Juan Carlos Onetti (Montevideo - Uruguay 1909 - 1994) |
Cruzó la avenida, en la pausa
del tráfico, y echó a andar por Florida. Le sacudió los hombros un
estremecimiento de frío, y de inmediato la resolución de ser más fuerte que el
aire viajero quitó las manos del refugio de los bolsillos, aumentó la curva del
pecho y elevó la cabeza, en una búsqueda divina en el cielo monótono. Podría
desafiar cualquier temperatura; podría vivir más allá abajo, más lejos de
Ushuaia.
Los labios estaban afinándose
en el mismo propósito que empequeñecía los ojos y cuadriculaba la mandíbula.
Obtuvo, primeramente, una
exagerada visión polar, sin chozas ni pingüinos; abajo, blanco con dos manchas
amarillas, y arriba el cielo, un cielo de quince minutos antes de la lluvia.
Luego: Alaska —Jack London—-,
las pieles espesas escamoteaban la anatomía de los hombres barbudos; las altas
botas los hacían muñecos incaíbles a pesar del humo azul de los largos
revólveres del capitán de Policía Montada y, al agacharse en un instintivo
agazapamiento, el vapor de su respiración falsificaba una aureola para el
sombrero hirsuto y las sucias barbas castañas. Tangas's hacía exposición de su
dentadura a orillas del Yukón; su mirada se extendía como un brazo fuerte para
sostener los troncos que viajaban río abajo. La espuma repetía: Tangas's es de
Sitka: Sitka, bella como un nombre de cortesana.
En Rivadavia un automóvil quiso
detenerlo; pero una maniobra enérgica lo dejó atrás, junto con un ciclista
cómplice. Como trofeos del fácil triunfo, llevó dos luces del coche al desolado
horizonte de Alaska. De manera que en mitad de la cuadra no tuvo mayor trabajo
para eludir el ambiente cálido que sostenían en el afiche los hombros potentes
de Clark Gable y las caderas de la Crawford; apenas si tuvo un impulso de subir
al entrecejo las rosas que mostraba la estrella de los ojos grandes en medio
del pecho. Tres noches o tres meses atrás había soñado con la mujer que tenía
rosas blancas en lugar de ojos. Pero el recuerdo del sueño fue apenas un
relámpago para su razón; el recuerdo resbaló rápido, con un esbozo de vuelo,
como la hoja que acaba de parir la rotativa, y se acomodó quieto debajo de las
otras imágenes que siguieron cayendo.
Instaló las luces robadas al
auto en el cielo que se copiaba en el Yukón, y la marca inglesa del coche hizo
resonar el aire seco de la noche nórdica con enérgicos What que no estaban encerrados en la cámara con sordina, sino que
estallaron como tiros en el azul frío que separaba los pinos gigantes, para
subir luego como cohetes hasta el blanco estelar de las Peñascosas.
Cuando Brughtton se agachó,
cubriendo con su cuerpo la enorme fogata, y él, Víctor Suaid, se irguió con el
Coroner listo para disparar, una mujer hizo brillar sus ojos y un crucifijo
entre la piel de su abrigo, tan cerca suyo que sus codos intimaron.
En el misterio de la espalda,
el chaleco de Suaid marcó dos profundos ecuadores al impulso de la aspiración
con que quiso incrustarse en el cerebro el perfume de la mujer y la mujer
misma, mezclada al frío seco de la calle.
Entre las dos corrientes de
personas que transitaban, la mujer fue pronto una mancha que subía y bajaba, de
la sombra a la luz de los negocios y nuevamente a la sombra. Pero quedó el
perfume en Suaid, aventando suave y definitivamente el paisaje de los hombres;
y de la costa del Yukón no quedó más que la nieve, una tira de nieve del ancho
de la calzada.
—Norteamérica compró Alaska a
Rusia en siete millones de dólares.
Años antes, este conocimiento
hubiera suavizado la estilográfica del mayor Astin en la clase de geografía.
Pero ahora no fue más que un pretexto para un nuevo ensueño.
Hizo crecer, a los lados de la
tira de nieve, dos filas de soldados a caballo. El, Alejandro Iván, Gran Duque,
marchaba entre los soldados, al lado de Nicolás II, limpiando a cada paso la
nieve de las botas con el borde de un úlster de pieles.
El Emperador caminaba
balanceándose, como aquel inglés, segundo jefe de tráfico del Central. Las
pequeñas botas brillaban al paso marcial, que ya era la única expresión posible
de su movilidad.
—Stalin suprimió la sequía en
el Volga.
—¡Alegría para los boteros,
Majestad!
El colmillo de oro del Zar le
confortó. Nada importaba nada —energía, energía—, los pectorales contraídos
bajo la comba de los cordones y la gran cruz, las viejas barbas de Verchenko el
conspirador.
Se detuvo en la Diagonal, donde
dormía el Boston Building bajo el cielo gris, frente a la playa de automóviles.
Naturalmente, María Eugenia se
puso en primer plano con el vuelo de sus faldas blancas.
Sólo una vez la había visto de
blanco; hacía años. Tan bien disfrazada de colegiala, que los dos puñetazos
simultáneos que daban los senos en la tela, al chocar con la pureza de la gran
moña negra, hacían de la niña una mujer madura, escéptica y cansada.
Tuvo miedo. La angustia comenzó
a subir en su pecho, en golpes cortos, hasta las cercanías de la garganta.
Encendió un cigarrillo y se apoyó en la pared.
Tenía las piernas engrilladas
de indiferencia y su atención se iba replegando, como el velamen del barco que
ancló.
Con el silencio del
cinematógrafo de su infancia, las letras de luz navegaban en los carriles del
anunciador: AYER EN BASILEA – SE CALCULAN EN MÁS DE DOS MIL LAS VÍCTIMAS.
Volvió la cabeza con rabia.
—¡Que revienten todos!
Sabía que María Eugenia venía.
Sabía que algo tendría que hacer y su corazón perdía totalmente el compás. Lo
desazonaba tener que inclinarse sobre aquel pensamiento; saber que, por más que
aturdiera su cerebro en todos los laberintos, mucho antes de echarse a
descansar encontraría a María Eugenia en una encrucijada.
Sin embargo, hizo
automáticamente un intento de fuga:
—Por un cigarrillo... iría
hasta el fin del mundo...
Veinte mil afiches proclamaron
su plagio en la ciudad. El hombre de peinado y dientes perfectos daba a las
gentes su mano roja, con el paquete mostrando — ¼ y ¾ — dos cigarrillos, como
cañones de destructor apuntando al aburrimiento de los transeúntes.
—... hasta el fin del mundo.
María Eugenia venía con su
traje blanco. Antes de que hicieran fisonomía los planos de la cara, entre las
vertientes de cabello negro, quiso parar el ataque. El nivel del miedo roncó
junto a las amígdalas:
—¡Hembra!
Desesperado, trepó hasta las
letras de luz que iban saliendo una a una, con suavidad de burbujas, de la
pared negra:
EL CORREDOR MC CORMICK BATIÓ EL
RÉCORD MUNDIAL DE VELOCIDAD EN AUTOMÓVIL
La esperanza le dio fuerzas
para desalojar de un solo golpe el humo, uniendo la o de la boca con el
paisaje.
DAD EN AUTOMÓVIL – HOY EN MIAMI
El chorro de humo escondió en
oportuno camuflaje el cutis áspero de la pared y el suelo cuadriculado, el
cuerpo quedó allí. El cigarrillo entre los dedos, anunciaba el suicidio con un
hilo lento de humo.
HOY EN MIAMI ALCANZANDO UNA
VELOCIDAD MEDIA
Sobre la arena de oro, entre
gritos enérgicos, Jack Ligett, el manager, pulía y repulía las piezas
brillantes del motor. El coche, con nombre de ave de cetrería, semejaba una
langosta gigante y negra, sosteniendo incansable, con dos patitas adicionales,
la hoja de afeitar de la proa.
Los retorcidos tubos de órgano,
a babor y estribor, dieron veinte y veinte detonaciones simultáneas una a una,
que se fueron en nubecillas lentas. Con el filo de las ruedas a la altura de
las orejas se inició la carrera. Cada estampido tenía resonancias de júbilo
dentro de su cráneo y la velocidad era el espacio entre las dos huellas,
convertido en una viborilla que danzaba en el vientre.
Miró el rostro de Mc Cormick,
piel oscura ajustada sobre huesos finos. Bajo el yelmo de cuero, tras las
antiparras grotescas, estaban duros de coraje los ojos y, en la sonrisa
sedienta de kilómetros que apenas le estiraba la boca, se filtró la orden
breve, condensada en un verbo en infinitivo.
Suaid se inclinó sobre la bomba
y empujó el coche a golpes. Golpeó hasta que el viento se hizo rugido, y en la
navegación las ruedas tocaban suavemente el suelo, que las despedía rápido,
como la ruleta a la bola de marfil. Golpeó hasta que sintió dolerle la
viborilla del vientre, fina y rígida como una aguja.
Pero la imagen era forzada, y
la inutilidad de este esfuerzo se patentizó, cierta, sin subterfugios posibles.
La fuga se apagó como bajo un
golpe de agua y Suaid quedó con la cara semihundida en el suelo, los brazos
accionando en movimientos precisos de semáforo.
—Esconderme...
Pero se puso debajo de sí
mismo, como si el suelo fuera un espejo y su último yo la imagen reflejada.
Miraba los ojos velados y la
tierra húmeda en la cuenca del izquierdo. La nariz apenas aplastada en la
punta, como la de los niños que miran tras las vidrieras, y los maxilares
tascando la lámina dura y lisa de la angustia. El escaso pelo rubio rayaba la
frente y la mancha de la barba en el cuello se iba haciendo violeta.
Cerró los ojos fuertemente y
trató de hundirse; pero las uñas resbalaron en el espejo. Vencido, aflojó el
cuerpo, entregándose, solo, en la esquina de la Diagonal.
Era el centro de un círculo de
serenidad que se dilataba borrando los edificios y las gentes.
Entonces se vio, pequeño y
solo, en medio de aquella quietud infinita que continuaba extendiéndose.
Dulcemente, recordó a Franck, el último de los soldados de pasta que rompiera;
en el recuerdo, el muñeco sólo tenía una pierna y la renegrida U de los bigotes
se destacaba bajo la mirada lejana.
Se miraba desde montones de
metros de altura, observando con simpatía el corte familiar de los hombros, el
hueco de la nuca y la oreja izquierda aplastada por el sombrero.
Lentamente desabrochóse el
saco, estiró las puntas del chaleco y volvió a deslizar los botones en los
tajos de los ojales. Terminada la despaciosa operación, se quedó triste y
sereno, con María Eugenia metida en el pecho.
Ahora caían las costras de
indiferencia que protegieran su inquietud y el mundo exterior comenzaba a
llegar hasta él.
Sin necesidad de pensarlo,
inició el retroceso por Florida. La calle, desierta de ensueños, había perdido
la dentadura de Tangas s y la barba rubia de Su Majestad Imperial.
La claridad de los escaparates
y las grandes luces colgadas en la esquinas daban ambiente de intimidad a la
estrecha calzada. Se le antojó un salón del siglo anterior, tan exquisito que
los hombres no necesitaban quitarse el sombrero.
Apuró el paso y quiso borrar un
sentimiento indefinido, con algo de debilidad y ternura, que sentía insinuarse.
Con una ametralladora en cada
bocacalle se barría toda esa morralla.
Era la hora del anochecer en
todo el mundo.
En la Puerta del Sol, en Regent
Street, en el Boulevard Montmartre, en Broadway, en Unter den Linden, en todos
los sitios más concurridos de todas las ciudades, las multitudes se apretaban,
iguales a las de ayer y a las de mañana. ¡Mañana! Suaid sonrió, con aire de
misterio.
Las ametralladoras se disimulaban
en las terrazas, en los puestos de periódicos, en las canastas de flores, en
las azoteas. Las había de todos los tamaños y todas estaban limpias, con una
raya de luz fría y alegre en los cañones pulidos.
Owen fumaba echado en el
sillón. La ventana hacía pasar por debajo del ángulo que formaban sus piernas
los guiños de los primeros avisos luminosos, los ruidos amortiguados de la
ciudad que se aquietaba y la lividez del cielo.
Suaid, junto al transmisor
telegráfico, acechaba el paso de los segundos con una sonrisa maligna. Más que
las detonaciones de las ametralladoras, esperaba que el momento decisivo
agitaría los músculos faciales de Owen, transparentándose emociones tras la
córnea de los ojos claros.
El inglés siguió fumando, hasta
que un chasquido del reloj anunció que el pequeño martillo se levantaba para
dar el primer golpe de aquella serie de siete, que se iban a multiplicar, en
forma inesperada y millonaria, bajo las campanas de todos los cielos de
Occidente.
Owen se incorporó y tiró el
cigarrillo.
—Ya.
Suaid caminaba, estremecido de
alegría nerviosa. Nadie sabía en Florida lo extrañamente literaria que era su
emoción. Las altas mujeres y el portero del Grand ignoraban igualmente la
polifurcación que tomaba en su cerebro el «Ya» de Owen. Porque «Ya» podía ser
español o alemán; y de aquí surgían caminos impensados, caminos donde la
incomprensible figura de Owen se partía en mil formas distintas, muchas de
ellas antagónicas.
Ante el tráfico de la avenida,
quiso que las ametralladoras cantaran velozmente, entre pelotas de humo, su
rosario de cuentas alargadas.
Pero no lo consiguió y volvióse
a contemplar Florida.
Se encontraba cansado y calmo,
como si hubiera llorado mucho tiempo. Mansamente, con una sonrisa agradecida
para María Eugenia, se fue hacia los cristales y las luces policromas que
techaban la calle con su pulsar rítmico.
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