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Rómulo Gallegos (Caracas, 1884 - 1969) |
I
¡Qué horror! ¡Qué horror!
Clamaba
Enriqueta, con las manos sobre las sienes consumidas por el sufrimiento,
paseándose de un extremo a otro de la sala, impregnada todavía del dulce y
pastoso aroma de nardos y azucenas del mortuorio reciente.
—Ya me lo
decía el corazón. No era natural que tú te desesperaras tanto por la muerte de
Adolfo. Si parecía que eras tú la viuda y no yo. ¡Y yo tan ciega, tan cándida! ¿Cómo
es posible que no me hubiera dado cuenta de lo que estaba pasando? ¡Traicionada
por mi propia hermana, en mi propia casa!
Amelia la
oía sin protestar. Tenía el aire estúpido de un alelamiento doloroso; sus ojos,
que un leve estrabismo bañaba de languidez y dulzura, encarnizados por el
llanto y por el insomnio, seguían el ir y venir de la hermana con esa distraída
persistencia del idiotismo. Parecía abrumada por el horror de su culpa; pero no
reflexionaba sobre ella; ni siquiera pensaba en el infortunio que había caído
para siempre sobre su vida.
Atormentada
por los celos, trémula de indignación y de despecho, Enriqueta escarbaba con
implacable saña en, aquella herida que era dolor de ambas, arrancándole las más
crueles confesiones a la hermana, quien las iba haciendo dócilmente con la
sencillez de un niño, llegando
a un inquietante extremo de exageración cuando Amelia le confesó que era madre.
a un inquietante extremo de exageración cuando Amelia le confesó que era madre.
Ella, que
tanto lo deseara, no había podido serlo durante su matrimonio ¿No era el colmo
de la crueldad del destino para con ella, que tuviese que amargar más aún, con
el despecho de su esterilidad su dolor y su ira de esposa ofendida, de hermana
traicionada? ¡Esto sólo le faltaba: tener de qué avergonzarse!
Al cabo la
violencia misma de sus sentimientos la rindió. Lloró largo rato,
desesperadamente; luego más dueña de sí misma y aquietada por el saludable
estrago de su tormenta interior, le dijo a la hermana con una súbita resolución:
—Bien. Hay
que tratar ahora de ver si se salva algo: siquiera el concepto de los demás.
Nos iremos de aquí, donde todo el mundo nos conoce y nos sacarían a la cara esta
vergüenza. Nos instalaremos en el campo hasta que tu hijo haya nacido. Y será
mío. Yo mentiré y me prestaré a la comedia para salvarte a ti de la deshonra...
y...
Pero no se
atrevió a expresar su verdadero sentimiento, agregando: y para librarme yo de
las burlas de la gente. Porque en aquel rapto de heroica abnegación no podía faltar,
para que fuese humana, el flaco impulso de una pequeña pasión.
Amelia la
oyó con sorpresa y se le llenaron de lágrimas los ojos que parecían haber
olvidado el llanto: su instinto maternal midió un instante la enormidad del
sacrificio que se le exigía. Respondió resignada:
—Bueno,
Enriqueta. Como tú digas. Será tuyo.
II
Confundiéndolas
en un mismo amor creció Gustavo Adolfo al lado de aquellas dos mujeres que se
veían y se deseaban para colmarlo de ternuras.
Era un
pugilato de dos almas atormentadas por el secreto, para adueñarse plenamente de
la del niño que era de ambas y a ninguna pertenecía.
—¡Mi hijo!
¡Mi hijito!. ..
Decía
Enriqueta, comiéndoselo a besos, con el corazón torturado por el anhelo
maternal que se desesperaba ante la evidencia de su mentira.
—¡Muchacho!
¡Muchachito!
Exclamaba
Amelia, sufriendo la pena de Tántalo por no poder satisfacer su orgullo materno
ostentando la verdad de su amor.
Y a medida
que el niño crecía aumentaba el conflicto sentimental que cada una llevaba
dentro del alma. Celábanse y espiábanse mutuamente: Enriqueta siempre temerosa
de que Amelia descubriese algún día la verdad al niño; Amelia de continuo en
acecho de las extremosas ternuras de la hermana para superarlas con las suyas.
Por momentos
esta perenne tensión de sus ánimos se resolvía en crisis de odio recíproco.
Acontecíales muy a menudo pasar días enteros sin dirigirse palabra, cada cual encerrada
en su habitación, para no tener que sufrir la presencia de la otra, y cuando se
sentaban en la mesa o, por
las noches, se reunían en la sala en torno al niño que charlaba copiosamente hasta caer rendido de sueño sobre el sofá, una y otra lanzábanse feroces reojos a hurtadillas de la criatura que hacía las veces de intérprete entre ambas. A veces un simultáneo impulso de ternura reunía sobre la infantil cabecita las manos de ellas que se encontraban y tropezaban en una misma caricia; bruscamente las retiraban a tiempo que sus bocas contraídas por duros gestos de encono, dejaban escapar gruñidos que unas veces provocaban la hilaridad y otras la extrañeza del niño.
las noches, se reunían en la sala en torno al niño que charlaba copiosamente hasta caer rendido de sueño sobre el sofá, una y otra lanzábanse feroces reojos a hurtadillas de la criatura que hacía las veces de intérprete entre ambas. A veces un simultáneo impulso de ternura reunía sobre la infantil cabecita las manos de ellas que se encontraban y tropezaban en una misma caricia; bruscamente las retiraban a tiempo que sus bocas contraídas por duros gestos de encono, dejaban escapar gruñidos que unas veces provocaban la hilaridad y otras la extrañeza del niño.
Pero la
misma fuerza de la abnegación con que sobrellevaban la enojosa situación no
tardaba en derramar su benéfico influjo sobre aquellos espíritus exasperados
por el amor y roídos por el secreto. Bastaba que un donaire del niño sacase a
las bocas endurecidas por la pasión rencorosa, la ternura de una sonrisa;
mirábanse entonces largamente, hasta que se les humedecían los ojos, y reconociéndose
mutuamente buenas y sintiéndose confortadas por el sacrificio, olvidaban sus
mutuos recelos, para decirse:
—¡Lo qué
debes sufrir tú!
—Tú eres
quien más sufres... y por mi culpa.
Eran
momentos de honda vida interior que a veces no llegaba a sus conciencias bajo
la forma de un pensamiento; pero que estaba allí; como el agua de los fondos,
dándoles la momentánea intuición de algo inefable que atravesara sus
existencias revelando cuanto de divino duerme en la entraña de la grosera substancia
humana; instantes de una intensa felicidad sin nombre que les levantaba las
almas en una suspensión de arrobamientos. Eran sus horas de santidad.
Y eran
entonces los ojos del niño los que parecía que acertasen a ver mejor estos
relámpagos de ángel en las miradas de ellas, porque siempre que aquello
aconteció, Gustavo Adolfo se quedó súbitamente serio, viéndolas a las caras transfiguradas,
con un aire inexpresable.
III
Así
transcurrió el tiempo y Gustavo Adolfo llegó a hombre.
Mansa y
calmosa, su vida discurría al arrimo de las extremadas ternuras de aquellas dos
mujeres que eran para él una sola madre y en cuyas almas el fuego del
sacrificio parecía haber consumido totalmente las escorias del recelo egoísta y
del amor codicioso. Pero un día -él nunca pudo decir cuando ni por qué-, una
brusca eclosión de subconciencia le llenó el espíritu de un sentimiento
inusitado y extraño: era como una expectativa de algo que hubiese pasado ya por
su vida y que, de un momento a otro hubiera de volver.
De allí en
adelante acontecióle sentir esto muy a
menudo, sobre todo cuando viniendo de la calle, ponía el pie en su casa. En
veces fue tan lúcida esta visión inmaterial que llegó a adquirir la convicción
de que toda su vida estaba sostenida sobre un misterio familiar, que él no
podía precisar cuál fuese, a pesar de que, en aquellos momentos, estaba seguro
de haber tenido en él inequívocas revelaciones, allá en su niñez. Sobrecogido
de este sentimiento, que no se ocupaba de analizar, cada vez que entraba en su casa
deteníase en el zaguán, con el oído contra la puerta, espiando el silencio
interior, convencido de que algún día terminaría por oír la palabra que
descorriese el velo de su inquietante misterio.
Y la escuchó
por fin.
A tiempo que
él entraba en el zaguán oyó la voz airada de Enriqueta diciéndole a Amelia:
—Y si no
hubiera sido por mí, ¿qué sería de ti? Ni tu hijo te querría, porque Gustavo
Adolfo no te hubiera perdonado el que lo hayas hecho hijo de una culpa. Me traicionaste,
me quitaste el amor de mi marido...
—Pero te di
mi hijo. .. ¿qué más quieres? Te he dado lo que tú no supiste tener. Me debes
la mayor alegría de una mujer: oír que la llamen madre. Y te la he dado a costa
mía. ..
—¡Traidora!.
.. Mala mujer. ..
—¡Estéril!...
IV
Han pasado
años y años… Están viejas y solas… Gustavo Adolfo las ha abandonado... Se
revolvió del zaguán donde oyó la vergonzosa revelación de su misterio y no
volvió más a la casa... Lo esperaron en vano, aderezado el puesto en la mesa,
abierto el portón durante las
noches. .. ¡Ni una noticia de él! Tal vez había muerto…
noches. .. ¡Ni una noticia de él! Tal vez había muerto…
Todavía lo
aguardaban. El ruido de un coche que se detuviera cerca de la casa les hacía
saltar los corazones… esperaban conteniendo el aliento, aguzados los oídos
hacia el silencio del zaguán. .. y pasaban largos ratos bajo las puertas de sus
dormitorios que daban al patio en una espera anhelosa... luego se metían de
nuevo a sus habitaciones a llorar...
¡La vida
rota! Destrozada en un momento de violencia por un motivo baladí: años de
sacrificios, dos existencias de heroica abnegación frustradas de pronto porque
a una se le cayó una copa de las manos y la otra profirió una palabra dura. Así
comenzó aquella disputa vulgar y estúpida en la cual se fueron enardeciendo
hasta concluir sacándose a las caras las mutuas vergüenzas; y así terminó para
ellas, de una vez por todas, la felicidad que disfrutaban en torno al hijo
común, y la santa complacencia de sí mismas, que experimentaban cuando medían
el sacrificio que cada una había hecho y se encontraban buenas…
Ahora las
atormentaba la soledad... el silencio de días enteros, martirizándose con el
inútil pensamiento:
—¿Por qué se
me ocurrió decir aquello?
—¡Dios mío!
¿Por qué no me quitaste el habla?
—¡Y todo por
una copa rota! ¡Quién pudiera recoger las palabras que no debió pronunciar!
—¡La hora
menguada!...
Caracas,
abril de 1919
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