Poeta: Gonzalo Rojas
I
De pronto sales tú con tu llama y tu
voz
y eres blanca y flexible, y estás ahí
mirándome,
y te quiero apartar, y estás ahí
mirándome,
y somos inocentes, y la marea roja
me besa con tus labios, y es invierno,
y estoy
en un puerto contigo, y es de noche.
Y no hay sábanas donde
dormir, y no hay, y no hay
sol en ninguna parte, y no hay
estrella alguna
que arrancar a los cielos, y perdidos
no sabemos qué pasa, por qué la
desnudez
nos devora, por qué la tempestad
llora como una loca, aunque nadie la
escucha.
Y ahora, justo
ahora que eres clara —permite—,
que te deseo, que me seduce tu voz
con su filtro profundo, permíteme
juntar
mi beso con tu beso, permíteme tocarte
como el sol, y morirme.
Tocarte, unirte al día que soy,
arrebatarte
hasta los altos cielos del amor, a
esas cumbres
donde un día fui rey, llevarte al
viento libre de la aurora,
volar, volar diez mil, diez mil años
contigo,
solamente un minuto, pero seguir
volando.
II
Son las cuatro, y la Muerte —esta casa
es la muerte—
ya sube por mis venas, la asfixia
golpea a mi ventana. Es la hora. Aquí
estoy
esperándote en pie. Yo soy el
caballero
que buscas. No vaciles. Es mi hora.
No tiemblo, aquí me tienes, pero dame
un minuto
de gracia, déjame
que la aurora le lleve mi beso y, con
mi beso,
una espina de sangre a su boca, el
color
de mi alma a su hermosura
para que se alimente de mí, y esto que
soy
purifique sus labios más que el carbón
ardiendo
y pos sus labios salgan mis llamas
cada día.
Mírala. Es cosa frágil pero yo la
elegí
entre todas las hijas de mujer, como
Dios
a su estrella más pura, para que arda
en el viento
de mi gran desamparo. No parece
dormir.
Ni respirar apenas. Ni estar triste.
Son las cuatro. Es la hora. Dile, oh
Muerte, mi adiós.
Es la que amo: mi espiga delgada y
olorosa.
Su pelo negro crece como un árbol. El
mar
abre una playa entre sus pechos. Mira
lo que pasa debajo de sus ojos: el
tren
la lleva por un bosque veloz. Está
llorando,
porque no voy con ella.
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