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Mark Twain(Florida, USA 1835 - |
“The Story of the Bad Little Boy” (1875)
Había una
vez un niño malo cuyo nombre era Jim. Si uno es observador advertirá que en los
libros de cuentos ejemplares que se leen en clase de religión los niños malos
casi siempre se llaman James. Era extraño que este se llamara Jim, pero qué le
vamos a hacer si así era.
Otra cosa
peculiar era que su madre no estuviese enferma, que no tuviese una madre
piadosa y tísica que habría preferido yacer en su tumba y descansar por fin, de
no ser por el gran amor que le profesaba a su hijo, y por el temor de que, una
vez se hubiese marchado, el mundo sería duro y frío con él.
La mayor
parte de los niños malos de los libros de religión se llaman James, y tienen la
mamá enferma, y les enseñan a rezar antes de acostarse, y los arrullan con su
voz dulce y lastimera para que se duerman; luego les dan el beso de las buenas
noches y se arrodillan al pie de la cabecera a sollozar. Pero en el caso de
este muchacho las cosas eran diferentes: se llamaba Jim y su mamá no estaba enferma
ni tenía tuberculosis ni nada por el estilo.
Al
contrario, la mujer era fuerte y muy poco religiosa; es más, no se preocupaba
por Jim. Decía que si se partía la nuca no se perdería gran cosa. Solo
conseguía acostarlo a punta de bofetadas y jamás le daba el beso de las buenas
noches; antes bien, al salir de su alcoba le halaba las orejas.
Este niño
malo se robó una vez las llaves de la despensa, se metió a hurtadillas en ella,
se comió la mermelada y llenó el frasco de brea para que su madre no se diera cuenta
de lo que había hecho; pero acto seguido… no se sintió mal ni oyó una vocecilla
susurrarle al oído: “¿Te parece bien hacerle eso a tu madre? ¿No es acaso
pecado? ¿Adónde van los niños malos que se engullen la mermelada de su santa
madre?”, ni tampoco, ahí solito, se hincó de rodillas y prometió no volver a
hacer fechorías, ni se levantó, con el corazón liviano, pletórico de dicha, ni
fue a contarle a su madre cuanto había hecho y a pedirle perdón, ni recibió su
bendición acompañada de lágrimas de orgullo y de gratitud en los ojos. No; este
tipo de cosas les sucede a los niños malos de los libros; pero a Jim le pasó
algo muy diferente: se devoró la mermelada, y dijo, con su modo de expresarse,
tan pérfido y vulgar, que estaba “deliciosa”; metió la brea, y dijo que esta
también estaría deliciosa, y muerto de la risa pensó que cuando la vieja se
levantara y descubriera su artimaña, iba a llorar de la rabia. Y cuando, en
efecto, la descubrió, aunque se hizo el que nada sabía, ella le pegó tremendos
correazos, y fue él quien lloró.
Una vez se
encaramó a un árbol de manzana del granjero Acorn para robar manzanas, y la
rama no se quebró, ni se cayó él, ni se quebró el brazo, ni el enorme perro del
granjero le destrozó la ropa, ni languideció en su lecho de enfermo durante
varias semanas, ni se arrepintió, ni se volvió bueno. Oh, no; robó todas las
manzanas que quiso y descendió sano y salvo; se quedó esperando al cachorro, y
cuando este lo atacó, le pegó un ladrillazo. Qué raro… nada así acontece en
esos libros sentimentales, de lomos jaspeados e ilustraciones de hombres en
levitas, sombrero de copa y pantalones muy cortos, y de mujeres con vestidos
que tienen la cintura debajo de los brazos y que no se ponen aros en el
miriñaque. Nada parecido a lo que sucede en los libros de las clases de
religión.
Una vez le
robó el cortaplumas al profesor, y temiendo ser descubierto y castigado, se lo
metió en la gorra a George Wilson… el pobre hijo de la viuda Wilson, el niño
sanote, el niñito bueno del pueblo, el que siempre obedecía a su madre, el que
jamás decía una mentira, al que le encantaba estudiar y le fascinaban las
clases de religión de los domingos. Y cuando se le cayó la navaja de la gorra,
y el pobre George agachó la cabeza y se sonrojó, como sintiéndose culpable, y
el maestro ofendido lo acusó del robo, y ya iba a dejar caer la vara de castigo
sobre sus hombros temblorosos, no apareció de pronto un juez de paz de peluca
blanca, para pasmo de todos, que dijera indignado:
-No castigue
usted a este noble muchacho… ¡Aquel es el solapado culpable!: pasaba yo junto a
la puerta del colegio en el recreo, y aunque nadie me vio, yo sí fui testigo
del robo.
Y, así, a
Jim no lo reprendieron, ni el venerable juez les leyó un sermón a los
compungidos colegiales, ni se llevó a George de la mano y dijo que tal muchacho
merecía un premio, ni le pidió después que se fuera a vivir con él para que le
barriera el despacho, le encendiera el fuego, hiciera sus recados, picara leña,
estudiara leyes, le ayudara a su esposa con las labores hogareñas, empleara el
resto del tiempo jugando, se ganara cuarenta centavos mensuales y fuera feliz.
No; en los libros habría sucedido así, pero eso no le pasó a Jim. Ningún
entrometido vejete de juez pasó ni armó un lío, de manera que George, el niño modelo,
recibió su buena zurra y Jim se regocijó porque, como bien lo saben ustedes,
detestaba a los muchachos sanos, y decía que este era un imbécil. Tal era el
grosero lenguaje de este muchacho malo y negligente.
Pero lo más
extraño que le sucediera jamás a Jim fue que un domingo salió en un bote y no
se ahogó; y otra vez, atrapado en una tormenta cuando pescaba, también en
domingo, no le cayó un rayo. Vaya, vaya; podría uno ponerse a buscar en todos
los libros de moral, desde este momento hasta las próximas Navidades, y jamás
hallaría algo así. Oh, no; descubriría que indefectiblemente cuanto muchacho
malo sale a pasear en bote un domingo se ahoga: y a cuantos los atrapa una
tempestad cuando pescan los domingos infaliblemente les cae un rayo. Los botes
que llevan muchachos malos siempre se vuelcan en domingo, y siempre hay
tormentas cuando los muchachos malos salen a pescar en sábado. No logro
comprender cómo diablos se escapó este Jim. ¿Será que estaba hechizado? Sí… esa
debe ser la razón.
La vida de
Jim era encantadora, así de sencillo. Nada le hacía daño. Llegó al extremo de
darle un taco de tabaco al elefante del zoológico y este no le tumbó la cabeza
con la trompa. En la despensa buscó esencia de hierbabuena, y no se equivocó ni
se tomó el ácido muriático. Robó el arma de su padre y salió a cazar el sábado,
y no se voló tres o cuatro dedos. Se enojó y le pegó un puñetazo a su hermanita
en la sien, y ella no quedó enferma, ni sufriendo durante muchos y muy largos
días de verano, ni murió con tiernas palabras de perdón en los labios, que
redoblaran la angustia del corazón roto del niño. Oh, no; la niña recuperó su
salud.
Al cabo del
tiempo, Jim escapó y se hizo a la mar, y al volver no se encontró solo y triste
en este mundo porque todos sus seres amados reposaran ya en el cementerio, y el
hogar de su juventud estuviera en decadencia, cubierto de hiedra y todo
destartalado. Oh, no; volvió a casa borracho como una cuba y lo primero que le
tocó hacer fue presentarse a la comisaría.
Con el paso
del tiempo se hizo mayor y se casó, tuvo una familia numerosa; una noche los
mató a todos con un hacha, y se volvió rico a punta de estafas y fraudes. Hoy
en día es el canalla más pérfido de su pueblo natal, es universalmente
respetado y es miembro del Concejo Municipal. Fácil es ver que en los libros de
religión jamás hubo un James malo con tan buena estrella como la de este
pecador de Jim con su vida encantadora.
FIN
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