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Emilia Pardo Bazán (La Coruña, 1851 - Madrid, 1921) |
¡Qué
juventud y qué edad madura tan laboriosas y aperreadas las de don Zoilo Terrón!
Sin una hora de descanso y recreo, sin un minuto que perteneciese al gusto y al
solaz, vivió don Zoilo, no como la ostra -al fin, la ostra no trabaja-, sino
como la polilla, que roe y roe y no sale de su rincón, no deja su viga
telarañosa, no despliega nunca sus alas, buscando lo que las mariposas: luz,
calor solar y entreabiertas flores.
Resuelto
a ganarse un caudal, porque don Zoilo veía en el dinero la clave de la vida y
el eje del mundo, sudó, se afanó y atesoró con incansable codicia, hasta llegar
a la suma deseada. Cebado en la asidua labor, no supo don Zoilo lo que era
pasear, ni se miró al espejo, ni cuidó de su salud, ni se enteró de que ya iban
encorvándose sus espaldas y pesando sobre su cuerpo, recio como plomo, los
años. Solo cuando se encontró poderoso, dueño de la riqueza pingüe que de
antemano se propusiera obtener, entró a cuentas consigo mismo y advirtió que no
había disfrutado miaja ni catado los goces lícitos y sabrosos de la existencia.
«He sido una bestia de carga», pensó, lleno de remordimiento y de melancolía.
«Esto no puede quedar así. A ver si una vez, por lo menos, soy un racional. Es
preciso que yo me case, que tenga familia y pruebe sus alegrías y sus
expansiones, y, además, que mi mujer me guste mucho…, tanto como me gusta
Casildita Ramírez, la viuda que vive en el segundo piso».
Al hacer
estas reflexiones conoció don Zoilo que precisamente la Casildita susodicha era
la que le venía pintiparada, porque su lozana beldad, y su sandunga encantadora
le sugerían un remolino de ideas bucólicas y juveniles. Al ver de cerca a
Casildita, a quien solía encontrarse por la escalera, don Zoilo sentía que toda
su malograda mocedad le subía a la cabeza y de allí bajaba al corazón en olas
de sangre. Y como el dinero infunde gran aplomo y arrogancia, don Zoilo no
titubeó, y sin demora subió a casa de la linda viuda, celebrando con ella una
entrevista y descubriéndole llanamente su cristiano y honrado pensamiento.
Estaba
Casildita, cuando recibió la fulminante declaración del opulento don Zoilo, más
mona aún que de costumbre, porque la sorpresa y la malicia hacían chispear sus
grandes ojos morunos, y avivaban la risa en sus labios, y cavaban los traviesos
hoyuelos en sus mejillas pálidas y frescas como las hojas de la magnolia.
Jugando con un diminuto perrillo de lanas que parecía una bola de cardado y
crespo algodón, oyó Casilda las extremosas palabras del vecino, y así que este
acabó de formular su súplica, la viuda, halagando al gracioso animalejo por
quien se trocaría de muy buena gana don Zoilo, respondió categóricamente:
-A la
verdad, lo que usted me propone, para penitencia es atroz, y para ganar la
gloria puede que no baste. No me atrevo, vamos, no me atrevo. Si tuviese usted
diez añitos menos, diez añitos… Pero ¡si está usted más gris que las ratas y
más desdentado que un serrucho viejo! Se reirían de nosotros cuando fuésemos
juntos por la calle, créalo usted, ¡la gente es tan mala…! Solo por eso no le
complazco a usted, que por lo demás, es usted persona muy apreciable y muy
digna.
Salió don
Zoilo del cuarto de la viudita desazonadísimo, y al mismo tiempo convencido de
que nunca le había gustado tanto, que se moría por ella, y que todas aquellas
cosas que había leído que les pasaban a los enamorados furiosos las sentía él
en grado heroico y superfino. «¿De qué sirve el dinero -iba rumiando- si no
sirve para tener, cuando a uno se le antoja y lo necesita, el pelo negro como
la noche y unos dientes que deslumbren de blancos?». Y de pronto, como al que
va a ahogarse se le ocurre asirse a un clavo muy delgadillo, ocurriósele a don
Zoilo que con «guano» se compran también dientes y pelo.
A escape,
el mejor dentista de Madrid -por supuesto, norteamericano- se encargó de
amueblar espléndidamente el tenebroso antro de la boca de don Zoilo con una
doble fila de mondados piñones, iguales, relucientes y parejos. Llegó después
la vez al peluquero -francés, quién lo duda-, y valiéndose de una serie de
botecillos de cristal y hasta media docena de cepillos y brochas, hizo pasar la
cabellera de don Zoilo del gris amarillento al castaño oscuro, y del castaño
oscuro a un negro de carbón, profundo, casi puedo decir que insolente. La misma
prolija operación, realizada con la barba, arrancó a don Zoilo una exclamación
de pueril regocijo, porque el mágico licor de los empecatados botes le había
aliviado del peso de veinte años lo menos, dejándole el rostro encerrado en un
marco que afrentaba a la endrina y al ala del cuervo también.
A
completar la restauración vino el ortopédico con una faja-corsé, firme
represión de abdomen y derechura del espinazo, y el sastre y el ayuda de cámara
coronaron la obra, ataviando, perfilando, atusando y componiendo a don Zoilo,
dejándole hecho un petimetre¹, según los últimos decretos de la moda. Remozado
así, perfumado, con un capullo en el ojal y radiante de esperanza, don Zoilo
subió otra vez las escaleras, y sin que le anunciase nadie, cayó como una bomba
en el coquetón gabinete de Casildita. Era tal su arrebato, tan grande la
turbación que el instante aquel le producía, que solo acertó a murmurar, en
entrecortadas frases, una nueva declaración más apasionada, más vehemente que
la anterior, y a repetir la proposición de casamiento, entre protestas de
exaltada ternura. Casildita le oía y contemplaba con evidente asombro, y
callaba, aguardando a que acabase su relación el galán.
Así que
este hizo un compás de espera, tal vez por necesidad de respirar, la viuda, abarquillando
las orejas rizosas y suaves del perrito, y con un sonreír que era el abrirse de
una rosa en una mañana de mayo, pronunció con ingenua picardía:
-El caso
es que no puedo complacerle en lo que me pide, y bien lo deploro.
-¿Por
qué? -articuló don Zoilo, con anhelo infinito.
-Porque
hará cosa de quince días estuvo aquí con la misma pretensión su señor papá,
empeñado en pedir mi mano… y después de dar calabazas a una persona más
respetable que usted, no es cosa de decirle a usted que «sí».
FIN
El Imparcial, 1895
1. Petimetre: Persona que se preocupa mucho de su
compostura y de seguir las modas. Del francés petit maître: ‘pequeño
señor’ o ‘señorito’.
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