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Proserpina de Dante Gabriel Rossetti (Reino Unido, 1828 - 1882) |
Para algunos seres, la escritura es mucho más que un
oficio. Profesión podría llamarse, con tal de que digamos profesión de fe en una dimensión ética y trascendente, justamente profética, del lenguaje. Proferir,
escribir, puede llegar a ser entonces un acto erótico y tanático a la vez, donde
elegir y cambiar, inscribir y borrar, insistir y fijar (antes de volver a
dudar) son los vaivenes de una danza verbal encarnada en el léxico, articulada
por el esqueleto sintáctico, sostenida por esa música que es la prosodia, animada
e iluminada por un deseo de la significación que llega en ocasiones a ser tenaz
y punzante como un dolor. Ese reiterado acto de amor y sufrimiento conduce en
ocasiones a la gestación de un texto logrado, memorable como el que celebramos
esta tarde, capaz, como dice su prefacio, de conmover a su lector en esa otra
relación amorosa que puede llegar a ser la lectura.
Hay aquí un misterio. ¿Por qué un escritor se dedica con
abnegación a trabajar un texto, abandonando todo lo demás, como un enamorado?
¿Qué exigencia interior irrenunciable hace que ese oficiante de la escritura dedique
cientos o miles de horas a elaborar y reelaborar ese tejido de palabras? No lo
sé, pero sí estoy seguro de que Proserpina
(Caracas, La Guayaba
de Pascal, 2014) tenía el destino de existir y ser leído como el relato que hoy
tenemos entre las manos.
Proserpina es excepcional y convoca nuestra atención en primer lugar porque se
trata de un cuento –pleno y redondo donde los haya– escrito con pasión por el
autor de una reconocida obra poética y ensayística que, para lo mejor de
nuestro conocimiento, nunca antes había transitado el no menos exigente camino
de la ficción breve.
Nos impacta su inédita profundidad en la
exploración de un tema a la vez muy central en la obra de Rojas Guardia y de
muy inusual presencia en nuestra literatura venezolana. La pasión amorosa no
sólo aparece allí como metáfora maestra del encuentro y el diálogo con el Ser Supremo,
sino también como método de búsqueda y cultivo sistemáticos de esa religiosa relación
con lo Superior. Es el vínculo doble (La
doble llama, según el título del notable ensayo de Octavio Paz) que llegan
a pretender los amantes: suma pasión humana e ilimitado anhelo de lo divino en
una convivencia que solo parece accesible a través de excepcionales estados de
conciencia. Por eso, con disciplina y tesón, con persistencia y atención
meticulosa similares a las que se exige el soñador de “Las ruinas circulares”
para concebir un hijo soñándolo, estos amantes arquetípicos se proponen alcanzar
la mutua fecundación espiritual en un orgasmo supremo que pudiera llevarlos a perder la conciencia
o, más bien, a abandonar su limitada y repetitiva conciencia
ordinaria) para abrirse y disponerse por instantes al contacto con una conciencia
superior en una experiencia mística.
Esta historia inusual nos presenta así las
muy diversas facetas del encuentro de los amantes en estos abismos superpuestos
y paradójicos de la mutua entrega: la inevitabilidad de su amor, la necesidad
–para abrirle espacio– de romper del todo con la ortodoxia y las convenciones
sociales, las dudas y vacilaciones habitando en el centro de esa pasión
indetenible, la necesidad de separarse del mundo y de practicar una suerte
ascética amatoria, de erotismo sacro, con sus renuncias, esfuerzos y riesgos; y
finalmente, la comprensión y el autoconocimiento producto de esa relación
excepcional y sin fronteras…
Por otra parte, Proserpina exhibe una alta
elaboración estética apoyada, ante todo, en un tratamiento de la temporalidad
que nos sorprende y perturba desde el inicio, cuando advertimos que la
narración se produce mediante verbos conjugados en futuro: “Proserpina y yo nos conoceremos en una fiesta
diplomática…” Lo que llegamos a comprender más tarde es que en realidad –gracias
a una lúdica operación metaficcional– el cuento que estamos leyendo está aún
por escribirse y, más aún, que desde la perspectiva del narrador, la realidad misma
allí representada (cuyas coordenadas espaciotemporales son la ciudad de El
Cairo hacia 1950) aún no existe. En el mundo de la ficción, el narrador crea
(literalmente) esa realidad al narrar en su cuento lo que habrá de ocurrir años después. El cuento es entonces, en su mayor
parte, un proyecto de cuento futuro,
apenas el guion de su eventual desarrollo: un cuento dentro del cuento que aún
está por escribirse. Nada mejor para mantener alerta al lector, para alimentar
en él una saludable conciencia de ficcionalidad y para relativizar toda pretensión
recta de sabiduría o prédica espiritual.
Con este complejo recurso metaficcional convive una
intertextualidad certera, mediante la cual la vasta erudición del autor trabaja
con notoria eficiencia para diversificar y dar mayor profundidad al relato. Entre
todos estos intertextos, tanto literarios y filosóficos como musicales y
plásticos (de Durrel y Kavafis a Lezama y Fauré), tiene relieve singular la
figura de Borges, sus gestos, inclinaciones y procederes. Desde la existencia misma
de una nota bibliográfica y de un prefacio introductorio donde se le cita (prefacio
que debería leerse ya como parte del relato) hasta la microscópica aparición en
el texto del adjetivo “unánime”, sin ignorar los ritmos y sonoridades de la
cuidada escritura, este relato resulta una ofrenda narrativa, difícil de
superar, al poeta y ensayista porteño que cultivó en el cuento una forma
excelsa de poesía y de pensamiento.
Pero el juego intertextual dista mucho de ser filatelia
decorativa o estrategia de autolucimiento. En la última parte del relato nos
aguarda una sorpresa crucial, cuando sin previo aviso, en un repentino giro, la
narración muta radicalmente su emplazamiento espaciotemporal. De un orientalista
y refinado entorno diplomático en la capital egipcia de mediados del siglo XX,
la acción es transferida súbitamente a un contexto rural venezolano unas tres
décadas atrás que para nosotros evoca de inmediato la hacienda Piedra Azul de Memorias de Mama Blanca. Allí se nos revela la naturaleza verdadera
de los protagonistas y de su relación que, gracias a los poderes de la ficción
habían sido antes transmutados. Un último pliegue de esta complejidad es
marcado por ciertos comedidos rastros autoficcionales que el autor va dejando
por el camino narrativo solo para que sean reconocidos por avezados rastreadores.
Estamos, en fin, ante una historia de amor inquietante
desde su inicio, porque no soporta cercanía con modelos o estereotipos. Si el
verdadero encuentro amoroso no admite programa ni código alguno, tampoco hay
nada sabido ni consabido en esta práctica rojasguardiana de la escritura
narrativa que no se parece a nada, porque está al servicio de una exploración abierta
de la interioridad.
Este cuento significa además una nueva osadía de su autor:
en momentos de tan militante descreimiento, de programático escepticismo,
cuando resulta prestigioso declararse agnóstico y algunos sienten vergüenza de mostrar
alguna inquietud espiritual o trascendente, Rojas Guardia, siempre a
contracorriente, se atreve una vez más a optar por la paradoja al entrelazar
amor erótico y aspiración religiosa, arrebato carnal y pasión mística.
Caracas, 5 de diciembre de 2014.
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