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William Faukkner (New Albany, Misisipi. USA 1897 - Byhalia, Misisipi USA 1962) |
“Smoke”,
1932
Anselm
Holland llegó a Jefferson hace muchos años. De dónde, nadie lo sabía. Pero era
joven entonces, y un hombre de variados recursos, o por lo menos, de presencia,
porque antes de que hubieran transcurrido tres años estaba casado con la única
hija de un hombre que poseía dos mil acres de las mejores tierras del distrito,
y fue a vivir en la casa de su suegro, donde dos años más tarde su mujer le dio
dos hijos, y donde a los pocos años murió aquel, dejando a Holland en total
posesión de la propiedad, que estaba a la sazón a nombre de su mujer. Pero aun
antes del hecho, los de Jefferson lo habíamos oído aludir, en tono algo más
alto de lo conveniente, a “mi tierra, mi cosecha”; y aquellos de nosotros cuyos
padres y abuelos se habían criado en el lugar lo mirábamos con cierta frialdad
y recelo, como a un hombre sin escrúpulos, además de violento, según rumores
oídos entre los colonos blancos y negros y entre otros con quienes había tenido
algún trato. Pero por consideración a su mujer y por respeto a su suegro,
siempre lo tratamos con cortesía, ya que no con afecto. Así, pues, cuando ella
murió, siendo los mellizos todavía niños, consideramos que él era el
responsable, y que la vida de la pobre se había agostado frente a la torpe
violencia de aquel forastero ignorante. Y cuando sus hijos llegaron a la edad
adulta, y primero uno y luego el otro dejaron para siempre el hogar, no nos
sorprendimos. Por fin, cuando un día, hace seis, Holland fue hallado muerto, un
pie trabado en uno de los estribos del caballo ensillado que acostumbraba
cabalgar, y el cuerpo horriblemente destrozado, porque, aparentemente, el
animal lo había arrastrado a través del cerco de palos, y eran todavía
visibles, en el lomo y en los flancos del caballo, las marcas de los golpes que
le había dado en uno de sus accesos de ira, ninguno de nosotros lo lamentó, por
cuanto poco tiempo atrás había cometido un acto que, para los hombres de
nuestro pueblo, nuestra época y nuestras creencias, era el más imperdonable de
los ultrajes.
El día en
que murió, se supo que había estado profanando las tumbas de la familia de su
mujer; y aun la de ella, donde descansaba desde hacía treinta años. De esta
suerte, aquel viejo trastornado y carcomido por el odio fue enterrado entre las
tumbas que había intentado violar, y a su debido tiempo se presentó el
testamento para su legalización. Nos enteramos de la esencia del testamento sin
sorpresa alguna. No nos sorprendió saber que aun después de muerto, Holland
había asestado un último golpe a los únicos a quienes podía herir y ofender: a
su carne y su sangre que le sobrevivía.
En la
época de la muerte de su padre, los mellizos tenían cuarenta años. El menor, el
joven Anse, como lo llamaban, había sido, según decían, el predilecto de la
madre, quizás por ser el más parecido al padre. Sea como fuere, desde que ella
murió, siendo los mellizos casi niños, siempre teníamos noticias de
dificultades entre el viejo y el joven Anse, con Virginius, el otro mellizo,
actuando como mediador y recibiendo en pago de sus afanes las maldiciones de
padre y hermano. Virginius era así. El joven Anse también tenía sus cosas, y
poco antes de cumplir veinte años huyó de la casa paterna y no volvió en diez
años. Cuando volvió, él y su hermano eran mayores de edad, y Anse, a fin de
recibir su parte, solicitó formalmente a su padre la división de las tierras
que, según se enteraba ahora, este tenía solamente en custodia. El viejo Anselm
rehusó violentamente. Sin duda, la solicitud había sido hecha con igual
violencia, ya que ambos, el viejo y el joven Anse, eran tan parecidos. Oímos
decir que, por extraño que parezca, Virginius se había puesto de parte de su
padre. Lo oímos decir, eso es todo. Pero la tierra quedó intacta; y oímos decir
cómo, en una escena de violencia inusitada aun para ellos, una escena de tal violencia
que los sirvientes negros huyeron de la casa y se dispersaron hasta la mañana
siguiente, el joven Anse partió, llevando consigo el par de mulas que le
pertenecía; y desde aquel día hasta el día de la muerte de su padre, aun
después de que Virginius se viera a su vez obligado a abandonar el hogar
paterno, Anse no volvió a hablar a su padre y a su hermano. Pero esta vez no
salió del distrito, sin embargo. Se trasladó simplemente a las colinas, desde
donde “podía ver qué hacían el viejo y Virginius” (según decíamos algunos de
nosotros y lo pensaban todos). Y durante los quince años siguientes vivió solo
en una choza de dos habitaciones, como un ermitaño, preparando sus comidas y
yendo al pueblo con su par de mulas no más de cuatro veces por año. Algún tiempo
antes lo habían arrestado y juzgado por destilar whisky. No se defendió, se
negó a alegar en contra o en favor de la acusación; se le impuso una multa
tanto por su delito como por haber desafiado a la justicia; y cuando Virginius
se ofreció a pagarla, tuvo un acceso de ira exactamente igual a los de su
padre. Trató de agredir a Virginius en la sala de audiencias, y por propia
solicitud fue a la penitenciaría; lo indultaron ocho meses más tarde por su
buen comportamiento, y volvió a su choza ese hombre moreno, silencioso, de
rasgos aquilinos, a quien tanto vecinos como extraños dejaban severamente solo.
El otro
mellizo, Virginius, permaneció en la propiedad, cultivando las tierras a las
cuales su padre nunca había hecho justicia mientras vivió. Se decía, en verdad,
que el viejo Anse, viniera de donde viniese y como quiera que hubiese sido
educado, no lo había sido para agricultor. En vista de ello, solíamos decirnos,
convencidos de estar en lo cierto: “Esa es la dificultad entre él y el joven
Anse: ver a su padre maltratar la tierra que su madre había destinado para él y
Virginius.” Pero Virginius se quedó. Sin embargo, no podía pasar una vida muy
agradable. Más tarde comentamos que Virginius debió prever que semejante
arreglo no perduraría. Y aun más tarde dijimos: “Quizás lo sabía en realidad.”
Porque así era Virginius. Nunca se sabía, en ningún momento, en qué estaba
pensando. El viejo y el joven Anse eran como el agua. Agua turbia, tal vez;
pero todos conocían sus intenciones. En cambio, nadie sabía de antemano en qué
pensaba o qué haría Virginius. No sabíamos siquiera qué había ocurrido en
aquella oportunidad en que Virginius, que lo soportaba todo solo, mientras el
joven Anse estuvo lejos, fue por fin expulsado del hogar. No lo dijo a nadie,
probablemente ni a Granby Dodge. Pero conocíamos al viejo Anse y también a
Virginius, de modo que podíamos imaginar algo como lo que sigue:
Durante
el año siguiente a la partida del joven Anse con sus dos mulas hacia las
colinas, contemplamos la furia del viejo Anse. Por fin un día se produjo el
estallido. Probablemente, de la siguiente manera:
- Crees
que ahora que se ha ido tu hermano podrás quedarte simplemente, y guardártelo
todo, ¿no?
- No
quiero todo -habría dicho Virginius-. Solo quiero mi parte.
- ¡Ah!
Querrías que se dividiese ahora mismo, ¿no? ¡Recriminarme, como él, porque no
se hubiese dividido cuando ustedes fueron mayores de edad!
- Preferiría
tener una pequeña parte de la tierra y explotarla bien, a verla como está ahora
-habría respondido Virginius, siempre ecuánime, siempre sereno; pues nadie en
el distrito vio nunca a Virginius perder la compostura, o siquiera alterarse,
ni aun cuando Anse intentó agredirlo en la sala de audiencias, en oportunidad
de aquella multa.
- Querrías
eso, ¿no? Aunque haya sido yo quien la ha mantenido todos estos años, pagando
los impuestos, mientras tú y tu hermano ahorraban dinero año tras año, libres
de impuestos.
- Sabes
muy bien que Anse nunca ahorró nada en toda su vida -decía Virginius-. Di lo
que quieras de él, pero no lo acuses de avaricia.
- ¡Tienes
razón! Fue bastante hombre como para venir aquí y exigirme lo que consideraba
suyo, y para irse cuando no lo obtuvo. En cambio tú… tú te quedas aquí,
esperando que me muera, con esa maldita boca de aserrín que tienes. Págame los
impuestos de tu mitad desde el día que murió tu madre, y es tuya.
- No
-decía Virginius-. No pagaré.
- No.
Naturalmente que no. ¿Para qué gastar tu dinero en la mitad de la tierra cuando
algún día la tendrás toda sin poner un centavo?
A
continuación veíamos mentalmente al viejo Anse, con su cabeza hirsuta y sus
pobladas cejas, poniéndose bruscamente de pie, pues hasta ahora los habíamos
imaginado conversando sentados, como dos hombres civilizados.
-¡Vete de
mi casa! -y Virginius, sin moverse, de pie, observaba a su padre, mientras el
viejo Anse iba hacia él con el puño levantado-. ¡Vete! ¡Fuera de mi casa! ¡Mira
que te…!
Y
entonces Virginius se fue. No se apresuró, ni corrió. Preparó todo lo que le
pertenecía, mucho más de lo que llevara Anse. Bastantes cosas; y partió a
cuatro o cinco millas de distancia, a vivir con un primo, hijo de una parienta
lejana de su madre. El primo vivía solo, y en una buena granja, aunque abrumada
de hipotecas; pues tampoco él era agricultor, sino mitad comerciante de
caballos y mulas y mitad predicador; un hombre pequeño, rubio, sin ningún rasgo
definido, a quien nadie podría recordar un minuto después de haber dejado de
mirarlo, y probablemente no más eficiente en esas sus actividades que en la
agricultura. Sin prisa se fue, pues, Virginius, y sin la inmensa y violenta
decisión de su hermano; pero, por extraño que parezca, aunque fuera violento y
lo mostrara, no teníamos en menos al joven Anse. En realidad, siempre miramos
también a Virginius con cierta desconfianza; tenía demasiado dominio de sí
mismo. Y es propio de la naturaleza humana confiar antes en quienes no saben
depender de sí mismos.
Llamábamos
a Virginius hombre reconcentrado; no nos sorprendió, pues, enterarnos de la
forma en que había usado sus ahorros para levantar la hipoteca de la granja de
su primo. Tampoco nos sorprendió cuando, un año más tarde, supimos que el viejo
Anse se negaba a pagar los impuestos sobre su tierra y que, dos días antes de
expirar el plazo, el oficial de justicia había recibido por correo y en forma
anónima una suma en efectivo que saldaba la deuda de Holland hasta el último
centavo.
-¡Siempre
este Virginius! -dijimos, puesto que, según creíamos, el dinero no necesitaba
ir acompañado por el nombre del remitente. El oficial de justicia había notificado
al viejo Anse.
-¡Sáquela
a la venta y váyase al diablo! -dijo el viejo Anse-. ¡Si cree que solo tiene
que sentarse a esperar, esa maldita cría que tengo…!
- El
oficial hizo avisar al joven Anse.
- La
tierra no es mía -repuso este.
A
continuación notificó a Virginius, y este vino al pueblo y examinó las
planillas de impuestos con sus propios ojos.
- Traigo
todo aquello de que puedo disponer en este momento -dijo-. Por supuesto, si él
la abandona, espero poder obtenerla. Pero, no sé. Una buena granja como esa no
durará mucho ni se desvalorizará.
Y eso fue
todo. Ni enojo, ni asombro, ni sentimiento. Pero Virginius era muy
reconcentrado; no nos sorprendimos al saber que el oficial de justicia había
recibido un paquete de dinero con la siguiente nota anónima: Importe de los
impuestos de la granja de Anselm Holland. Enviar recibos a Anselm Holland,
padre.
-¡Este
Virginius…! –comentamos. Durante el año siguiente pensamos mucho en Virginius,
solo en una granja ajena, cultivando tierras ajenas, contemplando la ruina
progresiva de la granja y de la casa donde había nacido y que por derecho eran
suyas. En efecto, el viejo las estaba abandonando totalmente, ahora: año tras
año los anchos campos se cubrían otra vez de maleza y de zanjas, a pesar de que
cada año el oficial de justicia recibía invariablemente aquel dinero anónimo y
enviaba el recibo al viejo Anse; porque ya este había dejado de venir al
pueblo, la casa misma se derrumbaba sobre su cabeza, y nadie, salvo Virginius,
se detenía ya frente a ella. Cinco o seis veces por año Virginius solía llegar
cabalgando hasta la galería del frente, y el viejo salía y le gritaba salvajes
y violentos improperios, mientras Virginius permanecía tranquilo, conversando
con los pocos negros que quedaban; y luego de comprobar con sus propios ojos
que su padre estaba bien, se alejaba nuevamente. Pero nadie más se detenía
allí, a pesar de que, de vez en cuando, desde lejos, alguien veía al viejo
recorriendo los campos desolados y cubiertos de maleza, en el viejo caballo
blanco que habría de matarlo.
Por fin,
el verano pasado nos enteramos de que estaba excavando las tumbas en el
bosquecillo de cedros donde descansaban cinco generaciones de familiares de su
mujer. Un negro mencionó el hecho, y el funcionario de sanidad del distrito fue
hacia allí y halló el caballo blanco atado a un árbol, y al viejo saliendo del
bosquecillo con una escopeta. El funcionario regresó, y dos días más tarde un
oficial de la policía fue a su vez y halló al viejo tendido junto al caballo,
un pie trabado en el estribo, y sobre el anca del animal las marcas terribles
del palo; no una correa, sino un palo, con que lo había golpeado una y otra
vez.
Lo
enterraron entre las tumbas que profanó. Virginius y su primo asistieron al
entierro. En realidad, formaban toda la concurrencia, porque el joven Anse no
estuvo presente. Ni tampoco se acercó al lugar, a pesar de que Virginius
permaneció en la casa el tiempo suficiente para cerrarla y despedir a los
negros. Después regresó a casa de su primo, y oportunamente se presentó el
testamento del viejo Anse al juez Dukinfield para su legalización. La esencia
del testamento no era un secreto para nadie: todos nos enteramos de ella. Todo
estaba en regla, y no nos sorprendió su regularidad, su contenido, ni su
expresión… con excepción de aquellos dos legados: …dejo y confiero mi
propiedad a mi hijo mayor Virginius, siempre que pruebe a satisfacción del
magistrado… que fue el antedicho Virginius quien ha estado pagando los
impuestos de mis tierras… debiendo ser el magistrado el juez exclusivo e
indisputado de dicha prueba.
Los otros
dos legados eran:
A mi hijo
menor Ame… dejo dos juegos completos de arneses para mulas… con la condición de
que Amelm utilice estos arneses para hacer una visita a mi tumba. De lo
contrario, dichos arneses pasarán definitivamente a formar parte… de mis
bienes, arriba señalados.
A mi
primo político Granby Dodge dejo… un dólar en efectivo que deberá utilizar para
la compra de un libro o libros de himnos religiosos, como testimonio de mi
gratitud por haber alimentado y alojado a mi hijo Virginius desde que…
Virginius abandonó mi techo.
Este era
el testamento. Y nos mantuvimos a la expectativa para ver u oír qué haría o
diría el joven Anse. No vimos ni oímos nada. Luego esperamos ver qué haría
Virginius. Y este tampoco hizo nada. No sabíamos, en fin, qué hacía ni qué
pensaba. Pero Virginius era así. De todas maneras, todo había terminado. Todo
lo que debía hacerse era esperar que el juez Dukinfield legalizase el
testamento. Luego Virginius entregaría a Anse su mitad, si en verdad pensaba
hacerlo. Sobre este punto las opiniones divergían. “Él y Anse nunca tuvieron
diferencias”, decían algunos. “Virginius nunca tuvo dificultades con nadie”,
decían otros. “Si te apoyas en eso, tendría que dividir la granja con todo el
distrito.” “Pero fue Virginius quien quiso pagar la multa que…”, decían los
primeros. “También fue Virginius quien se puso de parte de su padre cuando el
joven Anse pidió la división de la tierra”, argumentaban los segundos.
Así,
pues, esperamos y observamos. Ahora observábamos, asimismo, al juez Dukinfield:
de pronto, fue como si todo el asunto estuviese en sus manos, como si estuviese
sentado como un dios sobre la risa vengativa y burlona de aquel viejo que aun
después de muerto y enterrado se resistía a morir, y sobre aquellos dos
hermanos irreconciliables que durante quince años parecían haber estado muertos
el uno para el otro. No obstante ello, pensábamos que, en su último golpe, el
viejo Anse había desvirtuado sus fines; que al designar al juez Dukinfield, la
furia de Holland lo había derrotado porque en la persona del juez Dukinfield
considerábamos que el viejo Anse había elegido al único entre todos nosotros
con probidad, honor y sentido común suficientes; con ese tipo de honor y
sentido común que nunca ha tenido tiempo de confundirse ni dudar de sí mismo
por excesivo conocimiento de la ley. El hecho mismo de que la legalización de
un documento tan sencillo le llevase aparentemente tanto tiempo era para
nosotros prueba adicional de que el juez Dukinfield era el único entre todos
que creía que la justicia es cincuenta por ciento de conocimiento legal y cincuenta
por ciento de serenidad y de confianza en sí mismo y en Dios.
A medida
que se aproximaba el fin del plazo legal, observábamos al juez Dukinfield
recorrer diariamente el trayecto entre su casa y su oficina, situada en el
Ayuntamiento. Se movía lentamente, sin prisa, aquel viudo de sesenta años o
más, majestuoso, de cabellos blancos, con ese porte erguido y altivo que los
negros llaman “echado para atrás”.
Poseía
pocos conocimientos de la ley y un sólido sentido común; durante trece años y
hasta la fecha no había tenido contrincantes para las elecciones; y aun
aquellos que más se enfurecían por su aire de condescendencia serena y afable
votaban por él cuando llegaba la ocasión, con una especie de confianza y fe
infantiles. Lo observábamos, por lo tanto, con impaciencia, sabiendo que lo que
hiciera finalmente estaría bien, no porque lo hiciera él, sino porque nunca
permitiría a nadie, ni a sí mismo, hacer nada hasta que estuviera bien. Y todas
las mañanas lo veíamos cruzar la plaza a las ocho y diez exactamente, y entrar
en el edificio donde estaba su oficina, en la cual su sirviente negro lo había
precedido exactamente diez minutos antes, con la precisión cronométrica con que
la señal anuncia la llegada de un tren, a fin de abrir la oficina para la
jornada. El juez entraba en la oficina, y el negro ocupaba una vez más su sitio
en una silla de tijera remendada con alambre, en el corredor embaldosado que
separaba la oficina del resto del edificio, y allí permanecía sentado,
dormitando, todo el día, como lo hiciera durante diecisiete años. Luego, a las
cinco de la tarde, el negro se despertaba y entraba en la oficina, quizás para
despertar al juez, quien había vivido lo suficiente para saber que el apremio
de cualquier actividad existe tan solo en la mente de ciertos teóricos que no
tienen actividades propias; finalmente, veíamos a ambos cruzando la plaza, en
fila india, siguiendo la calle que conducía a su casa; los dos con la mirada al
frente, y separados unos metros, caminando tan erguidos que las dos levitas confeccionadas
por el mismo sastre a la medida del juez caían de los dos pares de hombros en
un solo plano, como una tabla, sin insinuación de cintura ni caderas.
Una
tarde, poco después de las cinco, la gente empezó de pronto a correr a través
de la plaza en dirección al Ayuntamiento. Otras personas vieron esto y
corrieron a su vez, con sus pesados pasos resonantes sobre el pavimento, entre
carros y automóviles, las voces tensas, insistentes: ¿Qué? ¿Qué pasa…? ¡El juez
Dukinfield!, corría la voz; y todos siguieron corriendo hasta llegar al
corredor embaldosado entre el edificio y la oficina, donde el viejo negro, con
su casaca heredada, estaba de pie agitando las manos en el aire. Pasaron junto
a él y entraron rápidamente en la oficina. Detrás de su mesa estaba sentado el
juez, echado algo hacia atrás en su asiento, muy cómodo. Tenía los ojos
abiertos y un balazo exactamente sobre el puente de la nariz, de modo que
parecía tener tres ojos en hilera. Era un balazo, sí, pero a pesar de ello
nadie había oído ningún ruido en todo el día: ni la gente en la plaza, ni el
viejo negro sentado en su silla en el corredor.
Aquel día
Gavin Stevens estuvo ocupado mucho tiempo: Gavin, con su pequeña caja de
bronce. En efecto, al principio el jurado no comprendía adónde quería llegar;
si en verdad había en el recinto quien lo comprendiera, entre el jurado, los
dos hermanos, el primo y el viejo negro. Por fin, el presidente del jurado le
preguntó inopinadamente:
- ¿Afirma
usted, señor Gavin, que hay una conexión entre el testamento del señor Holland
y el asesinato del juez Dukinfield?
- Sí
-repuso el fiscal del distrito-. Y afirmaré más que eso.
Todos se
miraron: el jurado, los dos hermanos. Solo el viejo negro y el primo no
levantaron la cabeza. En la última semana el negro había envejecido
aparentemente cincuenta años. Su función pública databa del mismo día que la
del juez; en verdad, era consecuencia del nombramiento del juez, a quien había
servido durante tanto tiempo, que ya nadie recordaba cuánto. Era mayor que el
juez, si bien hasta aquella tarde de una semana atrás siempre aparentó tener
cuarenta años menos: una figura esmirriada, deforme con su voluminosa levita,
que llegaba a la oficina diez minutos antes que el juez, y la abría y barría y
quitaba el polvo de la mesa de trabajo sin mover un solo objeto, con experta
prolijidad, fruto de diecisiete años de práctica, y por fin se instalaba a
dormitar en la silla remendada con alambre en medio del corredor. Aparentaba
dormir, en realidad. La otra forma de llegar a la oficina era por la estrecha
escalera privada que comunicaba con la sala de audiencias, utilizada solamente
por el juez cuando presidía el tribunal durante el período de sesiones. Aun
entonces debía cruzar el corredor y pasar a menos de dos metros de la silla del
negro, a menos que siguiese el corredor hasta donde formaba una L, debajo de la
única ventana de la oficina, y trepase por ella. En realidad, ningún hombre ni
mujer había pasado nunca cerca de aquella silla sin ver abrirse
instantáneamente los rugosos párpados del negro, y descubrir los ojos castaños
sin iris, propios de la vejez. De vez en cuando nos deteníamos a conversar con
él, para oír su voz, vertida en la elocuente pero defectuosa pronunciación de
la fraseología legal, rotunda, sin sentido, que había adquirido
inconscientemente, como quien recoge gérmenes de enfermedades, y que reproducía
con aquella profundidad ex cathedra que, a más de uno de nosotros, nos hacía
escuchar al juez con afectuoso regocijo. Pero a pesar de todo era muy viejo; a
veces olvidaba nuestros nombres y nos confundía mutuamente; y al confundir
nuestros rostros y también nuestras generaciones, solía despertar de su ligero
sueño para llamar a visitantes que no estaban presentes, que habían muerto
hacía muchos años. Aun así, no se sabía de nadie que hubiese logrado pasar
inadvertido junto a él.
Pero el
resto de los presentes observaba a Stevens: el jurado cerca de la mesa, los dos
hermanos sentados en los extremos opuestos del banco, con sus rostros morenos,
aquilinos, idénticos, los brazos cruzados en gestos idénticos.
- ¿Afirma
usted que el asesino del juez Dukinfield está presente? -preguntó el presidente
del jurado.
- El
fiscal del distrito miró a todos los rostros que lo contemplaban.
- Estoy
dispuesto a afirmar más que eso -dijo.
- ¿Afirmar?
-repitió Anselm, el mellizo más joven. Estaba sentado solo, en un extremo del
banco, con toda la extensión de este entre él y su hermano, a quien no había
dirigido la palabra en quince años, mientras observaba a Stevens con una mirada
dura, furiosa, sin pestañear.
- Sí
-dijo Stevens.
De pie
junto a un extremo de la mesa, comenzó a hablar, sin dirigirse a nadie en
particular, con un tono ligero y anecdótico, refiriendo lo que ya sabíamos, y
dirigiéndose de vez en cuando al otro mellizo, Virginius, como buscando
corroboración. Habló acerca del joven Anse y su padre. Su tono era imparcial y
agradable. Parecía estar preparando la defensa de los sobrevivientes. Relató
cómo el joven Anse había abandonado el hogar en medio de una disputa, enojado,
con un enojo natural frente a la forma en que su padre trataba la tierra que
había sido de su madre y cuya mitad era en aquel momento legítimamente suya. Su
tono era tranquilo, conciso, sincero; en todo caso, levemente parcial hacia el
joven Anselm; eso es. Debido a esta aparente parcialidad, comenzó a surgir una
imagen del joven Anselm que lo condenaba por algo a la sazón ignorado; lo
condenaba en virtud de aquel mismo deseo de justicia y de aquel afecto por su
difunta madre, malogrado por la violencia heredada del mismo ser que lo había
agraviado. Y allí estaban sentados los dos hermanos, con un espacio de tabla,
gastada por el uso, entre ellos; el menor, contemplando a Stevens con aquella
mirada reprimida, intensa; el mayor, con igual intensidad, pero el rostro
inescrutable. A continuación Stevens contó cómo el joven Anselm, enojado, había
abandonado el hogar, y cómo, un año más tarde, Virginius, el más tranquilo, el
que siempre trataba de mantener la paz entre ellos, había sido expulsado a su
vez. Y nuevamente pintó Stevens un cuadro plausible y franco de los dos
hermanos separados no por el padre vivo, sino por lo que cada uno había
heredado de él, y atraídos, alimentados, por aquella tierra que no solo era
legítimamente suya, sino donde además yacían los huesos de la madre.
- Y allí
estaban ambos -prosiguió diciendo Stevens contemplando desde lejos la ruina
gradual de aquellas buenas tierras, el derrumbe de la casa donde nacieron y
donde nació su madre, por culpa de un viejo trastornado que, no pudiendo
hacerles otra cosa, había intentado al fin privarlos definitivamente de su
patrimonio, negándose a pagar los impuestos y exponiendo la propiedad a la
subasta. Pero alguien lo derrotó en este punto; alguien con previsión y dominio
de sí mismo suficientes como para callar acerca de algo que, de todos modos, a
nadie incumbía, en tanto se pagasen los impuestos. Así, pues, todo lo que debió
hacer fue esperar hasta que muriese el viejo. Era viejo, no hay que olvidarlo.
Y aun cuando hubiese sido joven, la espera no habría sido dura para un hombre
con dominio de sí mismo. Lo habría sido, en cambio, para un hombre violento y
rápido de genio, especialmente si ocurría que aquel hombre violento conocía o
sospechaba la esencia del testamento, y estaba además convencido, más aún,
seguro, de haber sido irrevocablemente agraviado y despojado de su ciudadanía y
su buen nombre por quien ya le había robado sus bienes, obligándolo a vivir
como un ermitaño en una choza entre los montes. Un hombre así no habría tenido
tiempo ni inclinación para preocuparse mucho, ni para esperar o dejar de
esperar algo.
Los dos
hermanos lo miraron. Parecían tallados en piedra, salvo los ojos de Anselm.
Stevens hablaba serenamente, sin dirigirse a nadie en particular. Había sido
fiscal del distrito tanto tiempo como el juez Dukinfield fuera magistrado. Era
egresado de Harvard: un hombre desgarbado, con una mata de rebeldes cabellos de
color gris acero, capaz de discutir la teoría de Einstein con profesores
universitarios y de pasar tardes enteras entre los hombres que se instalaban
junto a los rincones del almacén de ramos generales, conversando en el mismo
idioma de ellos. Llamaba a esto sus vacaciones.
- Luego
murió el padre, como lo habría previsto cualquier hombre poseedor de previsión
y dominio de sí mismo. Y se presentó su testamento para su legalización, y
hasta los habitantes de las colinas más apartadas se enteraron de su contenido:
se enteraron de cómo, por fin, aquella tierra maltratada pasaría a su legítimo
dueño o dueños; pues Anse Holland sabe tan bien como todos nosotros que Virge
nunca aceptaría ahora más de la mitad que le corresponde, con o sin testamento;
como no lo aceptó cuando su padre le dio oportunidad para ello. Porque si bien
ambos eran hijos de Anselm Holland, también lo eran de Cornelia Mardis. Pero
aunque Anselm no supiese ni creyese esto, habría sabido que la tierra que había
sido de su madre y en la cual yacían sus huesos sería bien tratada ahora. Por
ello, quizás, la noche en que se enteró de la muerte de su padre, quizás por primera
vez desde niño, desde antes de morir su madre tal vez, cuando ella subía a su
habitación durante la noche, lo miraba mientras dormía, y se retiraba luego
nuevamente, quizás por primera vez desde entonces, Anse durmió. Todo estaba
vengado ahora: el ultraje, la injusticia, el buen nombre perdido, y la mancha
de su condena, todo había pasado como en un sueño. Un sueño que era menester
olvidar ahora, porque todo estaba bien. Para aquella época, como imaginarán
ustedes, Anse estaba ya habituado a ser un ermitaño, a vivir solo; no podría
cambiar al cabo de tanto tiempo. Vivía más feliz donde estaba, solo en aquel
paraje alejado. Le bastaba saber que todo yacía en el pasado como un mal sueño,
y que la tierra, la tierra de su madre, su patrimonio y su mausoleo, estaban
ahora en manos del único hombre en quien podía confiar, y confiaría, aun cuando
no se hablaran entre ellos. ¿Comprenden?
Lo
miramos, sentados en torno de la mesa, intacta desde que murió el juez
Dukinfield, sobre la cual estaban todavía los objetos que, aparte del cañón de
la pistola, había contemplado en sus últimos instantes; los cuales nos eran a
todos familiares desde hacía muchos años: los papeles, el tintero sucio, la
lapicera roída a la cual se aferrara el juez, la pequeña caja de bronce que fue
su superfluo pisapapeles. Desde sus extremos opuestos en el banco, los mellizos
observaban a Stevens, inmóviles, absortos.
- No, no
comprendemos -dijo el presidente del jurado-. ¿Adónde quiere ir a parar? ¿Qué
relación tiene todo esto con el juez Dukinfield?
- Lo
siguiente: el juez Dukinfield debía legalizar el testamento, y entonces fue
asesinado. Era un testamento extraño; pero todos esperábamos eso del señor
Holland. Todo estaba en regla, y los herederos satisfechos; todos sabemos que
la mitad de la tierra es de Anse en el momento en que la solicite. Así, pues,
el testamento está bien. Su legalización debió ser una simple formalidad. A
pesar de ello, el juez Dukinfield pospuso su decisión durante más de dos
semanas, y entonces se produjo su muerte. Y así el hombre que creyó que todo lo
que debía hacer era esperar…
- ¿Qué
hombre? -preguntó el presidente.
- Espere
-dijo Stevens-. Todo lo que debía hacer el hombre era esperar. Pero no era la
espera lo que preocupaba a quien había esperado ya quince años. Era algo más,
que descubrió, o recordó, demasiado tarde. Algo que nunca debió haber olvidado,
porque se trata de un hombre perspicaz, un hombre con dominio de sí mismo y previsión;
un hombre con suficiente dominio como para esperar su oportunidad durante diez
años, y con previsión suficiente como para haber previsto todas las
contingencias, salvo una: su propia memoria. Y cuando era demasiado tarde,
recordó que otro hombre sabía también lo que él había olvidado. Y este hombre
que también lo sabía era el juez Dukinfield, y lo que el juez sabía era que
aquel caballo nunca pudo haber matado al señor Holland.
Cuando
calló la voz de Stevens, no se oyó un rumor en la sala. El jurado seguía
sentado en torno de la mesa, los ojos fijos en Stevens. Anselm volvió su rostro
hosco y torturado, miró a su hermano, y luego a Stevens nuevamente, y se
inclinó hacia adelante. Virginius no se había movido, ni se observaba ningún
cambio en su expresión grave, absorta. Entre él y la pared estaba sentado el
primo, con las manos sobre las rodillas y la cabeza baja, como si estuviese en
la iglesia. Solo sabíamos de él que era una especie de predicador ambulante, y
que, de vez en cuando, reunía tropillas de mulas y caballos estropeados y los
llevaba a alguna parte para venderlos o cambiarlos. Como era hombre de pocas
palabras, que en su trato con los hombres evidenciaba una timidez y falta de
confianza lamentables, lo compadecíamos con esa especie de disgusto compasivo
que inspira un gusano maltrecho, y hasta nos resistíamos a someterlo a la
agonía de responder afirmativa o negativamente a una pregunta. No obstante
ello, habíamos oído decir que los domingos, en el púlpito de las iglesias
rurales, se transformaba en otro hombre, cambiaba; su voz era entonces bien
timbrada, conmovedora y firme, y fuera de toda proporción con sus
características y actitud habituales.
- Ahora
imaginen ustedes la espera -dijo Stevens- con este hombre sabedor de lo que
ocurriría antes de que hubiese ocurrido, sabedor por fin de que la razón por la
cual nada había ocurrido, por la que el testamento había desaparecido
aparentemente de este mundo y del conocimiento de los hombres, era su olvido de
algo que nunca debió olvidar. Y ello era que el juez Dukinfield sabía que el
señor Holland no era quien había golpeado al caballo. Sabía que el juez
Dukinfield sabía que el hombre que había golpeado al caballo con el palo hasta
dejar marcas en su lomo era el hombre que primero mató al señor Holland, y
luego trabó su pie en uno de los estribos y golpeó al caballo con el palo para
que se espantase. Pero el caballo no se espantó; el hombre lo sabía de
antemano, lo sabía desde hacía años, pero lo había olvidado. Porque cuando
aquel animal era todavía un potrillo lo castigaron tan severamente en una
oportunidad, que desde entonces, al ver simplemente una correa en manos del
jinete, se echaba al suelo, como bien lo sabía el señor Holland y como lo
sabían los más allegados a la familia. El caballo se echó, pues, simplemente
sobre el cuerpo del señor Holland. Y al principio, eso vino muy bien. Es lo que
creyó el hombre durante una o dos semanas, acostado de noche en su cama y
esperando, luego de haber esperado quince años. Porque era entonces, cuando era
ya demasiado tarde y adivinó haber cometido un error, no recordó tampoco lo que
nunca debió haber olvidado. Y recordó esto por fin, cuando era demasiado tarde,
una vez descubiertos el cadáver y las marcas del palo sobre el caballo, marcas
que fueron objeto de comentarios, y era demasiado tarde para borrarlas.
Probablemente habían desaparecido ya para esa fecha, de todos modos. En cambio,
tenía solo un instrumento para borrarlas de la memoria de la gente. Imaginemos,
pues, a este hombre; su terror, su furia, su sensación de haber sido objeto de
una treta para la que no había represalias: ese furioso deseo de hacer
retroceder el tiempo un minuto siquiera, para deshacer o completar algo cuando
es ya demasiado tarde. Porque lo último que recordó cuando era ya demasiado
tarde fue que el señor Holland había adquirido el caballo del juez Dukinfield,
del hombre que estaba sentado en un estrado, dispuesto a decidir la validez del
testamento por el cual se conferían dos mil acres de las mejores tierras del
distrito. Y esperó, puesto que disponía de un solo instrumento para borrar las
marcas, y no ocurrió nada. No ocurrió nada, y él sabía por qué. Y esperó tanto
como se atrevía a esperar, hasta llegar a la conclusión de que estaba en juego
algo más que unas cuantas varas y acres de tierra. En consecuencia, ¿qué otra
cosa pudo hacer que lo que hizo?
Apenas
cesó de oírse la voz, cuando habló Anselm. Su voz era áspera, hostil.
- Está
equivocado -dijo.
Como una
sola persona, todos lo miramos: inclinado sobre el banco, con las botas
embarradas y las raídas ropas de trabajo, miraba a Stevens. Hasta Virginius se
volvió y lo miró un instante. Solo el primo y e! viejo negro no se movieron.
Aparentemente no prestaban atención.
- ¿En qué
estoy equivocado? -preguntó Stevens. Anselm no repuso. Miró a Stevens con odio.
- ¿Le
corresponderá la propiedad a Virginius si… si…?
- ¿Si
qué? -repitió Stevens.
- Si… él…
- ¿Si él…
hubiera sido asesinado?
- Sí.
- Sí.
Usted y Virginius recibirán la tierra sea o no válido el testamento, siempre
que Virginius la divida con usted. Pero el hombre que mató a su padre no estaba
seguro de ello, y no se atrevía a averiguarlo. Porque no deseaba esa solución.
Quería que Virginius la tuviese toda. Por ello deseaba que el testamento fuese
legalizado.
- Está
equivocado -dijo Anselm, con su tono áspero y brusco-. Yo lo maté. Pero no fue
por la maldita tierra. Ahora, llame al sheriff.
- Y
entonces fue Stevens quien, mirando fijamente el rostro furioso de Anselm, dijo
en voz baja:
- Y yo
afirmo que es usted quien se equivoca, Anse.
Durante
unos instantes los que observábamos y escuchábamos permanecimos, en medio de
esta inesperada revelación, en un estado de ensueño en el que se nos antojaba
saber de antemano qué ocurriría, y conscientes a la vez de que no tenía
importancia, porque pronto nos despertaríamos. Era como si estuviésemos fuera
del tiempo, contemplando los acontecimientos desde afuera, siempre afuera y más
allá del tiempo, desde aquel primer instante en que miramos nuevamente a Anselm
como si no lo hubiéramos visto nunca. Se oyó un rumor, un rumor leve como un
suspiro, un susurro, quizás de alivio: algo, en fin. Tal vez todos estábamos
pensando que por fin había terminado la pesadilla de Anselm; era como si
también nosotros hubiésemos retrocedido de pronto al punto donde, niño una vez
más, Anselm estaba en la cama, y su madre, quien, según decían, lo prefería,
cuya herencia él había perdido y cuyas cenizas, largo tiempo dormidas, fueron
profanadas en su lugar de reposo, entrase una vez más a contemplarlo antes de
partir de nuevo. Muy lejos estaba aquello en aquel tiempo, pero el camino era
recto. Y recto como era este camino del tiempo, el niño que durmió
tranquilamente en aquella cama se había perdido en él, como nos ocurre a todos,
como es inevitable que nos ocurra siempre; aquel niño estaba tan muerto como
cualquier otro de su sangre en el bosquecillo de cedros profanado, y cuando
mirábamos a ese hombre a través de aquel abismo insalvable, lo mirábamos con
compasión, tal vez, pero no con misericordia. Por ello el sentido de las
palabras de Stevens tardó tanto en penetrar en nuestras mentes como en la de
Anse, y Stevens mismo debió repetir:
-Yo
afirmo que está equivocado, Anse.
- ¿Qué?
-dijo Anse. Y entonces se movió. No se levantó, y sin embargo pareció lanzarse
de pronto hacia adelante, violentamente-. ¡Miente! Usted…
- Se
equivoca, Anse. Usted no mató a su padre. El hombre que mató a su padre es el
hombre que pudo planear y concebir el asesinato del anciano que se sentaba
aquí, detrás de esta mesa, día tras día, hasta que entraba el viejo negro, lo
despertaba y le decía que era hora de regresar a casa; un hombre que nunca hizo
sino bien a hombres, mujeres y niños, como él creía que Dios lo quería. No fue
usted quien mató a su padre. Usted exigió de él lo que consideraba suyo; y
cuando él se negó a dárselo, se fue, se alejó y nunca más le habló. Se enteró
de cómo estaba maltratando la propiedad, pero no dijo nada, porque para usted
era simplemente “la maldita tierra”. Calló hasta que se enteró de que un hombre
trastornado estaba excavando las tumbas donde reposaban la carne y la sangre de
su madre y la suya propia. Entonces, solo entonces, se acercó a su padre para
recriminarlo. Pero nunca sirvió usted para protestar, y él, por su parte, no
era hombre de escuchar a nadie. Y lo encontró allá, en el bosquecillo, con la
escopeta. Me imagino que no hizo mucho caso de ella: supongo que se la
arrebató, simplemente; luego lo castigó con sus propias manos, y lo dejó junto
a su caballo, creyendo tal vez que estaba muerto. Entonces ocurrió que alguien
pasó por allí, una vez que usted se fue, y lo encontró; puede que ese alguien
haya estado allí todo el tiempo, acechando. Alguien que también deseaba su
muerte. No por enojo ni por sentimientos ultrajados, sino por cálculo, o bien por
deseo de lucrarse a través de un testamento. Este hombre llegó, pues, allí y
vio lo que usted había dejado, y terminó la obra: enganchó el pie de su padre
en el estribo y trató de espantar al caballo golpeándolo; pero, en su apuro,
olvidó lo que no debió haber olvidado nunca. No, no fue usted. Porque usted
regresó a casa, y cuando se enteró de que lo habían encontrado, no dijo nada. Y
en aquel momento pensó algo que no se atrevió a decirse ni usted mismo. Cuando
se enteró del contenido del testamento, creyó conocer la verdad. Y se sintió
satisfecho. Había vivido tanto tiempo solo, que había perdido su juventud y
todo deseo de poseer bienes: solo quería vivir tranquilo, y que las cenizas de
su madre reposasen en paz. Y luego, ¿qué significaban la tierra y la posición
para un hombre sin ciudadanía y con un nombre deshonrado?
Escuchamos
en silencio, mientras el eco de la voz de Stevens moría lentamente en los
ámbitos del pequeño recinto, en el cual nunca corría una brisa ni una ráfaga de
aire, debido a su posición dentro del edificio.
- No fue
usted quien mató a su padre y al juez Dukinfield, Anse. Porque si el hombre que
mató a su padre hubiera recordado a tiempo que en una época el juez Dukinfield
fue propietario de ese caballo, el juez Dukinfield estaría vivo hoy.
Respirábamos
quedo, sentados junto a la mesa detrás de la cual estuvo también sentado el
juez Dukinfield cuando se vio frente al cañón de la pistola. La mesa estaba
intacta. Todavía reposaban allí los papeles, la lapicera, el tintero, la
pequeña caja de bronce curiosamente tallada que le trajo su hija de Europa doce
años atrás; con qué objeto, ni ella ni el juez lo sabían, ya que habría servido
solamente para guardar sales de baño o tabaco, y el juez no usaba ninguno de
esos dos artículos. Por ello la había conservado como pisapapeles, uso también
superfluo allí donde nunca soplaba una corriente de aire. Con todo, el juez la
tenía sobre la mesa; todos nosotros la conocíamos y lo habíamos visto jugar con
ella mientras conversaba: abriéndola y observando cómo se cerraba bruscamente
la tapa de resorte al menor roce.
Cuando
pienso en todo ello retrospectivamente, veo que el resto no debió llevarnos
tanto tiempo. Siento ahora que debimos saberlo en seguida, y aún siento,
asimismo, esa especie de disgusto sin piedad, que, después de todo, hace las
veces de compasión; como cuando contemplamos un gusano blando traspasado por un
alfiler y sentimos esa náusea de repulsión, mientras, como fascinados, nos
disponemos a apretarlo con la palma de la mano, simplemente, pensando: “¡Vamos!
Aplástalo. ¡Deshazlo de una vez!” Pero no era este el plan de Stevens. Porque
tenía un plan, y más tarde nos dimos cuenta de que, no pudiendo condenar al
culpable, este tendría que condenarse a sí mismo. El modo cómo lo logró fue muy
tortuoso: nosotros se lo dijimos después.
- ¡Ah!
-dijo entonces-. ¿Acaso la justicia no es injusta siempre? ¿No se compone
siempre de injusticia, suerte y lugares comunes en partes desiguales?
Sea como
fuere, no advertimos en el momento adónde se dirigía, cuando comenzó a hablar
nuevamente en aquel tono fácil, anecdótico, la mano apoyada ahora en la caja de
bronce. Lo que ocurre es que los hombres son movidos siempre, en buena parte,
por ideas preconcebidas. No son las realidades ni las circunstancias las que nos
sorprenden; sino el choque de lo que debimos haber sabido, si no hubiésemos
estado tan absortos en la creencia de lo que, más tarde, descubrimos haber
tomado por verdad, sin otra base que el haberlo creído así en aquel momento.
Stevens
estaba hablando una vez más del hábito de fumar: de cómo la gente no disfruta
verdaderamente del tabaco hasta que comienza a creer que le hace daño, y cómo
los no fumadores pierden una de las experiencias más gratas de la vida para un
hombre sensible: la convicción de estar sucumbiendo a un vicio que solo lo
puede dañar a él.
- ¿Fuma
usted, Anse? -preguntó.
- No
-repuso este.
- Usted
tampoco, ¿no, Virge?
- No
-repuso Virginius-. Ninguno de nosotros fumó nunca: ni mi padre, ni Anse, ni
yo. Ha de ser de familia.
- Un
rasgo familiar -comentó Stevens-. ¿Aparece también en la familia de su madre?
¿En su familia, Granby?
El primo
miró a Stevens durante una fracción de segundo, y aunque no se movió, pareció
que se retorcía lentamente, dentro de su traje ordinario pero aliñado.
- No, señor.
Yo nunca he fumado.
- Quizás
por ser predicador -observó Stevens. El primo no repuso, sino que miró
nuevamente a Stevens con su rostro benigno, tranquilo, desesperadamente tímido.
- Yo
siempre he fumado -dijo Stevens-, siempre, desde que me repuse de una
intoxicación de tabaco a los catorce años. Es mucho tiempo, el suficiente para
haberme hecho exigente en materia de tabaco. Pero la mayoría de los fumadores
son exigentes, a pesar de los psicólogos y de que se ha uniformado la calidad
de los tabacos. O quizás sean los cigarrillos los que han sido uniformados. O
quizás parezcan todos iguales a los legos, a los no fumadores. He notado, en
efecto, que los no fumadores suelen marearse al oler tabaco, así como el resto
de nosotros sentimos lo mismo frente a algo que no acostumbramos usar, que no
nos es familiar. Y esto, porque el hombre es movido por sus ideas preconcebidas
o, mejor dicho, tal vez, por sus prejuicios. Tenemos así a un hombre que vende
tabaco, aunque él no fuma; que ve a un cliente tras otro abrir el paquete y
encender un cigarrillo del otro lado del mostrador. Le preguntamos si todo
tabaco huele igual, si no le es posible distinguir uno de otro por el aroma. O
quizás por la forma, o el color del paquete; pues ni siquiera los psicólogos
han podido decirnos exactamente dónde cesa la visión y comienza el olfato, o
dónde cesa el oído y comienza la visión. Cualquier abogado puede corroborar
esto.
Nuevamente
lo interrumpió el presidente del jurado. Nosotros lo habíamos escuchado en el
mayor silencio, pero creo que todos conveníamos en que una cosa era mantener
desorientado al asesino, y otra a nosotros y al jurado.
- Debió
hacer todas esas indagaciones antes de convocarnos -dijo el presidente-. Aun
cuando se trate de pruebas, ¿para qué sirven si no capturamos al asesino? Están
muy bien las conjeturas, pero…
- Bien
-dijo Stevens-. Permítanme hacer otras más, y si ven que no estoy avanzando, me
lo dirán y yo desistiré de mi sistema y aceptaré el que me indiquen. Creo que
al principio considerarán ustedes que me tomo demasiadas libertades, hasta en
el uso de la conjetura. Pero encontramos al juez Dukinfield muerto, con un
balazo entre los ojos, sentado en esta silla, detrás de esta mesa. Esto no es
conjetura. Y el tío Job estuvo todo el día sentado en el corredor, donde
cualquiera que entrase en esta habitación, salvo que utilizase la escalera
privada de la sala de audiencias y luego la ventana, tendría que haber pasado a
menos de un metro de distancia de él. Y nadie que nosotros conozcamos ha pasado
nunca inadvertido junto a la silla del tío Job, en diecisiete años. Esto no es
conjetura.
- Pero,
¿cuál es su conjetura?
Stevens
estaba hablando de tabaco una vez más, del hábito de fumar.
- La
semana pasada me detuve a comprar tabaco en la farmacia de West, y este me
habló de un individuo que también era exigente en materia de tabaco. Mientras
sacaba el tabaco que yo fumo de un cajón, tomó una caja de cigarrillos y me la
dio. Estaba polvorienta, desteñida, como si hiciera mucho tiempo que la tenía,
y me contó que un viajante la había dejado hacía dos años. “¿Los ha fumado
alguna vez?”, me preguntó. “No -repuse-; han de ser cigarrillos de ciudad.” A
continuación West comentó haber vendido el otro paquete pocos días atrás.
Estaba detrás del mostrador, con el diario abierto sobre la mesa; por momentos
leía, pero a la vez atendía el comercio, pues el empleado había salido a
almorzar. Dice que no vio ni oyó al hombre hasta que estuvo junto al mostrador,
tan cerca de él que por poco lo hizo saltar con el susto. Un hombre menudo, con
ropas de ciudad, según dice West, que quería una marca de cigarrillos de la
cual él nunca había oído hablar. “No tengo esa marca”, dijo West. “No trabajo
con ella.” “¿Por qué?” “Porque no tiene venta aquí”, repuso West. Me describió
luego al hombre de la ciudad, cuyo rostro parecía el de un muñeco lampiño, con
ojos que miraban fijamente y una voz de timbre monótono. Dice West que cuando
se fijó en los ojos del hombre y vio las aletas de su nariz comprendió lo que
ocurría. En ese momento el hombre estaba ya intoxicado con drogas. “Nadie los
pide”, dijo, pues, West. “¿Y qué hago yo ahora?”, preguntó el hombre. “¿Tratar
de venderle papel cazamoscas?” En seguida el hombre compró el otro paquete de
cigarrillos y se fue. Y dice West que él, por su parte, estaba enojado y con el
rostro cubierto de sudor, como con deseos de vomitar. A mí me dijo: “Si hubiese
algo malo que no me atreviese a hacer por mí mismo, ¿sabes que haría? Le daría
diez dólares a ese individuo, le indicaría dónde está el objeto de la mala
acción y le diría que nunca más me dirigiera la palabra. Cuando salió sentí
exactamente esa sensación. Como si estuviese por vomitar.”
Stevens
miró a su alrededor, hizo una pausa. Todos lo observábamos atentamente.
- Vino en
un automóvil, un gran convertible, ese hombre de la ciudad. El hombre de la
ciudad que se quedó sin cigarrillos de su marca habitual.
Una vez
más se detuvo, y luego volvió la cabeza lentamente y miró a Virginius Holland.
Transcurrió un minuto, y vimos como ambos se miraron fijamente.
- Y me
dijo un negro que el automóvil estuvo detenido en el establo de Virginius
Holland la noche que mataron al juez Dukinfield.
Durante
otro intervalo observamos a ambos mientras se miraban mutuamente, sin el menor
cambio de expresión en sus rostros. Stevens hablaba con tono tranquilo,
especulativo, casi un murmullo.
- Alguien
trató de impedir que viniese aquí con el automóvil, ese vehículo tan grande,
que cualquiera que lo viese una vez lo recordaría y reconocería. Tal vez ese
alguien intentó impedirle que viniese en el automóvil y lo amenazó. Solo que el
hombre de la ciudad a quien el licenciado West vendió los cigarrillos no era
persona de soportar amenazas.
- Y al
decir alguien, se refiere usted a mí -dijo Virginius.
No se
movió, ni volvió la cabeza, ni desvió la mirada, fija en el rostro de Stevens.
Pero Anselm, en cambio, se movió. Dio vuelta la cabeza y miró a su hermano.
Reinaba un profundo silencio, y a pesar de ello, cuando habló el primo no lo
oímos ni lo reconocimos inmediatamente; desde que habíamos entrado en la
habitación y Stevens cerró la puerta, había hablado solo una vez. Su voz era
débil; de nuevo, sin moverse, pareció retorcerse dentro de sus propias ropas.
Hablaba con aquel susurro tímido, aquel desgarrador deseo de anonimato que nos
eran tan familiares.
- El
hombre de quien habla vino a verme -dijo Dodge-. Se detuvo a verme a mí. Se
detuvo en la casa al oscurecer, aquella noche, y dijo que buscaba caballos
pequeños para utilizar en ese juego… ese juego…
- ¿El
polo?- dijo Stevens.
El primo no
había mirado a nadie mientras hablaba; era como si se dirigiera a sus manos,
que movía lentamente sobre sus rodillas.
- Sí,
señor. Virginius estaba presente. Hablábamos de caballos. Al día siguiente sacó
su automóvil y partió. Yo no tenía nada que le conviniese. No sé de dónde vino
ni adónde fue.
- Ni a
quién más vino a ver -observó Stevens-. Ni qué más vino a hacer. No puede
decirnos nada.
Dodge no
repuso. No era necesario, y una vez más se refugió bajo el caparazón de su
timidez, como un animal salvaje débil y pequeño que se mete en su cueva.
- Esa es
mi conjetura -dijo Stevens.
En aquel
instante debimos haberlo adivinado. Estaba allí, visible como una mano desnuda.
Debimos de haberlo sentido: a ese alguien presente en la habitación, que sentía
que Stevens había provocado la aparición de ese horror, de aquella indignación,
de aquel furioso deseo de hacer retroceder el tiempo un segundo, de desdecir,
de deshacer. Pero quizás aquel alguien no lo había advertido todavía, no había
sentido el golpe, el choque, así como durante un segundo o dos un hombre no
sabe que ha sido herido de bala. Porque ahora fue Virge quién habló, brusca,
ásperamente:
- ¿Cómo
va a probar eso?
- ¿Probar
qué, Virge? -dijo Stevens. Nuevamente se miraron mudos, rígidos o, por lo
menos, como hombres armados de pistolas-. ¿Quién contrató a ese gorila, a ese
matón que vino aquí desde Memfis? No tengo que probarlo. Él lo confesó. En el
camino de regreso a Memfis atropelló a un niño cerca de Battenburg, pues
todavía estaba bajo los efectos de una droga, y seguramente se había inyectado
otra dosis cuando terminó su trabajo aquí. Lo atraparon y lo detuvieron. Y
cuando comenzaron a pasar los efectos de la droga, dijo dónde había estado, a
quién había visto: todo ello sentado en la celda de la cárcel, entre sacudidas
y gruñidos, una vez que le quitaron la pistola con silenciador.
- ¡Ah!
-dijo Virginius-. ¡Muy bien! ¡Conque todo lo que debe probar es que estuvo en
esta habitación aquel día! ¿Y cómo lo probará? ¿Dando otro dólar al negro para
que recuerde otra vez?
Pero
aparentemente Stevens ya no escuchaba. Estaba de pie junto a un extremo de la
mesa, entre los dos grupos, y mientras hablaba tenía la caja de bronce en una
mano, y la volvía, examinándola, mientras hablaba con tono tranquilo y
reflexivo.
- Todos
ustedes conocen las características especiales de esta habitación. En ella
nunca sopla una corriente de aire. Cuando alguien fuma aquí el sábado, digamos,
el humo perdura hasta el lunes por la mañana, cuando el tío Job abre la puerta,
y lo vemos apoyado contra el zócalo como un perro dormido. Todos lo han visto.
Como
Anse, estábamos todos inclinados hacia adelante, contemplando a Stevens.
- Sí
-dijo el presidente-. Lo hemos visto.
- En
efecto -dijo Stevens, como si todavía no escuchase a nadie, en tanto daba
vueltas repetidamente a la caja entre sus manos-. Ustedes me preguntaron cuál
era mi conjetura. Hela aquí. Pero para llegar a ella es necesario un hombre
inclinado a las conjeturas, un hombre capaz de acercarse a un comerciante de
pie detrás de su mostrador, con un ojo en el diario que está leyendo y otro en
la puerta, a la espera de parroquianos, antes de que éste advierta que ha
entrado. Un hombre, en fin, de la ciudad, que quería cigarrillos de ciudad.
Así, pues, este hombre salió del comercio y se dirigió al Ayuntamiento, entró y
subió como lo habría hecho cualquiera. Quizás lo vieron una docena de personas.
Quizás el doble de ese número no lo miró siquiera, ya que hay dos sitios donde
los hombres no se miran las caras: en los santuarios de la ley civil y en los
baños públicos. El hombre entró en la sala de audiencias, bajó por la escalera
privada hasta el corredor, y vio al tío Job dormido en su silla. Probablemente
avanzó por el corredor y entró por la ventana a espaldas del juez Dukinfield. O
bien, quizás, pasó delante del tío Job, acercándose desde atrás, como ven
ustedes. Pasar a dos metros de un hombre dormido en una silla no pudo ser muy
difícil para quien podía acercarse inadvertido a un hombre apoyado en el
mostrador de su propio comercio. Probablemente hasta encendió un cigarrillo del
paquete que le vendió West, antes de que el juez Dukinfield advirtiese su
presencia. O bien tal vez el juez estuviera dormido en su sillón, como ocurría
a veces. Y quizás el hombre permaneció inmóvil y terminó su cigarrillo,
contemplando el humo que se esparcía lentamente sobre la mesa y se arremolinaba
lentamente contra la pared, y pensando en la ganancia fácil, en la simpleza de
la gente de campo, aun antes de extraer la pistola. Y esta hizo menos ruido que
el fósforo con que encendió su cigarrillo, porque al protegerse tanto contra el
ruido, había olvidado el silencio. Por fin se fue como había venido, y una
docena de hombres lo vio, y dos docenas no lo vieron, y a las cinco de la tarde
el tío Job fue a despertar al juez y a decirle que era hora de volver a casa.
¿No es así, tío Job?
El viejo
negro levantó la vista.
-Yo lo
cuidaba, como le prometí hacerlo a la niña. Y me preocupaba por él, como le
prometí a la niña. Entré aquí y primero creí que dormía, como a veces…
- Un
momento -interrumpió Stevens-. Usted llegó y lo vio en el sillón, como siempre,
y notó el humo contra la pared, detrás de la mesa, al acercarse. ¿No es eso lo
que me dijo?
Sentado
en su silla remendada, el negro comenzó a llorar. Parecía un mono viejo,
llorando quedamente con lágrimas negras, enjugando su rostro con el dorso de la
mano nudosa, temblorosa de vejez o de otra cosa.
- Todas
las mañanas iba yo allí a limpiar. Solía estar allí el humo, y él, que nunca en
su vida fumó, entraba y olfateaba con esa nariz levantada que tenía, y decía:
“La verdad, Job, es que anoche casi espantamos con humo a ese individuo del corpus
juris.”
- Bueno
-dijo Stevens-. Cuéntenos acerca del humo que había allí aquella tarde, cuando
fue a despertarlo para volver a casa, cuando nadie había entrado en la oficina,
salvo Virge Holland, aquí presente. Y el señor Virge no fuma, y el juez tampoco
fumaba. Pero el humo estaba allí; cuente lo que me dijo.
- Estaba
allí. Y yo creí que estaba dormido como siempre, y fui a despertarlo, y…
- Y esta
cajita estaba en el borde de la mesa, donde el juez jugaba con ella mientras
conversaba con el señor Virge, y cuando usted extendió la mano para
despertarlo…
- Sí,
señor. Saltó de la mesa. Y yo creía que estaba dormido…
- La caja
saltó de la mesa. Hizo ruido, y usted se preguntó por qué no había despertado
al juez; y al mirar la caja caída en el suelo, en medio del humo, con la tapa
abierta, creyó que estaba rota. Y estiró el brazo para levantarla, pues el juez
la apreciaba mucho por habérsela traído la señorita Emma de Europa, a pesar de
que no hacía falta un pisapapeles en la oficina. Usted cerró la tapa y colocó
nuevamente la caja sobre la mesa. Y entonces descubrió que el juez estaba más
que dormido.
Stevens
se detuvo. Apenas respirábamos, pero oíamos nuestra respiración. Stevens
aparentaba estudiarse la mano mientras jugaba lentamente con la caja. Se había
alejado ligeramente de la mesa al dirigirse al negro, de modo que ahora miraba
el banco en lugar de mirar al jurado.
- El tío
Job llama a esto la caja de oro, lo cual es tan apropiado como cualquier otro
nombre. Mejor que muchos. Porque todos los metales son más o menos iguales: lo
que ocurre es que la gente desea algunos más que otros. Pero todos tienen
ciertos atributos, ciertas semejanzas. Uno de ellos es que aquello que se
encierra en una caja de metal permanecerá inalterable más tiempo que en una
caja de madera o de cartón. Podemos guardar humo, por ejemplo, en una caja de
metal con una tapa ajustada como esta; y una semana más tarde todavía estará
dentro. Y no solo eso, sino que un químico o un vendedor de tabacos, como el
licenciado West, podrá decir qué provocó el humo, qué clase de tabaco,
especialmente si se trata de una marca especial, de un tipo que no se vende en
Jefferson, del cual tenía sólo dos paquetes, y recuerda a quién vendió uno de
ellos.
Nadie se
movió. Estábamos allí sentados, y oímos entonces los pasos presurosos del
hombre, que avanzó torpemente, antes de arrebatar la caja de manos de Stevens.
Pero no lo miramos a él, especialmente. Como él, vimos que la caja caía en dos
trozos al romperse la tapa, y salían de ella unas volutas perezosas que se disiparon
lentamente. Simultáneamente nos inclinamos todos sobre el borde de la mesa, y
vimos la desteñida, la desesperanzada mediocridad que era Granby Dodge
mientras, de rodillas en el suelo, batía el humo ya esparcido con ambas manos.
- Pero
todavía no entiendo -dijo Virginius. Estábamos afuera, en el patio del
Ayuntamiento, los cinco, mirándonos algo atontados, como si acabásemos de salir
de una caverna.
- Usted
ha hecho testamento, ¿no? -dijo Stevens. Virginius se quedó inmóvil, mirándolo.
- ¡Ah!
-dijo por fin.
- Uno de
esos testamentos de beneficio mutuo que cualquiera de los dos socios puede
aprovechar -añadió Stevens-. Usted y Granby, beneficiarios y albaceas a la vez,
en sentido recíproco, para la protección mutua de los bienes comunes. Es
natural. Probablemente fue Granby quien lo propuso, diciéndole que lo había
nombrado su heredero. Es mejor, pues, que rompa su propia copia. Si desea hacer
testamento, nombre heredero a Anse.
- No
tendrá que esperar eso -dijo Virginius-. La mitad de la tierra es suya.
FIN
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