Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Poemas de Noche Fiel y Virtuosa de Louise Glück

 

 

 

Louise Glück (USA, 1943)

 

Poemas de

 Noche Fiel y Virtuosa

 de Louise Glück

 

Traducción: Andrés Catalán

 

 

PARÁBOLA

 

Tras renunciar en primer lugar a las posesiones

mundanas, como enseña San Francisco

a fin de que nuestras almas no se vieran distraídas

por la ganancia y la pérdida, y a fin también

de que nuestros cuerpos tuvieran la libertad de desplazarse

fácilmente por los pasos montañosos, tuvimos después

que debatir

hacia qué lugar o por dónde viajaríamos, siendo la

segunda pregunta

si debíamos tener un propósito, en contra de lo cual

muchos de nosotros defendimos con uñas y dientes que

tal propósito

equivalía a las posesiones mundanas, esto es, que suponía

una limitación o restricción,

mientras que otros dijeron que esta palabra nos

consagraba

como peregrino en lugar de trotamundos: en nuestra

cabeza, la palabra se traducía

como un sueños, algo que se busca, de modo que si nos

concentrábamos la veríamos

resplandecer entre las piedras, y no

pasaríamos por delante sin verla; cada

nueva cuestión fue debatida en profundidad, las razones

iban y venían,

de modo que, según algunos, perdimos flexibilidad y

ganamos resignación,

como soldados en una guerra inútil. Y la nieve nos caía

encima, y soplaba el viento,

que amainó más tarde; donde hubo nieve, aparecieron

muchas flores,

y donde brillaron las estrellas, se alzó el sol sobre la línea

de los árboles

volvimos a tener una sombra; esto ocurrió muchas veces.

También lluvia, también inundaciones a veces, también

avalanchas, en las que

algunos nos perdimos, y periódicamente parecíamos

alcanzar un acuerdo, con las cantimploras

colgadas de los hombros; pero siempre ese momento

pasaba, así que

(tras muchos años) seguíamos aún en esa fase inicial, aún

en los preparativos del viaje, pero habíamos cambiado

pese a todo;

podíamos comprobarlo en los demás; habíamos

cambiado aunque

nunca nos hubiéramos movido, y uno dijo: ah, ved

cuánto hemos envejecido, viajando

del día a la noche solamente, sin dar un paso adelante o

al costado, y esto parecía

milagroso en cierta forma. Y quienes creían que

debíamos tener un propósito

creyeron que este era el propósito, y quienes sentían que

debíamos seguir siendo libres

a fin de conocer la verdad sintieron que esta había sido

revelada.                

 

UNA AVENTURA

 

I

 

Una noche, a medida que me dormía, me di cuenta

de que ya no quería saber más de las aventuras amorosas

que tanto tiempo me habían esclavizado. ¿No más amor?,

murmuró mi corazón. A lo que respondí que muchos

hondos descubrimientos

aún nos aguardaban, con la esperanza, al mismo tiempo,

de que no se me pidiera

nombrarlos. Pues no podría nombrarlos. Pero creer que

existían…

¿Seguramente valdría de algo?

 

II

 

La noche siguiente trajo el mismo pensamiento,

esta vez en lo tocante a la poesía, y en noches sucesivas

otras muchas pasiones y sensaciones fueron, del mismo

modo,

dejadas de lado para siempre, y cada noche mi corazón

se quejaba de su futuro, como un niño al que se le priva

de su juguete favorito.

Pero estos adioses, me dije, son ley de la vida.

Y una vez más hice alusión al vasto territorio

que se abría ante nosotros a cada despedida. Y con esa

frase me convertí

en un glorioso caballero que cabalgaba hacia la puesta de

sol, y mi corazón

se convirtió en el corcel que montaba.

 

III

 

Estaba, como comprenderás, adentrándome en el reino

de la muerte,

aunque por qué este paisaje era tan convencional

no sabría decirlo. Aquí, también, los días eran muy largos

mientras que los años eran muy breves. El sol se hundió

tras la montaña lejana.

Brillaron las estrellas, la luna creció y menguó. Al poco

se me aparecieron los rostros del pasado:

mi madre y mi padre, mi hermana pequeña; no habían,

parecía,

terminado de decir lo que tenían que decir, aunque ahora

podía escucharlos porque mi corazón callaba.

 

IV

 

Llegados a este punto, alcancé el despeñadero

pero vi que la senda no descendía al otro lado;

en su lugar, tras allanarse, continuaba a esta altitud

hasta donde alcanzaba la vista, aunque poco a poco

la montaña que lo sostenía se fue desvaneciendo

y me encontré cabalgando a paso seguro por el aire;

alrededor, los muertos me aclamaban, la alegría de

encontrarlos

se diluía al tener que responderles. 

 

V

 

Si antes fuimos carne intacta,

ahora éramos niebla.

Si antes fuimos un objeto con sombra,

ahora éramos sustancia sin forma, como evaporadas

sustancias químicas.

Relincha, relincha, decía mi corazón,

o tal vez, renuncia, renuncia: no era fácil saberlo.

 

VI

 

Aquí finalizó la visión. Estaba en mi cama, el sol de la

mañana

se alzaba satisfecho, el edredón de plumas

formaba blancos montones sobre mis piernas.

Habías estado conmigo:

había una marca en el segundo almohadón.

Habíamos escapado de la muerte…

¿o era esta la vista desde el despeñadero?    

 

EL PASADO

 

Surge en el cielo una luz tenue

de repente entre

dos ramas de pino, las finas agujas

 

grabadas ahora en la radiante superficie,

y sobre este

cielo alto, ligero como una pluma…

 

Huele el aire. Es el olor del pino blanco,

más intenso cuando lo roza el viento

y el sonido que produce igualmente extraño,

como el sonido del viento en una película…

 

Sombras en movimiento. Las cuerdas

suenan como suena una cuerda. Lo que oyes ahora

será el sonido del ruiseñor, chordata,

el macho que corteja a la hembra…

 

Las cuerdas ceden. La hamaca

se balancea en el viento, atada

firmemente entre dos pinos.

 

Huele el aire. Es el olor del pino blanco.

 

Es la voz de mi madre lo que escuchas

o se trata tan solo del ruido de los árboles

cuando los roza el aire

 

porque ¿qué sonido haría

si rozara la nada?   

 

NOCHE FIEL Y VIRTUOSA

 

Mi historia comienza de un modo muy sencillo: podía

hablar y era feliz.

O: podía hablar, por lo tanto era feliz.

O: era feliz, y por lo tanto hablaba.

Era como una luz brillante atravesando un cuarto a

oscuras.

 

Si es difícil empezar, imagínate lo que será acabar…

En la cama, sábanas estampadas con veleros de colores

que transmitían, simultáneamente, la idea de aventura

(en forma de exploración)

y una sensación de suave balanceo, como el de una cuna.

 

Es primavera, las cortinas se agitan.

La brisa entra en el cuarto, y con ella los primeros insectos.

Un zumbido parecido al sonido de las plegarias.

 

Recuerdos

que forman parte de un recuerdo más grande.

Puntos de claridad en la neblina, visibles

intermitentemente,

como un faro cuya única tarea

es emitir una señal.

 

¿Pero cuál es en realidad la razón de ser del faro?

Esto es el norte, dice.

No: soy tu puerto seguro.

 

Para su fastidio, compartía esta habitación con mi

hermano mayor.

Para castigarme por mi existencia, no me dejaba dormir,

leyéndome

relatos de aventuras a la luz amarilla de una lámpara.

 

Las costumbres de antes: mi hermano de su lado de la

cama,

en penumbra pero por voluntad propia,

la cabeza iluminada e inclinada sobre las manos, el rostro

oculto…

 

En la época a la que me refiero

mi hermano estaba leyendo un libro titulado, según él,

la noche fiel y virtuosa.

¿Se trataba de la noche en que leía mientras yo me

quedaba en vela?

No… era una noche de hace tiempo, un lago de

oscuridad en el que

aparecía una piedra, y de la piedra

sobresalía una espada.

 

Por mi cabeza desfilaban sus imitaciones,

un zumbido tenue, como de insectos.

Cuando no lo observaba, me quedaba en la cama que

compartíamos

mirando al techo; nunca

fue mi parte favorita de la habitación. Me recordaba

lo que no podía ver, el cielo obviamente, pero más

dolorosamente

a mis padres sentados sobre las blancas nubes con su

blanco atuendo de viaje.

 

Y sin embargo yo también viajaba,

en este caso imperceptiblemente

de esa noche a la mañana siguiente,

y yo también tenía un atuendo especial:

un pijama de rayas.

 

Imaginemos, digamos, un día de primavera.

Un día inofensivo: mi cumpleaños.

En el piso de abajo, tres regalos sobre la mesa del desayuno.

 

En una caja, pañuelos doblados con un monograma.

En la segunda caja, lápices de colores ordenados

en tres filas, como en una fotografía de la escuela.

En la última caja, un libro titulado Mi primera lectura.

 

Mi tía dobló el papel de envolver de colores;

hizo una bola perfecta con los lazos.

Mi hermano me hizo entrega de una chocolatina

envuelta en papel de plata.

 

Luego, de repente, me quedé a solas.

 

Quizás la ocupación de un niño muy pequeño

sea la de observar y escuchar:

 

en ese sentido, todo el mundo estaba ocupado:

escuchaba los sonidos de los pájaros a los que dábamos

de comer,

las tribus de insectos que eclosionaban, los pequeños

que se arrastraban por el alféizar, y arriba

la máquina de coser de mi tía haciendo

agujeros en una montaña de vestidos…

 

Impaciente, ¿estás impaciente?

¿Esperas a que termine el día, a que tu hermano regrese a

su libro?

¿A que la noche regrese, fiel, virtuosa,

a que repare, brevemente, el cisma

entre tú y tus padres?

 

Esto, por supuesto, no ocurrió de inmediato.

Mientras tanto, era mi cumpleaños;

de alguna forma el comienzo luminoso pasó a ser

la interminable mitad.

 

Templado para ser final de abril. Nubes

esponjosas en lo alto, flotando entre los manzanos.

Tomé Mi primera lectura, que parecía ser

la historia de dos niños: no podía leer las palabras.

 

En la página tres, aparecía un perro.

En la página cinco, había una pelota: uno de los niños

la lanzaba más alto de lo que parecía posible, tras lo cual

el perro flotaba hacia el cielo detrás de la pelota.

Esa parecía ser la historia.

 

Pasé las páginas. Cuando acabé,

volví a pasarlas, de modo que la historia adoptó una

forma circular,

como el zodíaco, me mareé. La pelota amarilla

 

parecía carecer de criterio, igualmente

cómoda en la mano del niño o en la boca del perro…

 

Debajo de mí, alzándome, unas manos.

Podían haber sido las manos de cualquiera,

de un hombre, una mujer.

Sobre mi piel expuesta, lágrimas. ¿Las de quién?

¿O es que estábamos bajo la lluvia, esperando a que

llegara el coche?

 

El día se había puesto inestable.

Aparecieron fisuras en el ancho azul, o,

mejor dicho, unas repentinas nubes negras

se impusieron sobre el fondo celeste.

 

En algún lado, en los lejanos confines del tiempo,

mi madre y mi padre

se embarcan en su último viaje,

mi madre besa cariñosamente al recién nacido, mi padre

lanza a mi hermano por los aires.

 

Me senté junto a la ventana, alternando

mi primera lección de lectura con

la observación del paso del tiempo, mi introducción a

la filosofía y a la religión.

 

Dormí, tal vez. Cuando me desperté

el cielo había cambiado. Caía una fina llovizna,

haciendo que todo pareciera nuevo y fresco…

 

Continué observando

los frenéticos encuentros del perro

con la pelota amarilla, un objeto

que pronto sería reemplazado

por otro objeto, quizás un peluche… 

 

Y entonces de repente cayó la tarde.

Escuché la voz de mi hermano

gritando que ya estaba en casa.

 

Qué mayor parecía, más mayor que esta mañana.

Dejó sus libros junto al paragüero

y fue a lavarse la cara.

Las mangas de su uniforme escolar

le colgaban a la altura de las rodillas.

 

No tienes ni idea de la impresión que produce

en un niño pequeño que algo

continuo se interrumpa.

 

Los sonidos, en este caso, del cuarto de costura,

como un taladro, pero muy lejano…

 

Cesaron. El silencio era omnipresente.

Y luego, en el silencio, pasos.

Y luego estábamos todos juntos, mi tía y mi hermano.

 

Luego llegó la hora del té.

En mi sitio, un trozo de bizcocho de jengibre

y en el centro del trozo,

una velita, lista para ser encendida.

No dices nada, señaló mi tía.

 

Era verdad:

de mi boca no salía ni un sonido. Y sin embargo

estaban en mi cabeza, expresados, posiblemente,

como algo menos exacto, acaso pensamientos,

aunque en aquel momento seguían pareciéndome

sonidos.

 

Algo había allí donde antes no había nada.

O debería decir: no había nada

pero había sido profanado por preguntas. 

 

Las preguntas me sobrevolaban la cabeza; tenían la

cualidad

de estar organizadas de algún modo, como planetas…

 

Fuera, caía la noche. ¿Era esta

aquella noche perdida, cubierta de estrellas, salpicada de

luna,

como algún producto químico que preservara

todo lo que en él estaba sumergido?

 

Mi tía había encendido la vela.

 

La oscuridad pasó por encima de la tierra

y en el mar flotaba la noche

amarrada a un madero.

 

Si hubiera podido hablar, ¿qué habría dicho?

Creo que habría dicho

adiós, porque en cierto sentido

era un adiós.

 

En fin, ¿qué iba a hacerle yo? Ya

no era un bebé.

 

La oscuridad me pareció reconfortante.

Alcanzaba a ver, débilmente, los veleros

azules y amarillos en el almohadón.

 

Estaba a solas con mi hermano;

estábamos acostados en la oscuridad, respirando juntos

en la más profunda intimidad.

 

Me había dado por pensar que los seres humanos se

dividen

entre quienes desean seguir adelante

y quiénes desean retroceder.

O, mejor dicho, quienes desean seguir moviéndose

y quienes quieren que les paren los pies

como ante una espada flamígera.

 

Mi hermano me dio la mano.

Pronto esto también desaparecía

aunque quizás, en la mente de mi hermano,

sobreviviría transformando en algo imaginario…

 

Una vez que se empieza, ¿cómo hace uno para detenerse?

Supongo que puedo esperar que me frene,

como en el caso de mis padres, un gran árbol…

la barcaza, como quien dice, habrá pasado

por última vez entre las montañas.

Algo, dicen, parecido a quedarse dormido,

cosa que procedí a hacer.

 

Al día siguiente, podía hablar de nuevo.

Mi tía estaba exultante

parecía que le hubiera transmitido

mi felicidad, aunque

a ella le hacía más falta, tenía dos niños que criar.

 

Me contentaba con mis cavilaciones.

Pasaba los días con los lápices de colores

(pronto gasté todos los colores oscuros)

aunque lo que veía, como le dije a mi tía,

era menos una versión objetiva del mundo

que una visión de cómo se había transformado

tras pasar por mi propio vacío.

 

Algo, dije, parecido al mundo en primavera.

 

Cuando no me ocupaba del mundo

hacía dibujos de mi madre

para los que mi tía hacía de modelo,

sujetando, a petición mía,

una ramita de sicómoro.

 

En cuanto al misterio de mi silencio:

seguía sintiendo cierta perplejidad

menos ante el repliegue de mi alma que

ante su regreso, puesto que volvió con las manos vacías…

 

Hasta qué profundidad llega, esta alma,

como un niño en unos grandes almacenes

que busca a su madre:

 

se parece tal vez a un buceador

con el aire suficiente en su bombona solo

para explorar las profundidades unos pocos minutos…

luego los pulmones lo obligan a regresar.

 

Pero algo sin duda, se oponía a los pulmones,

posiblemente un impulso suicida…

(Empleo la palabra alma como una concesión).

 

Por supuesto, en cierto sentido ya no tenía las manos

vacías:

tenía mis lápices de colores.

En otro sentido, de eso se trata:

había aceptado un sustituto.

 

Era todo un desafío usar los colores brillantes,

los que quedaban, aunque por supuesto mi tía los

prefería:

pensaba que todos los niños han de ser alegres.   

 

Y así pasó el tiempo: me convertí

en un niño como mi hermano, luego

en un hombre.

 

Me parece que aquí os dejo. He llegado a pensar

que no existe el final perfecto.

Sin duda existen infinitos finales.

O quizás, una vez que se empieza,

lo único que existe sean los finales.   

 

UNA TEORÍA DE LA MEMORIA

 

Hace mucho, mucho tiempo, antes de ser una artista atormentada, aquejada de anhelos y sin embargo incapaz de formar vínculos duraderos, mucho antes de eso, fui la soberana magnifica que mantenía unido a un país dividido, o eso me contó la adivina que me leyó la mano. Tienes grandes cosas por delante, dijo, o quizás por detrás; es difícil estar segura. Y sin embargo, añadió, ¿cuál es la diferencia? Ahora mismo eres una niña tomada de la mano de una adivina. Todo lo demás son hipótesis y sueños.

 

UN SILENCIO INCISIVO

 

Déjame que te cuente una cosa, dijo la vieja.

Estábamos en un banco, frente a frente,

en un parque de ______, una ciudad famosa por sus

juguetes de madera.

 

Por aquel entonces yo había huido de una triste aventura

amorosa,

y en una especie de penitencia o castigo autoimpuesto,

trabajaba

en una fábrica, tallando a mano las manitas y los

piececitos.

 

El parque era mi consuelo, particularmente en las horas

tranquilas

tras la puesta de sol, cuando a menudo se quedaba desierto.

Pero esta tarde, cuando entré en lo que llamaban el

Jardín de la Contessa,

vi que alguien se me había adelantado. Me llama ahora la

atención

que podría haber continuado, pero tenía este destino

en la cabeza; me había pasado el día pensando en los

cerezos

plantados en el claro, cuya época de floración llegaba

a su fin.

 

Nos sentamos en silencio. Caía la noche,

y con ella llegó una sensación de enclaustramiento

como en el vagón de un tren.

 

Cuando era joven, dijo, me gustaba recorrer el sendero

del jardín al anochecer

y si el sendero era suficientemente largo solía ver salir la

luna.

Ese era para mí el mayor de los placeres: ni el sexo, ni la

comida, ni las distracciones mundanas.

Prefería la salida de la luna, y algunas veces alcanzaba a

escuchar,

en ese mismo momento, las notas sublimes del conjunto

final

de Las bodas de Fígaro. ¿De dónde venía la música?

Nunca llegué a saberlo.

 

Porque la naturaleza de los senderos de un jardín

es ser circulares, cada noche, tras mis pasos,

me descubría ante mi puerta, mirándola fijamente,

apenas capaz de distinguir, en la oscuridad, el picaporte

brillante.

 

Fue, dijo, un gran descubrimiento, si bien se trataba de

mi vida real.

 

Pero ciertas noches, dijo, la luna apenas era visible entre

las nubes

y la música nunca empezaba. Noches de puro desaliento.

Y aun así la noche siguiente lo retomaba, y a menudo

todo salía bien.

 

No supe qué decir. Esta historia, insustancial tal y como

la escribo,

se veía de hecho interrumpida cada dos por tres con pausas

como de trance

y prolongados descansos, así que a estas alturas ya se

había hecho de noche.

 

Ah, la espaciosa noche, la noche

tan dispuesta a dar cabida a extrañas percepciones. Sentí

que estaba a punto

de serme confiado algún secreto, como una antorcha se pasa

de una mano a otra en un relevo.

 

Mis sinceras disculpas, dijo.

Te había confundido con uno de mis amigos.

E hizo un gesto hacia las estatuas que nos rodeaban,

hombres heroicos, mujeres santas y abnegadas

que sujetaban bebés de granito contra el pecho.

No cambian, dijo, como los seres humanos.

 

Con ellos me he dado por vencida, añadió.

Pero nunca perdí el interés por los viajes circulares.

Corrígeme si estoy equivocada.

 

En lo alto, las flores de los cerezos, habían empezado

a desprenderse en el cielo nocturno, o quizás se

amontonaban las estrellas,

se amontonaban y se desmoronaban, y donde aterrizaban

cobraban forma nuevos mundos.

 

Poco después regresé a mi ciudad natal

y me reencontré con mi examante.

Y sin embargo mi mente regresaba cada vez más a este

episodio,

estudiándolo desde todos los ángulos. Años tras años tenía

más claro,

a pesar de la ausencia de pruebas, que escondía algún

secreto.

Al final llegué a la conclusión de que si había un mensaje

este no estaba en las palabras - caí en la cuenta de que

así solía hablarme mi madre,

sus incisivos silencios me advertían y reprendían -

 

y me pareció que no solo había regresado con mi amante

sino que ahora regresaba al Jardín de la Contessa

donde los cerezos todavía seguían floreciendo

como un peregrino que busca la expiación y el perdón,

 

así que asumí que aparecería en algún momento,

una puerta con un picaporte brillante,

pero cuando podría suceder y dónde lo ignoraba.        

 

VISITANTES DE FUERA

 

I

 

Algún tiempo después de haber entrado

en esa época de la vida

que la gente prefiere mencionar en los demás

pero no en ellos mismos, en mitad de la noche

sonó el teléfono. Sonó y sonó

como si el mundo me necesitara,

aunque en realidad fuera a la inversa.

 

Me quedé en la cama, tratando de analizar

el sonido. Tenía algo

de la persistencia de mi madre y de la turbación

dolida de mi padre.

 

Cuando descolgué, no había nadie al otro lado.

¿O es que el teléfono funcionaba y al otro lado había un

muerto?

¿O es que no era el teléfono, sino quizás la puerta?

 

II

 

Mi madre y mi padre estaban a la intemperie

en los escalones de la entrada. Mi madre se quedó

mirándome,

una hija, una compañera.

Nunca piensas en nosotros, dijo.

 

Leemos tus libros cuando llegan al cielo.

Apenas una mención a nosotros, apenas una mención a

tu hermana.

Y señalaron a mi hermana muerta, una completa extraña,

bien envuelta en los brazos de mi madre.

 

Si no fuera por nosotros, no existirías.

Y en cuanto a tu hermana… tienes el alma de tu hermana.

Tras lo cual desaparecieron, como misioneros mormones.

 

III

 

La calle volvía a estar blanca,

la intensa nevada cubría los arbustos

y los árboles resplandecían, revestidos de hielo.

 

Me quedé echada en la oscuridad, esperando a que la

noche terminara.

Parecía la noche más larga que hubiera vivido,

más larga que la noche en que nací.

 

Escribo sobre vosotros todo el tiempo, dije en voz alta.

Todas las veces que digo «yo», me refiero a vosotros.

 

IV

 

Fuera la calle estaba en silencio.

El auricular estaba tirado entre las sábanas revueltas;

su palpitación impertinente había cesado hacía horas.

 

Lo dejé como estaba,

el largo cable enredado entre los muebles.

 

Me quedé mirando cómo caía la nieve,

no tanto oscureciendo las cosas

como haciéndolas parecer más grande de lo que eran.

 

¿Quién llamaría en medio de la noche?

Los problemas llaman, la desesperación.

La alegría duerme como un bebé. 

 

PAISAJE ABORIGEN

 

Estás pisando a tu padre, dijo mi madre,

y en efecto me encontraba justo en medio

de un parterre de hierba, segado tal pulcramente que

podía haberse tratado

de la tumba de mi padre, aunque ninguna lápida lo

indicara.

 

Estás pisando a tu padre, repitió,

esta vez más alto, lo que empezó a resultarme extraño,

puesto que ella también estaba muerta; hasta el doctor lo

había reconocido.

 

Me hice ligeramente a un lado, hacia donde

mi padre acababa y mi madre empezaba.

 

El cementerio estaba en silencio. El viento soplaba entre

los árboles;

alcanzaba a oír, muy débilmente, sollozos varias filas más

lejos,

y más lejos aún, el gemido de un perro.

 

Al final los sonidos se apagaron. Se me pasó por la cabeza

que no recordaba que me hubieran traído hasta aquí,

a lo que ahora parecía un cementerio, aunque podía ser

un cementerio solo en mi cabeza; quizás fuera un parque,

o si no un parque,

un jardín o una enramada, perfumada, me di cuenta

entonces, con el aroma delas rosas…

el douceur de vivre llenaba el aire, la dulzura de la vida,

como dice la expresión. En cierto momento

 

me dio por pensar que estaba sola.

¿A dónde se habían ido los demás,

mis primas y mi hermana, Caitlin y Abigail?

 

Para entonces la luz ya decaía. ¿Dónde estaba el coche

que nos esperaba para llevarnos a casa?

 

Entonces empecé a buscar alguna alternativa. Sentí

crecer en mí cierta impaciencia, acercándose, diría, a la

ansiedad.

Finalmente, en la distancia, distinguí un pequeño tren,

detenido, parecía, tras la vegetación. El conductor

descansaba apoyado en una puerta, fumando un cigarrillo.

 

No me olvide, grité, corriendo ahora

sobre muchas parcelas, muchas madres y padres…

 

No me olvide, grité, cuando al final lo alcancé.

Señora, dijo, señalando las vías,

seguramente se ha dado cuenta de que es el final, las

vías no van más allá.

Sus palabras eran duras, y sin embargo sus ojos eran

amables;

esto me animó a insistir con más vehemencia.

Pero regresan, respondí, e hice un comentario sobre

su solidez, como si tuvieran muchos regresos por delante.

 

Sabe, dijo, nuestro trabajo es difícil: afrontamos

mucha tristeza y decepciones.

Me miró con una franqueza cada vez mayor.

Antes era como usted, añadió, un enamorado de la

turbulencia.

 

Entonces le hablé como un viejo amigo:

Y usted qué, dije (pues era libre de marcharse),

¿no tiene ganas de volver a casa,

de volver a ver la ciudad?

 

Esta es mi casa, respondió.

La ciudad… la ciudad es donde desaparezco.           

 

UTOPÍA

 

Cuando el tren se detenga, dijo la mujer, debes montarte. ¿Pero cómo sabré si es mi tren?, preguntó la niña. Será tu tren, dijo la mujer, porque es tu hora. Un tren se acercó a la estación; nubes de humo gris salían de la chimenea. Estoy aterrada piensa la niña, agarrada a los tulipanes amarillos que va a regalarle a su abuela. Tiene el pelo recogido en unas tranzas apretadas para que aguante el viaje. Luego sin decir una palabra, se sube al tren, que emite un extraño sonido, no en un lenguaje como el que ella habla, algo más como un gemido o un grito.

 

CORNUALLES

 

Una palabra cae en la neblina

como la pelota de un niño entre la hierba

donde se queda seductoramente

centelleando y brillando hasta que

comprobamos que los destellos dorados

resultan ser simples ranúnculos.

 

Palabra/neblina, palabra/neblina: así era yo.

Y sin embargo, mi silencio nunca fue total…

 

Como un telón que se alza ante un paisaje,

a veces la niebla se disipaba: por desgracia el juego había

terminado.

El juego había terminado y los elementos

en cierta forma habían aplanado la palabra,

recobrada ahora, pero inservible al mismo tiempo.

 

Tenía alquilada, por aquel entonces, una casa en el campo.

Campos y montañas habían reemplazado a los altos edificios.

Campos, vacas, puestas de sol sobre la pradera empapada.

La noche y el día se distinguían por el canto alterno de los

pájaros:

los atareados murmullos y susurros se fundían

en algo semejante al silencio.

 

Me sentaba, daba un paseo. Cuando caía la noche,

me metía dentro. Me preparaba cenas humildes solo para

a la luz de las velas.

Al anochecer, cuando podía, escribía en mi diario.

 

Lejos, muy lejos oía cómo los cencerros

cruzaban la pradera.

La noche se iba quedando en silencio.

Sentía las palabras desaparecidas

tendidas junto a sus compañeras,

como fragmentos de una biografía no solicitada.

 

Todo se trataba, por supuesto, de un gran error.

Estaba, creía, afrontando el final:

como un grieta en un camino de tierra,

el final aparecía ante mí… 

 

como si el árbol que se opuso a mis padres

fuera un abismo con forma de árbol, un agujero negro

que se expandía en la tierra, donde por el día

no hubiera habido nada más que una sombra.

 

Fue al final, un alivio regresar a casa.

 

Cuando llegué, las cajas atestaban el estudio.

Cajas de cartón con tubos, cajas de los diversos

objetos que eran mis naturalezas muertas,

los jarrones y los espejos, el cuenco azul

que llené de huevos de madera.

 

En cuanto al diario:

lo intenté. Insistí.

Trasladé mi silla al balcón…

 

Las farolas empezaban a encenderse,

flaqueando las orillas.

Las oficinas se iban apagando.

En las márgenes del río

la niebla envolvía las luces;

era imposible, poco después, distinguirlas

pero un extraño resplandor impregnaba la niebla:

su origen era un misterio.

 

La noche avanzaba. La niebla

se arremolinaba en torno a las bombillas encendidas.

Supongo que era donde había visibilidad;

en el resto de sitios, las cosas estaban como estaban,

difuminadas donde antes fueron nítidas.

 

Cerré mi libro.

Tenía todo por detrás, todo en el pasado.

 

Por delante, como he dicho, el silencio.

 

No hablaba con nadie.

A veces sonaba el teléfono.

 

El día se alternaba con la noche, la tierra y el cielo

se turnaban en ser iluminados.   

 

EPÍLOGO

 

Al leer lo que acabo de escribir, me parece ahora

que me detuve precipitadamente, por lo que mi historia

parece estar

ligeramente distorsionada, al acabar, como hace, no

abruptamente

sino en una especie de neblina artificial, como la

que se usa en un escenario para un cambio difícil de

decorado.

 

¿Por qué me detuve? ¿Algún instinto

distinguió una forma, el artista que hay en mí

intervino para detener el tráfico, como quien dice?

 

Una forma. O el destino, como dicen los poetas,

intuido en esas pocas horas de hace tiempo…

 

Algo así debí pensar entonces.

Y sin embargo me desagrada el término

que se me antoja una muleta, una fase,

la adolescencia de la mente, tal vez…

 

Aun así, era el término que yo mismo usaba,

a menudo para explicar mis fracasos.

El destino, el sino, cuyos designios y advertencias

me parecen ahora simplemente

simetrías pedestres, baratijas

metonímicas en una inmensa confusión…

 

El caos es lo que veía.

Mi pincel se detuvo: no podía pintarlo.

 

Oscuridad, silencio: esa era la sensación.

 

¿Cómo lo llamamos entonces?

Una «crisis de la visión» equivalente, creía,

al árbol que se opuso a mis padres,

 

pero mientras que ellos se vieron obligados

a seguir contra el obstáculo,

yo me retiré o hui…

 

La neblina cubría el escenario (mi vida).

Los personajes iban y venían, el vestuario cambiaba,

la mano del pincel se movía de un lado a otro

lejos del lienzo,

de un lado a otro, como un limpiaparabrisas.

 

Sin duda esto era el desierto, la noche oscura.

(En realidad, una calle abarrotada de Londres,

llena de turistas enarbolando sus mapas de colores).

 

Uno pronuncia una palabra: yo.

Desde este torrente

las grandes formas…

 

Respiré profundamente. Y se me ocurrió

que la persona que había hecho esa respiración

no era la persona de mi historia, su mano infantil

empuñaba con confianza el lápiz de color…

 

¿Había sido yo esa persona? Un niño pero también

un explorador para quien la senda resulta de repente

clara, para quien

la vegetación se aparta…

 

Y más allá, ya no oculta a la vista, la exaltada

soledad que Kant tal vez experimentó

de camino hacia los puentes…

(Compartimos cumpleaños).

 

En el exterior, las calles festivas

estaban decoradas, a finales de enero, con exhaustas luces

de Navidad.

Una mujer se recostaba sobre el hombro de su amante

cantando algo de Jacques Brel con su fina voz de soprano…

 

¡Bravo!, la puerta está cerrada.

Ahora nada se escapa, nada entra…

 

No me había movido. Sentí el desierto

extenderse por delante, extenderse (pareciera ahora)

por todos lados, cambiando mientras hablo,

 

de modo que me encontraba constantemente

frente a frente con el vacío, ese

hijo bastardo delo sublime,

que resulta,

ha sido tanto mi tema como mi medio.

 

¿Qué habría dicho mi hermano gemelo, de haber tenido

acceso a mis pensamientos?

 

Quizás habría dicho

que en mi caso no hubo ningún obstáculo (como hipótesis)

tras lo cual me habría remitido

a la religión, el cementerio donde

se responden las cuestiones de la fe.

 

La neblina se disipó. Los lienzos vacíos

fueron colocados de cara a la pared.

 

El gatito está muerto (decía la canción).

 

¿Resucitaré de entre los muertos?, pregunta el alma.

Y el sol dice sí.

Y el desierto responde:

tu voz es arena esparcida en el viento.           

 

MEDIANOCHE

 

Por fin la noche me envolvía;

flotaba sobre ella, quizás en ella,

o me arrastraba como un río arrastra

a una barca, y al mismo tiempo

se arremolinaba sobre mí,

tachonada de estrellas pero oscura.

 

Estos eran los momentos para los que vivía.

Estaba, o así lo sentía, misteriosamente elevado sobre el

mundo

de modo que toda acción resultaba al fin imposible,

lo que hacía que el pensamiento fuera no solo posible

sino ilimitado.

 

No tenía fin. En ningún caso, o así lo sentía,

necesitaba hacer nada. Todo

se haría por mí, o a mí,

y si no se hacía, es que no era

esencial.

 

Estaba en mi balcón.

En mi mano derecha sostenía un vaso de whisky

en el que se derretían dos cubitos de hielo.

El silencio me había poseído.

Se parecía a la noche, y mis recuerdos… eran como

estrellas

ya que estaban fijos, aunque por supuesto

si pudiéramos ver como ven los astrónomos

veríamos que se trata de llamas inagotables, como las

llamas del infierno.

Posé mi vaso sobre la barandilla de hierro.

 

Debajo, el río centelleaba. Como dije,

todo relucía: las estrellas, las luces del puente, los edificios

importantes iluminados que parecían detenerse en el río

y luego recomenzar, las obras del hombre

interrumpidas por la naturaleza. De cuando en cuando

veía

las barcas de recreo vespertinas; como la noche era templada,

todavía estaban llenas.

 

Esta era la gran excursión de mi infancia.

El breve trayecto en tren culminaba en una merienda

junto al río,

luego lo que mi tía llamaba nuestra paseata,

luego por fin la barca que navegaba de un lado a otro por

el agua oscura…

 

Las monedas en la mano de mí tía pasaban a la mano del

capitán.

Se me hacía entrega de mi billete, un número nuevo cada

vez.

Luego la barca se adentraba en la corriente.

Sujetaba la mano de mi hermano.

Observábamos los monumentos sucederse unos tras otros

siempre en el mismo orden

de modo que nos movíamos hacia el futuro

a la vez que experimentábamos repeticiones constantes.

 

La barca remontaba el río y luego regresaba.

Se movía por el tiempo y luego

por un retroceso en el tiempo, aunque nuestra dirección

siempre era hacia adelante; la proa continuamente

se abría camino en el agua.

 

Se parecía a una ceremonia religiosa

en la que los feligreses permanecieran

esperando, contemplando,

y esa era su razón de ser, la contemplación.

 

La ciudad pasaba ante los ojos,

la mitad en la orilla derecha, la mitad en la izquierda.

 

Mirad qué hermosa es la ciudad,

solía decirnos mi tía. Porque

estaba iluminada, supongo. O quizás porque

alguien así lo había escrito en el folleto impreso.

 

Después tomábamos el último tren.

Solía quedarme dormido, incluso mi hermano se dormía.

Éramos chicos del campo, poco acostumbrados a estas

intensidades.

Chiquillos, estáis agotados, decía mi tía,

como si toda nuestra infancia tuviera en sí

cierto elemento de cansancio.

Fuera del tren, el búho ululaba.

 

Qué cansados estábamos al llegar a casa.

Mi iba a la cama con los calcetines puestos.

 

La noche era muy oscura.

Salía la luna.

Veía las manos de mi tía aferradas a la barandilla.

 

Con gran entusiasmo, aplaudiendo y vitoreando,

los demás subían a la cubierta superior

para ver cómo la tierra se perdía en el océano…          

 

LA ESPADA EN LA PIEDRA

 

Mi psicólogo levantó un momento la vista.

Como es lógico yo no alcanzaba a verlo

pero había aprendido, a lo largo de los años,

a intuir estos movimientos. Como de costumbre,

se negó a reconocer

si yo tenía o no razón. Mi ingenuidad contra

sus evasivas: nuestro jueguecito.

 

En tales momentos, sentía que el psicoanálisis

surtía efecto: parecía sacar de mí

una traviesa vivacidad que tendía

a reprimir. La indiferencia

de mi psicólogo ante mis actuaciones

resultaba entonces sumamente relajante. Entre nosotros

 

había crecido una intimidad

parecida a un bosque alrededor de un castillo.

 

Las persianas estaban bajadas. Rayas

vacilantes de luz avanzaban por la moqueta.

A través de una pequeña franja sobre el alféizar

veía el mundo exterior.

Todo este tiempo había tenido la vertiginosa sensación

de estar flotando sobre mi propia vida. Muy lejos

esa vida había sucedido. ¿Pero seguía

sucediendo? Esa era la cuestión.

 

Finales de verano: la luz era cada vez más débil.

Jirones desprendidos bailaban sobre las macetas.

 

Era el séptimo año de psicoanálisis.

Había empezado a retomar el dibujo…

pequeños bocetos modestos, esporádicas

creaciones en tres dimensiones

inspiradas en objetos funcionales…

 

Y sin embargo, el psicoanálisis exigía

gran parte de mi tiempo. A qué

le robaba este tiempo : esa

también era la cuestión.

 

Me quedaba tumbado, mirando la ventana,

durante largo intervalos de silencio que se alternaban

con reflexiones un tanto apáticas

y preguntas retóricas…

 

Mi psicoanalista, me pareció, me observaba.

Así, me imagino, mira una madre a su hijo dormido,

con un perdón que precede a la comprensión.

 

O, más probablemente, así debió de mirarme mi hermano…

quizás el silencio entre nosotros prefiguraba

este silencio, en el que todo lo que se queda sin decir

se comparte de algún modo. Parecía un misterio.

 

Luego la hora de la sesión terminó.

 

Descendí igual que había ascendido;

el portero abrió la puerta.

 

El día seguía siendo un día agradable.

Sobre las tiendas habían desplegado toldos de rayas

para proteger la fruta.

 

Restaurantes, tiendas, quioscos

con los últimos periódicos y cigarrillos.

Los interiores brillaban cada vez más

a medida que el exterior se oscurecía.

 

¿Quizás los fármacos habían hecho efecto?

En algún momento las farolas se encendieron.

 

Tuve, de repente, una sensación de cámaras que giraban;

era consciente de los movimientos a mi alrededor, mis

prójimos

impulsados por una obsesión irracional por la acción…

 

¡Hasta qué punto me resistía a esto!

Me parecía superficial y falso, o quizás

parcial y falso…

Mientras que la verdad… Bueno, la verdad como yo la veía

se expresaba en la quietud.

 

Caminé un rato, parándome a contemplar los escaparates

de las galerías:

mis amigos se habían hecho famosos.

 

Distinguía el ruido del río a lo lejos,

del que procedía el olor del olvido mezclado

con las macetas de plantas aromáticas de los

restaurantes…

 

Había quedado para cenar con un viejo conocido.

Allí estaba en nuestra mesa de siempre;

el vino estaba servido; enzarzado con el camarero,

comentaba el cordero.

 

Como de costumbre, se desató una pequeña discusión en

la cena, supuestamente

en relación con la estética. Lo dejamos pasar.

 

Fuera, el puente brillaba.

Los coches corrían de un lado a otro, el río

brillaba a su vez, imitando al puente. La naturaleza

reflejaba el arte: algo en este sentido.

Mi amigo juzgó que la imagen era potente.

 

Era escritor. Sus muchas novelas, por aquel entonces,

recibían muchos elogios. Eran muy parecidas entre sí.

Y sin embargo su autocomplacencia escondía sufrimiento

como quizás mi sufrimiento escondía autocomplacencia.

Nos conocíamos desde hacía varios años.

 

Una vez más, lo había acusado de pereza.

Una vez más, me atacó con la misma palabra…

 

Alzó su vaso y lo puso del revés.

Esta es tu pureza, dijo,

este es tu perfeccionismo…

El vaso estaba vacío, no dejó ninguna marca en el mantel.

 

El vino se me había subido a la cabeza.

Caminé despacio de vuelta a casa, pensativo, algo

borracho.

¿El vino se me había subido a la cabeza, o se trataba

de la noche misma, la dulzura del final del verano?

 

Son los críticos, dijo,

los críticos los que tienen ideas. Nosotros los artistas

(me incluía)… nosotros los artistas

somos solo niños que juegan con sus cosas.         

 

MÚSICA PROHIBIDA

 

Después de que la orquesta hubiera tocado un rato, y hubiera pasado el andante, el scherzo, el poco adagio, y el flautista primero apoyado su cabeza en el atril porque no lo necesitarían hasta mañana, llegó un pasaje que se llamaba la música prohibida porque resultaba imposible, tal y como especificaba el compositor, de tocar. Y aun así debía existir y había que pasar por él, un intervalo a discreción del director. Pero esta noche el director decide que deben tocarlo: tiene sed de fama. El flautista se despierta sobresaltado. Algo le ha sucedido a sus oídos, algo que nunca ha sentido antes. Su sueño ha terminado. Donde estoy, piensa. Y luego lo repite, como un viejo sorprendido de estar tumbado en el suelo en lugar de su cama ¿Dónde estoy? 

 

LA VENTANA ABIERTA

 

Un anciano escritor había adquirido la costumbre de escribir la palabra FIN en una hoja de papel antes de comenzar sus relatos, tras lo cual se hacía con un montón de páginas, típicamente delgado en invierno cuando la luz diurna escaseaba y comparativamente grueso en verano cuando se le soltaban las ideas y se volvían asociativas, expansivas como las de un hombre joven. Al margen de su número, colocaba estas hojas en blanco sobre la última, ocultándola de este modo. Solo entonces se le ocurría la historia, sobria y pulida en invierno, más libre en verano. Gracias a este procedimiento se había convertido en un reconocido maestro.

 

Prefería trabajar en una habitación sin relojes, confiando en que la luz le dijera cuándo había acabado el día. En verano le gustaba tener la ventana abierta. ¿Cómo entonces, en verano, entró el viento invernal en la habitación? Tienes razón, le gritó al viento, esto es lo que me ha faltado, esta contundencia y brusquedad, esta sorpresa… ¡Ah, si fuera capaz de esto sería un dios! Y se recostó sobre el frío suelo del estudio observando cómo el viento agitaba las páginas, mezclando las escritas y las no escritas, el final entre ellas.      

 

EL ASISTENTE MELANCÓLICO

 

Tenía un asistente, pero era melancólico,

tan melancólico que afectaba a sus deberes.

Debía abrir mis cartas, que eran escasas,

y responder las que requerían respuesta,

dejando un espacio al final para mi firma.

Y bajo mi firma, sus propias iniciales,

de cuya formalidad, al principio, se enorgullecía.

Cuando sonaba el teléfono, debía decir

que su empleador estaba ocupado en ese momento,

y ofrecerse a transmitir un mensaje.

 

Tras varios meses, acudió a mí.

Maestro, dijo (que era como me llamaba),

ya no puedo serle útil; debe echarme.

Y vi que había hecho las maletas

y estaba preparado para irse, aunque era de noche

y nevaba. Me compadecí de él.

Bueno, dije, si no puedes realizar estas pocas tareas,

¿qué puedes hacer? Y señaló sus ojos,

que estaban llenos de lágrimas. Puedo llorar, respondió.

Entonces debes llorar por mí, le ordené,

como lloró Cristo por la humanidad.

 

Aun así seguía indeciso.

Su vida es envidiable, dijo;

¿en qué debo pensar cuando llore?

Y le hablé del vacío de mis días,

y del tiempo, que empezaba a agotarse,

y de la insignificancia de mis logros,

y mientras le hablaba tuve la extraña sensación

de volver una vez más a sentir algo

por otro ser humano…

 

Se quedó completamente inmóvil.

Yo había encendido un pequeño fuego en la chimenea;

recuerdo oír los murmullos satisfechos de los leños

apagándose…

 

Maestro, dijo, le ha dado

un sentido a mi sufrimiento.

 

Fue un momento extraño.

Todo el diálogo parecía a la vez profundamente falso

y sumamente verdadero, como si la palabra como vacío e

insignificancia

hubiera estimulado el recuerdo de alguna emoción

que ahora quedaba ligada a esta ocasión y a esta persona.

 

Su rostro estaba radiante. Sus lágrimas brillaban

rojas y doradas a la luz de la lumbre.

Luego se fue.

 

Fuera caía nieve,

el paisaje cambiaba en una serie

de insulsa generalizaciones

marcadas aquí y allí con enigmáticas

formas donde la nieve se había acumulado.

La calle estaba blanca, los diversos árboles estaban

blancos…

Cambios en la superficie, ¿pero no es eso en realidad

lo único que siempre vemos?       

 

INTERRUPCIÓN PREMATURA DE UN VIAJE

 

Las escaleras me resultaron más difíciles de lo que había esperado, por lo que me senté, por así decirlo, a mitad del viaje. Gracias a que había un gran ventanal al otro lado de la barandilla, podía distraerme con los pequeños dramas y comedías de la calle, aunque no pasara nadie conocido, nadie, desde luego, que hubiera podido ayudarme. Tampoco las escaleras estaban en uso, por lo que podía comprobar. Debes levantarte, amigo mío, me dije. Puesto que esto parecía de repente imposible, adopté la mejor alternativa: me preparé para dormir, la cabeza y los brazos sobre el escalón superior, el cuerpo agazapado en el de abajo. Algún tiempo después, una niña pequeña apareció en lo alto de la escalera, de la mano de una mujer anciana. ¡Abuela!, gritó la niña pequeña, ¡hay un hombre muerto en la escalera! Debemos dejarlo dormir respondió la abuela. Debemos pasar junto a él en silencio. Está en ese momento de la vida en que ni regresar al principio ni avanzar hacia el final resulta soportable; por lo tanto, ha decidido detenerse, aquí, en medio de las cosas, aunque esto lo convierta en un obstáculo para los demás, como en nuestro caso. Pero no debemos abandonar la esperanza; en mi propia vida, prosiguió, hubo un momento como este, aunque fue hace mucho tiempo. Y entonces dejó que su nieta la adelantara para poder pasar junto a mí sin molestarme.

Me habría gustado escuchar el resto de su historia, puesto que me pareció, según pasaba, una mujer enérgica, dispuesta a disfrutar de la vida, y  al mismo tiempo sincera, sin falsas ilusiones. Pero pronto sus voces se convirtieron en susurros, o estaban ya muy lejos. ¿Lo volveremos a ver cuando regresemos?, murmuró la niña. Para entonces ya se habrá marchado hace mucho, respondió su abuela. Habrá terminado de subir o de bajar, según el caso. Entonces le diré adiós ahora, dijo la niña pequeña. Y se arrodilló junto a mí, entonando una plegaria que reconocí como la plegaria hebrea para los muertos. Señor, susurró, mi abuela me ha dicho que no está usted muerto, pero pensé que quizás esto calmaría sus terrores, y no estaré aquí para cantársela cuando sea el momento.

Cuando vuelva a escuchar esto, dijo, quizás las palabras le resulten menos intimidantes, si recuerda cómo las escucho por primera vez, en la voz de una niña pequeña.         

 

CERCANÍA DEL HORIZONTE

 

Una mañana me desperté incapaz de mover el brazo

derecho.

Había sufrido, periódicamente, dolores considerables

de ese lado, en el brazo con que pintaba,

pero en esta ocasión no había dolor.

A decir verdad, no sentía nada.

 

Mi médico llegó en menos de una hora.

Inmediatamente se planteó la cuestión de otros médicos,

diversas pruebas, intervenciones…

Eché al médico

y en su lugar contraté al secretario que transcribe estas

notas,

cuyas habilidades, estoy segura, bastan a mis necesidades.

Se sienta junto a la cama con la cabeza gacha,

posiblemente para evitar que lo describa.

 

Empecemos. Hay cierta sensación

de alegría en el aire,

como si los pájaros cantaran.

Por la ventana abierta entran ráfagas de un aire dulzón.

 

Mi cumpleaños (recuerdo) está al caer.

Quizás los dos grandes momentos colisionen

y vea a mis dos yoes encontrarse, uno llegando y otro

yéndose…

Por supuesto, gran parte de mi yo original

ya está muerto, así que a un fantasma no le quedará más

remedio

que abrazar a una mutilación.

 

El cielo, ay, en realidad sigue estando muy lejos,

soy incapaz de verlo desde la cama.

Existe ahora como una remota hipótesis,

un lugar de libertad completamente desligado de la realidad.

Me sorprendo imaginando los triunfos de la vejez,

inmaculados, visionarios dibujos

realizados con la mano restante…

«restante», también, como «la que no suma»(1).

 

La ventana está cerrada. Otra vez silencio, multiplicado.

Y mi brazo derecho, que siento despegado.

Como cuando la azafata anuncia la finalización

del fragmento de audio en el servicio de a bordo.

 

Me he despegado de los sentimientos… se me ocurre

que esto sería un buen epitafio.

 

Pero me equivocaba al sugerir

que esto había ocurrido antes.

De hecho, me han acosado los sentimientos;

es el don de la expresión

lo que tantas veces me ha fallado.

Fallado, atormentado, prácticamente toda mi vida.

 

El secretario levanta la cabeza,

asumiendo la abstracta deferencia

que inspira la cercanía de la muerte.

No puede sino, en realidad, resultar fascinante

cómo surge desde el caos una forma.

 

Compruebo que han instalado una máquina junto a la

cama

para informar a mis visitas

de mi progreso hacia el horizonte.

Yo misma soy incapaz de quitarle los ojos de encima

la línea inestable suavemente

asciende, desciende

como una voz humana en una canción de cuna.

 

Y luego la voz se queda callada.

En ese momento mi alma se habrá fundido

con el infinito, representado

por una línea recta,

como un signo menos.

 

No tengo herederos

en el sentido de que no tengo nada importante

que dejar.

 

Posiblemente el tiempo corrija esta decepción.

A los que me conocen bien esto no les parecerá nuevos;

los comprendo. Quienes

me tienen afecto sabrán

disculpar, espero, las tergiversaciones

impuestas por la ocasión.

 

No les robo más tiempo. Con esto concluye,

como dice la azafata,

nuestro breve vuelo.

 

Y todas las personas que uno nunca conocerá

se agolpan en el pasillo, y se los hace salir

hacia la terminal.            

 

EL CICLO BLANCO

 

Los días sucedían uno tras otro.

El invierno pasó. Las luces de Navidad cayeron

junto a las maltrechas estrellas

colgadas sobre las distintas avenidas comerciales.

Aparecieron puestos de flores en las aceras mojadas,

los baldes de metal llenos de membrillos y anémonas.

 

El final iba y venía.

O debería decir: a intervalos el final se acercaba;

pasé a través de él como un avión pasa a través de una

nube.

Al otro lado, la señal de desocupado todavía brillaba

sobre el baño.

 

Mi tía murió. Mi hermano se mudó a América.

 

En mi muñeca, la esfera del reloj brillaba en la falsa

oscuridad

(se estaba proyectando una película).

Esta era su característica más destacada, una especie de

pulso azulado

que facilitaba la lectura de los números, incluso en

ausencia de luz.

Espléndido, pensé siempre.

 

Y sin embargo el tránsito sereno de la aguja de las horas

ya no representaba mi percepción del tiempo

que se había convertido en una sensación de inmovilidad

expresada como movimiento a través de enormes distancias.

 

La aguja se movía;

las doce, según la miraba, volvieron a ser la una.

 

En cambio el tiempo era ahora este entorno que

me contenía junto a los otros pasajeros,

como la cuna robusta contiene al bebé

o, si forzamos el asunto, como en el vientre de la madre

se mece el niño aún no nacido.

 

Fuera del vientre, la tierra se había desvanecido;

podía ver cómo el resplandor de los relámpagos golpeaba

el ala.

 

Cuando se me acabaron los ahorros,

me fui a vivir una temporada

a una pequeña casa en las tierras de mi hermano

en el estado de Montana.

 

Llegué de noche;

en el aeropuerto habían perdido mi equipaje.

 

Me parecía que me había desplazado

no horizontalmente sino más bien desde un sitio muy bajo

a algo muy elevado,

quizás todavía en el aire.  

 

De hecho, Montana se parecía a la luna…

Mi hermano conducía con confianza sobre la carretera

helada,

parando de vez en cuando para señalar

alguna rara formación.

 

Permanecimos, por lo general, callados.

Se me ocurrió que habíamos retomado

las disposiciones de la infancia,

las piernas en contacto, el volante

sustituyeron ahora al libro.

 

Y sin embargo, en el más profundo sentido, eran

intercambiables:

acaso no había estado mi hermano siempre

conduciéndonos,

tanto a sí mismo como a mí, desde nuestro dormitorio

desolado

hacia una noche de rocas y lagos

salpicados de espadas sobresaliendo aquí y allá…

 

El cielo era negro. La tierra era blanca y fría.

 

Veía cómo la noche se aclaraba. Sobre la nieve blanca

salió el sol, tiñéndola de un extraño color rosado.

 

Luego llegamos.

Nos quedamos un rato en el frío vestíbulo, esperando

que arrancara la calefacción.

Mi hermano tomó nota de mi lista de la compra.

 

En su rostro oleadas de tristeza

se alternaban con oleadas de alegría.

 

Pensé, por supuesto, en la casa de Cornualles.

Las vacas, la monótona música veraniega de los cencerros…

 

Tuve, como supondrás, un ataque de terror absoluto.

 

Y luego me quedé solo.

Al día siguiente llegó mi equipaje.

 

Saqué de la maleta mis pocas posesiones.

La fotografía de mis padres el día de su boda

a la que ahora se había añadido

una fotografía de mi tía en su malograda juventud, un

recuerdo

que ella atesoraba y me dejó en herencia.

 

Aparte de eso, solo el neceser y algunos medicamentos,

junto a mi pequeño montón de ropa de invierno.

 

Mi hermano me trajo libros y revistas.

Me enseñó diversas habilidades del nuevo mundo

que pronto me dejarían de hacer falta.

 

Y sin embargo esto era para mí el nuevo mundo:

no había nada, y nada se suponía que pasara.

Caía la nieve. Ciertas tardes,

le daba clases de dibujo a la esposa de mi hermano.

 

En algún momento empecé a pintar de nuevo.

Resultaba imposible formarse

ningún juicio sobre el valor de aquella obra.

Baste decir que los cuadros eran

enormes y completamente blancos. La pintura había sido

aplicada en capas gruesas, en grandes pinceladas

irregulares…

 

Campos de blanco y destellos, fulgores

de azul, el azul del cielo del oeste,

o como yo lo llamaba

azul esfera de reloj. Me hablaba de otro mundo.

 

He guiado a mi pueblo, decía,

hacia el desierto

donde será purificado.

 

La esposa de mi hermano se quedaba hipnotizada.

A veces también venía mi sobrino

(pronto se convertiría en mi compañero).

Veo, solía decir ella, el rostro de un niño.

 

Quería decir, pienso, que los sentimientos emanaban de

la superficie,

sentimientos de impotencia o desolación…

 

En el exterior, caía la nieve.

Me había, o así lo sentía, aceptado en su quietud.

Y al mismo tiempo, cada pincelada era una decisión,

no una decisión consciente, pero una decisión pese a todo,

como cuando, por ejemplo, el asesino aprieta el gatillo.                         

 

Esto, dice. Esto es lo que quiero hacer.

O quizás: lo que necesito hacer.

O: esto es lo único que puedo hacer.

Aquí, creo, acaba la analogía

en un baturrillo de juicios morales.

 

Después, supongo, no se acuerda de nada.

Del mismo modo, no sabría decir exactamente

cómo nacieron estas pinturas, aunque al final

fueron una cuantas, difíciles de transportar a casa.

 

Cuando regresé, Harry se vino conmigo.

Es, me parece, un chico amable

al que le gusta la vida hogareña.

De hecho, ha aprendido a cocinar él solo

a pesar de las presiones de su horario académico.

 

Nos entendemos. A menudo canta cuando se pone a

trabajar.

Así cantaba mi madre (o, más bien, eso contaba mi tía).

Le pido, a menudo, alguna canción en particular a la que

le tengo cariño,

y se molesta en aprenderla. Es, como digo,

un chico atento. Las colinas están vivas, canta,

una y otra vez. Y a veces, cuando estoy de peor humor,

la de Jacques Brel que tanto me obsesiona.

 

El gatito está muerto, que quiere decir, supongo

la última esperanza.

 

El gatito está muerto, canta Harry,

no tendrá sentido sin su cuerpo.

En la voz de Harry, resulta sumamente tranquilizadora.

 

A veces le tiembla la voz, como si estuviera muy

emocionado,

y luego durante un tiempo las colinas están vivas supera

al gatito está muerto.

 

Pero no necesitamos, por lo general, elegir entre ambas.

 

Aun así, las canciones más oscuras lo inspiran; a cada

verso le da una variación.

 

El gato está muerto: ¿quién apretará, ahora,

su corazón contra el mío para calentarme?

 

El fin de la esperanza, creo que significa,

y sin embargo en la voz de Harry pareciera que una gran

puerta se abre…

 

El gato cubierto de nieve desaparece entre las ramas más

alta;

ah, ¿qué es lo que veré cuando lo siga?    

 

EL CABALLO Y EL JINETE

 

Había una vez un caballo, y sobre el caballo un jinete. ¡Qué hermosos eran a la luz del sol otoñal, mientras se aproximaban a una ciudad extraña! La gente abarrotaba las calles o gritaba desde las ventanas altas. Las viejas se sentaban entre las macetas de flores. Pero si mirabas alrededor buscando otro caballo u otro jinete era en vano. Amigo mío, dijo el animal, ¿por qué no me abandonas? A solas, podrás hallar aquí el camino. Pero abandonarte, contestó el otro, sería dejar atrás una parte de mí mismo, ¿y cómo voy a hacer eso cuando no sé qué parte eres?  

 

UNA OBRA DE FICCIÓN

 

Nada más pasar la última página, después de muchas noches, me envolvió una oleada de tristeza. ¿A dónde se habían ido todos, esa gente que me había parecido tan real? Para distraerme, salí a la noche; instintivamente, encendí un cigarrillo. En la oscuridad el cigarrillo brillaba, como un fuego encendido por un superviviente. ¿Pero quién iba a ver esa luz, este pequeño punto entre las infinitas estrellas? Me quedé un rato en la oscuridad, el cigarrillo brillaba y se hacía cada vez más pequeño, cada bocanada me destruía pacientemente. Que pequeño era, qué breve. Breve, breve, pero ahora estaba dentro de mí, algo que las estrellas nunca conseguirían.

 

EL RELATO DE UN DÍA

 

I

 

Cuando esta mañana como de costumbre me despertaron

las delgadas rayas de luz que se colaban por la persiana

lo primero que pensé fue que la naturaleza de la luz

era su carácter incompleto…

 

Me imaginé la luz tal y como existía antes de toparse con

la persiana…

lo frustrada que debía estar, como una mente

embotada por demasiados fármacos.

 

II

 

Al poco me encontraba

sentada a la estrecha mesa; a mi diestra,

los restos de un pequeño tentempié.

 

El lenguaje me llenaba la cabeza, una euforia desenfrenada

alternada con una profunda desesperación…

 

Pero si la esencia misma del tiempo es el cambio,

¿cómo puede algo convertirse en nada?

Esta era la pregunta que me hacía.

 

III

 

Bien entrada la noche seguía sentada, pensativa, a la mesa,

hasta que sentí la cabeza tan pesada y vacía

que me dieron ganas de acostarme.

Pero no me acosté. En cambio, apoyé la cabeza sobre los

brazos

que había cruzado frente a mí en la madera desnuda.

Como un polluelo en un nido, la cabeza

descansaba sobre los brazos.

 

Era época de sequía.

Escuché al reloj dar las tres, luego las cuatro…

 

En ese momento me puse a pasear por la habitación

y poco después fuera de ella, por las calles

cuyas vueltas y revueltas me eran tan familiares

en noches como esta. Dando vueltas y vueltas caminé,

imitando instintivamente las agujas del reloj.

Mis zapatos, cuando bajé la vista, estaba cubiertos de

polvo.

 

Para entonces la luna y las estrellas habían desaparecido.

Pero el reloj seguía brillando en la torre de la iglesia… 

 

IV

 

Así que regresé a casa.

Me quedé un buen rato

en la entrada, donde acababan las escaleras,

negándome a abrir la puerta.

 

Salía el sol.

El aire se había enrarecido,

no porque tuviera más sustancia

sino porque no quedaba ya nada que respirar.

 

Cerré los ojos.

Me debatía entre una estructura de oposiciones

y una estructura narrativa…

 

V

 

La habitación estaba tal y como la dejé.

La cama en el rincón.

La mesa bajo la ventana.

 

Y la luz que se batía contra ella

hasta que levanté la persiana,

momento en el que se redistribuyó

como un parpadeo entre la sombra de los árboles.    

 

UN JARDÍN DE VERANO

 

I

 

Hace bastantes semanas descubrí una fotografía de mi

madre

sentada al sol, la cara enrojecida como por un logro o un

triunfo.

El sol brillaba. Los perros

dormían a sus pies donde también dormía el tiempo,

calmo e inmóvil como en todas las fotografías.

 

Le quité el polvo al rostro de mi madre.

De hecho, el polvo lo cubría todo; me parecía que era la

persistente

neblina de nostalgia que protege todas las reliquias de la

niñez.

Al fondo, una mezcla de mobiliario urbano, árboles y

arbustos.

 

El sol descendía en el cielo, las sombras se alargaban y se

oscurecían.

Cuanto más polvo quitaba, más crecían las sombras.

Llegó el verano. Los niños

se inclinaban sobre la rosaleda, sus sombras

se fundían con las sombras de las rosas.

 

Me vino una palabra a la cabeza, referente

a este desplazamiento y cambio, estas borraduras

que ahora resultaban obvias;

 

surgió, y con la misma rapidez desapareció.

¿Era ceguera u oscuridad, peligro, confusión?

 

Llegó el verano, luego el otoño. Las hojas cambiaban,

los niños eran puntos brillantes en una masa bronce y siena.

 

II

 

Cuando me recuperé un poco de estos acontecimientos,

dejé la fotografía tal y como me la había encontrado

entre las páginas de un viejo libro de bolsillo,

muchas partes del cual tenían

anotaciones en los márgenes, a veces palabras pero más a

menudo

enérgicos signos de interrogación y exclamación

que significaban «estoy de acuerdo» o «estoy indecisa,

perpleja»…

 

La tinta estaba desvaída. En algunos sitios era incapaz de

saber

qué ideas se le habían ocurrido al lector 

pero gracias a los borrones podía sentir

cierta urgencia, como si se hubiera derramado una lágrima.

 

Sostuve un rato el libro.

Era La muerte en Venecia (en versión traducida);

había tomado nota de la página por si, como creía Freud,

nada sucediera por accidente.

 

Así que la pequeña fotografía

fue enterrada de nuevo, como el pasado es enterrado en

el futuro.

 

En el margen había dos palabras,

unidas por una flecha: «esterilidad» y más abajo,

«olvido»…

 

«Tuvo, no obstante, la impresión de que el pálido y

adorable

psicagogo le sonreía a lo lejos, de que le hacía señas…» (3)

  

III

 

Que tranquilo está el jardín;

ni un soplo de aire agita el cornejo.

Ha llegado el verano.

 

Qué tranquilo está

ahora que la vida ha triunfado. Las toscas

 

columnas de los sicómoros

sostienen los inmóviles

estantes del follaje,

 

Debajo, el césped,

exuberante, iridiscente…

 

Y en medio del cielo

el dios impúdico.

 

Las cosas son, dice… Son, no cambian;

el responso no cambia.

 

Qué silencioso está, el escenario

tanto como el público; respirar

parece casi una intromisión.

 

Debe de estar muy cerca,

en la hierba no hay ni una sombra.

 

Qué tranquilo está, qué silencioso,

como un atardecer en Pompeya.  

 

IV

 

Madre murió anoche,

madre, que nunca muere.

 

El invierno flotaba en el ambiente,

faltaban muchos meses

pero aun así flotaba en el ambiente.

 

Era diez de mayo.

Los jacintos y los manzanos

florecían en el jardín trasero.

 

Alcanzábamos a oír

a María cantando canciones de Checoslovaquía…

 

Qué sola estoy

canciones de este tipo.

 

Qué sola estoy,

sin madre, ni padre

qué vacía me parece mi cabeza sin ellos.

 

Los aromas se desprendían de la tierra;

los platos estaban en el fregadero,

lavados pero no apilados.

 

Bajo la luna llena

María doblaba la colada;

las sábanas tiesas se convertían

en secos rectángulos blancos de luz lunar.

 

Qué sola estoy, pero en la música

mi desconsuelo es mi júbilo.

 

Era el diez de mayo

como había sido nueve, ocho.

 

Madre dormía en su cama,

los brazos estirados, la cabeza

entre ellos, en equilibrio.

 

V

 

Beatrice se llevó a los niños al parque de Cedarhurst.

Brillaba el sol. Los aviones

pasaban de un lado a otro, apaciblemente porque la

guerra había acabado.

 

Era el mundo de su imaginación:

verdadero y falso carecían de importancia.

 

Recién pulido y reluciente:

así era el mundo. El polvo

aún no había hecho erupción sobre las cosas.

 

Los aviones pasaban de un lado a otro, con destino

a Roma y París; no podías llegar a esos lugares

a no ser que volaras sobre el parque. Todo

debe pasar, nada puede detenerse…

 

Los niños se tomaban de la mano, se inclinaban

para oler las rosas.

Tenían cinco y siete año.

 

Infinito, infinito: esa

era su percepción del tiempo.

 

Estaba sentada en un banco, un tanto escondida tras los

robles.

En la lejanía, el miedo se aproximaba y partía;

desde la estación de tren llegaba su sonido.

 

El cielo era rosa y anaranjado, más viejo porque el día

terminaba.

 

No había viento. El día de verano

arrojaba sombras con formas de roble sobre la hierba

verde.  

 

LA PAREJA EN EL PARQUE

 

Un hombre pasea a solas por el parque y a su lado pasea una mujer, también a solas. ¿Cómo lo sabemos? Es como si una línea existiera entre ellos, como una línea dibujada en un campo de juego. Y sin embargo, en una fotografía podría parecer un matrimonio, cansado el uno del otro y de los muchos inviernos que han soportado juntos. En otra época podría tratarse de dos extraños a punto de encontrarse por casualidad. Ella deja caer su libro; al agacharse para recogerlo, toca, por accidente, la mano de él y el corazón se le abre de golpe como una caja de música. Y de la caja sale una pequeña bailarina hecha de madera. Soy yo quien ha creado esto, piensa el hombre; aunque ella solo puede dar vueltas sobre sí misma, sigue siendo una bailarina de algún tipo, no solamente un trozo de madera. Esto debe explicar la desconcertante música procedente de los árboles. 

 

(1) El juego de palabras en inglés es intraducible, la autora juega con left en su sentido de la «la mano izquierda» y «la mano que me queda» (N del T.)

(2) «The hills are alive (with the sound of music)» es un verso de la canción «The sound of music», del musical del mismo nombre de 1959. La canción de Jacquec Brel «Les vieux» contiene el verso «le petit chat est mort» citado en el poema Epílogo (N del T.).

(3) Se cita la traducción de La muerte en Venecia de Juan José del Solar para Edhasa, 2005 (p. 121). (N del T.)

 

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”