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Renato Tinajero (México, 1976) |
Renato Tinajero
Poemas de
Fábulas e Historias de Estrategias
(2 Blancas: Caballo a tres Alfil de Rey)
Este viento que hace ondear sus largas crines,
¿es viento solo, o las palabras de un lenguaje
que no podemos todavía descifrar?
Un aire espeso, que casi puede tocarse,
respiramos. Aire cálido y antiguo,
como sentarse junto al fuego,
o más, como sentir íntimo el fuego,
fiebre que trepa de los pulmones al ramaje de los brazos
y nos pone así de pie. Y lo tocamos.
Y en el acto, a un tiempo, nos volvemos
graves y oscuros como enigma
y, como su respuesta, breves, alados, anchurosos.
Caballo que invita a ser montado. En la altura de su lomo
nos será concedido atisbar otro horizonte, otros caballos
más perfectos, que pasean por la dehesa
sus músculos de mármol. Está ya por nacer
(con los dedos se cuentan los minutos)
el caballo que es todos los caballos.
Peón blanco contra Alfil negro
Nombramos pan al pan. Polvo a los muertos.
Un hacha en el bosque siega un tronco, un cuello
o nada siega. El ave canta o calla.
Tenaz el espejo nos predice,
intuye nuestro ser y lo duplica.
Antes del invierno fue el otoño.
Nada edifica el viento
ni nada con las solas palabras se construye.
No hay voluntad que venza al mecanismo
de las causas y los hechos.
Un peón, un alfil, se enfrentan en el campo
y no se enfrentan. Lo que juegan es reflejo de lejanos dioses
que jugaron una vez para los siglos.
La suma fue y la resta del eterno ábaco.
No se gana vino de las rocas
ni se obtiene la miel de manantiales.
Antes de que caiga la montaña
se consumirán uno por uno los milenios.
La voluntad no añade una hora al día.
Al rey glorioso su fuerza no le sirve
para vestir como los lirios.
Y la necesidad, la perra hambrienta,
los huesos, ay, constante lame, y la carne de los hombres.
Alfil blanco de Rey
Me habitan coordenadas, letras números
que marcan mi posición en el tablero.
Antaño a mi Rey guardaba el flanco, y a salvo en sus murallas
gozaba día y noche el real banquete.
Vigías erizaban las almenas.
¿Cómo ahora están rodeándome
colmillos afilados? Gravitan en el cielo
constelaciones inéditas: un halcón, un elefante,
un río de cieno. No comprendo sus augurios.
Me atenaza la sed, pero no es mía.
Siento ajena esta carne. En un extraño idioma
se pronuncian mis palabras.
Me parece que en otro tiempo sucedemos o estamos sucediendo
sólo en sueños. Esos que llamamos enemigos,
¿en otro sitio también así se nombran?
Cuando torres y caballos quiebren nuestras filas
y encuentren sus espadas nuestros cuello,
¿encontraremos verdadera muerte?
¿El fin del sueño nos espera en el lecho de la concubina?
¿O un silencio inflexible nos aguarda,
el embudo en que se vierten moléculas y soles,
el universo entero, pieza a pieza, despeñándose?
Poema de Fábulas de caballos
El relincho del caballo, su lenguaje.
El salto providente con que enuncia
una justa verdad y un sol completo.
¿Qué rara y leve paja lo alimenta?
¿Qué dignas manos tocarán su lomo?
¿En qué lenguaje humano lo llamamos, qué palabra
a la altura de su especie?
Dorados valles y planicies anchas
donde se mira lo cierto sin buscarlo,
sin desearlo siquiera, como un fantasma nítido
que se aparece en el fondo del pasillo.
Como una luz que se derrama al cabalgar
toda desnuda en el ecuestre lomo. Como una higuera
que nace, reverdece y echa fruto
en medio y a pesar de la profunda nieve.
Torre sur
Una corza tocada por la flecha es sólo eso:
ni corza, ni flecha, ni metáfora
de la muerte y su sudor helado.
Tan sólo la coincidencia
del corazón y del filo que lo cruza.
Tan sólo la coincidencia
de impasibles dioses que no miran a la corza
por mirar el punto fijo
que en el cosmos rompe el dique hacia la nada.
La eternidad es así: un árbol increado
donde la discordia cosecha áridos frutos.
La victoria es incierta. Se gana, ¿sobre qué?
La derrota es transitoria. Se pierde, ¿ante quién?
Nos queda una torre sola, quebrando el horizonte,
alta, sí, que se la ve del otro lado del tablero.
Una torre sola para contener la eternidad antes que escape
hacia un destino de vertida arena.
En lo alto de la torre, Arquímedes prepara el betún de las antorchas
y calcula las distancias, los esfuerzos.
Y una hierba impensada echa raíz en el hueco de una almena,
ignorada por todos. Pero erguida. Incluso satisfecha.
Habla el Rey Negro
Como polilla
al vuelo en busca de la lámpara
encendida,
oh hermanos en la fe serena
de la ciencia,
alabemos la dureza mineral
y la intención evidente de los astros.
Y las manos de arena que se anudan
a la íntima razón de lo silvestre.
El cazador eterno
en pos de las águilas celestes
van dejando
un rastro en la corteza
de la Tierra,
y en la fachada de todos los planetas
se clavan como flechas las diarias ecuaciones.
Y las manos de arena que se abren
al soplo exacto de todo lo que viene.
A todos se parece
la materia. A los rostros de amigos
y de hermanos,
al canto inspirado
de las algas
al retrato en tonos sepia de lo efímero
y el matorral en lo agreste de la nieve.
Y las manos de arena que se inclinan
a moldear el espinazo de un delfín.
El picaporte
hallado a tientas en la selva amarga
hemos girado
y en el acto se abre paso
lo invariable
como la simple dicha en el vuelo de la abeja,
como la dicha simple en el rostro de la novia.
Y las manos de arena que disponen
cubiertos y mantel para el banquete.
Porque en lo frágil
por fin, nuestra cabeza coronada encuentra
su descanso,
y una almohada precisa
la recibe.
Almohadón de serrín para las canas sucias.
Cama de hierba para tender cuan largos son los viejos huesos.
Con la voz silenciada de la escarcha.
Y las manos debajo de la sien como un gazapo
de constante yeso.
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