Próspero Mérimée (Francia, 1803 - 1870)
Mateo
Falcone
Próspero Mérimée
Al salir de Porto-Vecchio, con dirección noroeste,
hacia el interior de la isla, se ve rápidamente elevarse el terreno, y después
de tres horas de marcha por tortuosas sendas, obstruidas por grandes trozos de
rocas y cortadas a veces por barrancos, uno se encuentra al borde de un "malezal"
muy extenso. El "malezal" es el refugio de los pastores, corsos y de
cuantos tienen algo que ver con la justicia. Es preciso que se sepa que el
labrador corso, para ahorrarse el trabajo de abonar su campo, incendia una
cierta extensión del bosque, y tanto peor si el fuego se extiende más allá de
lo que es necesario; ocurra lo que ocurra, se puede estar seguro de recoger una
buena cosecha sembrando en la tierra fertilizada por las cenizas de los
árboles. Cortadas las espigas, los tallos se dejan, para evitarse el trabajo de
recogerlos; las raíces sobrantes, si no se han agostado, arrojan a la siguiente
primavera espesísimos retoños, que en pocos años alcanzan una altura de siete u
ocho pies. A esta especie de montuoso soto se le llama “malezal”. Lo componen
variadas clases de árboles y arbustos, mezclados y confundidos a la buena de
Dios. Sólo con un hacha en la mano, acertaría el hombre a abrirse paso por
allí, y hay “malezal” tan espeso y tupido, que ni aun a los mismos cameros
montaraces les sería dado penetrar en su interior.
Si usted ha matado a alguien, váyase al “malezal”
de Porto-Vecchio, y allí vivirá seguro, con pólvora, balas y un buen fusil; no
se olvide de una manta oscura, con su capucha correspondiente, que sirve de
tapa y de colchón. Los pastores le proporcionarán leche, queso y castañas, y
nada tendrá que temer de la justicia ni de los parientes del muerto sino cuando
le sea preciso ir al pueblo para renovar las municiones.
Mateo Falcone, cuando yo estaba en Córcega en
18..., tenía su casa a una media legua de ese “malezal”. Era un hombre lo
bastante rico para el país; vivía dignamente, esto es, sin hacer nada, del
producto de sus rebaños, que algunos pastores, especie de nómadas, llevaban a
pacer, de acá para allá, por los montes. Cuando lo vi, dos años antes del
acontecimiento que motiva este relato, me pareció, sobre poco más o menos, de
unos cincuenta años de edad. Imagínate, lector, un hombre pequeño, pero
robusto, de encrespados cabellos, negros como el azabache, nariz aguileña, labios
delgados, ojos grandes y vivos y una tez color de cuero. Pasaba, aun en su
misma comarca, en la que tan buenos tiradores había, por ser un tirador
extraordinario. Mateo, por ejemplo, no disparaba nunca a un carnero montaraz
con postas, pero lo derribaba, en cambio, a ciento veinte pasos de un balazo en
la cabeza o en la espalda, según su gusto. De noche se servía de sus armas tan
fácilmente como de día, y de él se me ha referido el siguiente rasgo de
destreza, que acaso parecerá increíble al que no haya viajado por Córcega. Se
ponía a ochenta pasos una vela encendida detrás de un papel transparente del
tamaño de un plato. Mateo apuntaba, se apagaba la luz después, y al cabo de un
minuto, en la oscuridad más completa, disparaba y atravesaba el transparente
tres de cada cuatro veces.
Con tales méritos, Mateo Falcone gozaba de una gran
reputación. Se le tenía por tan buen amigo como enemigo peligroso; por lo
demás, era servicial y caritativo y vivía en paz con todo el mundo en el
distrito de Porto-Vecchio. Se contaba de él que en Corte, en donde se había
casado, se había desembarazado muy expeditivamente de un rival, al que se tenía
por tan temible en lances guerreros como en lides amorosas; al menos se le
atribuía a Mateo un cierto escopetazo que sorprendió a su rival en el instante
de afeitarse, frente a un espejo que pendía de su ventana. Se echó tierra al
asunto y Mateo se casó. Su mujer, Giuseppa, lo hizo padre primeramente de tres
hijas -para su disgusto-, y por último de un hijo, llamado Fortunato; éste era
la esperanza de la familia y el heredero del apellido. Las hijas se habían
casado bien: en caso necesario su padre podría disponer de los puñales y las
escopetas de los respectivos maridos. Diez años tenía tan sólo el chico, pero
anunciaba ya felices disposiciones.
Cierto día de otoño, muy de mañana, salió Mateo con
su mujer para visitar uno de sus rebaños, en un claro del “malezal”. Fortunato
quiso acompañarlos, pero el claro aquel estaba muy lejos, y, además, era
preciso que alguien se quedara guardando la casa; por lo tanto, el padre se
opuso; ya se verá si tuvo motivo para arrepentirse de ello.
Algunas horas después, Fortunato, tranquilamente
tendido al sol, contemplaba las montañas azules y pensaba en su visita al
pueblo, el próximo domingo, para comer en casa de su tío el “caporal”, cuando
fue interrumpido de pronto en sus meditaciones por el disparo de un arma de
fuego. Se puso en pie y miró a la parte de la llanura de donde vino aquel
ruido. Otros disparos se oyeron, con intervalos diferentes, y cada vez más
próximos; al poco, en la senda que conducía desde la llanura a la casa de
Mateo, apareció un hombre tocado con un gorro puntiagudo, como el que usan los
montañeses, barbudo, harapiento y arrastrándose trabajosamente apoyado en su
escopeta. Acababa de recibir un balazo en el muslo.
Aquel hombre era un bandido que había salido de
noche para comprar pólvora en la ciudad, y había caído a su vuelta en la
emboscada que le prepararon los tiradores corsos1. Después de una vigorosa
defensa, se vio obligado a buscar la retirada, tiroteado de roca en roca y
perseguido de cerca; pero los soldados le estaban dando alcance, y su herida le
imposibilitaba llegar al “malezal” sin ser atrapado.
Se acercó a Fortunato y le dijo:
-¿Eres el hijo de Mateo Falcone?
-Sí.
-Pues bien, yo soy Gianetto Sampiero, y me
persiguen los cuellos amarillos2. Escóndeme, pues ya no puedo más.
-¿Y qué dirá mi padre si te escondo sin su permiso?
-Dirá que has hecho bien.
-¡Quién sabe!
-Escóndeme pronto, que se acercan.
-Espera a que regrese mi padre.
-¿Que espere? ¡Maldición! Dentro de cinco minutos
estarán aquí. ¡Vamos, escóndeme o te mato!
Fortunato repuso con la mayor sangre fría:
-Tu escopeta está descargada, y ya no te quedan
cartuchos en tu canana.
-Pero tengo mi puñal.
-Pero ¿correrás tanto como yo?
Y de un salto se puso fuera de su alcance.
-¡Tú no eres el hijo de Mateo Falcone! ¿Dejarás que
me prendan delante de tu casa?
El muchacho pareció conmoverse.
-¿Qué me darás si te escondo? -le dijo,
aproximándose.
El bandido buscó en un bolsillo de cuero que pendía
de su cintura y saco de él una moneda de cinco francos, reservada acaso para
comprar pólvora. Al ver la moneda de plata, Fortunato sonrió, y apoderándose de
ella dijo a Gianetto:
-No temas nada.
En seguida abrió un gran boquete en un montón de
heno colocado cerca de la casa. Gianetto se agazapó en él, y el muchacho lo
cubrió de modo que pudiera respirar, sin levantar sospechas de que aquel heno
ocultaba a un hombre. Se le ocurrió, además, una astucia bastante ingeniosa y
propia de un salvaje. Cogió a una gata con sus hijuelos y los puso encima del
montón de heno, para hacer creer que no se había removido poco antes. Y como
observara que en las cercanías de la casa había rastros de sangre, se apresuró
a cubrirlos con arena muy cuidadosamente, y, hecho esto, se tumbó otra vez al
sol con la mayor tranquilidad.
Algunos minutos después, seis hombres con uniforme
oscuro y cuello amarillo, mandados por un sargento, se detenían ante la puerta
de Mateo. El sargento era pariente lejano de Falcone. (Sabido es que en Córcega
los grados de parentesco se extienden mucho más que en otros sitios.) Se
llamaba Tiodoro Gamba, y era un hombre activo, a quien temían mucho los
bandidos porque los perseguía sin descanso.
-Buenos días, primo -dijo, acercándose a
Fortunato-. ¡Qué alto estás! ¿Has visto pasar por aquí a un hombre hace poco?
-¡Oh, aún no soy tan alto como usted, primo!
-respondió el muchacho, haciéndose el tonto.
-Ya lo serás. Pero dime, ¿no has visto pasar a un
hombre?
-¿Que si he visto pasar a un hombre?
-Sí, un hombre con un gorro puntiagudo de
terciopelo negro y una chaqueta adornada de rojo y amarillo.
-¿Un hombre con un gorro puntiagudo y una chaqueta
adornada de rojo y amarillo?
-Sí; responde pronto, y no repitas mis preguntas.
-Esta mañana cruzó por nuestra puerta, montado en
su caballo “Piero”, el señor cura, y me preguntó cómo le iba a papá, y yo le
respondí...
-¡Ah, granujilla, eres un pillastrón! Dime pronto
por dónde ha tirado Gianetto, que es a quien buscamos; estoy seguro de que ha
cruzado por este camino.
-¡Quién sabe!
-¿Quién sabe? Yo sé que tú lo has visto.
-¿Se ve, acaso, a los que pasan cuando se duerme?
-No dormías, tunantuelo; los disparos te han
despertado.
-¿Cree usted, primo, que sus fusiles hacen tanto
ruido? Mucho más hace la escopeta de mi padre.
-¡Que el diablo te lleve, maldito bribón! Estoy
segurísimo de que has visto a Gianetto, y hasta es posible que lo tengas
escondido. Vamos, camaradas, entren en esta casa y vean si nuestro hombre anda
por ahí. Sólo disponía de una pierna, y el pillastrón tiene demasiado buen
sentido para dirigirse, cojeando, al “malezal”. Además, los rastros de sangre se
detienen aquí.
-¿Y qué dirá papá? -preguntó Fortunato con una
risita burlona-. ¿Qué dirá cuando se entere de que han entrado en su casa
durante su ausencia?
-¡Bribón! -dijo el ayudante cogiéndole por una
oreja-. ¿Sabes que me siento tentado de hacerte hablar por otros medios? Es
posible que con una veintena de sablazos de plano hablaras al fin.
Y Fortunato seguía riendo con su risita burlona.
-¡Mi padre es Mateo Falcone! -dijo con énfasis.
-Bien sabes, granujilla, que te puedo conducir a
Corte o a Bastia y hacerte encerrar en un calabozo, para que duermas en la
paja, con grilletes en los pies, y guillotinarte si no dices dónde está
Gianetto Sampiero.
Ante tan ridícula amenaza, el muchacho lanzó una
carcajada y repitió:
-Mi padre es Mateo Falcone.
-Sargento -dijo en voz baja uno de los tiradores-,
no nos indispongamos con Mateo.
Gamba parecía evidentemente turbado. Con voz queda
hablaba con sus compañeros, que habían hecho ya en la casa un cuidadoso
registro. La operación fue breve, pues la cabaña de un corso no consiste más
que en una pieza cuadrada. El ajuar se reduce a una mesa, algunos bancos,
cofres y utensilios de caza y domésticos. Mientras, Fortunato acariciaba a la
gata y parecía divertirse con la confusión de los tiradores y de su primo.
Un soldado se aproximó al montón de heno. Vio a la
gata y dio con negligencia un bayonetazo en el heno, encogiéndose de hombros,
como si comprendiera que la precaución era ridícula. Nada se movió; el rostro
del muchacho permaneció impasible.
El sargento y sus gentes se daban al diablo;
contemplaban la llanura como dispuestos a volver por donde habían venido,
cuando el jefe, convencido de que las amenazas no surtían efecto alguno en el
hijo de Falcone, quiso hacer un último esfuerzo y probar el poder de las
caricias y de los obsequios.
-Primo -dijo-, me pareces un muchacho muy
despierto. Tú harás carrera. Pero conmigo te portas muy mal. Si no temiera
darle un disgusto a mi primo Mateo, te llevaba conmigo.
-¡Bah!
-Pero cuando mi primo vuelva le contaré lo que ha
pasado y te zurrará de lo lindo por haber mentido de ese modo.
-¿De veras?
-Ya lo verás... En fin, sé buen muchacho y te daré
cualquier cosa.
-Y yo, primo, le daré un consejo, y es que si tarda
mucho en marcharse, Gianetto llegará al “malezal”, y entonces será preciso más
de un hurón como usted para buscarlo por allí.
El ayudante sacó de su bolsillo un reloj de plata
que podría valer unos diez escudos, y como observara que se iban tras él los
ojos de Fortunato, le dijo, suspendiendo el reloj de su cadena de acero:
-¡Picaronazo! ¿Tú quisieras tener un reloj como
éste colgado del cuello, para pasearte por las calles de Porto-Vecchio
orgulloso como un pavo real y que las gentes te preguntaran: “¿Qué hora es?” Y
tú les dijeras: “Mírelo en mi reloj”.
-Cuando sea más hombre, mi tío el caporal me dará
uno.
-Sí, pero el hijo de tu tío ya lo tiene... no tan
bonito como éste, la verdad... No obstante, él es más joven que tú.
El muchacho suspiró.
-Bueno, primo, ¿quieres este reloj?
Fortunato, mirando al reloj con el rabillo del ojo,
parecía un gato al que se le ofrece un pollo entero. Como comprende que se
están burlando de él, no se atreve a echarle mano, y de tiempo en tiempo aparta
los ojos para no sucumbir a la tentación; pero a cada paso se relame los
hocicos y parece como si le dijera a su dueño: “¡Qué cruel es la bromita que
gastas!”
Sin embargo, el sargento Gamba parecía ofrecerle el
reloj de buena fe. Fortunato no alargó la mano, pero dijo con amarga sonrisa:
-¿Por qué se burla de mí?
-¡Vive Dios, que no me burlo! Dime únicamente dónde
está Gianetto, y el reloj es tuyo.
Fortunato dejó escapar una incrédula sonrisa, y
fijando sus negros ojos en los del ayudante trató de descubrir lo que de verdad
hubiera en sus palabras.
-Que pierda mis charreteras -dijo Gamba-, si no te
entrego el reloj con esa condición. Mis compañeros son testigos; no puedo
arrepentirme.
Mientras hablaba así seguía aproximando el reloj
tanto, que casi tocaba ya la pálida mejilla del niño, que mostraba claramente
la lucha que en su interior sostenían la codicia y el respeto debido a la
hospitalidad. Su desnudo pecho se elevaba con fuerza y parecía próximo a
estallar. El reloj, en tanto, oscilaba y giraba, rozándole a veces la punta de
la nariz. Por último, poco a poco, alzó la mano derecha hasta el reloj; lo tocó
con la punta de los dedos; lo sintió en su mano, sin que el sargento soltara la
cadena... La esfera era azulada... recién bruñida la tapa; a la luz del sol
parecía de fuego... La tentación era demasiado fuerte.
Fortunato levantó la mano izquierda también e
indicó con el pulgar, por encima de su hombro, el montón de heno junto al que
estaba. Gamba lo comprendió en seguida y abandonó el extremo de la cadena.
Fortunato se vio único propietario del reloj. Se levantó con la agilidad de un
gamo y se alejó diez pasos del montón de heno, que los tiradores comenzaron a
revolver en seguida.
Al poco el heno se empezó a agitar y un hombre
ensangrentado, con un puñal en la mano, surgió de él; pero al tratar de
levantarse, su herida, ya fría, no le permitió tenerse en pie, y cayó al suelo.
El ayudante, abalanzándose sobre él, le arrebató el puñal. En seguida, y a
pesar de su resistencia, lo ataron fuertemente.
Gianetto, derribado en tierra y atado como un haz de
leña, volvió la cabeza hacia Fortunato, que se había aproximado.
-¡Hijo de...! -le dijo con más desprecio que
cólera.
El niño le arrojó la moneda de plata que había
recibido de él poco antes, como comprendiendo que ya no era merecedor de ella,
pero el proscrito ni siquiera aparentó fijarse en aquel movimiento. Con mucha
sangre fría le dijo al sargento:
-Mi querido Gamba, no puedo andar; no tendrá más
remedio que transportarme al pueblo.
-Hace poco corrías con más ligereza que un corzo
-repuso cruelmente el vencedor-; pero tranquilízate; estoy tan contento de
haberte cogido, que te llevaría una legua a cuestas sin fatigarme. Además,
camarada, vamos a hacerte unas angarillas con ramas y tu capote; en la granja
de Créspoli encontraremos caballos.
-Perfectamente -dijo el prisionero-; pongan también
un poco de paja en las angarillas para que vaya con más comodidad.
Mientras los tiradores se ocupaban, unos, en hacer
una especie de parihuela con ramas de castaños, y otros en curar la herida de
Gianetto, Mateo Falcone y su mujer aparecieron súbitamente en un recodo de la
senda que conducía al “malezal”. Avanzaba la mujer penosamente, encorvada bajo
el peso de un enorme saco de castañas, en tanto que su marido se pavoneaba con
un fusil en la mano y otro en banderola, pues es indigno de un hombre conducir
una carga que no sea la de las armas.
Al ver a los soldados, lo primero que se le ocurrió
a Mateo fue que vendrían a prenderle. Pero ¿por qué tal idea? ¿Acaso Mateo
tenía cuentas pendientes con la justicia? No. Gozaba de una buena reputación.
Era, como se dice vulgarmente, “un particular de buena reputación”; pero era
corso y montañés, y hay pocos corsos montañeses que, registrando en su memoria,
no encuentren en ella algún pecadillo, tal como un disparo, una puñalada o
cualquiera otra bagatela por el estilo. Mateo, más que otro, tenía la
conciencia tranquila, pues hacía más de diez años que no apuntaba a nadie con
su fusil; no obstante, como era prudente, se puso a la defensiva, por si ello
era necesario.
-Mujer -dijo a Giuseppa, descárgate del saco y
estate dispuesta a ayudarme.
Ella obedeció al punto; le dio el fusil que llevaba
terciado, y que hubiera podido molestarle; cargó el que llevaba en la mano y
avanzó lentamente hacia su casa, pegado a los árboles que bordeaban el camino y
dispuesto, a la menor demostración hostil, a ocultarse en el más grueso tronco,
desde donde podría hacer fuego impunemente. Pisándole los talones iba su mujer
con el otro fusil y la cartuchera. La ocupación de una buena mujer de su casa,
en caso de lucha, es cargar las armas del marido.
El ayudante, por su parte, se alarmó mucho al ver a
Mateo avanzar de tan sigilosa manera, con la escopeta en alto y el dedo en el
gatillo.
-¡Si por casualidad -pensó- Mateo fuera pariente de
Gianetto o amigo, y se le antojara defenderlo, los tacos de sus dos fusiles
llegarían a dos de nosotros tan seguro como las cartas al correo, y si me
encañonase, a pesar del parentesco...!
Ante la duda, tomó el valeroso partido de dirigirse
solo hacia Mateo para contarle el asunto, abordándolo como un antiguo conocido;
pero el corto espacio que lo separaba de Mateo le pareció terriblemente largo.
-¡Hola, antiguo compañero! -gritó-. ¿Cómo te va?
Soy yo, Gamba, tu primo.
Mateo, sin responder una palabra, se había
detenido, y a medida que el otro hablaba iba poco a poco levantando el cañón de
su escopeta, de suerte que apuntaba al cielo cuando el ayudante se le acercó.
-Buenos días, hermano -dijo Gamba, tendiéndole la
mano-, hace mucho tiempo que no te veo.
-Buenos días, hermano.
-Había venido para saludarte, al pasar, así como a
mi prima Pepa. Hoy hemos andado mucho, pero no hay que compadecerse de nuestra
fatiga, porque hemos hecho una captura importante: acabamos de coger a Gianetto
Sampiero.
-¡Alabado sea Dios! -exclamó Giuseppa-. La semana
pasada nos robó una cabra.
Estas palabras regocijaron a Gamba.
-¡Pobre diablo! -dijo Mateo-. Tendría hambre.
-El granuja -prosiguió Gamba, un poco mortificado-
se ha defendido como un león; me ha matado a uno de los míos, y, no contento
aún con esto, le ha roto un brazo al cabo Chardón; pero esto no tiene
importancia: se trata de un francés... Luego se ocultó tan diestramente, que ni
el demonio hubiera dado con él. Sin la ayuda de Fortunato, es seguro que no lo
hubiera encontrado.
-¡Fortunato! -exclamó Mateo.
-¡Fortunato! -repitió Giuseppa.
-Sí. Gianetto estaba escondido bajo aquel montón de
heno, pero el primo me descubrió el escondite. También se lo diré a su tío el
caporal para que le envíe un buen regalo por su ayuda. Su nombre y el tuyo
figurarán en el parte que envíe al juez.
-¡Maldición! -murmuró Mateo.
Se reunieron con el destacamento. Gianetto estaba
tendido en la parihuela y dispuesto para partir. Cuando vio a Mateo acompañado
de Gamba sonrió de un modo extraño; después, volviendo el rostro hacia la
puerta de la casa, escupió en el umbral y dijo:
-¡Es la casa de un traidor!
Sólo un hombre dispuesto a morir se hubiera
atrevido a pronunciar la palabra traidor dirigiéndose a Falcone: una certera
puñalada, que no necesitaría ser secundada, pagaría inmediatamente el insulto.
Sin embargo, Mateo se limitó a llevar su mano a la frente, como un hombre
abrumado.
Fortunato había entrado en la casa al ver llegar a
su padre. Al poco reapareció con un jarro de leche, que ofreció, con los ojos
bajos, a Gianetto.
-¡No te acerques a mí! -gritó el proscrito con voz
terrible.
Después, volviéndose a uno de los tiradores, le
dijo:
-Camarada, dame de beber.
El soldado le puso entre las manos su cantimplora,
y el bandido bebió el agua que le daba un hombre con el que acababa de
tirotearse. A continuación pidió que le atasen las manos sobre el pecho, y no a
la espalda, como las llevaba.
-Me agrada -decía- ir tendido a gusto.
Se procuró complacerle; después, el ayudante dio la
orden de partida; saludó a Mateo, que no le respondió, y se encaminó
aceleradamente hacia el llano.
Cerca de diez minutos transcurrieron sin que Mateo
abriese la boca. El niño miraba con inquietud, ya a su madre, ya a su padre,
que, apoyado en el fusil, lo contemplaba con contenida cólera.
-¡Comienzas bien! -dijo Mateo con voz tranquila,
pero espantosa para quien le conociera.
-¡Padre mío! -exclamó el muchacho, dirigiéndose a
él, con lágrimas en los ojos y como para arrojarse a sus plantas.
Pero Mateo le gritó:
-¡No te acerques a mí!
El niño permaneció. inmóvil y sollozando, a pocos
pasos de su padre.
Se aproximó Giuseppa. Acababa de percibir, asomando
por entre la camisa de su hijo, un extremo de la cadena del reloj.
-¿Quién te ha dado ese reloj? -le preguntó con
severidad.
-Mi primo el sargento.
Se apoderó del reloj Falcone, y arrojándolo contra
una piedra lo hizo mil pedazos.
-Mujer -dijo-, ¿este niño es mío?
Las morenas mejillas de Giuseppa enrojecieron
vivamente.
-¿Qué dices, Mateo? ¿Sabes a quién hablas?
-Sin embargo, es el primero de los míos que ha
cometido una traición.
Redoblaron los sollozos y gimoteos de Fortunato, de
quien ni por un momento apartaba Falcone sus ojos de lince. Por último, golpeó
el suelo con la culata de su escopeta, se la echó al hombro después y se
dirigió al “malezal”, gritándole a Fortunato que lo siguiera. El niño obedeció.
Giuseppa corrió tras de Mateo y lo cogió por el
brazo.
-¡Es tu hijo! -dijo con trémula voz, clavando sus
negros ojos en los de su marido, como si quisiera leer en su alma.
-Déjame -repuso Mateo-; soy su padre.
Giuseppa abrazó a su hijo y entró en la casa
llorando. Se arrodilló ante una imagen de la Virgen y oró fervorosamente.
Mientras tanto, Falcone anduvo como unos doscientos pasos por el camino,
deteniéndose ante un pequeño barranco, al que descendió. Con la culata de su
fusil removió la tierra, que encontró suelta y fácil de cavar. El sitio le
pareció bien para su propósito.
-Fortunato, colócate junto a esta peña.
El niño hizo lo que se le pedía, y se arrodilló
después.
-Di tus oraciones.
-¡Padre mío, padre mío, no me mates!
-¡Di tus oraciones! -repitió Mateo con voz
terrible.
El niño, entre balbuceos y sollozos, recitó el
padrenuestro y el credo. Al final de cada oración, el padre, con voz fuerte,
decía: Amen.
-¿Son esas todas las oraciones que sabes?
-Padre, también sé el avemaría y la letanía que mi
tía me ha enseñado.
-Es muy larga; pero no importa.
El niño terminó la letanía con voz apagada.
-¿Has concluido?
-¡Oh, padre mío, perdón! ¡Perdón! ¡No lo haré más!
¡Tanto le rogaré a mi tío, el caporal, que indultarán a Gianetto!
Siguió hablando; Mateo, tras cargar la escopeta y
echársela a la cara, dijo:
-¡Que Dios te perdone!
El niño hizo un esfuerzo desesperado para
levantarse y abrazar las rodillas de su padre: no tuvo tiempo. Mateo disparó y
Fortunato rodó muerto.
Sin dirigir una mirada al cadáver, tomó de nuevo el
camino de su casa, en busca de un azadón para enterrar a su hijo. Apenas había
dado algunos pasos cuando encontró a Giuseppa, que acudía alarmada por el tiro.
-¿Qué has hecho? -exclamó.
-Justicia.
-¿En dónde está?
-En el barranco; voy a enterrarlo. Ha muerto
cristianamente; se le dirá una misa. Que avisen a mi yerno, Tiodoro Bianchi,
para que venga a vivir con nosotros.
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