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Dino Buzzati (Italia, 1906 - 1972) |
Dino Buzzati
Al cabo de una interminable espera, cuando la
esperanza comenzaba ya a morir, Giovanni regresó a casa. Todavía no habían dado
las dos, su madre estaba quitando la mesa, era un día gris de marzo y volaban
las cornejas.
Apareció de improviso en el umbral y su madre
gritó: «¡Ah, bendito seas!», corriendo a abrazarlo. También Anna y Pietro, sus
dos hermanitos mucho más pequeños, se pusieron a gritar de alegría. Había
llegado el momento esperado durante meses y meses, tan a menudo entrevisto en
los dulces ensueños del alba, que debía traer la felicidad.
Él apenas dijo nada, teniendo ya suficiente trabajo
con reprimir el llanto. Había dejado en seguida el pesado sable encima de una
silla, en la cabeza llevaba aún el gorro de pelo. «Deja que te vea», decía
entre lágrimas la madre retirándose un poco hacia atrás, «déjame ver lo guapo
que estás. Pero qué pálido estás…»
Estaba realmente algo pálido, y como consumido. Se
quitó el gorro, avanzó hasta la mitad de la habitación, se sentó. Qué cansado,
qué cansado, incluso sonreír parecía que le costaba.
-Pero quítate la capa, criatura -dijo la madre, y
lo miraba como un prodigio, hasta el punto de sentirse amedrentada; qué alto,
qué guapo, qué apuesto se había vuelto (si bien un poco en exceso pálido)-.
Quítate la capa, tráela acá, ¿no notas el calor?
Él hizo un brusco movimiento de defensa,
instintivo, apretando contra sí la capa, quizá por temor a que se la
arrebataran.
-No, no, deja -respondió, evasivo-, mejor no, es
igual, dentro de poco me tengo que ir…
-¿Irte? ¿Vuelves después de dos años y te quieres
ir tan pronto? -dijo ella desolada al ver de pronto que volvía a empezar,
después de tanta alegría, la eterna pena de las madres-. ¿Tanta prisa tienes?
¿Y no vas a comer nada?
-Ya he comido, madre -respondió el muchacho con una
sonrisa amable, y miraba en torno, saboreando las amadas sombras-. Hemos parado
en una hostería a unos kilómetros de aquí…
-Ah, ¿no has venido solo? ¿Y quién iba contigo? ¿Un
compañero de regimiento? ¿El hijo de Mena, quizá?
-No, no, uno que me encontré por el camino. Está
ahí afuera, esperando.
-¿Está esperando fuera? ¿Y por qué no lo has
invitado a entrar? ¿Lo has dejado en medio del camino?
Se llegó a la ventana y más allá del huerto, más
allá del cancel de madera, alcanzó a ver en el camino a una persona que
caminaba arriba y abajo con lentitud; estaba embozada por entero y daba
sensación de negro. Nació entonces en su ánimo, incomprensible, en medio de los
torbellinos de la inmensa alegría, una pena misteriosa y aguda.
-Mejor no -respondió él, resuelto-. Para él sería
una molestia, es un tipo raro.
-¿Y un vaso de vino? Un vaso de vino se lo podemos
llevar, ¿no?
-Mejor no, madre. Es un tipo extravagante y es
capaz de ponerse furioso.
-¿Pues quién es? ¿Por qué se te ha juntado? ¿Qué
quiere de ti?
-Bien no lo conozco -dijo él lentamente y muy
serio-. Lo encontré por el camino. Ha venido conmigo, eso es todo.
Parecía preferir hablar de otra cosa, parecía
avergonzarse. Y la madre, para no contrariarlo, cambió inmediatamente de tema,
pero ya se extinguía de su rostro amable la luz del principio.
-Escucha -dijo-, ¿te imaginas a Marietta cuando
sepa que has vuelto? ¿Te imaginas qué saltos de alegría? ¿Es por ella por lo
que tienes prisa por irte?
Él se limitó a sonreír, siempre con aquella
expresión de aquel que querría estar contento pero no puede por algún secreto
pesar.
La madre no alcanzaba a comprender: ¿por qué se
estaba ahí sentado, como triste, igual que el lejano día de la partida? Ahora
estaba de vuelta, con una vida nueva por delante, una infinidad de días
disponibles sin cuidados, con innumerables noches hermosas, un rosario
inagotable que se perdía más allá de las montañas, en la inmensidad de los años
futuros. Se acabaron las noches de angustia, cuando en el horizonte brotaban
resplandores de fuego y se podía pensar que también él estaba allí en medio,
tendido inmóvil en tierra, con el pecho atravesado, entre los restos
sangrientos. Por fin había vuelto, mayor, más guapo, y qué alegría para
Marietta. Dentro de poco llegaría la primavera, se casarían en la iglesia un
domingo por la mañana entre flores y repicar de campanas. ¿Por qué, entonces,
estaba apagado y distraído, por qué no reía, por qué no contaba sus batallas?
¿Y la capa? ¿Por qué se la ceñía tanto, con el calor que hacía en la casa?
¿Acaso porque el uniforme, debajo, estaba roto y embarrado? Pero con su madre,
¿cómo podía avergonzarse delante de su madre? He aquí que, cuando las penas
parecían haber acabado, nacía de pronto una nueva inquietud.
Con el dulce rostro ligeramente ceñudo, lo miraba
con fijeza y preocupación, atenta a no contrariarlo, a captar con rapidez todos
sus deseos. ¿O acaso estaba enfermo? ¿O simplemente agotado a causa de los
muchos trabajos? ¿Por qué no hablaba, por qué ni siquiera la miraba? Realmente
el hijo no la miraba, parecía más bien evitar que sus miradas se encontraran,
como si temiera algo. Y, mientras tanto, los dos hermanos pequeños lo
contemplaban mudos, con una extraña vergüenza.
-Giovanni -murmuró ella sin poder contenerse más-.
¡Por fin estás aquí! ¡Por fin estás aquí! Espera un momento que te haga el
café.
Corrió a la cocina. Y Giovanni se quedó con sus
hermanos mucho más pequeños que él. Si se hubieran encontrado por la calle ni
siquiera se habrían reconocido, tal había sido el cambio en el espacio de dos
años. Ahora se miraban recíprocamente en silencio, sin saber qué decirse, pero
sonriéndose los tres de cuando en cuando, obedeciendo casi a un viejo pacto no
olvidado.
Ya estaba de vuelta la madre y con ella el café
humeante con un buen pedazo de pastel. Vació la taza de un trago, masticó el
pastel con esfuerzo. «¿Qué pasa? ¿Ya no te gusta? ¡Antes te volvía loco!»,
habría querido decirle la madre, pero calló para no importunarlo.
-Giovanni -le propuso en cambio-, ¿y tu cuarto? ¿no
quieres verlo? La cama es nueva, ¿sabes? He hecho encalar las paredes, hay una
lámpara nueva, ven a verlo… pero ¿y la capa? ¿No te la quitas? ¿No tienes
calor?
El soldado no le respondió, sino que se levantó de
la silla y se encaminó a la estancia vecina. Sus gestos tenían una especie de
pesada lentitud, como si no tuviera veinte años. La madre se adelantó corriendo
para abrir los postigos (pero entró solamente una luz gris, carente de
cualquier alegría).
-Está precioso -dijo él con débil entusiasmo cuando
estuvo en el umbral, a la vista de los muebles nuevos, de los visillos
inmaculados, de las paredes blancas, todos ellos nuevos y limpios. Pero, al
inclinarse la madre para arreglar la colcha de la cama, también flamante, posó
él la mirada en sus frágiles hombros, una mirada de inefable tristeza que
nadie, además, podía ver. Anna y Pietro, de hecho, estaban detrás de él, las
caritas radiantes, esperando una gran escena de regocijo y sorpresa.
Sin embargo, nada. «Muy bonito. Gracias, sabes,
madre», repitió, y eso fue todo. Movía los ojos con inquietud, como quien desea
concluir un coloquio penoso. Pero sobre todo miraba de cuando en cuando con
evidente preocupación, a través de la ventana, el cancel de madera verde detrás
del cual una figura andaba arriba y abajo lentamente.
-¿Te gusta, Giovanni? ¿Te gusta? -preguntó ella,
impaciente por verlo feliz. «¡Oh, sí, está precioso!» respondió el hijo (pero
¿por qué se empeñaba en no quitarse la capa?) y continuaba sonriendo con
muchísimo esfuerzo.
-Giovanni -le suplicó-. ¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa,
Giovanni? Tú me ocultas algo, ¿por qué no me lo quieres decir?
Él se mordió los labios, parecía que tuviese algo
atravesado en la garganta.
-Madre -respondió, pasado un instante, con voz
opaca-, madre, ahora me tengo que ir.
-¿Que te tienes que ir? Pero vuelves en seguida,
¿no? Vas donde Marietta, ¿a que sí? Dime la verdad, ¿vas donde Marietta? -y
trataba de bromear, aun sintiendo pena.
-No lo sé, madre -respondió él, siempre con aquel
tono contenido y amargo; entre tanto, se encaminaba a la puerta y había
recogido ya el gorro de pelo-, no lo sé, pero ahora me tengo que ir, ese está
ahí esperándome.
-¿Pero vuelves luego?, ¿vuelves? Dentro de dos
horas aquí, ¿verdad? Haré que vengan también el tío Giulio y la tía, figúrate
qué alegría para ellos también, intenta llegar un poco antes de que comamos…
-Madre -repitió el hijo como si la conjurase a no
decir nada más, a callar por caridad, a no aumentar la pena-. Ahora me tengo
que ir, ahí está ese esperándome, ya ha tenido demasiada paciencia-. Y la miró
fijamente…
Se acercó a la puerta; sus hermanos pequeños,
todavía divertidos, se apretaron contra él y Pietro levantó una punta de la
capa para saber cómo estaba vestido su hermano por debajo.
-¡Pietro! ¡Pietro! Estate quieto, ¿qué haces?,
¡déjalo en paz, Pietro! -gritó la madre temiendo que Giovanni se enfadase.
-¡No, no! -exclamó el soldado, advirtiendo el gesto
del muchacho. Pero ya era tarde. Los dos faldones de paño azul se habían
abierto un instante.
-¡Oh, Giovanni, vida mía!, ¿qué te han hecho?
-tartamudeó la madre hundiendo el rostro entre las manos-. Giovanni, ¡esto es
sangre!
-Tengo que irme, madre -repitió él por segunda vez
con desesperada firmeza-. Ya lo he hecho esperar bastante. Hasta luego, Anna;
hasta luego, Pietro; adiós, madre.
Estaba ya en la puerta. Salió como llevado por el
viento. Atravesó el huerto casi a la carrera, abrió el cancel, dos caballos
partieron al galope bajo el cielo gris, no hacia el pueblo, no, sino a través
de los prados, hacia el norte, en dirección a las montañas. Galopaban,
galopaban.
Entonces la madre por fin comprendió; un vacío
inmenso que nunca los siglos habrían bastado a colmar se abrió en su corazón.
Comprendió la historia de la capa, la tristeza del hijo y, sobre todo, quién
era el misterioso individuo que paseaba arriba y abajo por el camino esperando,
quién era aquel siniestro personaje tan paciente. Tan misericordioso y paciente
como para acompañar a Giovanni a su vieja casa (antes de llevárselo para
siempre), a fin de que pudiera saludar a su madre; de esperar tantos minutos detrás
del cancel, de pie, en medio del polvo, él, señor del mundo, como un pordiosero
hambriento.
FIN
“Il mantello”,
I sette messaggeri, 1942
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