dedos al azar, miró a su alrededor, como si la dueña tuviera que estar
allí, de pie, encima de él.
Pero ellas
se estaban embadurnando, estaban secando a los infantes con las toallas, se
depilaban las cejas observándose en espejos diminutos, estaban sentadas con las
piernas cruzadas y los senos apoyados sobre las mesas bajas donde el mesero del
restaurante había colocado sus ensaladas y botellas de vino blanco. Subió al
restaurante a llevar el anillo: tal vez alguien hubiese informado de una
pérdida. La administradora se echó hacia atrás, como si un reducidor le hubiese
estado ofreciendo bienes robados. Es valioso. Llévelo a la policía.
La sospecha
despierta la atención; tal vez hubiera, en este lugar extranjero, algún motivo
para sospechar, aun de la policía. Si nadie reclamaba el anillo, alguno de los
lugareños se lo embolsillaría. Así pues, qué importaba -y lo echó en su propio
bolsillo, o mejor, en la bolsa donde guardaba el dinero, las tarjetas de
crédito, las llaves del carro y las gafas de sol. Y regresó a la playa, a
acostarse otra vez sobre las piedras, entre las mujeres. A pensar.
Puso un
aviso en el periódico local: Hallado anillo en la Playa Horizonte Azul, el
martes primero, junto con el teléfono y el número de su habitación en el hotel.
La administradora tenía razón: hubo muchas llamadas.
Algunas de
hombres que aducían que, en efecto, sus esposas, madres o novias habían de
veras perdido un anillo en aquella playa. Cuando les pedía que lo describieran
corrían el albur: un anillo de diamante. Pero cuando los presionaba,
pidiéndoles más detalles, solo les quedaba la mentira. Si una voz de mujer era
lisonjera, congraciadora (incluso llorosa a veces), identificable como la de
una estafadora de mediana edad, colgaba en el momento en que ella intentaba
describir su anillo perdido. Pero si la voz era atractiva y a veces claramente
juvenil, suave, aun vacilante en su mentirosa osadía, le pedía a su dueña que
viniera al hotel a reconocer el anillo.
Descríbalo.
Las sentaba
cómodamente frente al balcón abierto para que la luz del mar indagara en sus
rostros. Solo una lo convenció de haber de veras perdido un anillo; lo
describió en detalle y se marchó, apesadumbrada por haberlo molestado. Otras
-algunas bastante atractivas o incluso muy, muy bonitas, vestidas para seducir-
se habrían conformado con un resultado diferente de la visita si no lograban
salirse con la suya al inventar su descripción del anillo. Parecían calcular
que un anillo es un anillo: si es valioso, debe tener diamantes, y una o dos
tuvieron el ingenio suficiente para decir que sí, que llevaba otras piedras
preciosas, pero era una herencia (abuela, tía) y no sabían en realidad los
nombres de las piedras.
¿Y el color?
¿La forma?
Se marchaban
como ofendidas; o si reían con nerviosismo culpable era que solo habían venido
por aventurarse, para divertirse un poco. Y era bien difícil deshacerse de
ellas de manera educada.
Pero hubo
una cuya voz era diferente a la de cualquiera de las demás llamadas, quizás la
voz dominada de una cantante o actriz, que expresaba timidez. Había perdido
toda esperanza. De encontrarlo… mi anillo. Había visto el aviso y pensado no,
no, es inútil. Pero ¿y si había una posibilidad en un millón…? Le pidió que
viniera al hotel.
Con
seguridad tenía cuarenta años, una belleza innata de grandes ojos serenos de un
gris verdoso, que solo necesitaba ayuda para conservar el color negro azabache
de su cabello, que, comenzando en un penacho de forma de pico que se elevaba
sobre la frente curva, se recogía en un bucle sobre la coronilla, brillante
como plumas suavizadas. No había huellas de ningún pliegue allí donde se unían
sus senos, firmemente separados en el escote de su vestido, tan negro como el
cabello. Tenía manos hechas para anillos; extendió unos dedos largos, volteó
las palmas hacia afuera: Y entonces se perdió; vio su reflejo por un instante
en el agua.
Descríbalo.
Lo miró a
los ojos, volvió la cabeza para apartar la mirada, y comenzó a hablar. Muy
trabajado, dijo, platino y oro… Usted sabe, es difícil de precisar cuando se
trata de un objeto que uno ha usado durante tanto tiempo, que ya ni lo nota. Un
diamante grande… varios. Y esmeraldas, y piedras rojas… rubíes, pero creo que
se habían caído antes… Fue al cajón del escritorio tocador y de debajo de unas
carpetas que describían restaurantes, programas de TV por cable y servicios
disponibles en la habitación, extrajo un sobre. Aquí tiene su anillo, dijo. Los
ojos de la mujer no cambiaron. Lo extendió hacia ella. Su mano se dirigió lenta
hacia él, como si nadara bajo el agua. Tomó el anillo y comenzó a ponérselo en
el dedo del corazón de la mano derecha. No le servía, pero ella corrigió su
movimiento con veloz acto de prestidigitación y se lo deslizó sobre el dedo
anular, donde se acomodó.
La llevó a
cenar y no se hizo alusión al tema. Nunca jamás. Ella se convirtió en su
tercera esposa. Viven juntos y no hay entre ambos más cosas no dichas que las
que se dan en otras parejas.
FIN
1991
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