(Relato de un niño alsaciano)
Aquella mañana me había retrasado más de la cuenta
en ir a la escuela, y me temía una buena reprimenda, porque, además, el señor
Hamel nos había anunciado que preguntaría los participios, y yo no sabía ni una
jota. No me faltaron ganas de hacer novillos y largarme a través de los campos.
¡Hacía un
tiempo tan hermoso, tan claro! Se oía a los mirlos silbar en la linde del
bosque, y en el prado Rippert, tras el aserradero, a los prusianos que hacían
el ejercicio. Todo esto me atraía mucho más que la regla del participio; pero
supe resistir la tentación y corrí apresuradamente hacia la escuela.
Al pasar por
delante de la Alcaldía vi una porción de gente parada frente al tablón de
anuncios. Por él nos venían desde hacía dos años todas las malas noticias, las
batallas perdidas, las requisiciones, las órdenes de la Kommandature, y,
sin pararme, me preguntaba para mis adentros: "¿Qué es lo que todavía
puede ocurrir?"
Entonces, al
verme atravesar la plaza a la carrera, el herrero Watcher, que estaba con su
aprendiz leyendo el bando, me gritó:
-No te
molestes tanto, muchacho; todavía llegas a la escuela bastante a tiempo.
Me pareció
que me hablaba con sorna, y entré sin aliento en el patio de la escuela.
De
ordinario, al comenzar la clase, se levantaba un gran alboroto, que se oía
hasta en la calle: los pupitres, que abríamos y cerrábamos; las lecciones, que
repetíamos a voces todos a un tiempo, tapándonos los oídos para aprenderlas
mejor, y la ancha palmeta del maestro, que golpeaba la mesa:
-¡Silencio!
¡Un poco de silencio!
Yo contaba
con este jaleo para deslizarme en mi banco sin ser visto; pero precisamente
aquel día todo estaba tranquilo como la mañana de un domingo. Por la ventana,
abierta, veía a mis compañeros alineados en sus sitios, y al señor Hamel, que
pasaba y repasaba, con su terrible palmeta bajo el brazo. No hubo más solución
que abrir la puerta y entrar en medio de aquel inmenso silencio. ¡No les digo
si estaría avergonzado, ni el pánico que tendría!
Pues bien:
¡no! El señor Hamel me miró sin cólera y me dijo dulcemente:
-Siéntate
pronto, hijo mío; íbamos a comenzar sin ti.
Me monté
sobre el banco, y en seguida me senté al pupitre. Fue entonces cuando, algo
recobrado de mi pavor, eché de ver que el maestro se había puesto su hermosa
levita verde, su chorrera rizada y el gorro bordado de seda negra, que sólo
sacaba los días de inspección o de distribución de premios. Además, la clase
entera tenía un no sabía qué extraordinario, solemne; pero lo que me sorprendió
más fue ver en el fondo de la sala, en los bancos que solían quedar desiertos,
unos cuantos viejos sentados, silenciosos como nosotros: el anciano Hauser, el
antiguo alcalde, el cartero viejo y otros cuantos. Todos ellos parecían
tristes, y Hauser había llevado un silabario, roído por los bordes, que
sostenía en las rodillas abierto, con las gruesas gafas entre las páginas.
Mientras yo
hacía estas extrañas observaciones, el señor Hamel se había subido a su
tribuna, y con la misma voz grave y dulce con que me había recibido, nos dijo:
-¡Hijos
míos!, es el último día que les doy clase. Ha llegado de Berlín la orden de que
no se enseñe más que el alemán en las escuelas de Alsacia y Lorena... El
maestro nuevo llega mañana. Hoy es nuestra última lección de francés; les
suplico que pongan toda su atención.
Estas cuatro
palabras me trastornaron por completo. ¡Miserables! Esto es lo que nos
preparaban con el bando de la Alcaldía.
¡Mi última
lección de francés! ¡Y yo que apenas sabía escribir! Entonces, ¡yo no lo
aprendería nunca! ¡No pasaría de ahí! ¡Cómo me reprochaba a mí mismo el tiempo
perdido, los novillos que había hecho para ir a nidos o a patinar sobre el
Saar! Mis libros, que hacía poco me aburrían tanto y tanto me pesaban en la
mano, mi Gramática, mi Historia Sagrada, ahora me parecían viejos amigos, de
quienes me costaría mucho trabajo
separarme. Lo mismo que el señor Hamel. La idea de que iba a marcharse,
de que ya no lo vería más, me hacía olvidar los castigos y los palmetazos.

¡Pobre
hombre! Se había puesto su traje bueno de los domingos en honor a la última
clase. Ahora ya comprendía también por qué estos viejos del pueblo habían
venido a sentarse en lo último de la sala. Parecía que sentían no haber venido
más a menudo; era también una manera de dar las gracias al maestro por sus
cuarenta años de buenos servicios, de ofrecer sus respetos a la patria que se
marchaba con él...
Estaba en
este punto de mis reflexiones, cuando oí que el maestro me llamaba. Me había
llegado el turno. ¡Qué no habría dado yo por poder decir de un tirón aquella
terrible regla del participio, muy alto, muy claro, sin una sola falta! Pero a
las primeras palabras me embrollé, y allí me quedé, de pie, balanceándome en el
banco, con el corazón en un puño y sin atreverme a levantar la cabeza. El señor
Hamel me iba diciendo:
-No te riño,
pobrecito; bastante castigado estás... Pero, mira, las cosas son así. Todos los
días nos decimos ¡Bah!, tengo tiempo, ya estudiaré mañana, y luego, aquí tienes
lo que pasa. ¡Ay! Ésta ha sido la gran desgracia de nuestra Alsacia: dejar
siempre su instrucción para mañana. Ahora esa gente tiene derecho a decirnos:
Pero ¿cómo? ¿Pretenden ser franceses y no saben hablar su lengua? De todo ello,
tú no tienes mucha culpa; todos nosotros tenemos muchas cosas que echarnos en
cara. A sus padres no les ha importado gran cosa verlos instruidos; les parecía
mejor mandarlos a trabajar
la tierra o a las fábricas, para reunir unos cuantos céntimos más. Y yo
mismo, ¿no tengo algo que reprocharme también? ¿No les hacía muchas veces regar
mi jardín en vez de estudiar? Y cuando quería irme a pescar truchas, ¿me
violentaba algo para mandarlos a paseo?

Y después,
de una cosa en otra, el señor Hamel llegó a hablarnos de la lengua francesa,
diciendo que era la lengua más hermosa del mundo, la más clara, la más sólida;
que era preciso guardarla entre nosotros y no olvidarla nunca, porque cuando un
pueblo cae en la esclavitud, si conserva bien la lengua propia, es como si
tuviera la llave de la prisión1. Después cogió una gramática y nos leyó la
lección; yo estaba asombrado de ver cómo lo comprendía; todo lo que decía me
pareció fácil, facilísimo. Acaso fuera que nunca había escuchado con tanta
atención y que tampoco él había puesto tanta paciencia en sus explicaciones. Se
diría que el pobre quería infundirnos todo su saber antes de marcharse, que nos
lo quería meter de golpe en la cabeza.
Cuando hubo
terminado la lección pasamos a la escritura. El maestro nos había preparado
modelos nuevos, sobre los que había escrito con una hermosa letra redonda: Francia,
Alsacia, Francia, Alsacia. Parecían banderitas que ondeaban por toda la
clase, colgadas como de un mástil sobre nuestros pupitres. ¡Era de ver cómo nos
aplicábamos todos! ¡Qué silencio! No se oía más que el rasguear de las plumas
sobre el papel. Por la ventana entraron zumbando unos abejorros; nadie paró en
ellos, ni siquiera los pequeñuelos, que no levantaban cabeza, trazando sus
palotes con tanta afición como si fueran francés también.
Sobre el
tejado de la escuela, las palomas se arrullaban dulcemente; al oírlas me preguntaba:
"¿Las obligarán también a arrullarse en alemán?"
De vez en
cuando levantaba los ojos de mi plana y veía al señor Hamel, inmóvil en su
silla, mirando fijamente los objetos a su alrededor, como si quisiera llevarse
en la mirada toda su escuela. ¡Figúrense! Desde hacía cuarenta años estaba
allí; en el mismo sitio, con el patio enfrente y la clase siempre parecida;
sólo los bancos, los pupitres, se habían lustrado, bruñidos por el uso; los
nogales del patio habían crecido, y la enredadera, plantada por su mano,
festoneaba las ventanas y subía hasta las tejas. ¡Qué tortura debía ser para
aquel pobre hombre dejar todas estas cosas y oír a su hermana, que trajinaba en
el piso de encima haciendo las maletas!... Porque debían partir al día
siguiente, ¡irse de su tierra para siempre!
Sin embargo,
aún tuvo ánimos para darnos la clase de cabo a rabo. Después de la escritura
dimos la lección de historia; más tarde, los más pequeños cantaron juntos el ba,
be, bi, bo, bu. Allá en lo último de la sala, el viejo Hauser se había
puesto los espejuelos, y, con la cartilla abierta, deletreaba a coro con ellos.
Se veía que también él se aplicaba; su voz temblaba de emoción y era tan
gracioso oírlo, que teníamos ganas de reír y llorar a la vez. ¡Ay! ¡Siempre me
acordaré de esta ultima clase!
En esto, el
reloj de la iglesia dio las doce; después, sonó el Ángelus. En el mismo
momento, los sonidos de las trompetas de los prusianos, que volvían de la
instrucción, estallaron bajo las ventanas. El señor Hamel se levantó de su asiento
completamente demudado; nunca me había parecido tan grande.
-Hijos míos
-dijo-; hijos míos... Yo..., yo...
Pero algo lo
ahogaba, y no pudo terminar la frase.
Entonces se
volvió hacia la pizarra, cogió la tiza y, calcando con todas sus fuerzas, escribió
en trazos tan gruesos como pudo:
"¡VIVA
FRANCIA!"
Y allí se
quedó, la cabeza apoyada contra la pared. Y, sin hablar, nos hacía con la mano
señas que querían decir:
-Se ha
acabado... Salgan.
FIN
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