Marvel Moreno (Barranquilla, Colombia 1939 - Paris, Francia 1995) |
A María la asombró la casa de tía Oriane, pero sólo
empezó a inquietarla cuando escuchó los primeros ruidos. Era una casa grande y
silenciosa rodeada de un jardín sembrado de acacias. A lo largo de los
corredores se alineaban salones y dormitorios cerrados desde hacía muchos años,
con muebles que dormían sobre figuras de polvo y jirones de telarañas. Sin
saber por qué, María se sentía tentada a caminar en puntillas. Por todas partes
había retratos y espejos. Había gobelinos y alfombras de arabescos repetidos
sin fin, y una ventana con vidrios de colores parecida al vitral de una
iglesia. María no recordaba haber estado alguna vez allí ni haber visto antes a
su tía. Sabía que una vez al año, la víspera de San Juan, su abuela viajaba a
visitarla. Sabía que esas visitas no eran del agrado de su abuelo. Y sospechaba
que de haberse encontrado en vida su abuelo cuando llegó la carta de tía Oriane
invitándola a pasar con ella las vacaciones de julio, nunca habría venido. Sin
embargo a María le había gustado tía Oriane. Desde el primer día. Tenía un aire
tranquilo y unos ojos pálidos que la miraban con indulgente nostalgia. Siempre
parecía contenta de verla. Siempre sonreía cuando ella entraba a la habitación
donde pasaba las tardes dibujando figuritas junto a una ventana que daba al
mar.
Los
dibujos de tía Oriane atraían a María, se adormecía mirándolos. Había una magia
en aquella infinita reiteración de formas, un anzuelo en el lápiz que subía y
bajaba como la aguja de un tejido. Su tía seguía invariablemente el mismo orden
trazando primero hileras de círculos, y dentro de cada círculo una cruz. Luego
sus manos aleteaban sobre las hojas y círculos y cruces desaparecían bajo una
trama de líneas que se unían formando diminutos rombos. María iba a su
habitación al atardecer y se quedaba a su lado mirándola dibujar hoja tras hoja
hasta que entraba la noche y la vieja Fidelia subía para anunciar la cena.
Podía pasar horas enteras junto a tía Oriane. Le agradaba su quietud, el
silencio que había siempre a su alrededor. Le agradaban sus manos, fugaces
como las pelusas que el aire empujaba sobre las acacias del jardín. Había
descubierto además que su tía y ella se parecían: las dos tenían la manía de no
pisar nunca las junturas de las baldosas. Compartían el gusto por las frutas
heladas y la flor del ilang-ilang. A veces sorprendía en tía Oriane sus mismos
ademanes, un cierto modo de ladear la cabeza, una forma cauta de sonreír. Pero
sólo hojeando el álbum de fotografías comprendió hasta qué punto el parecido
entre las dos iba más lejos.
Su
tía se lo enseñó una tarde de lluvia, una de esas tardes que dejaban correr
juntas jugando interminables partidas de ludo. Porque le había hablado del
tiempo de antes y quería mostrarle cómo se vestía entonces la gente. Tía Oriane
sacó el álbum de un armario y lo abrió sobre sus rodillas. En sepia y nubladas,
las imágenes habían empezado a desfilar ante sus ojos y se habían sucedido
confusamente hasta llegar a una niña vestida de organza. Por un instante María
creyó verse a sí misma. Reconoció con estupor sus trenzas, su figura, incluso
su encogido recelo frente a la cámara. Tía Oriane había sonreido —parecía
encontrar aquello lo más natural del mundo— y sin pronunciar una palabra había
vuelto a correr las hojas desempolvando amigos y parientes anónimos mientras
María tenía la impresión de revivir una escena ya pasada, de haber mirado
alguna vez el álbum detrás del hombro de su tía sin reparar en las fotos y con
la misma modorra que la iba envolviendo como si una mano le rozara los
párpados. Al doblar una página las uñas de tía Oriane rasguñaron suavemente la
cara de un hombre, una cara triste que parecía reflejada en el agua.
—¿Quién era? —preguntó María.
Su Tía cerró la tapa del álbum.
—Sergio —dijo—. El único hermano que tuvimos tu abuela y
yo.
—Yo creía que había muerto de niño —comentó María.
—No me extraña —dijo Tía Oriane mirando el tablero de
ludo—. Tu abuela le hace trampas al pasado. ¿Vienes a ju-gar?
Tal vez fue al otro día que empezaron los ruidos. O un
poco después: María lo olvidaría con los años. Ya casada, cuando el tiempo no
era más un chispear de instantes sino el lento transcurrir de días iguales,
observando jugar a su hija en el jardín de una casa donde un marido cualquiera
la había confinado, María intentaría recordar en qué momento había oído los
ruidos por primera vez, si al día siguiente de haber hojeado el álbum o más
tarde, cuando Fidelia anunció que un desconocido había entrado a la playa y
recogía caracoles mirando descaradamente hacia la casa. Pero no podría precisar
el recuerdo. Y lo vería alejarse de su mente con una secreta angustia, vago,
cada vez más vago, asociado solamente a aquel columpio escamado de herrumbre
que había descubierto un día en el jardín de tía Oriane, y que años atrás antes
de que la lluvia y el sol lo maltrataran irremediablemente, había estado
pintado de azul. Porque los ruidos aparecieron la mañana que desenterró el
columpio valiéndose de un palo y empezó a desprender la costra de barro que
cubría las cadenas. Fue entonces, limpiando una argolla, cuando le pareció
sentir a su espalda un crepitar de ramas secas. Después oyó un crujido. Volteó
a mirar y sólo encontró el muro del jardín, las inmensas acacias abiertas en
flores amarillas: así que imaginó una iguana correteando al sol y sin pensarlo
más siguió limpiando el columpio. Pero un momento después volvía el ruido.
María se levantó lentamente mirando a su alrededor, y casi enseguida, lo mismo
que si hubiera sido ahuyentado por algo, un toche salió de los matorrales y
revoloteó aturdido frente a ella antes de remontarse como un hilo de luz al
cielo.
Así, de ese modo impreciso, los ruidos llegaron al jardín
de tía Oriane. No se detuvieron allí: fueron invadiendo la casa gradualmente
adentrándose a lo largo de corredores y pasillos. Se oían de pronto bajo la
escalera, detrás de las cortinas; corrían por el cielo raso confundidos con la
brisa y el sisear de las acacias. No obstante, a medida que aumentaban
perfilándose en sonidos inequívocos, María les iba restando realidad. A veces
la sobrecogían y huía ciegamente por los corredores o se quedaba muy quieta con
el cuerpo encogido por un nudo de miedo. Pero eran demasiado inquietantes para
ser aceptados y María tenía un limbo donde confinaba las cosas que no quería
admitir: en él dormitaban anodinamente brujas y lloronas, y con el tiempo, allí
fueron exiliados los ruidos.
Terciados
de ilusión los ruidos se volvían vulnerables, podían ser exorcizados. María
ensayaba trucos, tanteaba sortilegios, pensaba un día que conteniendo la
respiración en el momento de oírlos los haría retroceder. Y retrocedían. Eran
soluciones momentáneas: los ruidos resucitaban siempre y en su breve ensueño
aprendían a burlar el exorcismo. Aún entonces podía apoyarse en la realidad,
suponer corrientes de aire y ratones hambrientos, y hasta elaborar una
complicada historia en la que Fidelia, celosa bruja llena de rencor, la
asustaba adrede para vengarse de ella. Hablarle a tía Oriane era impensable: en
el fondo María no estaba segura si los ruidos existían solamente en su
imaginación y sobre todo, la idea de que su tía la creyera una niña la llenaba
de vergüenza. Pero un día, aquel columpio que estaba tirado en el jardín
amaneció suspendido de una acacia, y con el corazón encogido, María corrió a
buscar a tía Oriane.
La encontró en el comedor, limpiando una bandeja de
plata, y desde la primera frase que dijo advirtió en sus ojos un tranquilo
escepticismo. A medida que hablaba la expresión de tía Oriane se volvía risueña
y un poco ausente como si estuviera escuchando una vieja mentira y María tuvo
de pronto la impresión de hundirse en la irrealidad.
—El columpio está ahí —dijo casi para sí misma—. Puedes
verlo.
Su tía asintió con un ligero movimiento de la mano.
—Y he escuchado ruidos —insistió María en voz baja.
—No me sorprende —dijo tía Oriane sonriendo—. Esta casa
es muy antigua.
María la miró perpleja.
—Son ecos —explicó su tía—. Vienen y van. Es muy lindo
oírlos.
—¿Ecos?
Tía Oriane se alzó de hombros.
—No lo sé explicar —dijo—. Los ruidos y las voces dejan
huellas en el aire... y es como si el aire no saliera nunca de las casas
viejas.
La voz de Tía Oriane pareció enredarse entre sus ojos y
María parpadeó.
—Lo del columpio no debe inquietarte —le oyó decir
suavemente—. A lo mejor fue un capricho de la vieja Fidelia. Siempre hace cosas
raras —añadió tocándose la sien con la punta de los dedos.
—Le preguntaré —dijo María.
—Y lo negará —aseguró tía Oriane.
Sin embargo, María no tuvo necesidad de hablarle a
Fidelia. La propia Fidelia escogió aquel momento para entrar al comedor
mirándolas a las dos con un encono inexplicable. María se dispuso a escuchar
atentamente esperando oír discusiones, regaños, protestas, cualquier cosa
distinta a aquel monólogo que siguió y que no pudo entender ni entonces ni más
tarde, todas las veces que intentó reconstruirlo mientras jugaba en la
habitación de su tía, cuando ya había trasladado allí sus juguetes y tía Oriane
había desocupado para ella la gaveta de un armario. Porque Fidelia comenzó por
quejarse de su presencia en la casa culpando a su tía de haber despertado lo
que para el bien de todos debía dormir, y luego había hecho alusión a algo
ocurrido muchos años antes, algo asociado con la muerte de alguien en el mar, y
había seguido intercalando reproches y alusiones de un modo obscuro hasta que
tía Oriane la interrumpió para ordenarle una infusión de toronjil. Pero aunque
aquella salida la impresionó favorablemente —la lisura de las viejas criadas
debía sobrellevarse con humor— María no había dejado de advertir la acusación
implícita en la actitud de Fidelia, y sus palabras le hicieron recordar las
disputas que sus abuelos habían sostenido tantas veces sobre tía Oriane y el
tono caviloso que había notado en su abuela cuando fue a despedirla a la
estación del bus y le dijo que no hiciera demasiado caso a lo que hablara su
hermana porque los años nublaron ya su mente. Fue ese recelo que parecía
suscitar tía Oriane lo que indujo a María a pasar los días a su lado pensando
que si era ella la autora de los ruidos conseguiría vigilarla y si no lo era
lograría de todos modos evadir su asedio, porque los ruidos, advirtió sólo
entonces, no entraban nunca a su habitación.
Tía
Oriane aceptó con buen humor las innovaciones que María introdujo en el orden
minucioso de sus jornadas. No manifestó la menor contrariedad cuando le propuso
dejar abierta la puerta que comunicaba los cuartos donde dormían y con tal de
no dejarla sola la despertaba temprano para que fuera a pasear con ella a lo
largo de la playa. A aquella hora, envuelto todavía en la bruma, el mar era
sólo una franja de plata cruzada por pájaros solitarios que emitían un
chillido destemplado en el cielo antes de descender en línea oblicua y hundir
el pico en el agua, alejándose después, casi sobre la cabeza de María, con un
pez que se debatía desesperadamente. A veces el pez lograba escapar y caía a
sus pies, palpitante y frío. María lo cogía con la punta de los dedos y lo
arrojaba al mar y el olor del mar quedaba entonces todo el día en su mano: más
áspero, más denso que el de las chuvas y caracoles negros que resonaban en el
bolsillo de su delantal mientras caminaba despacio para seguir el paso de su
tía, oyéndola hablar de los viejos tiempos, de cuando era niña y cabalgaba con
Sergio por esa misma playa, y en las noches de luna la arena brillaba como si
cada grano escondiera un alfiler de cristal. No eran cristales sino algas
fosforescentes, explicaba Tía Oriane sonriendo. Pero durante años Sergio y ella
habían creído en la existencia de un tesoro oculto al otro extremo de la playa,
bajo la roca donde el mar se agitaba estallando en oleadas de espuma y de vez
en cuando aparecía, recortada contra la primera claridad del día, la figura
del desconocido que asustaba a Fidelia.
—Ese
tesoro —comentó una vez María—, a lo mejor existió. Tía Oriane pareció
reflexionar hundiendo su bastón en el hueco de un cangrejo.
—Las
cosas existen si tú crees en ellas —dijo después de un rato.
A la roca nunca iban. Su tía no soportaba el resplandor
del sol en los ojos y se devolvía a mitad de camino. Entonces marchaban de
prisa porque tía Oriane insistía en tomar el desayuno a las ocho en punto de la
mañana. Incluso si no entendía sus caprichos María se amoldaba a ellos con una
cierta complicidad. A fuerza de imitarla descubría gradualmente el sortilegio
de los actos repetidos, cómo aquel pasado del que tía Oriane hablaba era
recreado cada día frente al servicio de plata, el mantel de lino, los bollos de
mazorca recién sacados del horno. Así había sido y así sería mientras la plata
reluciera en la mesa y Fidelia sirviera el desayuno recobrando su perdida
dignidad detrás de un uniforme almidonado.
Más
allá del comedor se abría el jardín hirviendo de calor y zumbidos, y más al
fondo, oculta por una maraña de arbustos polvorientos, la rotonda donde tía
Oriane pasaba una parte de la mañana cuidando los cinco rosales que crecían
milagrosamente a la sombra de las trinitarias. Desde allí se oía el rumor del
mar y trepando el muro podía verse la playa, casi siempre desierta, a no ser
que el desconocido la rondara como una silueta gris perdida entre el
resplandor de la arena. Tía Oriane se ocupaba de la rotonda y desatendía el
jardín por la misma razón que había salvado tres habitaciones de la casa
dejando el resto en el abandono de telarañas y lagartijas. Detrás de aquel
olvido María percibía el designio de una oscura venganza que cobraba forma cada
día cuando su tía llenaba de cayenas el gran salón presidido por el retrato de
su padre, porque él las odiaba, le había explicado sonriendo. El retrato de
aquel hombre de mirar airado, con el smoking cruzado por una banda de
seda púrpura y dos condecoraciones prendidas a la solapa, recibía el sol de
frente y estaba ya tan desteñido que algún día, decía tía Oriane, sólo sería un
fantasma de cuadro entre los fantasmas de una casa sin dueño. Esperando la
desolación que en el fondo de su alma deseaba para aquel lugar
—y que llegaría tres años después de su muerte cuando el mar ganó la playa y más tarde el jardín, y lentamente destruyó la casa—, tía Oriane aprisionaba el pasado conservado tenazmente en el gran salón y el comedor, pero sobre todo, en aquella habitación del segundo piso que había elegido para ver correr las tardes dibujando figuritas en las hojas de un cuaderno. Allí, donde los ruidos nunca habían entrado, María aprendería a recrear la vida de Tía Oriane cuando la ociosidad de las horas pasadas junto a ella la llevó a descubrir el sorprendente mundo de sus armarios.
—y que llegaría tres años después de su muerte cuando el mar ganó la playa y más tarde el jardín, y lentamente destruyó la casa—, tía Oriane aprisionaba el pasado conservado tenazmente en el gran salón y el comedor, pero sobre todo, en aquella habitación del segundo piso que había elegido para ver correr las tardes dibujando figuritas en las hojas de un cuaderno. Allí, donde los ruidos nunca habían entrado, María aprendería a recrear la vida de Tía Oriane cuando la ociosidad de las horas pasadas junto a ella la llevó a descubrir el sorprendente mundo de sus armarios.
Todas
las cosas que Tía Oriane había poseído alguna vez estaban en aquellas gavetas,
envueltas en papeles de seda con un remoto olor a cananga, intactas, como si el
tiempo no hubiera logrado trasponer los pequeños cerrojos dorados que abrían
estuches y cofres desenhebrando una historia entretejida con juguetes y vestidos,
capas, cintas, abanicos y flores olvidadas entre libros de versos. María
desenvolvía los recuerdos de su tía con la misma fascinación que habría sentido
al levantar la tapa de una caja de sorpresas. Podían aparecer cosas extrañas,
amuletos y horribles figuritas de trapo. O podía haber algo velado a la vista.
Porque casi todo parecía tener un doble fondo: una muñeca encerraba otra, un
dado se repetía siete veces dentro de él mismo, un joyero revelaba casillas
invisibles presionando botones ocultos entre arabescos. Tía Oriane le había
dado a entender que debía descubrir las claves por sí sola pero la observaba
sonriendo mientras ella escudriñaba sus gavetas y de pronto, con un gesto casi
imperceptible, le sugería que había elegido la llave indicada o la hacía
volver sobre un objeto que había dejado de lado para buscarle su artificio. A
veces María descubría dibujos y retratos de su tía, una insólita tía Oriane de
cabellos sueltos y vestidos transparentes que corría descalza por la playa. Y
figuras de cobre: grandes pájaros cuyas alas se abrían sobre mujeres desnudas.
Y láminas donde hombres parecidos a animales acechaban a pastoras o las
perseguían bailando alrededor de los árboles. Aquellas cosas la turbaban. Y la
turbaba más aún la reacción de tía Oriane que entonces no hacía caso de ella y
se inclinaba sobre sus dibujos con el mismo aire travieso que tenía su abuela
cuando le proponía adivinanzas o la retaba a alcanzar la bolsa de almendras que
agitaba en el aire. María entreveía en su actitud un desafío y se obstinaba en
examinar cada cosa hasta encontrarle su secreto. Había que barajar los naipes
de cierta manera y abrir los abanicos de golpe y mirar las estampas al trasluz.
Las ilustraciones de los libros variaban si eran observadas desde lejos. Los
estuches japoneses se convertían en diminutos teatros al rozar una superficie:
surgían parejitas que se hacían reverencias entre un revoloteo de sombrillas y
abanicos; pero si la superficie se rozaba en sentido contrario las mismas
parejitas aparecían desnudas y acostadas bajo los árboles de un jardín.
Caprichosos,
inquietantes, los objetos de tía Oriane cautivaban como las manos de un
ilusionista. Creando el ensueño alejaban de la realidad, sugerían su olvido.
Habían sido inventados para un instante: porque la primera impresión que
producían no volvía a repetirse nunca, debían ser mirados una sola vez y
relegarse luego entre papeles de seda a la gaveta de un armario. Pero dejaban
entonces un vacío que las cosas corrientes no podían llenar. Cuando María cerró
el último estuche tuvo la sensación de haber perdido algo. Durante días vagó
sin saber qué hacer por la habitación de tía Oriane; ya no podía distraerse con
libros de cuentos ni muñecas: se sentía diferente, descubría el aburrimiento.
Su tía pareció advertirlo.
—Tú
te aburres —le dijo una tarde—. ¿Por qué no sales a jugar afuera?
Los
ruidos seguían al acecho. María lo supo apenas llegó a la planta baja y oyó una
bola de cristal rodando por las baldosas. La bola —o el sonido que una bola
podía producir— corrió a lo largo del pasillo, bajó saltando las escaleras, y
avanzó candorosamente hasta pararse a su lado. María no se movió, ni siquiera
intentó mirarla: de repente los ruidos se le antojaban distintos despertando en
ella la misma excitación que le producían los estuches de tía Oriane. Y con ese
gesto, o esa, ausencia de gesto, traspasó la línea invisible que hasta entonces
la había separado de ellos.
Nunca
más durmió con la puerta abierta ni volvió a subir a la habitación de su tía.
Andaba de un lado a otro recorriendo la casa o salía a caminar por la orilla
del mar hasta que el desconocido surgía en la roca rompiendo el hilo de sus
sueños. Los ruidos iban siempre detrás de ella. Eran imprevisibles como el
chisporrotear de una bengala o el zumbido de una cometa alzándose en el viento,
o conocidos, casi familiares, como los pasos cautelosos que la seguían a donde
fuera. A pesar de su inquietud María no hacía nada por evadirlos. Los provocaba
incluso: porque había notado que aparecían únicamente cuando estaba sola.
Jugaba en los corredores donde Fidelia no pasaba nunca y bajaba al mar por
atajos que nadie transitaba: se burlaba de los pasos que la seguían
imitándolos: a veces fingía dirigirse a la habitación de tía Oriane o se
escondía, y en su exasperación los ruidos hacían tanto alboroto que Fidelia
salía al jardín murmurando maldiciones y exorcismos.
Con el tiempo los ruidos se integraron a sus sueños.
Dejando atrás las fantasías de su infancia empezó a imaginar que todo advertía
su presencia, que las cosas cobraban vida a su paso. Las porcelanas le
sonreían, los retratos la miraban, nada ocurría por azar: adrede la brisa
llevaba a su ventana flores de acacia y el mar dejaba en la playa las piedras
que prefería. Porque en el aire y en el mar estaban ellos, sombras obscuras,
figuras enlutadas vagando entre los árboles, siluetas de jinetes con capas
negras como las que había en los armarios de tía Oriane. Escondidos en las
cosas sin deseo distinto que el de verla, buscándola. Ella tenía algo que nadie
más tenía, sus ojos brillaban, sus trenzas reflejaban el sol. Si lo soltaba, su
pelo le rodaba a la cintura y le envolvía los brazos como una caricia. Quería
parecerse a las jovencitas de los gobelinos y llevar vestidos vaporosos y
colocar sobre su frente rosarios de flores. Para que ellos la vieran: siempre
la miraban, había infinitas Marías reflejadas en sus ojos. Por eso llevaba
ahora sus mejores delantales y se buscaba ansiosamente en los espejos; por eso
de noche se desnudaba a obscuras: giraba las porcelanas contra la pared y
corría las cortinas hasta que ningún rayo de luz se filtraba por los postigos.
Era de noche cuando temía soñar. Las sombras que
imaginaba iban llegando de los rincones y se confundían sigilosamente en una
sola. Los ruidos cesaban, entonces sus sueños se volvían distintos. Parecían
aletear en la obscuridad esperando a que empezara a dormirse para acercarse a
ella, sugiriéndole siempre lo mismo con imágenes que saltaban a su mente como
piezas de un rompecabezas. María los eludía sin buscar explicaciones, con un
vago desasosiego, y sin buscar explicaciones los dejó aproximarse la víspera de
su partida.
Aquella noche volvió a llover. Se había sentido toda la
tarde el olor de las acacias y la algarabía de chicharras en el jardín, pero la
lluvia llegó bien entrada la noche cuando Fidelia recorría el pasillo apagando
las luces. Desde su cama María empezó a oír borbotear el agua por los canales
del tejado, la garganta cerrada ante la idea de partir y dejar a tía Oriane en
su ensueño de figuritas para reencontrar aquel mundo de su abuela en el que
cada cosa respondía a un nombre y había avena al desayuno y rosas de plástico
en los jarrones. Sentía deseos de correr al cuarto de su tía y besarla sin
decirle nada, vagar por los corredores arrastrando telarañas bajo la mirada
cómplice de los espejos, descender ahora que el reloj del vestíbulo anunciaba
gravemente la medianoche, así, descalza, caminando en puntillas mientras el
viento bamboleaba el columpio y oía con inquietud el crujido de las argollas
oxidadas. Entre las acacias surgía ya una sombra, un rumor de hojas quebradas,
una especie de ternura que le subía a los brazos y lentamente su figura
empezaba a recortarse en la noche, avanzaba hacia ella y sonreía. Le decía que
no sintiera miedo, que no iba a hacerle daño, la tomaba de la mano y en una
ráfaga de brisa subían a las acacias, la envolvía en sus brazos y le ponía
flores amarillas en el pelo, sentía ganas de llorar y se abrazaba con fuerza a
la almohada, pero él reía, le apartaba el cabello de la frente, decía que había
vuelto a encontrarla y corrían a la orilla del mar. Sobre la arena escribía su
nombre, la rociaba de espuma y se alejaba, volvía cabalgando un caballo negro,
al pasar junto a ella la montaba a su lado, iban más allá de la playa, más allá
del mar, sus brazos la oprimían, sentía sus brazos como un aro de luz alrededor
del cuerpo. Abrían el álbum, las páginas corrían, él tocaba la punta de sus
dedos y ella huía pero la brisa la devolvía a sus brazos que la apretaban con fuerza,
y su cabeza se inclinaba buscando sus labios. Volvían los largos árboles
metidos en la noche, su mano apenas la rozaba y el columpio se estiraba al
cielo, le pedía que la empujara más arriba para que sus trenzas brillaran y su
vestido de organza se abriera al viento. En el fondo del mar recogían
caracoles, él ponía guijarros en su frente y le llenaba la falda de corales,
sentía el calor de su cuerpo al resbalar junto a una acacia, la brisa no se
oía, la lluvia arañaba apenas los cristales, había algo inaprensible en el
cuarto, algo cruzaba sigilosamente la obscuridad mirándola, y mirándola
avanzaba hacia ella. El corazón le dio un vuelco: había oído el roce de
aquellos pasos en la alfombra y de repente supo que los oía por primera vez y
para ahogar un grito se tapó la cara, por un instante pensó huir, correr hacia
el cuarto de su tía, correr adonde fuera. Pero una corriente cálida desnudaba
su cuerpo, entreabría sus manos, su piel se recogía, sonriendo abría los ojos,
aquella cara triste y de algún modo remota se acercaba a la suya, su voz la
envolvía, como un soplo de aire su voz la envolvía hasta que de pronto no fue
más su voz sino un grito colérico, el sol en la ventana y Fidelia gritando que
el desconocido había entrado a la casa.
Película Oriana
https://www.youtube.com/watch?v=mP6faYbhEKY
ME GUSTARIA SABER EN QUÉ FECHA FUE PUBLICADO ESE CUENTO?
ResponderEliminarHola cómo estás, no sé la fecha de este cuento, pero te puedo decir que en Venezuela, a finales de los ochenta se estrenó una película de nombre Oriana,basada en este cuento, la misma estuvo protagonizada por una venezolana, que ya murió, y que era una extraordinaria actriz: Doris Well, te recomiendo que busques en youtube la pelicula, es de muy hermosa producción dirigida por Fina Torres,la peli ganó varios premios. Lo hermoso de la película es la interpretación que le da Fina a este cuento.Gracias por acercárte a Isla Inquieta.
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