Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

El Aullido de Allen Ginsberg



Allen Ginsberg (



Para Carl Solomon

I

He visto las mejores mentes de mi generación
destruidas por la locura, histéricas, famélicas,
desnudas, arrastrándose de madrugada por
las calles de los negros en busca de un colérico
pinchazo, cabezas de ángeles hipsters ardiendo
por la antigua y celestial conexión al estrellado
dínamo de la maquinaria nocturna,

los que pobres y harapientos y ojerosos
y drogados pasaron la noche fumando en la
oscuridad sobrenatural de los departamentos
sin agua caliente, flotando sobre las cimas
de las ciudades contemplando el jazz,
los que desnudaron sus cabezas ante el cielo bajo
el tren elevado y vieron ángeles mahometanos
tambaleándose sobre los techos iluminados,

los que pasaron por las universidades con radiantes
ojos tranquilos, alucinando Arkansas y tragedias
en la luz de Blake entre los maestros de la guerra,

los que fueron expulsados de las academias
por locos y por publicar odas obscenas
en las ventanas de la calavera,

los que se acurrucaron en calzoncillos
en habitaciones sin afeitar, quemando
su dinero en papeleros y escuchando
el Terror a través de las paredes,

los que fueron arrastrados por sus barbas
púbicas al regresar de Laredo con un
cinturón de marihuana para Nueva York,

los que comieron fuego en hoteles de mala muerte
o bebieron trementina en Paradise Alley, muertos,
o sometieron sus torsos a un purgatorio noche
tras noche, con sueños, con drogas, con pesadillas
que despiertan, alcohol y verga e infinitas bolas;
incomparables callejones de temblorosas nubes
y relámpagos en el cerebro, saltando hacia los
polos de Canadá y Paterson, iluminando todo el
mundo inmóvil del intertiempo entre las solideces
de peyote, amaneceres de cementerio y de árbol
verde en el patio trasero, borrachera de vino
sobre los tejados, barrios de vidrieras y paseos
drogados, luz de tráfico parpadeante, vibraciones
de sol, de luna y de árbol en los rugientes
atardeceres invernales de Brooklyn, desvarios
de cenicero y bondadosa luz reina de la mente,

los que se encadenaron a los ferrocarriles
subterráneos para el interminable trayecto
desde Battery al sagrado Bronx, colgados en
benzedrina hasta que el ruido de las ruedas y de
los niños los hizo caer temblando con la boca
desvencijada y golpeados en el cerebro hasta
el vacío bajo la lúgubre luz del zoológico,

los que se hundieron toda la noche en la
submarina luz de Bickford, salían flotando y se
sentaban a lo largo de tardes de cerveza rancia
en el desolado Fugazzi’s, escuchando el crujir
del Apocalipsis en el wurlitzer de hidrógeno,

los que hablaron setenta horas sin parar yendo
y viniendo del parque al departamento al bar
a Bellevue al museo al puente de Brooklyn,
batallón perdido de conversadores platónicos
saltando desde las barandas de escaleras de
incendio desde las ventanas desde el Empire State
desde la luna; parloteando gritando vomitando
susurrando hechos y recuerdos y anécdotas y
excitaciones oculares y shocks de hospitales y
cárceles y guerras, intelectos enteros vomitados
en el ejercicio total de la memoria por siete
días con sus noches, con ojos brillantes, carne
para la sinagoga arrojada al pavimento,

los que se desvanecieron en la nada zen de Nueva
Jersey dejando tan solo un rastro de ambiguas
tarjetas postales del Atlantic City Hall, sufriendo
sudores orientales y crujidos de huesos tangerinos y
migrañas de China con síndrome de abstinencia
en una pobremente amoblada habitación de Newark,

los que vagaron por aquí y por allá a medianoche
en los patios de ferrocarriles preguntándose
adonde ir, y se fueron sin que a nadie le importara,

los que encendieron cigarrillos en carros
de carga carros de carga carros de carga
haciendo ruido a través de la nieve hacia
granjas solitarias en la abuela noche,

los que estudiaron a Plotino Poe San Juan de
la Cruz telepatía y cábala porque el cosmos
vibraba instintivamente a sus pies en Kansas,

los que vagaron solitarios por las calles de
Idaho en busca de ángeles indios visionarios
que fueran ángeles indios visionarios,

los que pensaron que tan sólo estaban locos cuando
Baltimore refulgió en un éxtasis sobrenatural,
los que subieron en limusinas con el chino de
Oklahoma impulsados por una lluvia de pueblo
chico, luz de callejón en la medianoche invernal,

los que vagaron por Houston hambrientos
y solitarios en busca de jazz o de sexo o de
sopa, y siguieron al brillante español para
conversar sobre América y la Eternidad, tarea
vana, y así embarcaron rumbo a África,

los que desaparecieron en los volcanes de
México sin dejar nada atrás, solo la sombra
de unos jeans y la lava y la ceniza de la poesía
esparcida en la chimenea que es Chicago,

los que reaparecieron en la costa oeste
investigando al FBI, con barba y pantalones cortos,
con grandes ojos pacifistas, sensuales en su piel
morena, repartiendo incomprensibles panfletos,

los que se quemaron los brazos con
cigarrillos protestando por la narcótica
neblina del tabaco del capitalismo,

los que distribuyeron panfletos supercomunistas
en Union Square sollozando y desnudándose
mientras las sirenas de Los Álamos los
perseguían y aullaban por Wall Street,
y el ferry de Staten Island también aullaba,

los que se derrumbaron llorando en blancos
gimnasios desnudos y temblorosos ante
la maquinaria de otros esqueletos,

los que mordieron detectives en el cuello
y chillaron con deleite en autos de policía
sin cometer más crimen que su propia y
salvaje pederastia e intoxicación,

los que aullaron de rodillas en el metro y fueron
arrastrados por los tejados enarbolando genitales
y manuscritos,

los que se dejaron follar por el culo por santos
motociclistas, y gritaban de gozo, que mamaron y
fueron mamados por esos serafines humanos, los
marineros, caricias de amor Atlántico y Caribe,

los que follaron en la mañana en las tardes
en rosales y en el pasto de parques públicos y
cementerios repartiendo su semen libremente
a quien quisiera, viniera quien viniera,

los que hiparon interminablemente tratando
de reír pero terminaron llorando tras la cortina
de un baño turco cuando el blanco y desnudo
ángel vino para atravesarlos con su espada,

los que perdieron sus efebos por las tres viejas
arpías del destino: la arpía tuerta del dólar
heterosexual, la arpía tuerta que guiña el ojo
fuera del vientre, y la arpía tuerta que no hace
más que sentarse en su culo y cortar las doradas
hebras intelectuales del telar del maestro,

los que copularon extáticos e insaciados con una
botella de cerveza al lado, una amante, un paquete
de cigarrillos, una vela, y se cayeron de la cama
y continuaron por el suelo, pasillo adelante, y
terminaron desmayándose contra la pared con
una visión del coño supremo y la eyaculación
eludiendo el último hálito de la conciencia,

los que endulzaron los coños de un millón
de muchachas estremeciéndose en el
crepúsculo, y en la mañana tenían los ojos
rojos pero estaban listos para endulzar el
coño del amanecer, resplandecientes nalgas
en graneros y desnudos en el lago,

los que salieron de putas por Colorado en miríadas
de autos robados por una noche; N. C. héroe secreto
de estos poemas, follador y Adonis de Denver,
regocijémonos con el recuerdo de innumerables
jodiendas de muchachas en solares vacíos y patios
traseros de restaurantes, en desvencijados asientos
de cines, en cimas de montañas, en cuevas, o con
demacradas camareras en familiares y solitarios
levantamientos de enaguas, y especialmente
secretos solipsismos en baños de gasolineras
y también en callejones de la ciudad natal,

los que se desvanecieron en vastas y sórdidas
películas, eran cambiados en sueños,
despertaban en un súbito Manhattan y se
levantaban en los sótanos con resacas de
despiadado Tokai y horrores de sueños de
hierro de la Tercera Avenida y se fueron
tambaleando hacia las oficinas de desempleo,

los que caminaron toda la noche con los
zapatos llenos de sangre sobre montones
de nieve en los muelles, esperando que una
puerta se abriera en el East River hacia una
habitación llena de vapor caliente y de opio,

los que crearon grandes dramas suicidas
en los farellones de los departamentos a la orilla
escarpada del Hudson bajo el foco azul de la
luna como reflector de guerra, y sus cabezas
serán coronadas de laurel en el olvido,

los que comieron el estofado de cordero de
la imaginación o digirieron el cangrejo en
el lodoso fondo de los ríos de Bowery,
los que lloraron ante el romance de las calles con
sus carritos llenos de cebollas y mala música,

los que se sentaron sobre cajas respirando en
la oscuridad bajo el puente y se levantaron
para construir clavicordios en sus altillos,

los que tosieron en el sexto piso de Harlem
coronados de fuego bajo el cielo tuberculoso,
rodeados por las cajas de naranjas de la teología,

los que escribieron frenéticos toda la noche,
rocking and rolling hasta la madrugada, sobre
sublimes encantamientos que en la amarilla
mañana resultaban ser jerigonza en verso,

los que cocinaron animales podridos,
pulmón corazón patas rabo, soñando
con el puro reino vegetal,
los que se arrojaron bajo camiones
de carne en busca de un huevo,

los que tiraron sus relojes desde el techo
para emitir su voto por una eternidad fuera
del tiempo, y cayeron despertadores en las
cabezas día a día por más de una década,

los que cortaron sus muñecas tres veces
sucesivamente sin éxito, desistieron y fueron
forzados a abrir tiendas de antigüedades donde
pensaron que estaban envejeciendo y lloraron,

los que fueron quemados vivos en sus inocentes
trajes de franela en Madison Avenue entre
explosiones de plúmbeos versos y el enlatado
estruendo de los férreos regimientos de la moda
y los gritos de nitroglicerina de los maricones
de la publicidad y el gas mostaza de editores
siniestramente inteligentes, o fueron atropellados
por los ebrios taxis de la realidad absoluta,

los que saltaron del puente de Brooklyn —esto
en verdad sucedió—y se alejaron caminando
desconocidos y olvidados hacia la fantasmal
neblina de los callejones de sopa y carros de
bomberos del Barrio Chino, ni siquiera
una cerveza gratis,

los que cantaron desesperados desde sus ventanas,
se cayeron por la ventanilla del metro, saltaron
al sucio Passaic, se abalanzaron sobre negros,
lloraron por toda la calle, bailaron descalzos
sobre vasos de vino rotos y destrozados discos de
nostálgico jazz europeo alemán de los años 30,
se bebieron todo el whisky y vomitaron gimiendo en
el sangriento escusado, con lamentos y el colosal
estruendo de silbatos a vapor en sus oídos,

los que se lanzaron por las autopistas del
pasado viajando hacia la soledad carcelaria
de su Gólgota automovilístico o a la
encarnación del jazz en Birmingham,

los que condujeron a través del campo por 72
horas para averiguar si yo había tenido
una visión o si tú habías tenido una visión o si él
había tenido una visión para conocer la eternidad,
los que viajaron a Denver, los que murieron en
Denver, los que volvieron a Denver y esperaron
en vano; los que velaron en Denver y meditaron
y anduvieron solos en Denver y finalmente se
fueron lejos para conocer el tiempo, y ahora
Denver siente nostalgia de sus héroes,

los que cayeron de rodillas en desesperanzadas
catedrales rezando por la salvación de cada
uno y por su luz y por sus pechos, hasta que al
alma se le iluminó el cabello por un segundo,

los que chocaron a través de su mente en la
cárcel esperando a imposibles criminales de
cabeza dorada y el encanto de la realidad en sus
corazones que cantaban dulces blues a Alcatraz,

los que se retiraron a México a perfeccionar
una costumbre, o a Rocky Mount hacia el
tierno Buda, o a Tánger en busca de muchachos,
o a la Southern Pacific hacia la negra
locomotora, o al Narciso de Harvard hacia
la guirnalda de margaritas, o a la tumba,
los que exigieron juicios de cordura acusando a
la radio de hipnotismo y fueron abandonados
con su locura y sus manos y un jurado indeciso,

los que tiraron ensalada de papas a los
conferenciantes de la CCNY sobre dadaísmo y
subsiguientemente se presentaron en los escalones
de granito del manicomio con las cabezas afeitadas
y un arlequinesco discurso sobre el suicidio,
exigiendo una inmediata lobotomía,
y recibieron a cambio el concreto vacío
de la insulina metrazol electricidad
hidroterapia psicoterapia terapia
ocupacional ping pong y amnesia,

los que en seria protesta volcaron tan sólo una
simbólica mesa de ping pong, descansando
brevemente en la catatonia, volviendo años
más tarde realmente calvos excepto por una
peluca de sangre y lágrimas y dedos, a la
visible condenación del loco en los barrios
locos de las locas ciudades del este,
los fétidos salones de Pilgrim State, Rockland
y Greystones, discutiendo con los ecos del
alma, balanceándose y rodando en la banca de
la soledad de medianoche, reinos dolmen del
amor, sueño de la vida, una pesadilla, cuerpos
convertidos en piedra tan pesada como la luna,

finalmente... con la madre[1], y el último libro
fantástico arrojado por la ventana de la habitación,
y la última puerta cerrada a las 4 AM, y el último
teléfono golpeado contra la pared como única
respuesta, y el último cuarto vaciado hasta de
su última pieza de amoblado mental, un papel
amarillo se erguía retorcido en un colgador de
alambre en el armario, e incluso eso imaginario,
nada sino una esperanzada gota de alucinación—
ah, Cari, mientras tú no estés a salvo yo no estoy
a salvo, y ahora estás realmente sumergido
en la total sopa animal del tiempo—

y que por lo tanto corrían a través de las
heladas calles obsesionados por una súbita
inspiración sobre la alquimia, el uso de la elipse,
el catálogo de la medida y el plano vibratorio,

los que soñaron e hicieron aberturas encarnadas
en el tiempo y el espacio a través de imágenes
yuxtapuestas, y atraparon al arcángel del alma
entre dos imágenes visuales y unieron los verbos
elementales y pusieron el sustantivo y el guion de
la conciencia saltando juntos, con una sensación
de Pater Omnipotens Aeterna Deus, para recrear
la sintaxis y la métrica de la pobre prosa humana
y pararse frente a ti mudos e inteligentes y
temblorosos de vergüenza, rechazados y no obstante
confesando el alma para conformarse al ritmo
del pensamiento en su desnuda y eterna cabeza,

el loco vagabundo y el ángel beat laten al unísono en
el tiempo, desconocidos y no obstante escribiendo
aquí lo que podría quedar por decir hasta después
de la muerte, y se alzaron reencarnados en las
fantasmales vestiduras del jazz en la sombra del
cuerno dorado de la banda y soplaron el sufrimiento
de la mente desnuda de América por el amor en un
llanto de saxofón eli eli lamma lamma sabachtani
que hizo estremecer las ciudades hasta la última
radio, con el corazón absoluto del poema de la vida
sanguinariamente arrancado de sus cuerpos para
que se lo coman, para que se lo coman, para que
se lo coman y lo sigan comiendo por mil años.


II

¿Qué esfinge de cemento y aluminio les partió el
cráneo y les devoró el cerebro y la imaginación?

¡Moloch[2] ¡Soledad! ¡Podredumbre! ¡Fealdad!
¡Ceniceros y dólares inalcanzables! ¡Niños gritando
bajo las escaleras! ¡Muchachos sollozando
en los ejércitos! ¡Ancianos llorando en los parques!

¡Moloch! ¡Moloch! ¡Pesadilla de Moloch!
¡Moloch el sin amor! ¡Moloch mental!
¡Moloch el pesado juez de los hombres!

¡Moloch la prisión incomprensible! ¡Moloch
la desalmada cárcel de las tibias cruzadas,
congreso de pesares! ¡Moloch cuyos edificios
son condenas! ¡Moloch la vasta piedra de la
guerra! ¡Moloch los pasmados gobiernos!

¡Moloch cuya mente es pura maquinaria!
¡Moloch cuya sangre es un torrente de dinero!
¡Moloch cuyos dedos son diez ejércitos!
¡Moloch cuyo pecho es un dínamo caníbal!
¡Moloch cuya oreja es una tumba humeante!

¡Moloch cuyos ojos son mil ventanas ciegas!
¡Moloch cuyos rascacielos se yerguen en las largas
calles como inacabables Jehovás! ¡Moloch cuyas
fábricas sueñan y croan en la niebla! ¡Moloch
cuyas chimeneas y antenas coronan las ciudades!

¡Moloch cuyo amor es eterno aceite y piedra!
¡Moloch cuya alma es electricidad y bancos!
¡Moloch cuya pobreza es el espectro del genio!
¡Moloch cuyo destino es una nube de hidrógeno
asexuado! ¡Moloch cuyo nombre es la mente!

¡Moloch en quien me siento solitario!
¡Moloch en quien veo ángeles en sueños!
¡Loco en Moloch! ¡Chupa vergas en Moloch!
¡Sin amor y sin hombre en Moloch!

¡Moloch quien entró temprano en mi alma!
¡Moloch en quien soy una conciencia sin un
cuerpo! ¡Moloch quien me arrancó de mi éxtasis
natural! ¡Moloch a quien abandono! ¡Despertar
en Moloch! ¡Torrente de luz del cielo!

¡Moloch! ¡Moloch! ¡Departamentos mecánicos!
¡Suburbios invisibles! ¡Tesorerías esqueléticas!
¡Capitales ciegas! ¡Industrias demoníacas!
¡Naciones espectrales! ¡Invencibles manicomios!
¡Vergas de granito! ¡Bombas monstruosas!

¡Rompieron sus espaldas levantando a Moloch hasta
el cielo! ¡Pavimentos, árboles, radios, toneladas!
¡Levantando la ciudad al cielo que existe y nos rodea
completamente! ¡Visiones! ¡Presagios! ¡Alucinaciones!
¡Milagros! ¡Éxtasis! ¡Arrastrados por el río americano!

¡Sueños! ¡Adoraciones! ¡Iluminaciones! ¡Religiones!
¡Todo el cargamento de sensitiva mierda!

¡Progresos! ¡Al río! ¡Giros y crucifixiones!
¡Arrastrados por la corriente! ¡Epifanías!
¡Desesperaciones! ¡Diez años de gritos animales
y suicidios! ¡Mentes! ¡Nuevos amores! ¡Loca
generación! ¡Abajo sobre las rocas del tiempo!

¡Auténtica risa santa en el río! ¡Ellos lo
vieron todo! ¡Los ojos salvajes! ¡Los santos
gritos! ¡Dijeron hasta luego! ¡Saltaron del
techo! ¡Hacia la soledad! ¡Despidiéndose!
¡Llevando flores! ¡Hacia el río! ¡Por la calle!

III

¡Cari Solomon! Estoy contigo en Rockland

donde tú estás más loco que yo

Estoy contigo en Rockland

donde te sentirás muy extraño

Estoy contigo en Rockland

donde imitas la sombra de mi madre

Estoy contigo en Rockland

donde asesinaste a tus doce secretarias

Estoy contigo en Rockland

donde te ríes de este humor invisible

Estoy contigo en Rockland

donde somos dos grandes escritores en la
misma horrorosa máquina de escribir

Estoy contigo en Rockland

donde tu condición se agrava y
se anuncia por la radio

Estoy contigo en Rockland

donde las facultades de la calavera no
admiten más a los gusanos de los sentidos

Estoy contigo en Rockland

donde bebes el té de los pechos
de las solteronas de Utica

Estoy contigo en Rockland

donde te burlas de los cuerpos de tus
enfermeras, las arpías del Bronx.

Estoy contigo en Rockland

donde gritas en una camisa de fuerza que estás
perdiendo el juego del verdadero ping pong
del abismo

Estoy contigo en Rockland

donde golpeas el piano catatónico gritando que
el alma es inocente e inmortal y que nadie jamás
debería morir sin dios en una casa de locos armada.

Estoy contigo en Rockland

donde ni cincuenta shocks más te
devolverían al cuerpo el alma de su
peregrinación a una cruz en el vacío

Estoy contigo en Rockland

donde acusas a tus doctores de locura y
planeas la revolución socialista hebrea
contra el Gólgota nacional fascista.

Estoy contigo en Rockland

donde abres los cielos de Long Island y
resucitas a tu Jesús humano y viviente
de la tumba sobrehumana

Estoy contigo en Rockland

donde hay veinticinco mil camaradas locos juntos
cantando las estrofas finales de la Internacional.

Estoy contigo en Rockland

donde abrazamos y besamos a los Estados Unidos
bajo nuestras sábanas; los Estados Unidos que
tosen toda la noche y no nos dejan dormir.

Estoy contigo en Rockland

donde despertamos del coma electrificados por
el rugir de los aeroplanos de nuestras propias
almas sobre el tejado, ellos han venido para
lanzar bombas angelicales, el hospital se ilumina
a sí mismo, colapsan muros imaginarios. ¡Oh,
escuálidas legiones corren afuera! ¡Oh, estrellado
shock de compasión, la guerra eterna está aquí!
¡Oh, victoria, olvida tu ropa interior... somos libres!

Estoy contigo en Rockland...

En mis sueños vienes goteando de un viaje
por el mar sobre las carreteras a través
de América, llorando hasta la puerta de
mi cabaña en la noche del oeste.


[1] Se dice que Ginsberg dejó los puntos suspensivos en lugar de “fuc­ked” (expresión vulgar para aludir a la cópula) como una censura simbólica en recuerdo del proceso judicial por el cual la segunda edición de 3 mil ejemplares, en mayo de 1957, fue retirada de las librerías tras ser declarada obscena por la fiscalía, que declaró: “las palabras y el sentido de la escritura es obsceno” y “usted no querría que sus hijos se cruzaran con esto”. El 21 de mayo de 1957 el poeta Lawrence Ferlinghetti fue arrestado bajo el cargo de “conscientemente publicar y vender material indecente”. El 2 de octubre del mismo año, la restricción sobre el libro fue levantada y Ferlinghetti fue declarado inocente.
[2] Moloch, en la mitología de algunos pueblos originarios del oeste de Estados Unidos, representa a un espíritu enemigo de los seres humanos y es quien causa las enfermedades, la muerte y todo lo que provoca dolor y sufrimiento a la humanidad. Los miembros de la generación beat utilizaban la expresión “encontrar a Mo­loch” para referirse a un “mal viaje" con alguna de la drogas que solían emplear.

1 comentario:

  1. "Nadie jamás debería morir sin Dios en una casa de locos armada"... ni en ningún otro lugar.

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”