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domingo, 26 de julio de 2020

La mano

Adan y Eva
Adán y Eva de Hans Feibusch /Alemania, 1898 - 1998) . 

Autor: Gilberto Aranguren Peraza

 

Diluyo mi cuerpo en la imagen

Y la esperanza volcó

la mano hacia la derecha

Ahí estoy yo

Esperando que las luces despierten

Para irme directo al infinito


Se apagaron poco a poco imitando al sol en su despedida y un joven entretenido entendía que el instante subrayaba la fragancia, entusiasmando a la mano que se conducía, sin control, por la frágil monarquía escondida entre las piernas. Aquella, ni se inmutaba por el simple ejercicio del querer. El silencio: único y sincero, alumbraba grandemente los rostros, mientras la mano continuaba el rumbo calmado pero con desespero. Una callada mirada entre la oscuridad y la sombra de unos dedos, deambulaba por la carretera de la vida y entera subía y bajaba con roces suaves y cariñosos encima de la tela. Calculaba los pasos de los dedos, iniciando la diversión de aquella osadía infantil. No era fácil, aún en medio de la oscuridad favorecer el íntimo estímulo. Los dedos tendían el recorrido por el brazo cercano y tomaba las manos que, abiertas, se encontraban para entrelazarse y afianzar el descanso. La mujer, con breve sutileza, abría la cremallera e imaginándose que la suavidad entraría, perfectamente, por el orificio. El pantalón, como obstáculo, se convertía en la masa flexible y elástica que dejaba pasar entre sus fibras una sombra inusitada y atrevida. La mano descubrió que había un pasadizo secreto y se encabritó hasta llegar a la puerta. Dispuesta a iniciar la entrada. Todos los cuerpos se endurecieron, la mirada fija en la mano y un largo aliento dejaba la sensación convertirse frágilmente, en un éxtasis único, el ritmo era seguro. Una gota de sudor corría por la frente del joven mientras que la mujer se despertaba con un temor que sólo podía ser calmado con un final explosivo. Y el alma, el alma del joven se escondió en su mano y por el agujero entraba la misma que besaba la boca, y los ojos impregnados de la luz caían suavemente ante el dominio de la fuerza. La mujer caía, su cuerpo blando se enfurecía y el murmullo se levantaba, mientras las luces despertaban el conjunto. Un sin fín de reconocimientos subían por entre los ojos y los pocos espectadores se levantaban de sus asientos, mientras una pequeña puerta daba a la calle lateral. Como siempre, ella se levantaba extasiada y descansada: “La mano que mece la cuna” le había dado esa tarde una tremenda lección: no invites a desconocidos a tu casa.

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