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Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Sor Juana Inés de la Cruz Por Octavio Paz



 
Sor Juana Inés de la Cruz

SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ
Por Octavio Paz
Tomado de: Las Peras del Olmo

En 1690 Manuel Fernández de Santa Cruz, obispo de Puebla, publica la crítica de Sor Juana Inés al famoso ser­món del jesuíta Antonio de Vieyra sobre «las finezas de Cristo». La Carta Athenagórica es el único escrito teológi­co de Sor Juana; o, al menos, el único que ha llegado hasta nosotros. Escrita por encargo y «con más repugnancia que otra cosa, así por ser de cosas sagradas, a quienes tengan reverente temor, como por parecer querer impugnar, a lo que tenga aversión natural», la Carta tuvo inmediata reso­nancia. Era insólito que una monja mexicana se atreviese a criticar, con tanto rigor como osadía intelectual, al céle­bre confesor de Cristina de Suecia. Pero si la crítica a Viey­ra produjo asombro, la singular opinión de la poetisa acer­ca de los favores divinos debe haber turbado a aquellos mismos que la admiraban. Sor Juana Sostenía que los ma­yores beneficios de Dios son negativos: «premiar es bene­ficio, castigar es beneficio y suspender los beneficios es el mayor beneficio y el no hacer finezas la mayor fineza». En una monja amante de la poesía y de la ciencia, más preocu­pada por el saber que por el salvarse, esta idea corría el riesgo de ser juzgada como algo más que una sutileza teoló­gica: si el mayor favor divino era la indiferencia, ¿no cre­cía demasiado la esfera del libre albedrío?

El obispo de Puebla, editor y amigo de la monja, no oculta su desacuerdo. Con el seudónimo de Sor Filotea de la Cruz, declara en la misiva que precede a la Carta Athe­nagórica: «Aunque la discreción de Ud. las llama finezas (a los beneficios negativos), yo las tengo por castigos.» En efecto, para un cristiano no hay vida fuera de la gracia y la libertad misma es su reflejo. El prelado no se contentó, por lo demás, con mostrar su inconformidad ante la teología de Sor Juana, sino que ante sus aficiones intelectuales y literarias manifiesta una reprobación aún más decidida y tajan­te: «no pretendo que Vmd. mude de genio, renunciando a los libros, sino que lo mejore leyendo el de Jesucristo ... lás­tima que un tan gran entendimiento de tal manera se abata a las raseras noticias de la Tierra que no desee penetrar lo que pasa en el Cielo; y ya que se humilla al suelo que no baje más abajo, considerando lo que pasa en el Infierno». La carta del obispo enfrenta a Sor Juana con el problema de su vocación y, más radicalmente, con su vida entera. La discusión teológica pasa a segundo plano.

La Respuesta a Sor Filotea de la Cruz es el último escrito de Sor Juana. Autobiografía crítica, defensa de su derecho al saber y confesión de los límites de todo humano sa­ber, este texto anuncia su final sumisión. Dos años después vende sus libros y se abandona a los poderes del silencio. Madura para la muerte, no escapa a la epidemia de 1695[i].1 Temo que no sea posible entender lo que nos dicen su obra y su vida si antes no comprendemos el sentido de esta renuncia a la palabra. Oír lo que nos dice su callar es algo más que una fórmula barroca de la comprensión. Pues si el silencio es «cosa negativa», no lo es el callar: el ofició propio del silencio es. «decir nada», que no es lo mismo que nada decir. El silencio es indecible, expresión sonora de la nada: el callar es significante aun de «aquellas cosas que no se pueden decir es menester decir siquiera que no se pue­den decir, para que se entienda que el callar no es no saber que decir sino no saber en voces lo mucho que hay que decir» ¿Qué es lo que nos callan los últimos años de Sor Juana? Y eso que callan, ¿pertenece al reino del silencio, esto es, de lo indecible, o al del callar, que habla por alu­siones y signos?

La crisis de Sor Juana coincide con los trastornos y ca­lamidades públicas que ensombrecieron el final del siglo xvii mexicano. No parece razonable pensar que lo primero sea efecto de lo segundo. Esta clase de explicaciones lineares exigen siempre un tercer término, que a su vez necesita de otro. La cadena de las causas y efectos no tiene fin. Por otra parte, no es posible explicar la cultura por la historia, como si se tratase de órdenes diferentes: uno el mundo de los hechos, otro el de las obras. Los hechos son inseparables de las obras. El hombre se mueve en un mundo de obras. La cultura es historia. Y puede añadirse que lo propio de la historia es la cultura y que no hay más historia que la de la cultura: la de las obras de los hombres, la de los hombres en sus obras. Así, el silencio de Sor Juana y los tumultos de 1692 son hechos que guardan una estrecha relación y que no resultan inteligibles sino dentro de la historia de la cul­tura colonial. Ambos son consecuencia de una crisis históri­ca, poco estudiada hasta ahora.

En la esfera temporal Nueva España había sido funda­da como armónica y jerárquica convivencia de muchas ra­zas y naciones, a la sombra de la monarquía austríaca; en la espiritual, sobre la universalidad de la revelación cris­tiana. La superioridad de la monarquía española frente al Estado azteca no era de índole distinta a la de la nueva re­ligión: ambos constituían un orden abierto, capaz de en­globar a todos los hombres y a todas las razas. El orden temporal era justo, además, porque se apoyaba en la reve­lación cristiana, en una palabra divina y racional. Renun­ciar a la palabra racional — callarse — y quemar la Au­diencia, símbolo del Estado, eran actos de significación pa­recida. En ellos Nueva España se expresa como negación. Pero esta negación no se hace frente a un poder externo: por esos actos la Colonia se niega a sí misma y renuncia a ser sin que, por otra parte, brote afirmación alguna de esta negación. El poeta calla, el intelectual abdica, el pueblo se amotina. La crisis desemboca en el silencio. Todas las puer­tas se cierran y la historia colonial se revela como aventu­ra sin salida.

El sentido de la crisis colonial puede falsearse si se cede a la tentación de considerarla como una profecía de la Independencia. Esto sería cierto si la Independencia hu­biese sido solamente la extrema consecuencia de la dis­gregación del Imperio español. Pero es algo más; y, tam­bién, algo substancialmente distinto: una revolución, esto es, un cambiar el orden colonial por otro. O sea: un total empezar de nuevo la historia de América. A pesar de lo que piensan muchos, el mundo colonial no engendra al México independiente[ii]: 2 hay una ruptura y, tras ella, un orden fun­dado en principios e instituciones radicalmente distintos a los antiguos. De allí que el siglo xix se haya sentido ajeno al pasado colonial. Nadie se reconocía en la tradición novo- hispana porque, en efecto, esa tradición no era la de los liberales que hicieron la Independencia. Durante más de un siglo México ha vivido sin pasado.

Si la crisis que cierra el período de la monarquía aus­tríaca no es anuncio de la Independencia, ¿cuál es su sen­tido? Frente a la pluralidad de naciones y lenguas que componían al mundo prehispánico, Nueva España se pre­senta como una construcción unitaria: todos los pueblos y todos los hombres tenían cabida en ese orden universal. En los villancicos de Sor Juana una abigarrada multitud confiesa en náhuatl, latín y español una sola fe y una sola lealtad. El catolicismo colonial era tan universal como la monarquía, y en su cielo, apenas disfrazados, cabían todos los viejos dioses y las antiguas mitologías. Los indios, aban­donados por sus divinidades, gracias al bautismo reanudan sus lazos con lo divino y ocupan un lugar en este mundo y en el otro. El desarraigo de la Conquista se resuelve en el descubrimiento de un nuevo hogar ultraterreno. Mas el ca­tolicismo llega a México como una religión hecha y a la defensiva. Pocos han señalado que el apogeo de la religión católica en América coincide con su crepúsculo europeo: lo que allá era ocaso, fue alba entre nosotros. La nueva reli­gión era una religión vieja de siglos, con una filosofía sutil y compleja, que no dejaba resquicio abierto a los ardores de la investigación ni a las dudas de la especulación. Esta diferencia de ritmo histórico — raíz de la crisis — también es perceptible en otras órbitas, desde las económicas hasta las literarias. En todos los órdenes la situación era semejan­te: no había nada que inventar, nada que añadir, nada que proponer. Apenas nacida, Nueva España era ya una opulen­ta flor condenada a una prematura e inmóvil madurez. Sor Juana encarna esa madurez. Su obra poética es un excelente muestrario de los estilos de los siglos XVI y XVII. Cierto, a veces — como en su imitación de Jacinto Polo de Medina—.resulta superior a su modelo, pero sin des­cubrir nuevos mundos. Otro tanto ocurre con su teatro y el mayor elogio que se puede hacer de El divino Narciso es decir que no es indigno de los autos calderonianos. (Sólo en el Primero sueño, por las razones que más adelante se apuntan, va más allá de sus maestros.) En suma, Sor Juana nunca rebasa el estilo de su época. Para ella era imposible romper aquellas formas que tan sutilmente la aprisionaban y dentro de las cuales se movía con tanta elegancia: des­truirlas hubiera sido negarse a sí misma. El conflicto era insoluble porque la única salida exigía la destrucción misma de los supuestos que fundaban al mundo colonial.

Si no era posible negar los principios en que aquella sociedad se apoyaba sin negarse a sí mismo, tampoco lo era proponer otros. Ni la tradición ni la historia de Nueva España podían ofrecer soluciones diferentes. Es verdad que dos siglos más tarde se adoptaron otros principios; pero no debe olvidarse que venían de fuera, de Francia, y que esta­ban destinados a fundar una sociedad distinta. A fines del siglo xvii el mundo colonial pierde la posibilidad de reen­gendrarse: los mismos principios que le habían dado el ser, lo ahogaban.

Negar a este mundo y afirmar al otro era un acto que para Sor Juana no podía tener la misma significación que para los grandes espíritus de la Contrarreforma o para los evangelizadores de la Nueva España. La renuncia a este mun­do no significa, para Teresa o Ignacio, la dimisión o el si­lencio, sino un cambio de signo: la historia, y con ella la acción humana, se abre a lo ultraterreno y adquiere así nueva fertilidad. La mística misma no consiste tanto en salir de este mundo como en insertar la vida personal en la historia sagrada. El catolicismo militante, evangélico o re­formador, impregna de sentido a la historia y la negación de este mundo se traduce finalmente en una afirmación de la acción histórica. En cambio, la porción verdaderamente personal de la obra de Sor Juana no se abre a la acción ni a la contemplación sino al conocimiento. Un conocer que es un interrogar a este mundo, sin juzgarlo. Esta nueva especie de conocimiento era imposible dentro de los su­puestos de su universo histórico. Durante más de veinte años Sor Juana se obstina. Y no cede sino cuando las puertas se cierran definitivamente. Dentro de ella misma el conflicto era radical: el conocimiento es un sueño. Cuan­do la historia la despierta de su sueño, al final de su vida, calla. Su despertar cierra el sueño dorado del virreinato. Si no se entiende su callar no se podrá comprender lo que significan realmente el Primero sueño y la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz: el saber es imposible y toda palabra desemboca en el silencio. La comprensión de su callar



las glorias deletrea

entre los caracteres del estrago.



Glorias ambiguas. Todo en ella — vocación, alma, cuer­po— es ambivalente. Niña aún, su familia la envía a la ciudad de México, con unos parientes. A los trece años es dama de compañía de la marquesa de Mancera, virreina de Nueva España. A través de la biografía del padre Calleja nos llegan los ecos de las fiestas y concursos en que Juana, niña prodigio, brillaba. Hermosa y sola, no le faltaron ena­morados. Más no quiso ser «pared blanca donde todos quieren echar borrón». Toma los hábitos, porque «para la negación total que tenía al matrimonio era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir». Sabemos ahora que era hija natural: ¿habría escogido la vida ma­trimonial de haber sido legítima? Esta posibilidad es, por lo menos, dudosa. Sor Juana parece sincera cuando habla de su vocación intelectual: ni la ausencia del amor terres­tre ni la urgencia del divino la llevan al claustro. El conven­to es un expediente, una solución razonable, que le ofrece refugio y soledad. La celda es retiro, no cueva de ermitaño. Laboratorios, biblioteca, salón, allí se recibe y conversa, se leen versos, se discute, se oye buena música. Desde el con­vento participa en la vida intelectual y en la palaciega. Ver­sifica sin cesar. Escribe comedias, villancicos, loas, tratados de música, reflexiones de moral. Entre el palacio virreinal y el convento hay un ir y venir de rimas y obsequios, para­bienes, poemas burlescos, peticiones. Niña mimada, décima musa.

En sus villancicos surgen «las cláusulas tiernas del me­xicano lenguaje», al lado del negro congolés y el bronco hablar del vizcaíno. Sor Juana usa con entera conciencia y hasta con cierta coquetería todas esas raras especias:



¿Qué mágicas infusiones

de los indios herbolarios

de mi patria, entre mis letras

el hechizo derramaron?



Sería un error confundir la estética barroca — que abría las puertas al exotismo del Nuevo Mundo — con una pre­ocupación nacionalista. Más bien se puede decir lo contra­rio. Esta predilección por las lenguas y dialectos nativos — imitada de Góngora — no revela tanto una hipotética adivinación de la futura nacionalidad como una viva con­ciencia de la universalidad del Imperio: indios, criollos, mulatos y españoles forman un todo. Su preocupación por las religiones precortesianas — visible en la loa que pre­cede a El divino Narciso — posee el mismo sentido. La función de la Iglesia no es diversa a la del Imperio: conci­liar los antagonismos, abrazar las diferencias en una verdad superior.

El amor es uno de los temas constantes de su poesía. Dicen que amó y fue amada. Ella misma así lo da a entender en liras y sonetos — aunque en la Respuesta a Sor Filotea advierte que todo lo que escribió, excepto el Pri­mero sueño, fue de encargo. Poco importa que esos amores hayan sido ajenos o propios, vividos o soñados: ella los hizo suyos por gracia de la poesía. Su erotismo es intelec­tual, con lo que no quiero decir que carezca de profundidad o de autenticidad. Se complace, como todos los grandes enamorados, en la dialéctica de la pasión. Y también, sen­sual, en su retórica, que no es lo mismo que la pasión re­tórica de ciertas poetisas. Los hombres y mujeres de sus poemas son imágenes, sombras «labradas por la fantasía». Su platonismo no está exento de ardor. Siente a su cuerpo como una llama sin sexo:



Y yo sé que mi cuerpo

sin que a uno u otro se incline

es neutro, o abstracto, cuanto

sólo el alma deposite.



La cuestión es quemante. Y así, la deja «para que otros la ventilen», pues no se debe sutilizar en lo que está bien que se ignore. No menos ambigua es su actitud ante los dos sexos. Los hombres de su soneto y liras son siempre ausencia o desdén, sombras huidizas. En cambio, sus re­tratos de mujeres son espléndidos, señaladamente los de las virreinas que la protegieron: la marquesa de Mancera y la condesa de Paredes. El romance en esdrújulos que «pinta la proporción hermosa de la señora de Paredes» es una de las obras memorables de la poesía gongorina. No debe escandalizar esta pasión:



Ser mujer y estar ausente

no es de amarte impedimento,

pues sabes tú que las almas

distancia ignoran y sexo.



En casi todas sus poesías amorosas — y también en aquellas que tratan de la amistad que profesa a Filis o a Lisis — aparece el mismo razonamiento: «el amor puro, sin deseo de indecencias, puede sentir lo que el más profano». Sería excesivo hablar de homosexualidad; no lo es advertir que ella misma no oculta la ambigüedad de sus sentimientos. En uno de sus más hondos sonetos repite:



aunque dejes burlado el lazo estrecho

que tu forma fantástica ceñía,

poco importa burlar brazos y pecho

si te labra prisión mi fantasía.



Sus amores, ciertos o fingidos, fueron castos sin duda. Se enamora del cuerpo con el alma, mas ¿quién podrá trazar las fronteras entre uno y otro? Para nosotros cuerpo y alma son lo mismo o casi lo mismo: nuestra idea del cuer­po está teñida de espíritu y a la inversa. Sor Juana vive en un mundo fundado en el dualismo y para ella el pro­blema era de más fácil resolución, tanto en la esfera de las ideas como en la de la conducta. Cuando muere la marquesa de Mancera, se pregunta:



Bello compuesto en Laura dividido,

alma inmortal, espíritu glorioso,

¿por qué dejaste cuerpo tan hermoso?

¿Y para qué tal alma has despedido?



Sor Juana se mueve entre sombras: las de los cuerpos inasibles y las de las almas huidizas. Para ella sólo el amor divino es concreto e ideal a un tiempo. Pero Sor Juana no es un poeta místico y en sus poemas religiosos la divinidad es abstracta. Dios es idea, concepto, y aun ahí donde sigue visiblemente a los místicos se resiste a confundir lo terreno y lo celeste. El amor divino es amor racional.

Su gran amor no fueron estos amores. Desde niña se inclina por las letras. Adolescente, concibe el proyecto de vestirse de hombre y concurrir a la universidad. Resignada a ser autodidacta, se queja: «Cuán duro es estudiar en aquellos caracteres sin alma, careciendo de la voz viva del maestro.» Y añade que todos estos trabajos «los sufría por amor a las letras; oh, ¡si hubiese sido por amor de Dios, que era lo acertado, cuánto hubiera merecido!» Este lamen­to es una confesión: el conocimiento que busca no es el que está en los libros sagrados. Si la teología es «la reina de las ciencias», ella se demora en sus aledaños: física y lógica, retórica y derecho. Pero su curiosidad no es la del especialista; aspira a la integración de las verdades parti­culares e insiste en la unidad del saber. La variedad no daña a la comprensión general, antes la exige; todas las ciencias se corresponden: «es la cadena que fingieron los antiguos que salía de la boca de Júpiter, de donde pendían todas las cosas, eslabonadas unas con otras».

Es impresionante su interés por la ciencia. En los versos del Primero sueño describe, con pedantería que nos hace sonreír, las funciones alimenticias, los fenómenos del sueño y de la fantasía, el valor curativo de ciertos venenos, las pirámides egipcias, la linterna mágica que:



representa fingidas

en la blanca pared varias figuras

de la sombra no menos ayudada

que de la luz que en trémulos reflejos...



Todo se mezcla: teología y ciencia, retórica barroca y real asombro ante el universo. Su actitud es insólita en la tradición hispánica. Para los grandes españoles el saber se resuelve en acción heroica o en negación del mundo (negación positiva, por decirlo así). Para Sor Juana el mun­do es problema. Todo le da ocasión de aguzar preguntas, toda ella se aguza en pregunta. El universo es un vasto la­berinto, dentro del cual el alma no acierta a encontrar el desenlace, «sirtes tocando de imposibles en cuantos intenta rumbos seguir». Nada más alejado de este rompecabezas racional que la imagen del mundo que nos han dejado los clásicos españoles. En ellos ciencia y acción se confunden. Saber es obrar y todo obrar, como todo saber, está refe­rido al más allá. Dentro de esta tradición el saber desinte­resado parece blasfemia o locura.

La Iglesia no la juzgó loca o blasfema, pero sí lamentó su extravío. En la Respuesta nos relata que «la mortifica­ron y atormentaron con aquel: no conviene a la santa ig­norancia este estudio; se ha de perder, se ha de desvane­cer en tanta altura con su misma perspicacia y agudeza». Doble soledad: la de la conciencia y la de la mujer. Una superiora — «muy santa y muy cándida, que creyó que el estudio era cosa de la Inquisición» — le manda que no es­tudie. Su confesor aprieta el cerco y durante dos años la priva de auxilios espirituales. Era difícil resistir a tanta presión contraria, como antes lo había sido no marearse con los halagos de la Corte. Sor Juana persiste. Apoyán­dose en los textos de los padres de la Iglesia defiende su derecho — y el de todas las mujeres — al conocimiento. Y no sólo al saber; también a la enseñanza: «¿Qué incon­veniente tiene que una anciana tenga a su cargo la educa­ción de las doncellas?»

Versátil, atraída por mil cosas a la vez, se defiende estudiando y estudiando se repliega. Si le quitan los libros, le queda el pensamiento que consume más en un cuarto de hora que los textos en cuatro años. Ni en el sueño se libra de «este continuo movimiento de mi imaginativa, an­tes suele obrar en él más libre y desembarazada... argu­yendo y haciendo versos de que pudiera hacer un catálogo muy grande». Confesión preciosa entre todas y que nos da la clave de su poema capital: el sueño es una más larga y lúcida vigilia. Soñar es conocer. Frente al saber diurno se erige otro, necesariamente rebelde, fuera de la ley y sujeto a un castigo que, más que atemorizar al espíritu, lo estimula. Es ocioso subrayar hasta qué punto la concepción que pre­side al Primero sueño coincide con algunas de las preocu­paciones de la poesía moderna.

Debemos la mejor y más clara descripción del asunto de Primero sueño al padre Calleja: «Siendo de noche, me dormí; soñé que de una vez quería comprender todas las cosas de que el universo se compone; no pude, ni aun divisar por categorías, ni aun sólo un individuo. Desenga­ñada, amaneció y desperté.» Sor Juana declara que escribió el poema como deliberada imitación de las Soledades. Mas el Sueño es el poema del asombro nocturno, en tanto que el de Góngora es el del mediodía. Tras las imágenes del poeta cordobés no hay nada porque su mundo es pura imagen, esplendor de la apariencia. El universo de Sor Juana — pobre en colores, abundante en sombras, abismos y cla­ridades súbitas — es un laberinto de símbolos, un delirio racional. Primero sueño es el poema del conocimiento. Esto lo distingue de la poesía gongorina y, más totalmente, de toda la poesía barroca. Esto mismo lo enlaza, inesperada­mente, a la poesía alemana romántica y, por ella, a la de nuestro tiempo.

En algunos pasajes el verso barroco se resiste al inusi­tado ejercicio de transcribir en imágenes conceptos y fórmu­las abstractas. El lenguaje se vuelve abrupto y pedantesco. En otros, los mejores y más intensos, la expresión es verti­ginosa a fuerza de lucidez. Sor Juana crea un paisaje abstracto y alucinante, hecho de conos, obeliscos, pirámides, precipicios geométricos y picos agresivos. Su mundo parti­cipa de la mecánica y del mito. La esfera y el triángulo ri­gen su cielo vacío. Poesía de la ciencia pero también del terror nocturno. El poema se inicia cuando la noche reina sobre el mundo. Todo duerme, vencido por el sueño. Duer­men el rey y el ladrón, los amantes y el solitario. Yace el cuerpo entregado a sí mismo. Vida disminuida del cuerpo, vida desmesurada del espíritu, libre de su peso corporal. Los alimentos, transformados en calor, engendran sensacio­nes que la fantasía convierte en imágenes. En lo alto de su pirámide mental — formada por todas las potencias del espíritu, memoria e imaginación, juicio y fantasía — el alma contempla los fantasmas del mundo y, sobre todo, esas figu­ras de la mente «que intelectuales claras son estrellas» de su cielo interior. En ellas el alma se recrea en sí misma. Después, se desprende de esta contemplación y despliega la mirada por todo lo creado; la diversidad del mundo la deslumbra y acaba por cegarla. Águila intelectual, el alma se despeña «en las neutralidades de un mar de asombros». La caída no la aniquila. Incapaz de volar, trepa. Penosa­mente, paso a paso, sube la pirámide. Divide al mundo en categorías, escalas del conocimiento, pues el método debe reparar el «defecto de no poder conocer con un acto in­tuitivo todo lo creado». El poema describe la marcha del pensamiento, espiral que asciende desde lo inanimado hasta el hombre y su símbolo: el triángulo, figura en la que convergen lo animal y lo divino. El hombre es el lugar de cita de la creación, el punto más alto de tensión de la vida, siempre entre dos abismos: «altiva bajeza... a merced de amorosa unión». Pero el método no remedia las carencias del espíritu. El entendimiento no puede discernir los enla­ces que unen lo inanimado a lo animado, el vegetal al ani­mal, el animal al hombre. Ni siquiera le es dable penetrar en los fenómenos más simples: los individuos son irreduc­tibles como las especies. Oscuramente se da cuenta de que la inmensa variedad de la creación se resuelve en una ley, mas esa ley es inasible. El alma vacila. Acaso sea mejor retroceder. Surgen, como aviso a los temerarios, ejemplos de otras derrotas. La advertencia se vuelve reto y el ánimo se enardece al ver que otros no dudaron en «eternizar su nombre en su ruina». El poema se puebla de imágenes prometeicas: el acto de conocer, no el conocimiento mismo, es el premio del combate. El alma despeñada se afirma y, haciendo halago de su terror, se apresta a elegir nuevos rum­bos. En ese instante el cuerpo ayuno de alimentos reclama lo suyo. Brota el sol. Las imágenes se disuelven. El conoci­miento es un sueño. Pero la victoria del sol es parcial y cíclica. Triunfa en medio mundo, es vencido en el otro medio. La noche rebelde, «en su mismo despeño recobra­da», erige su imperio en los territorios que el sol desam­para. Allá otras almas sueñan el sueño de Sor Juana. El universo que nos revela el poema es ambivalente: la vigilia es el sueño; la derrota de la noche, su victoria. El sueño del conocimiento es también: el conocimiento es sueño. Cada afirmación lleva en sí su negación.

La noche de Sor Juana no es la noche carnal de los amantes. Tampoco es la de los místicos. Noche intelectual, altiva y fija como un ojo inmensos noche construida a pulso sobre el vacío, geometría rigurosa, obelisco taciturno, todo fija tensión hacia los cielos. Este impulso vertical es lo único que recuerda a otras noches de la mística española. Pero los místicos son como aspirados por las fuerzas ce­lestes, según se ve en ciertos cuadros de El Greco. En el Primero sueño el cielo se cierra: las alturas son hostiles al vuelo. Silencio frente al hombre: el ansia de conocer es ilícita y rebelde el alma que sueña el conocimiento. Sole­dad nocturna de la conciencia. Sequía, vértigo, jadeo. Y sin embargo, no todo es adverso. En su soledad y despeño el hombre se afirma en sí mismo: saber es sueño, mas ese sueño es todo lo que sabemos de nosotros y en él reside nuestra grandeza. Juego de espejos en el que el alma se pierde cada vez que se alcanza y se gana cada vez que se pierde, la emoción del poema brota de la conciencia de esta ambigüedad. La noche vertiginosa y cíclica de Sor Juana nos revela de pronto su centro fijo: Primero sueño no es el poema del conocimiento, sino del acto de conocer. Y así, Sor Juana trasmuta sus fatalidades históricas y per­sonales, y hace victoria de su derrota, canto de su silencio. Una vez más la poesía se alimenta de historia y biografía. Una vez más, las trasciende.



París, 20 de octubre de 1950



[i] Entre las pocas cosas que se encontraron en su celda figura un romance incompleto «en reconocimiento a las inimitables plumas de la Europa que hicieran mayores sus obras con sus elo­gios».
[ii] Es verdad que muchos rasgos coloniales se prolongan hasta 1857 y aun hasta nuestros días, pero como inercia, obstáculo y obstinado sobrevivirse: como hechos que han perdido su sentido histórico.

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”