-¿Así que usted es el señor Pestana? -preguntó la señorita Mota,
haciendo un amplio ademán de admiración. Y luego, rectificando la espontaneidad
del gesto-: Perdóneme la confianza que me tomo, pero… ¿realmente es usted?
Humillado, disgustado, Pestana respondió que sí, que era él. Venía del
piano, enjugándose la frente con el pañuelo, y estaba por asomarse a la
ventana, cuando la muchacha lo detuvo. No era un baile; se trataba, apenas, de
un sarao íntimo, pocos concurrentes, veinte personas a lo sumo, que habían ido
a cenar con la viuda de Camargo, en la Rua do Areal, en aquel día de su
cumpleaños, cinco de noviembre de 1875… ¡Buena y alegre viuda! Amante de la
risa y la diversión, a pesar de los sesenta años a los que ingresaba, y aquélla
fue la última vez que se divirtió y rió, pues falleció en los primeros días de
1876. ¡Buena y alegre viuda! ¡Con qué entusiasmo y diligencia incitó a que se
bailase después de cenar, pidiéndole a Pestana que ejecutara una cuadrilla! Ni
siquiera fue necesario que insistiese; Pestana se inclinó gentilmente, y se
dirigió al piano. Terminada la cuadrilla, apenas habrían descansado diez
minutos, cuando la viuda corrió nuevamente hasta Pestana para solicitarle un
obsequio muy especial.
-Usted dirá, señora.
-Quisiera que nos toque ahora esa polca suya titulada Não bula
comigo, Nhonhô.
Pestana hizo una mueca pero la disimuló en seguida, luego una breve
reverencia, callado, sin gentileza, y volvió al piano sin interés. Oídos los
primeros compases, el salón se vio colmado por una alegría nueva, los
caballeros corrieron hacia sus damas, y las parejas entraron a contonearse al
ritmo de la polca de moda. Había sido publicada veinte días antes, y no había
rincón de la ciudad en que no fuese conocida. Ya estaba alcanzando, incluso, la
consagración del silbido y el tarareo nocturno.
La señorita Mota estaba lejos de suponer que aquel Pestana que ella
había visto en la mesa durante la cena y después sentado al piano, metido en
una levita color rapé, de cabello negro, largo y rizado, ojos vivaces y mentón
rapado, era el Pestana compositor; fue una amiga quien se lo dijo, cuando lo
vio dejar el piano, una vez terminada la polca. Por eso la pregunta admirativa.
Ya vimos que él respondió disgustado y humillado. Pero no por eso las dos
muchachas dejaron de prodigarle amabilidades, tales y tantas, que la más
modesta vanidad se complacería oyéndolas; él, sin embargo, las recibió cada vez
con más enfado, hasta que, alegando un dolor de cabeza, pidió disculpas y se
fue. Ni ella, ni la dueña de casa, nadie logró retenerlo. Le ofrecieron
remedios caseros, comodidad para que reposara; no aceptó nada, se empecinó en
irse y se fue.
Calle adentro, caminó de prisa, con temor de que aún lo llamasen; sólo
se tranquilizó después de que dobló la esquina de la Rua Formosa. Pero allí
mismo lo esperaba su gran polca festiva. De una casa modesta, a la derecha, a
pocos metros de distancia, brotaban las notas de la composición del día,
sopladas por un clarinete. Bailaban. Pestana se detuvo unos instantes, pensó en
desandar camino, pero decidió proseguir, apuró el paso, cruzó la calle, y
avanzó por la vereda opuesta a la de la casa del baile.
Las notas se fueron perdiendo, a lo lejos, y nuestro hombre entró en la
Rua do Aterrado, donde vivía. Ya cerca de su casa, vio venir a dos hombres: uno
de ellos, que pasó junto a Pestana rozándolo casi, empezó a silbar la misma
polca, marcialmente, con brío; el otro se unió con exactitud a él y así se
fueron alejando los dos, ruidosos y alegres, mientras el autor de la pieza,
desesperado, corría a encerrarse en su casa.
Una vez en ella, respiró. La casa era vieja, vieja la escalera y viejo
el negro que lo servía, y que se aproximó para ver si deseaba comer algo.
-No quiero nada -vociferó Pestana-; prepárame café y vete a dormir.
Se desnudó, vistió un camisón y fue hacia la habitación del fondo.
Cuando el negro prendió la lámpara de gas del comedor, Pestana sonrió y, desde
el fondo de su alma, saludó unos diez retratos que pendían de la pared. Uno
solo era al óleo, el de un cura que lo había educado, que le había enseñado
latín y música, y que según los malhablados, era el propio padre de Pestana. Lo
cierto es que le dejó en herencia aquella casa vieja, y los viejos trastos, que
eran de la época de Pedro I. El cura había compuesto algunos motetes, le
encantaba la música, sacra o profana, y esa pasión se la inculcó al muchacho, o
se la transmitió a través de la sangre, si es que tenían razón los charlatanes,
cosa por la que no se interesa mi historia, como podrán comprobar.
Los demás retratos eran de compositores clásicos: Cimarosa, Mozart,
Beethoven, Gluk, Bach, Schumann; y unos tres más, algunos grabados, otros
litografiados, todos enmarcados torpemente y de diferentes tamaños, mal
ubicados allí, como santos de una iglesia. El piano era el altar; el evangelio
de la noche allí estaba abierto: era una sonata de Beethoven.
Llegó el café; Pestana bebió la primera taza y se sentó al piano.
Contempló el retrato de Beethoven, y empezó a ejecutar la sonata, totalmente
compenetrado, ausente o absorto, pero con gran perfección. Repitió la pieza;
luego se detuvo unos instantes, se levantó y se acercó a una de las ventanas.
Volvió al piano; era el turno de Mozart, recordó un fragmento y lo ejecutó del
mismo modo, con el alma perdida en la lejanía. Haydn lo llevó a la medianoche y
a la segunda taza de café.
Entre la medianoche y la una de la mañana, Pestana prácticamente no hizo
otra cosa que dejarse estar acodado en la ventana mirando las estrellas para
luego entrar y contemplar los retratos. De a ratos se acercaba al piano y, de
pie, hacía sonar una que otra nota suelta en el teclado, como si buscase algún
pensamiento; pero el pensamiento no aparecía y él volvía a apoyarse en la
ventana. Las estrellas le parecían otras tantas notas musicales fijadas en el
cielo a la espera de alguien que las fuese a despegar; ya llegaría el día en
que el cielo habría de quedar vacío, pero entonces la tierra sería una
constelación de partituras. Ninguna imagen, fantasía o reflexión le traía el
menor recuerdo de la señorita Mota que, mientras tanto, en ese mismo momento se
dormía, pensando en él, autor de tantas polcas amadas. Tal vez la idea de
casarse sustrajo, por unos segundos, a la muchacha del sueño. ¿Por qué no? Ella
iba por los veinte, él andaba por los treinta, era una diferencia adecuada. La
muchacha dormía al son de la polca, oía en la memoria, mientras el autor de la
misma no se interesaba ni por la polca ni por la muchacha, sino por las viejas
obras clásicas, interrogando al cielo y a la noche, implorando a los ángeles y
en última instancia al diablo. ¿Por qué no podría él componer aunque no fuera
más que una sola de aquellas páginas inmortales?
A veces era como si estuviera por surgir de las profundidades del
inconsciente una aurora de idea; él corría al piano, para desplegarla
enteramente, traduciéndola en sonidos, pero era en vano, la idea se evaporaba.
Otras veces, sentado al piano, dejaba correr sus dedos al acaso, queriendo ver
si las fantasías brotaban de ellos, como de los de Mozart; pero nada, nada, la
inspiración no llegaba, la imaginación se dejaba estar, aletargada. Y si por
casualidad alguna idea irrumpía, definida y bella, era apenas el eco de alguna
pieza ajena, que la memoria repetía, y que él presumía estar creando. Entonces,
irritado, se incorporaba, juraba abandonar el arte, ir a plantar café o meterse
a carruajero; pero diez minutos después, ahí estaba otra vez, con los ojos
fijos en Mozart, emulándolo al piano.
Dos, tres, cuatro de la mañana. Después de las cuatro se fue a dormir;
estaba cansado, desanimado, muerto; tenía que dar clase al día siguiente.
Durmió poco; se despertó a las siete. Se vistió y desayunó.
-¿Mi señor quiere el bastón o el paraguas? -preguntó el negro, siguiendo
las órdenes que había recibido, porque las distracciones de su amo eran
frecuentes.
-El bastón.
-Me parece que hoy llueve…
-Llueve -repitió Pestana maquinalmente.
-Parece que sí, señor, el cielo se ha oscurecido.
Pestana miraba al negro, vagamente, perdido, preocupado. De pronto le
dijo:
-Aguarda un momento.
Corrió al salón de los retratos, abrió el piano, se sentó y dejó correr
las manos por el teclado. Empezó a tocar algo propio, algo que respondía a una
oleada de inspiración real y súbita, una polca, una polca bulliciosa, como
dicen los anuncios. Ninguna repulsión por parte del compositor; los dedos iban
arrancando las notas, uniéndolas, barajándolas con habilidad; se diría que la
musa componía y bailaba al mismo tiempo. Pestana había olvidado a sus alumnos,
al negro que lo esperaba con el bastón y el paraguas, e incluso a los retratos
que pendían gravemente de la pared.
Todo él estaba abocado a la composición, tecleando o escribiendo, sin
los vanos esfuerzos de la víspera, sin exasperación, sin pedir nada al cielo,
sin interrogar los ojos de Mozart. Nada de tedio. Vida, gracia, novedad,
brotaban del alma como de una fuente perenne.
Poco tiempo fue preciso para que la polca estuviese hecha. Corrigió,
después, algunos detalles, cuando regresó al atardecer: pero ya la tarareaba caminando
por la calle. Le gustó la polca; en la composición reciente e inédita circulaba
la sangre de la paternidad y de la vocación. Dos días después fue a llevársela
al editor de las otras polcas suyas, que sumarían ya unas treinta. Al editor le
pareció encantadora.
-Va a ser un gran éxito.
Se planteó entonces la cuestión del título. Pestana, cuando compuso su
primera polca, en 1871, quiso darle un título poético, eligió éste: Gotas de
Sol. El editor meneó la cabeza y le dijo que los títulos debían contribuir
a facilitar la popularidad de la obra, ya sea mediante alguna alusión a una
fecha festiva o a través de palabras pegadizas o graciosas, y le dio dos
ejemplos: La ley del 28 de septiembre, o Candongas no hacen fiestas.
-Pero ¿qué quiere decir Candongas no hacen fiestas? -preguntó el
autor.
-No quiere decir nada, pero se populariza en seguida.
Pestana, principiante inédito todavía, rechazó las dos sugerencias y se
guardó la polca; pero no pasó mucho tiempo sin que compusiese otra, y la
comezón de la popularidad lo indujo a editar las dos con los títulos que al
editor le pareciesen más atrayentes o apropiados. Ese fue el criterio que
adoptó de allí en adelante.
Esta vez, cuando Pestana le entregó la nueva polca, y pasaron a la
cuestión del título, el editor dijo que tenía uno entre manos, desde hacía
varios días, para la primera obra que le presentase, título pomposo, largo y
sinuoso. Era éste: Respetable señora, guarde su canasto.
-Y para la próxima polca, tengo uno especialmente reservado -agregó.
Pestana, todavía principiante inédito, rechazó cualquiera de las
sugerencias que se le formularon; el compositor puede bastarse para encontrar
un título razonable. La obra, enteramente representativa en su género, original
y cautivante, invitaba a bailarla y era fácil de memorizar. Ocho días bastaron
para convertirlo en una celebridad. Pestana, durante los primeros, anduvo de
veras enamorado de la composición, le encantaba tararearla bajito, se detenía
en la calle para oír cómo la ejecutaban en alguna casa, y se enojaba cuando no
la tocaban bien. De inmediato, las orquestas de teatro la ejecutaron y allá fue
él a uno de ellos. Tampoco le disgustó oírla silbada, una noche, en boca de una
sombra que bajaba la Rua do Aterrado.
Esa luna de miel duró apenas un cuarto menguante. Como ocurrió
anteriormente, y más rápido aún, los viejos maestros retratados lo hicieron
sangrar de remordimiento. Humillado y harto, Pestana arremetió contra aquella
que viniera a consolarlo tantas veces, musa de ojos pícaros y gestos sensuales,
fácil y graciosa. Y fue entonces cuando volvió el asco de sí mismo, el odio a
quienes le pedían la nueva polca de moda, y al mismo tiempo el empeño en
componer algo que tuviera sabor clásico, al menos una página, una sola, pero
que pudiese ser encuadernada entre las de Bach y Schumann. Vano estudio, inútil
esfuerzo. Se zambullía en aquel Jordán sin salir bautizado. Noches y noches las
pasó así, confiante y empecinado, seguro de que la voluntad era todo, y que,
una vez que lograse desembarazarse de la música fácil…
-Que se vayan al infierno las polcas y que hagan bailar al diablo -dijo
él un día, de madrugada, al acostarse.
Pero las polcas no quisieron llegar tan hondo. Entraban a casa de
Pestana, al salón de los retratos, irrumpían tan acabadas, que él no tenía más
tiempo que el necesario para componerlas, imprimirlas después, disfrutarlas
algunos días, odiarlas, y volver a las viejas fuentes, de donde nada le
brotaba. En ese vaivén vivió hasta casarse, y después de casarse.
-¿Con quién se casará? -preguntó la señorita Mota al tío escribano que
le dio aquella noticia.
-Se casará con una viuda.
-¿Vieja?
-Veintisiete años.
-¿Linda?
-No, pero tampoco fea. Oí decir que él se enamoró de ella porque la
escuchó cantar en la última fiesta de San Francisco de Paula. Pero además me
dijeron que ella posee otro atributo, que no es infrecuente, y que no vale
menos: es tísica.
Los escribanos no debían tener sentido del humor; buen sentido del
humor, quiero decir. Su sobrina sintió por fin que una gota de bálsamo le
aplacaba la pizca de envidia. Todo era cierto. Pestana se casó pocos días
después con una viuda de veintisiete años, buena cantante y tísica. La recibió
como esposa espiritual de su genio. El celibato era, sin duda, la causa de la
esterilidad y la desviación que padecía, se decía él mismo; artísticamente
hablando se veía como un improvisador de horas muertas; consideraba a las
polcas aventuras de petimetres. Ahora sí iba a engendrar una familia de obras
serias, profundas, inspiradas y trabajadas.
Esa esperanza preñó su alma desde las primeras horas de enamoramiento, y
ganó cuerpo con la primera aurora del casamiento. María, balbuceó su alma, dame
lo que no encontré en la soledad de las noches ni en el tumulto de los días.
De inmediato, para conmemorar la unión, se le ocurrió componer un
nocturno. Lo llamaría Ave María. Diríase que la felicidad le trajo un
principio de inspiración; no queriendo comunicarle nada a su mujer antes de que
estuviera listo, trabajaba a escondidas; cosa difícil, porque María, que amaba
igualmente el arte, venía a tocar con él, o solamente a oírlo, horas y horas,
en el salón de los retratos. Llegaron a realizar algunos conciertos semanales,
con tres artistas amigos de Pestana. Un domingo, empero, no pudo contenerse el
marido, y llamó a la mujer para hacerle oír un fragmento del nocturno; no le
dijo qué era ni de quién era. De pronto, interrumpiendo la ejecución, la
interrogó con los ojos.
-Termínalo -dijo María-; ¿no es Chopin?
Pestana empalideció, su mirada se perdió en el aire, repitió uno o dos
pasajes y se incorporó. María se sentó al piano y, tras algunos esfuerzos de
memoria, ejecutó la pieza de Chopin. La idea, los temas, eran los mismos;
Pestana los había encontrado en alguno de esos callejones oscuros de la
memoria, vieja ciudad de tradiciones. Triste, desesperado, salió de su casa y
se dirigió hacia el lado del puente, camino a San Cristóbal.
“¿Para qué luchar?”, se decía. “Sólo se me ocurren polcas… ¡Viva la
polca!”
La gente que pasaba a su lado, y lo oía refunfuñar, se detenía a mirarlo
como se mira a un loco. Y él iba yendo, alucinado, mortificado, marioneta
eterna oscilando entre la ambición y las dotes reales… Dejó atrás el viejo
matadero; cuando llegó al portón de entrada de la estación de ferrocarril, se
le ocurrió largarse a caminar por las vías y esperar el primer tren que
apareciese y lo aplastase. El guarda lo hizo retroceder. Volvió en sí y retornó
a su casa.
Pocos días después -una clara y fresca mañana de mayo de 1876-, a eso de
las seis, Pestana sintió en los dedos un cosquilleo especial y conocido. Se
incorporó despacito, para no despertar a María, que había tosido toda la noche
y ahora dormía profundamente. Fue al salón de los retratos, abrió el piano y,
lo más sordamente que pudo, extrajo una polca. La hizo publicar con un
seudónimo; en los dos meses siguientes compuso y publicó dos más. María no supo
nada; iba tosiendo y muriendo, hasta que expiró, una noche, en los brazos del
marido, horrorizado y desesperado.
Era la noche de Navidad. El dolor de Pestana se vio acrecentado, porque
en el vecindario había un baile, en el que tocaron varias de sus mejores
polcas. Ya era duro tener que soportar el baile; pero sus composiciones le
agregaban a todo un aire de ironía y de perversidad. Él sentía la cadencia de
los pasos, adivinaba los movimientos, por momentos sensuales, a que obligaba
alguna de aquellas composiciones, todo eso junto al cadáver pálido, un manojo
de huesos, extendido en la cama… Todas las horas de la noche pasaron así,
lentas o rápidas, húmedas de lágrimas y de sudor, de agua de colonia y de
Labarraque, fluyendo sin parar, como al son de la polca de un gran Pestana
invisible.
Enterrada la mujer, el viudo tuvo una única preocupación: dejar la
música después de componer un Réquiem, que haría ejecutar en el primer
aniversario de la muerte de María. Optaría por otro trabajo, se emplearía como
secretario, cartero, vendedor de baratijas, cualquier cosa con tal que le
hiciera olvidar el arte asesino y sordo.
Comenzó la obra; empeñó todo: arrojo, paciencia, meditación y hasta los
caprichos de la casualidad, como había hecho otrora, imitando a Mozart. Releyó
y estudió el Réquiem de este autor. Transcurrieron semanas y meses. La
obra, célebre al principio, fue aflojando su paso. Pestana tenía altos y bajos.
De pronto la encontraba incompleta, no alcanzaba a palparle la médula sacra, ni
idea, ni inspiración, ni método; de pronto se enardecía su corazón y trabajaba
con vigor. Ocho meses, nueve, diez, once, y el Réquiem no estaba
concluido. Redobló los esfuerzos; olvidó clases y amigos. Había rehecho muchas
veces la obra; pero ahora quería concluirla, fuese como fuese. Quince días,
ocho, cinco… La aurora del aniversario vino a encontrarlo trabajando.
Se contentó con la misa rezada y simple, para él solo. No se puede
especificar si todas las lágrimas que inundaron solapadamente sus ojos fueron
las del marido, o si algunas eran del compositor. Lo cierto es que nunca más
volvió al Réquiem.
“¿Para qué?”, se decía a sí mismo.
Transcurrió un año. A principio de 1878 el editor apareció en su casa.
-Ya va para dos años que no nos da ni siquiera una muestra de sus
condiciones. Todo el mundo se pregunta si usted perdió el talento. ¿Qué ha
hecho todo este tiempo?
-Nada.
-Comprendo perfectamente qué terrible ha sido el golpe que lo hirió; pero
de eso hace ya dos años. Vengo a proponerle un contrato: veinte polcas durante
doce meses; el precio sería el mismo que hasta ahora, pero le daría un
porcentaje mayor sobre la venta. Al cabo del año podemos renovar.
Pestana asintió con un gesto. Sus alumnos particulares eran escasos,
había vendido la casa para saldar las deudas, y las necesidades se iban
comiendo el resto, que por lo demás era escaso. Aceptó el contrato.
-Pero la primera polca la quiero en seguida -explicó el editor-. Es
urgente. ¿Leyó usted la carta del Emperador a Caxias? Los liberales fueron
llamados al poder; van a realizar la reforma electoral. La polca habrá de
llamarse: ¡Hurras a la elección directa! No es propaganda política, sino
un buen título de ocasión.
Pestana compuso la primera obra del contrato. Pese al largo tiempo de
silencio no había perdido la originalidad ni la inspiración. Traía la nueva
obra la misma impronta genial de sus predecesoras. Las siguientes polcas fueron
viniendo, regularmente. Había conservado los retratos y los repertorios; pero
trataba de eludir las noches sentado al piano, para no caer en nuevas y
frustrantes tentativas. Ahora, siempre que había alguna buena ópera o algún
concierto de calidad, pedía una entrada gratis y se acomodaba en un rincón,
gozando esa serie de maravillas que nunca habrían de brotar de su cerebro. Una
que otra vez, al regresar a su casa, lleno de música, despertaba en él el
maestro inédito; entonces se sentaba al piano y, sin ningún propósito preciso,
arrancaba algunas notas, hasta que se iba a dormir, veinte o treinta minutos
después.
Así pasaron los años, hasta 1885. La fama de Pestana le había dado
definitivamente el primer lugar entre los compositores de polcas; pero el
primer lugar de la aldea no contentaba a este César, que seguía prefiriendo, no
el segundo, sino el centésimo en Roma. Seguía, como en otros tiempos, a merced
de los vaivenes con respecto a sus composiciones; la diferencia estribaba en
que ahora eran menos violentas. Ni entusiasmo en las primeras horas ni repugnancia
después de la primera semana; algún placer, en cambio, y cierto hastío.
Aquel año cayó en cama a raíz de una fiebre sin importancia, que en
pocos días creció, hasta hacerse perniciosa. Ya estaba en peligro cuando
apareció el editor, que nada sabía de la enfermedad, para darle la noticia del
ascenso al poder de los conservadores, y pedirle una polca para la ocasión. El
enfermero, un mísero apuntador de teatro, le informó del estado en que se
encontraba Pestana, de modo que al editor le pareció más atinado callarse. El
enfermo, sin embargo, lo instó para que le informara sobre lo que ocurría; el
editor obedeció.
-Pero ha de ser cuando usted esté completamente repuesto -concluyó.
-Apenas me baje un poco la fiebre -dijo Pestana.
Hubo una pausa de algunos segundos. El apuntador fue en puntas de pie a
preparar la medicación; el editor se levantó y se despidió.
-Adiós.
-Oiga, como es probable que yo muera uno de estos días, voy a hacerle
dos polcas; la otra servirá para cuando suban los liberales.
Fue la única broma que dijo en toda su vida, y fue a tiempo, porque
expiró a la mañana siguiente, a las cuatro y cinco, en paz con los hombres y
mal consigo mismo.
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