El peso de los caídos
Una madre regresó a su casa.
Había estado fuera, refugiada de los alemanes, pero no pudo acostumbrarse a
vivir en otro lugar que no fuera su pueblo natal, por lo que regresó a casa.
Dos veces debió atravesar por tierra de nadie, cerca de las
fortificaciones alemanas, porque el frente por allí era desigual y ella había
tomado el camino recto, el más rápido. No le temía a nadie, no se cuidaba de
nadie, y los enemigos no le hicieron daño. Avanzaba triste por los campos,
despeinada y con la cara desencajada, como de ciega. Le daba igual lo que había
en ese momento en el mundo y lo que estaba sucediendo en él, y nada en el
universo podía ni alegrarla ni entristecerla, porque su desgracia era eterna y
su tristeza inabarcable: ella, una madre, había perdido a todos sus hijos.
Ahora se sentía tan débil e indiferente, que avanzaba como una brizna de paja
llevada por el viento y en todo encontraba la misma indiferencia hacia ella. Al
sentir que nadie la necesitaba y que, por lo mismo, tampoco ella necesitaba a
nadie, sintió aún mayor pesar. A veces esto basta para que una persona muera,
pero ella no murió: necesitaba ver la casa en la que había vivido toda su vida
y el lugar en el que habían muerto sus hijos en combate o ejecutados.
En el camino se cruzó varias veces con los alemanes, pero éstos no
tocaron a la mujer; les extrañó ver a una vieja tan desgraciada, les horrorizó
la mucha humanidad que descubrieron en su cara y la dejaron irse para que
muriera por su cuenta. A veces, en las caras de las personas se refleja una
opaca luz de extrañeza que es capaz de asustar a los animales y a las personas
malintencionadas. Nadie tiene fuerza suficiente para acabar con estas personas
y a nadie le resulta posible acercarse a ellas. El animal y la persona
prefieren pelear con sus semejantes y dejar ir a quienes no se les parecen,
porque temen ser vencidos por una fuerza desconocida.
Después de atravesar toda la guerra, la vieja madre alcanzó por fin su
casa, pero encontró su pueblo natal vacío. Su casa pequeña y pobre, revocada
con barro pintado de amarillo, con su chimenea de ladrillo que parecía la
cabeza de una persona meditabunda, hacía mucho que había sido quemada por el
fuego alemán, que sólo dejó cenizas tras de sí. Sólo la hierba, como la que
crece sobre las tumbas, nacía entre aquellas cenizas. También había
desaparecido todo el vecindario, toda la vieja ciudad. Una luz blanca y triste
lo iluminaba todo, y era posible ver en la lejanía a través de la tierra
silenciosa. Pasaría muy poco tiempo y la hierba cubriría del todo este lugar
antes habitado, los vientos soplarían libres, los torrentes de lluvia lo
igualarían y ya no quedaría huella humana ni nadie para asimilar y heredar como
un conocimiento útil todo el sufrimiento de la vida terrestre. Este último
pensamiento hizo suspirar a la mujer, y también el dolor que sentía su corazón
por tanta vida perdida y sin memoria. Pero su corazón era bondadoso y quería
vivir para amar a los muertos, para terminar los planes que la muerte había
interrumpido.
Se sentó en medio de aquellas cenizas frías y apoyó las manos en el
polvo en que se había convertido su casa. Sabía cuál era su destino, sabía que
había llegado su hora, pero se resistía, porque si ella moría, ¿qué pasaría con
el recuerdo de sus niños?, ¿quién los conservaría en su amor si también su
corazón dejaba de respirar?
La madre no sabía la respuesta a esta pregunta y meditaba sola. Se le
acercó su vecina, Yevdokía Petrovna, una mujer joven y de buen ver, antes
gorda, pero ahora débil, silenciosa e indiferente. Una bomba había matado a sus
dos hijos pequeños cuando regresaba con ellos de la ciudad. Su esposo había
desaparecido en unos trabajos de excavación, y ella había vuelto para enterrar
a sus hijos y terminar de vivir el tiempo que le quedaba en aquel lugar muerto.
-Buenas, María Vasílievna -dijo Yevdokía Petrovna.
-¿Eres tú, Dunia? -le preguntó María Vasílievna-. Siéntate, hablemos.
Inspeccióname la cabeza, porque hace mucho que no me baño.
Dunia accedió con docilidad y se sentó a su lado; María Vasílievna
recostó la cabeza en sus rodillas y la vecina empezó a inspeccionársela. Las
dos se sintieron mejor dedicándose a esta tarea. Mientras una trabajaba
afanosamente, la otra se arrebujó contra su cuerpo y se quedó dormida con la tranquilidad
que le infundía la cercanía de una persona conocida.
-¿Los tuyos murieron todos? -preguntó María Vasílievna.
-¡Sí, todos, claro! -le contestó Dunia-. ¿Y los tuyos?
-Todos, no queda nadie -dijo María Vasílievna.
-Entonces estamos a la par: ni tú ni yo tenemos a nadie -comentó Dunia
satisfecha de que su desgracia no fuera única en el mundo, de que a los demás
les hubiera tocado la misma desdicha.
-Mi desgracia es mayor que la tuya: antes también era viuda -dijo María
Vasílievna-. Y mis dos hijos han caído cerca del pueblo. Se alistaron en el
batallón de trabajadores cuando los alemanes salieron de Petropávlovsk a la
carretera de Mitrofánievsk... Mi hija me llevó bien lejos de aquí porque me
quería mucho, era mi hija. Después se alejó de mí, empezó a amar a todo el
mundo, compadeció a un hombre -mi hija era una muchacha bondadosa-, se inclinó
sobre él, que estaba débil y herido, y entonces la mataron, desde arriba, desde
un avión... ¿Y yo qué? No tengo nada y regresé. ¿Qué tengo ahora? Me da igual.
Tengo la sensación de estar muerta...
-Bueno, ya nada se puede hacer. Sigue viviendo como una muerta; yo
también vivo así -dijo Dunia-. Todos los míos descansan y los tuyos también
descansan... Sé dónde están los tuyos, sé adonde los arrastraron a todos para
enterrarlos, yo estaba aquí y lo vi con mis propios ojos. Primero contaron a
todos los muertos, levantaron un acra, pusieron a un lado a los suyos, y a
nuestros muertos los llevaron más allá. Luego desnudaron a todos los nuestros y
apuntaron en el acta cuánta ropa se podía aprovechar. Se alargaron en este tipo
de asuntos y luego empezaron a empujarlos y a lanzarlos a la tumba.
-¿Y quién la cavó? -se preocupó María Vasílievna-. ¿Cavaron profundo?
Una tumba profunda sería más caliente porque estaban desnudos, sentirán frío.
-¡No, nada de profunda! -le informó Dunia-. ¡Una fosa de proyectil fue
su tumba! Los amontonaron hasta llenarla, pero no había sitio para todos los
muertos, así que pasaron por encima con un tanque de guerra, los muertos se
aplastaron, se hizo más espacio y echaron allí a los muertos restantes. No
tenían ganas de cavar, ahorraban sus fuerzas; echaron un poco de tierra por
encima. Allí descansan los muertos en el frío; sólo los muertos pueden aguantar
el sufrimiento de estar eternamente desnudos en el frío...
-¿Y a los míos también los destrozaron con el tanque o los colocaron
arriba, sin aplastarlos? -preguntó María Vasílievna.
-¿A los tuyos? -contestó Dunia-. La verdad es que no lo pude ver...
Allí, detrás del pueblo, cerca de la carretera descansan todos; si vas, los
verás. Yo hice una cruz con ramas y la puse allí, pero fue por gusto; una cruz
se cae aunque sea de hierro, y la gente olvidará a los muertos...
María Vasílievna se incorporó, hizo que Dunia bajara la cabeza y empezó
a inspeccionarle el pelo. Se sintió mejor trabajando; el trabajo manual cura
los espíritus tristes y enfermos.
Después, cuando cayó la tarde, María Vasílievna se levantó. Era una
mujer vieja y estaba cansada. Se despidió de Dunia y salió a la noche, donde
descansaban sus niños. Dos de sus hijos en una tumba cercana, y un poco más
allá su hija.
María Vasílievna fue hasta el poblado cercano. Antes vivían allí, en
casitas de madera, horticultores y campesinos que se alimentaban de las parcelas
que había junto a sus casas y que gracias a esto subsistían desde tiempos
remotos. Ahora nada quedaba en este lugar; el fuego había fundido la capa
superior de tierra y la gente había muerto o vagabundeaba por los alrededores,
o los habían cogido como rehenes y enviado al trabajo y a la muerte.
La carretera de Mitrofánievsk salía del pueblo a la llanura. En tiempos
pasados, al borde de la carretera crecían poderosos árboles; ahora la guerra
los había roído, reduciéndolos a tocones, y la solitaria carretera tenía un
aspecto triste, como si el fin del mundo no quedara lejos de allí...
María Vasílievna llegó a la tumba con la cruz hecha de dos ramas débiles
y temblorosas y se sentó a sus pies. Ahí abajo descansaban sus niños desnudos
asesinados, profanados y enterrados por manos ajenas.
Llegó el crepúsculo y se convirtió en noche. En el cielo se encendieron
las estrellas otoñales. Parecía que después de desahogarse llorando en lo alto
habían abierto sus ojos bondadosos y sorprendidos, y miraban inmóviles la
tierra oscura en la que había tanto sufrimiento y cuyo poder hipnótico les
impedía apartar la vista de ella.
«Si estuvieran vivos -susurró la madre dirigiéndose a sus hijos
muertos-, si estuvieran vivos, ¿cuánto trabajo podrían haber hecho?, ¿cuántos
destinos podrían haber conocido? Pero ahora que están muertos... ¿Y dónde se ha
quedado la vida que no vivieron? ¿Quién la vivirá por ustedes...? ¿Qué edad
tenía Matvéi? Casi veintitrés... Vasili cumpliría veintiocho. La niña tenía
dieciocho, cumpliría los diecinueve este año, ayer fue su cumpleaños... Tanto
corazón gasté en ustedes, tanta sangre perdí, pero al parecer no fue bastante,
porque murieron, no pude conservarles la vida, no los rescaté de la muerte, mi
solo corazón y mi sangre fueron poco. ¿Y quiénes eran ellos? Eran mis hijos,
aunque no pidieron venir al mundo. Los parí sin pensar, los parí y pensé:
"Que vivan solos". Pero al parecer aún no se puede vivir en la
tierra, todavía nada está listo aquí para los niños. ¡Se han esforzado por
arreglarlo todo, para dejarlo a punto, pero no han podido! Aquí no pueden vivir,
pero tampoco tenían otro lugar donde vivir. ¿Y qué podíamos hacer nosotras, las
madres? Paríamos hijos, ¿qué otra cosa podíamos hacer? Sola no tiene sentido
vivir...»
Tocó la tierra de la tumba y se acostó boca abajo sobre ella. Dentro de
la tierra remaba el silencio, nada se oía.
«Duermen -susurró la madre-, nadie se mueve. Les fue difícil morir y la
muerte los dejó sin fuerzas. ¡Que duerman! Los esperare... No puedo vivir sin
mis hijos, no quiero vivir sin muertos...»
María Vasílievna alzó el rostro de la tierra porque le pareció oír que
la llamaba su hija Natasha, que la llamaba sin pronunciar palabras, murmurando
algo como en un suspiro. La madre miró a su alrededor tratando de ver de dónde
provenía su dulce voz, si del campo silencioso, de las profundidades de la
tierra o de lo alto del cielo, de aquella estrella clara. ¿Dónde estaba ahora
su hija muerta? ¿O ya no estaba en ninguna parte y a la madre sólo le parecía
oír su voz que sonaba como un recuerdo en su propio corazón?
María Vasílievna volvió a prestar oído, y otra vez, viniendo del
silencio del universo, le pareció oír la voz sedante de su hija, una voz que,
de tan lejana, sonaba a silencio, pero que le hablaba pura y claramente sobre
la esperanza y la alegría, sobre que se cumpliría todo lo no cumplido, que los
muertos regresarían a vivir en la tierra y que los que habían sido separados se
abrazarían y no se separarían nunca más.
A la madre le pareció que la voz de su hija era alegre y comprendió que
aquello significaba que confiaba en que volvería a vivir, que necesitaba la
ayuda de los vivos y no quería seguir estando muerta.
«Hija, ¿cómo podría ayudarte? Yo también estoy casi muerta -dijo María
Vasílievna. Hablaba tranquila y con claridad, como si estuviera en la calma de
su hogar y conversara con sus hijos como antes, en su anterior vida feliz-. Yo
sola no podré levantarte. Si el pueblo entero te hubiera amado y hubiera
eliminado toda la injusticia sobre la faz de la tierra, entonces él podría
regresarte a la vida, y también a todos los que murieron injustamente, porque
la muerte es precisamente la mayor injusticia. Pero sin su ayuda, ¿cómo podría
ayudarte? ¡Moriré de pena y sólo entonces podré estar contigo!»
La madre le habló largo tiempo con palabras de consuelo, razonando como
si Natasha y los otros hijos la escucharan con atención. Después le entró sueño
y se quedó dormida sobre la tumba.
El cielo iluminado de la guerra apareció a lo lejos y la alcanzó el
sordo retumbar de los cañones. Había comenzado una batalla. María Vasílievna
despertó y vio el fuego en el cielo, escuchó la respiración agitada de los
cañones. «Son los nuestros que vienen -pensó-, ¡Que lleguen pronto, que haya un
poder soviético, el poder que ama al pueblo, que ama el trabajo, que enseña a
la gente; es un poder inquieto; quizá, dentro de un siglo, aprenda a revivir a
los muertos. Entonces suspirará y se alegrará mi huérfano corazón de madre.»
María Vasílievna confiaba y entendía que todo sucedería tal y como ella
imaginaba. Había visto aeroplanos volando, algo que también era difícil de
inventar y de hacer. Del mismo modo, todos los muertos podrían ser devueltos
desde la profundidad de la tierra a vivir otra vez bajo la luz solar. Sucedería
si la inteligencia humana tenía en cuenta las necesidades de la madre que da a
luz y entierra a sus hijos y le duele su pérdida.
Se volvió a acostar sobre la tierra blanda de la tumba para estar más
cerca de sus hijos. Su silencio significaba un repudio al mundo malhechor que
les había dado muerte y la pena de la madre que recordaba el olor de sus cuerpos
infantiles y el color de sus ojos vivos.
Hacia el mediodía, los tanques rusos salieron a la carretera de
Mitrofánievsk y se detuvieron junto al pueblo para pasar revista y repostar
combustible; habían dejado de hacer fuego porque la guarnición alemana de la
ciudad se había retirado a tiempo para reagruparse con su ejército y así
librarse del combate.
Un soldado rojo bajó de su tanque para caminar por la tierra, sobre la
cual brillaba ahora un sol pacífico. El soldado ya no era joven y le gustaba
ver cómo vive la hierba y comprobar si todavía existían las mariposas y los
insectos que conocía de antes.
A los pies de una cruz hecha de ramas, el soldado vio a una vieja
acurrucada sobre la tierra. Se agachó y trató de escuchar su respiración.
Después giró el cuerpo de la mujer y pegó el oído a su pecho para cerciorarse
de que no latía. «Su corazón se ha ido -entendió el soldado, y cubrió en
silencio el rostro de la muerta con un lienzo limpio que llevaba consigo como
peal de repuesto-. Ya no tenía con qué vivir; su cuerpo estaba tan comido por
el hambre y por la desdicha que hasta los huesos se le ven bajo la piel.»
«Duerme por ahora -habló en voz alta el soldado despidiéndose-. No
importa de quién fueras madre, pero sin ti también me he quedado huérfano.»
Permaneció parado un poco más junto a ella, despidiéndose
angustiosamente de la madre ajena.
«Todo está oscuro para ti ahora y te has ido. ¿Qué remedio? No hay
tiempo de afligirnos por ti. Primero debemos batir al enemigo. Luego el mundo
entero deberá entrar en razón. No puede ser de otro modo, porque entonces todo
sería en vano.»
El soldado regresó al tanque y se sintió triste sin los muertos. Pero
sintió que ahora le era más necesario vivir. No sólo había que borrar al
enemigo de la vida de la gente, sino que después de la victoria habría que
aprender a vivir aquella vida superior que los muertos le habían legado
silenciosamente. Entonces, en señal de respeto a su eterna memoria, debían
cumplirse sus esperanzas, para que se hiciera su voluntad y no engañar sus
corazones yertos. Sólo en los vivos pueden confiar los muertos, y éstos tienen
que vivir de modo que el destino libre y feliz del pueblo justifique sus
muertes y, de esta manera, den a su caída su justo peso.
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