Nikolai Gogol (Gubernia de Poltava, 1809 - Moscú, 1852) |
No hay nada
mejor, por lo menos para Petersburgo, que la perspectiva Nevski(1). Ella allí
lo significa todo. ¡Con qué esplendor refulge esta calle, ornato de nuestra
capital!… Yo sé que ni el más mísero de sus habitantes cambiaría por todos los
bienes del mundo la perspectiva Nevski… No sólo el hombre de veinticinco años,
de magníficos bigotes y levita maravillosamente confeccionada, sino también
aquel de cuya barbilla surgen pelos blancos y cuya cabeza está tan pulida como
una fuente de plata, se siente entusiasmado de la perspectiva Nevski. ¡En
cuanto a las damas!… ¡Oh!… Para las damas, la perspectiva Nevski es todavía más
agradable. ¿Y para quién no es ésta agradable?… Apenas entra uno en ella
percibe olor a paseo. Aunque vaya uno preocupado por algún asunto importante e
indispensable, es seguro que al llegar a ella se olvidan todos los asuntos.
Éste es el
único lugar donde la gente se exhibe, sin sentirse acuciada por la necesidad o
el interés comercial que abraza a todo Petersburgo. Diríase que el hombre que
se encuentra en la perspectiva Nevski es menos egoísta que el de Morskaia,
Gorojovaia, Liteinaia, Meschanskaia y demás calles, en las que la avaricia, el
afán de lucro y la necesidad aparecen impresos en los rostros de los peatones y
de los que la atraviesan al vuelo de sus berlinas u otros carruajes. La
perspectiva Nevski es la principal vía de comunicación de Petersburgo; aquí el
habitante del distrito de Petersburgski o de Viborgski, que desde hace años no
visitaba a su amigo residente en Peski o en Moskovskaia Sastava, puede estar
seguro de que lo encontrará sin falta. Ninguna guía ciudadana ni ninguna
oficina de información podrían suministrar noticias tan exactas como puede
hacerlo la perspectiva Nevski. ¡Oh, todopoderosa perspectiva Nevski!… ¡Única
distracción del humilde en su paseo por Petersburgo! ¡Con qué pulcritud están
barridas sus aceras y…, Dios mío…, cuántos pies han dejado en ellas sus
huellas! La torpe bota del soldado retirado, bajo cuyo peso parece agrietarse
el mismo granito; el zapatito diminuto y ligero como el humo de la joven dama,
que vuelve su cabecita hacia los resplandecientes escaparates de los almacenes,
como el girasol hacia el sol; el retumbante sable del teniente lleno de
esperanzas que las araña al pasar…, ¡todo deja impreso sobre ellas el poder de
su fuerza o de su debilidad! ¡Cuánta rápida fantasmagoría se forma en ellas tan
sólo en el transcurso de un día! ¡Qué cambios sufren en veinticuatro horas!
Empecemos a
considerarlas desde las primeras horas de la mañana, cuando todo Petersburgo
huele a panes calientes y recién hechos, y está lleno de viejas con vestidos
rotos y envueltas en capas, que asaltan primeramente las iglesias y después a
los transeúntes compasivos. A esta hora la perspectiva Nevski está vacía: los
robustos propietarios de los almacenes y sus comisionistas duermen todavía
dentro de sus camisas de holanda o enjabonan sus nobles mejillas y beben su
café; los mendigos se agolpan a las puertas de las confiterías, donde el adormilado
Ganimedes que ayer volaba como una mosca portador del chocolate, ahora, sin
corbata y con la escoba en la mano, barre, arrojándoles secos pirogi y otros
restos de comida. Por las calles circula gente trabajadora; a veces, también
mujiks rusos dirigiéndose apresurados a sus tareas y con las botas tan
manchadas de cal, que ni siquiera toda el agua del canal de Ekaterininski,
famoso por su limpieza, hubiera bastado para limpiarlas. A esta hora no es
prudente que salgan las damas, pues al pueblo ruso le agrada usar tales
expresiones, como seguramente no habrán oído nunca ni en el teatro. A veces, un
adormilado funcionario la atraviesa con su cartera bajo el brazo, si se da el
caso de que su camino al Ministerio pase por la perspectiva Nevski.
Decididamente,
puede decirse que a esta hora, o sea hasta las doce del mediodía, la
perspectiva Nevski no constituye objetivo para nadie, y sirve solamente como
medio: poco a poco va llenándose de personas que por sus ocupaciones,
preocupaciones y enojos no piensan para nada en ella. El mujik ruso habla de la
grivna o de los siete groschi; los viejos y las viejas agitan las manos o
hablan consigo mismos, a veces entre fuertes gesticulaciones; pero nadie los
escucha ni se ríe de ellos, con excepción acaso de los muchachuelos de
abigarradas batas que, llevando en las manos pares de zapatos o botellas
vacías, corren por la perspectiva Nevski. A esta hora, aunque se hubiera usted
puesto en la cabeza un cucurucho en lugar de un sombrero, aunque su cuello
sobresaliera demasiado sobre su corbata, puede estar bien seguro de que nadie
se fijará en ello.
A las doce,
en la perspectiva Nevski hacen invasión los preceptores de todas las naciones,
acompañados de sus discípulos, que lucen cuellos de batista. Los Jones ingleses
y los Coco franceses llevan colgados del brazo a los alumnos que les han sido
confiados, y con la conveniente respetabilidad explican a éstos que los rótulos
que se encuentran sobre las tiendas están allí colocados para que pueda saberse
lo que se contiene en dichas tiendas. Las institutrices, pálidas misses rosadas
eslavas, caminan majestuosamente tras sus ligeras y movibles muchachas,
ordenándoles que levanten un poco más el hombro y se enderecen.
Para
abreviar: a esta hora la perspectiva Nevski es una perspectiva Nevski
pedagógica. Sin embargo, cuanto más se acercan las dos de la tarde, más
disminuye el número de preceptores, pedagogos y niños. Éstos han sido
desplazados de allí por sus tiernos padres, que pasan llevando del brazo a las
compañeras de sus vidas, de nervios débiles y vestidas de abigarrados colores.
Poco a poco, a su compañía se unen todos aquellos que han terminado sus
bastante importantes ocupaciones caseras, tales como, por ejemplo, los que han
consultado al médico sobre el tiempo o sobre el pequeño grano salido en la
nariz, los que se han informado de la salud de los caballos y de sus hijos
(que, dicho sea de paso, muestran grandes capacidades), los que han leído los
carteles y un artículo importante en los periódicos sobre los que llegan y los
que se van, y, por último, los que han bebido su taza de café o de té; a éstos
se unen también aquellos a quienes el destino, envidioso, deparara la bendita
categoría de “funcionario” encargado de importantes asuntos: se unen los que,
empleados en el Ministerio del Exterior, destacan por la nobleza de sus
ocupaciones y costumbres. ¡Dios mío! ¡Qué empleos y servicios tan maravillosos
existen!… ¡Cuánto elevan y regocijan el alma! Pero…, ¡ay de mí!… Yo, por no
estar empleado, he de privarme del gusto que me proporcionaría el fino
comportamiento de los superiores…
Todo lo que
encuentre usted en la perspectiva Nevski está impregnado de conveniencia. Los
caballeros de largas levitas y manos metidas en los bolsillos; las damas de
redingotes de raso blanco, rosa, azul pálido y sombrero. Aquí encontrará usted
patillas únicas, a las que se deja pasar con extraordinario, con asombroso
arte, bajo la corbata. Patillas de terciopelo, de raso, negras como el carbón,
pero, ¡ay!, pertenecientes tan sólo a los miembros del Ministerio del Exterior.
A los empleados de otros departamentos el destino les ha negado esas negras
patillas, y con enorme disgusto se ven obligados a llevarlas de color rojizo.
Aquí
encontrará usted maravillosos bigotes. Ninguna pluma, ningún pincel puede describirlos.
Bigotes a cuyo cuidado se ha dedicado la mejor mitad de la vida, que son objeto
de largas atenciones durante el día y durante la noche; bigotes sobre los que
fueron vertidos exquisitos perfumes, aromas y las más raras y costosas pomadas
de todas clases; bigotes que se envuelven por la noche en el más fino papel;
bigotes a los que va dirigido el afecto más conmovedor de sus poseedores y que
despiertan la envidia de los transeúntes.
Sombreros,
vestidos, pañuelos multicolores y vaporosos, que a veces hasta dos días
seguidos han logrado la preferencia de sus propietarias, podrían con sus mil
clases diversas deslumbrar a cualquiera en la perspectiva Nevski.
Se diría que
todo un mar de maripositas desprendiéndose de los largos tallos se eleva de
repente, agitándose cual resplandeciente nube, sobre los negros escarabajos del
sexo masculino. Aquí encontrará usted cinturas tales como nunca las habrá
soñado: finitas, estrechitas; talles no más gruesos que el cuellecito de una
botella, y al encontrarse con ellos se apartará usted con respeto, para evitar
el poder tropezarlas por descuido con un codo descortés. De su corazón se
apoderarán entonces la timidez y el miedo de quebrar con la desconsiderada
respiración tan maravillosa obra de la naturaleza y el arte. Y ¡qué mangas de
señora verá usted en la perspectiva Nevski!… ¡Ay, qué maravilla! Se asemejan un
poco a dos globos de oxígeno, hasta el punto de que la dama podría elevarse en
el aire si el hombre no la sujetara; porque alzar una dama en el aire resulta
igual de fácil y agradable que llevarse a los labios una copa llena de
champaña.
En ningún
sitio, al encontrarse, se saludan las gentes con tanta nobleza y desembarazo
como en la perspectiva Nevski. Aquí encontrará usted la sonrisa única, la
sonrisa que es una obra maestra; a veces tal, que, por el contrario, se verá
usted más bajo que la misma hierba, y a veces tal, que se sentirá más alto que
el pararrayos del Almirantazgo y levantará orgulloso la cabeza. Aquí encontrará
usted a los que conversan sobre el tiempo o el último concierto con una
extraordinaria nobleza y el sentido de su propia dignidad. Aquí encontrará
usted millares de caracteres incomprensibles y fenómenos. ¡Oh, Creador!… ¡Qué
caracteres tan extraños encuentra uno en la perspectiva Nevski! Hay allí
infinidad de gentes que al ver a usted le mirarán irremisiblemente a los
zapatos, y si usted pasa sin detenerse, se volverán de fijo para mirarle a los
faldones.
Todavía no
he podido comprender por qué ocurre esto. Al principio pensé que se trataría de
zapateros; pero luego resultó que no era así. La mayor parte estaban empleados
en diversos departamentos; muchos de ellos podrían escribir de una manera
perfecta una comunicación y dirigirla de un departamento oficial a otro, o
pasearse o leer periódicos en las confiterías… O sea, que la mayor parte son
gente como es debido.
En esta
bendita hora de las dos a las tres de la tarde (que puede calificarse de
capital movible de la perspectiva Nevski) tiene lugar la principal exposición
de las mejores obras del hombre. El uno exhibe una elegante levita guarnecida
del mejor castor; otro, una maravillosa nariz griega; el tercero usa unas
magníficas patillas; la cuarta un par de bellos ojos y un asombroso sombrerito;
el quinto, una sortija con talismán pasada al elegante meñique; la sexta, un
piececito dentro de un encantador y diminuto zapato; el séptimo, una corbata
que despierta la curiosidad, y el octavo, unos bigotes que sumergen en asombro.
Pero… dan las tres y la exposición se termina y la muchedumbre disminuye… A las
tres sobreviene un nuevo cambio.
En la
perspectiva Nevski, de repente, se hace la primavera; toda ella se cubre de
funcionarios de uniformes verdes. Hambrientos consejeros titulares de Corte y
de otras clases emplean todas sus fuerzas en acelerar su paso. Los funcionarios
jóvenes y los secretarios se apresuran a aprovechar un poco más el tiempo y a
pasear por la perspectiva Nevski con un porte que no demuestra que se han
pasado seis horas seguidas sentados en una oficina del Estado; pero los viejos
secretarios y consejeros titulares de la Corte caminan de prisa y con la cabeza
baja. No tienen tiempo de ocuparse en la contemplación de los transeúntes. No
se sienten todavía liberados de sus preocupaciones. En sus cabezas hay un
enredo y todo un archivo de asuntos empezados y sin terminar; ha de pasar mucho
tiempo hasta que dejen de ver, en lugar de un anuncio, la carpeta llena de
papeles o el rostro carnoso del jefe de la cancillería.
A partir de
las cuatro la perspectiva Nevski queda vacía, y será raro que encuentre usted
en ella un solo funcionario. Alguna costurerilla que, saliendo de la tienda,
corre con la caja entre las manos por la perspectiva Nevski; alguna lastimosa
víctima de la prodigalidad, vestida con un mísero capote; algún bobalicón a
quien se encuentra de paso y para el cual las horas son iguales; alguna alta y
larguísima inglesa con el ridicule y el libro entre las manos; algún
cobrador, el ruso de levita de mezcla de algodón (cuya cintura descansa en
mitad de la espalda) y de delgada barba, que vive una vida prendida con
alfileres, en la que todo se tambalea -la espalda, los brazos, los pies y la
cabeza- cuando respetuosamente circula por la acera; algún artesano… y a nadie
más encontrará usted en la perspectiva Nevski.
Pero tan pronto
como desciende el crepúsculo sobre las casas y las calles, y el farolero
cubierto de esparto se sube en su escalera para encender los faroles, y a las
vitrinas de los escaparates se asoman aquellas estampas que no se atrevían a
asomarse durante el día…, entonces la perspectiva Nevski vive de nuevo y
empieza a moverse. Ha llegado la hora misteriosa en la que las lámparas prestan
a todo una sugestiva y maravillosa luz. Encontrará usted a muchos jóvenes,
solteros en su mayor parte, vestidos de levita y cubiertos con un capote. A
esta hora se percibe que las gentes persiguen un fin o al menos algo parecido a
un fin, un algo excesivamente inconsciente; los pasos se hacen más rápidos y
desiguales, las largas sombras se deslizan raudas por las paredes y el suelo de
la calle y casi alcanzan con sus cabezas el puente Politzeiski. Los jóvenes
funcionarios y secretarios pasean durante largo rato, pero los viejos
consejeros titulares y de Corte se quedan en su mayoría en casa, bien porque
sean casados o porque sus cocineras alemanas les preparan muy bien la comida.
Aquí encontrará usted a los viejos respetables que con tan importante aire y
asombrosa nobleza paseaban a las dos por la perspectiva Nevski. Les verá usted
correr, lo mismo que a los jóvenes secretarios, con objeto de mirar bajo el
sombrero de alguna de esas damas, cuyos gruesos labios y maquilladas mejillas
tanto gustan a muchos de los paseantes y aún más a los cobradores y
comerciantes que, vestidos siempre de levita al estilo alemán, circulan en
tropel y cogidos generalmente del brazo.
-¡Para!
-gritó en este momento el teniente Piragov, dando un tirón al joven vestido de
frac y cubierto con una capa que marchaba a su lado-. ¿Has visto?
-He visto.
¡Maravillosa! Es enteramente la Biancca de Peruggini.
-Pero ¿de
quién estás hablando?
-¡Pues de
ella! ¡De aquella de pelo oscuro!… ¡Qué ojos!… ¡Dios mío, qué ojos!… ¡Todo!…
¡El contorno! ¡El óvalo del rostro! ¡Es un milagro!
-Te estoy
hablando de la rubia. De la que pasó tras ella por aquel lado… ¿Por qué no
sigues a la morena si te ha gustado tanto?
-¡Oh!… ¿Cómo
hacerlo?… -exclamó el joven vestido de frac, ruborizado. ¡Como si fuera una de
esas que pasan por el atardecer por la perspectiva Nevski!… ¡Debe de ser una
dama muy principal! Solamente su capa debe de valer por lo menos 80 rublos.
-¡Bobo!…
-dijo con viveza Piragov, empujándolo con fuerza hacia el punto en donde
flotaba la capa de alegre colorido. ¡Anda, pánfilo, que se te va a escapar! Yo,
mientras tanto, iré tras la rubia.
Y ambos
amigos se separaron.
“¡Ya las
conocemos a todas!”, pensó para sí Piragov con una sonrisa complacida y
vanidosa, convencido de que no existía belleza que pudiera resistírsele.
El joven del
frac y la capa se dirigió con tímido paso hacia el punto en que ondeaba a lo
lejos la capa de vivos colores, que tan pronto brillaba a la luz del farol, al
pasar junto a éste, como se cubría inmediatamente de oscuridad al alejarse. El
corazón le latía en el pecho, y sin querer apresuraba el paso. No se atrevía siquiera
a pensar que pudiera tener algún derecho a la atención de la belleza que se le
escapaba volando a lo lejos, cuanto menos a dar cabida en su pensamiento a la
negra alusión del teniente Piragov. Sólo quería ver la casa…, fijarse en dónde
tenía la vivienda aquella encantadora criatura, que parecía haber caído
directamente del cielo a la perspectiva Nevski, y que seguramente desaparecería
no se sabría por dónde. Marchaba tan de prisa, que empujaba sin cesar fuera de
la acera a los respetables señores de canosas patillas.
Este joven
pertenecía a una clase que entre nosotros constituye un fenómeno bastante raro,
y que tanto podía pertenecer a la ciudad de Petersburgo como la persona que
vemos en sueños al mundo real. Esta casta excepcional era muy extraordinaria en
aquella ciudad, donde todos eran funcionarios, comerciantes o artesanos
alemanes. Era pintor. ¿No es verdad que era aquél un extraño fenómeno? ¡Un
pintor de Petersburgo! ¡Pintor en la tierra de las nieves! ¡Pintor en el país
de los finlandeses…, donde todo es húmedo, liso, llano, pálido, gris y
embrumado! Estos pintores no se parecen a los pintores italianos, orgullosos,
ardientes como Italia y su cielo. Por el contrario, son en su mayor parte gente
buena, tímida, que se turba fácilmente, despreocupada, apegada calladamente a
su arte, que bebe té junto a sus dos amigos en su pequeña habitación, que habla
modestamente del tema querido y no piensa en nada superfluo. Acostumbra llevar
a su casa a alguna mendiga vieja y la obliga a permanecer allí durante seis
horas con objeto de plasmar después sobre el lienzo su expresión lastimera sin
sentimiento. Dibuja la perspectiva de su habitación, llena de fruslerías
artísticas: brazos y pies de escayola, que el polvo y el tiempo han tornado del
color del café; rotos y pintorescos caballetes, la paleta volcada, el amigo que
toca la guitarra, las paredes manchadas de pintura, la ventana abierta, a
través de la cual se ve pasar el pálido Neva y los pobres pescadores vestidos
con camisas rojas. El colorido de sus obras suele ser gris y turbio, como si
llevara impreso el sello del Norte.
Además, se
aplican a su trabajo con verdadero deleite. Frecuentemente esconden dentro de
sí verdadero talento, y si sobre ellos hubiera soplado el fresco viento de
Italia, seguramente ese talento se hubiese desarrollado con la misma brillantez
y libertad que la planta sacada de la habitación al aire libre. Por lo general
son muy tímidos: la vista de una condecoración o de unas gruesas charreteras
produce en ellos tal azoramiento, que sin querer rebajan al punto el precio de
sus creaciones. Gustan a veces de elegantizarse; pero esta elegancia resulta en
ellos demasiado chillona, y se asemeja un poco a un remiendo. Los verá usted a
veces vestidos con un magnífico frac y una capa manchada, con un rico chaleco
de terciopelo y una levita sucia de pintura, del mismo modo que verá usted la
cabecita de ninfa dibujada en el fondo de la obra realizada anteriormente con
deleite, si no se ha encontrado sitio mejor donde dibujarla. Nunca lo mirará directamente
a los ojos, y si lo hace será de un modo vago; no lo penetrará con la mirada
del observador o con aquella de águila del oficial de Caballería.
Esto sucede
porque al mismo tiempo que sus rasgos está contemplando los rasgos de algún
Hércules que se encuentra en su habitación o porque se está representando ante
él el cuadro que se propone crear. Por eso, a menudo contesta de una manera
descosida y a veces hasta incoherente, ya que todas las ideas que se mezclan en
su cabeza aumentan su timidez. A esta clase pertenecía el joven pintor
Peskarev, tímido y fácilmente azorado, pero cuya alma estaba llena de chispas
de sentimiento dispuestas a convertirse en llama. Con oculto temblor se
apresuraba hacia aquel objeto de su atención que tanto lo había asombrado,
pareciendo extrañarse él mismo de su atrevimiento. La criatura desconocida que
se había apoderado de sus pensamientos y de sus sentimientos volvió de repente
la cabeza y lo miró. ¡Dios mío!… ¡Qué rasgos prodigiosos!… La maravillosa
frente, de una blancura cegadora, estaba sombreada por el magnífico cabello.
Una parte de los maravillosos bucles caía bajo el sombrero y rozaba la mejilla,
teñida de un fresco y fino rubor producido por el frío nocturno. La boca
parecía cerrarse sobre un enjambre de maravillosos ensueños. ¡Todos cuantos
recuerdos conservamos de la niñez, todo cuanto nos conduce al ensueño o a la
callada inspiración -como nos conduce la lamparita ante la imagen-, todo
parecía unirse y reflejarse en su armoniosa boca! Miró a Peskarev, y el corazón
de éste latió bajo aquella mirada. Lo miraba y un sentimiento de indignación se
traslucía en su mirada por verse objeto de aquella persecución tan descarada;
pero aun el mismo enfado era encantador en aquel rostro maravilloso.
Lleno de
vergüenza y timidez, se detuvo él, bajando la cabeza; pero… ¿cómo perder de
vista a esta divinidad sin saber siquiera dónde se hospedaba? Tales
pensamientos llenaban la cabeza del joven soñador, que decidió seguirla. Sin
embargo, para no hacerlo notar dejó aumentar la distancia que los separaba,
mirando al parecer distraídamente a los anuncios, pero sin perder de vista ni
un solo paso de la desconocida. Los transeúntes eran más escasos; la calle se
hacía más tranquila; la bella volvió la cabeza, y a él le pareció que una
ligera sonrisa brillaba en sus labios. Todo su organismo tembló, sin poder dar
crédito a sus ojos. No. Era sin duda la linterna, que con su engañadora luz
había hecho expresar a su rostro aquella especie de sonrisa. No. Eran sus
propios ensueños los que se reían de él. Sin embargo, la respiración se detuvo
en su pecho; todo latía en su interior; todos sus sentimientos ardían, y todo
ante él se cubrió de una bruma. La acera pasaba volando bajo sus pies; las
berlinas, con sus caballos al galope, parecían estar inmóviles; el puente se
estiraba y se partía por el centro de su arco; las casas estaban invertidas; la
garita le salía al encuentro, cayendo sobre él, y la alabarda del guardia,
mezclada a las palabras y las tijeras dibujadas en oro, parecían brillar en las
mismas pestañas de sus ojos. Todo esto lo había producido una mirada, el girar
de la linda cabecita. Sin oír, sin ver, pasaba volando sobre las maravillosas
huellas de aquellos piececitos, esforzándose en contener la rapidez de su paso,
que marchaba al mismo ritmo que su corazón. A veces se apoderaba de él la duda.
¿Era verdad que la expresión de su rostro había sido benévola?… Entonces se
detenía un momento; pero el latido de su corazón y la invencible fuerza e
inquietud de todos sus sentimientos lo impulsaban hacia adelante. Ni siquiera
se fijó en que, de repente, una casa de cuatro pisos se elevaba ante él. Sus
cuatro brillantes filas de ventanas lo miraron todas a un tiempo, y la verja de
la entrada le propinó su empujón de hierro. Vio volar a la desconocida escalera
arriba, la vio volverse, llevarse un dedo a los labios y hacerle seña de
seguirla. Sus rodillas temblaban, ardían sus pensamientos y sentimientos, un
relámpago de alegría penetró con insoportable agudeza en su corazón. No. ¡Esto
ya no era ensueño! ¡Dios mío! ¡Cuánta dicha en un instante! ¡Qué vida tan
maravillosa en sólo dos minutos!
Sin
embargo…, ¿no sería un sueño todo esto? ¿Era posible que aquella por cuya
celestial mirada estaría dispuesto a dar toda su vida, y respecto de la cual comunicaba
una dicha acercarse tan sólo a su vivienda, fuera ahora tan atenta y benévola
con él? Subió volando la escalera. No lo dominaba ningún pensamiento terreno;
no se sentía excitado por la llama de la pasión terrena. No. En aquel minuto
era limpio y puro, como el adolescente virgen que experimenta todavía la
necesidad del amor espiritual. Lo que en un hombre vicioso hubiera despertado
atrevidos pensamientos hacía los suyos aún más elevados.
Esta
confianza otorgada por la débil y maravillosa criatura le imponía la promesa de
austeridad del caballero. La promesa de cumplir como un esclavo todas sus
órdenes. Deseaba únicamente que aquellas órdenes fueran las más difíciles e
irrealizables para volar con mayor esfuerzo a su conquista. No dudó por un
momento de que algún misterioso y al mismo tiempo importante suceso obligaba a
la desconocida a hacerlo objeto de su confianza, de que le exigiría servicios
de mucho interés, y sentía ya dentro de sí fuerza y decisión para todo.
La escalera
ascendía, y con ella ascendían también sus fugaces ensueños.
-Vaya usted
con cuidado -sonó la voz, cual un arpa, llenando nuevamente de temblor todas
sus venas.
En la
sombría altura del cuarto piso la desconocida golpeó en la puerta, que se
abrió, y ambos entraron. Una mujer de exterior bastante agradable, llevando una
vela en la mano, les salió al encuentro; pero miró a Peskarev de una manera tan
extraña y descarada, que éste, sin querer, bajó los ojos. Entraron en la
habitación. Tres figuras femeninas en distintos rincones se ofrecieron a sus
ojos. Una de ellas hacía solitarios, otra estaba sentada ante el piano y tocaba
con dos dedos una especie de lastimera y antigua polonesa, mientras la tercera,
sentada ante el espejo, peinaba sus largos cabellos sin pensar en interrumpir su
toilette por la entrada de una persona desconocida. El desagradable
desorden que sólo se encuentra en la vivienda del solterón reinaba por doquier.
Los muebles, bastante buenos, estaban cubiertos de polvo; la araña había
llenado con su tela el friso tallado; por la puerta entreabierta de la
habitación se veía brillar la bota guarnecida de espuela y el color rojo del
uniforme, mientras una fuerte voz masculina y una risa femenina se dejaban oír
sin ningún recato.
¡Dios mío!…
¡Dónde ha venido a caer!… Al principio no quería creerlo, y se puso a examinar
con atención los objetos que llenaban la habitación; pero las paredes vacías y
las ventanas sin visillos no revelaban la presencia de ningún ama de casa
cuidadosa; los rostros gastados de estas lastimosas criaturas, una de las
cuales vino a sentarse ante su misma nariz, mirándolo con la misma tranquilidad
con que se mira una mancha en el vestido ajeno…, todo le confirmaba que había
penetrado en el asqueroso cobijo donde tiene su morada el lastimoso vicio producto
de la vana instrucción y de la terrible abundancia de gente de la capital,
cobijo donde el hombre pisotea y se ríe de todo lo limpio y sagrado que adorna
la vida; donde la mujer, esta gala del mundo, aureola de la creación, se
transforma en un ser extraño y ambiguo, que al mismo tiempo que la pureza del
alma perdió toda su feminidad, adquiriendo los repugnantes ademanes y el
descaro del hombre y cesando de ser aquella débil criatura tan distinta de
nosotros, pero tan maravillosa.
Peskarev la
miraba con ojos asustados de pies a cabeza, como queriendo asegurarse de que
era la misma que lo había hechizado, haciéndolo seguirla por la perspectiva
Nevski. Ella, sin embargo, aparecía ante él igualmente bella. Su cabello era
igual de maravilloso, y sus ojos continuaban pareciendo celestiales. Su
frescura era radiante, tenía sólo diecisiete años y se veía que el temible
vicio había hecho su presa en ella desde hacía poco tiempo, y que aún no se
atrevía a rozar sus mejillas, frescas y ligeramente sombreadas de fino rubor.
Era maravillosa. Peskarev permanecía inmóvil ante ella y ya dispuesto a
olvidarse de todo, como se olvidaba antes; pero la bella, aburrida de tan largo
silencio, le sonrió de una manera significativa mirándolo a los ojos. Esta
sonrisa estaba impregnada de cierto lastimoso descaro. Era tan extraña a su
rostro y le iba tan mal como la expresión beatífica al del usurero o el libro
de contabilidad al poeta. Él se estremeció. Se abrió la linda boca y comenzó a
decir algo, pero necio y trivial… Se veía que al hombre, al perder la pureza,
le abandona también la inteligencia. No quiso escuchar nada. Se produjo de una
manera risible y con la sencillez de una criatura. En vez de aprovechar tal
benevolencia, en vez de alegrarse de esta ocasión, como lo hubiera hecho sin
duda cualquier otro en su lugar, echó a correr como un cordero salvaje hacia la
calle.
Con la
cabeza baja y los brazos caídos permaneció sentado en su habitación, como el
pobre que después de encontrar una perla sin precio la ha dejado caer al mar.
¡Tan bella!
¡Unos rasgos tan maravillosos…, y en qué lugar se encuentra!, era todo lo que
se sentía capaz de articular.
Nunca, en
efecto, se apodera tanto de nosotros la piedad como ante la vista de la belleza
alcanzada por la respiración podrida del vicio. ¡Si fuera, al menos, la fealdad
la que girara con él!… ¡Pero la belleza!… ¡La tierna belleza!… En nuestro
pensamiento sólo puede unirse con la pureza y la limpidez. La bella que había
hechizado al infeliz Peskarev era ciertamente un maravilloso y extraordinario
fenómeno. Su presencia en aquel despreciable ambiente resultaba aún más
extraordinaria. Todas sus facciones estaban dibujadas con tal nitidez, toda la
expresión de su maravilloso rostro respiraba tal dignidad, que de ninguna
manera podía creerse que el vicio hubiera dejado caer sobre ella sus terribles
garras. Hubiera constituido una perla sin precio, el universo entero, el
paraíso, la riqueza toda de un apasionado esposo, hubiera sido una prodigiosa y
plácida estrella dentro de un círculo familiar, y un movimiento de su
maravillosa boca hubiera bastado a dispensar dulces órdenes, hubiera aparecido
como una diosa entre la muchedumbre de un salón, deslizándose sobre el claro
parquet iluminado por el resplandor de las velas, recogiendo la callada devoción
de la multitud de admiradores rendidos a sus pies… Pero, ¡ay!, por la voluntad
terrible del espíritu infernal que desea destruir la armonía de la vida, había
sido arrojada con risa grotesca en el abismo…
Destrozado
de piedad se hallaba sentado ante la vela encendida; hacía tiempo que había
pasado la medianoche, y cuando la campana de la torre dio las doce y media
continuaba sentado, inmóvil, inactivo y desvelado. La somnolencia, aprovechando
su quietud, comenzaba cautelosamente a apoderarse de él; ya la habitación
empezaba a desaparecer; tan sólo la llama de la vela traslucía a través de los
sueños, venciéndolo, cuando de repente un golpe en la puerta lo hizo
estremecerse y lo obligó a recobrarse. La puerta se abrió, dando paso a un
lacayo vestido de rica librea(2). Jamás había entrado una rica librea en su
solitaria habitación y menos aún a hora tan extraordinaria. Se quedó asombrado
y mirando con impaciente curiosidad al recién llegado lacayo.
-La señora
en cuya casa -dijo con un respetuoso saludo el lacayo- hace unas horas tenía
usted la amabilidad de encontrarse, me ordena que le ruegue que vaya a
visitarla y le envía su berlina(3).
Peskarev
estaba callado y sorprendido. “Berlina…, lacayo de librea… ¡No! Aquí hay
seguramente una confusión…”, pensó.
-Escuche,
amigo -pronunció con timidez-: usted seguramente se ha equivocado de lugar.
Seguramente la señora ha enviado a buscar a algún otro que no soy yo.
-No, señor;
no me he equivocado. ¿No fue usted quien tuvo la amabilidad de acompañar a la
señora a pie hasta la casa de la calle Leteinaia, habitación del cuarto piso?
-Sí. Fui yo.
-¡Entonces!…
Dese prisa, por favor. La señora desea verle sin falta y le pide que vaya
directamente a su casa.
Peskarev
bajó corriendo la escalera. En efecto, en la calle había una berlina. Se sentó
en ella, se cerraron las portezuelas, las piedras de la calle resonaron bajo
las ruedas y los cascos, y la perspectiva de las casas, iluminadas con
brillantes anuncios, pasó volando ante las ventanillas de la berlina. Peskarev
reflexionaba durante el camino, sin saber cómo explicarse esta aventura. “Casa
propia, berlina, lacayo de rica librea…” No podía relacionar nada de esto con
la habitación del cuarto piso, las ventanas empolvadas y el piano abierto. La
berlina se detuvo ante una entrada brillantemente alumbrada, asombrándole de
súbito la fila de carruajes, las voces de los cocheros, las ventanas
resplandecientes y el sonido de la música que llegaba hasta él. El lacayo de la
rica librea lo ayudó a bajar de la berlina, acompañándolo en actitud respetuosa
hasta el vestíbulo, provisto de columnas de mármol, en el que se encontraba un
portero con uniforme guarnecido de oro, y se veían capas y pellizas diseminadas
por diversos lugares, así como una brillante lámpara.
Una airosa
escalera de refulgentes barandillas e impregnada de aromas conducía al piso
superior. Ya estaba sobre ella…, ya había entrado en la primera sala, asustado
y retrocediendo sus pasos a la vista de tanta gente. La extraordinaria variedad
de rostros lo dejó completamente aturdido. Le parecía como si algún demonio
hubiera desmenuzado el mundo en infinidad de diversos pedazos y que todos
aquellos pedazos se hubieran mezclado allí. Los hombros resplandecientes de las
damas, los negros fraques, las arañas, las lámparas, los vaporosos volantes de
gasa, las etéreas cintas y el grueso contrabajo que asomaba por la barandilla…,
¡todo lo deslumbraba! Vio de pronto reunidos tantos viejos venerables y hombres
maduros, de decorados fraques; damas que con tanta ligereza, altivez y gracia
se deslizaban por el parquet o permanecían sentadas en fila; oía tantas
palabras pronunciadas en francés o en inglés; era tal, además, la distinción de
los jóvenes de negros fraques, hablaban y vacilaban con tanta dignidad, sabían
tan bien lo que tenían que decir o no decir, con tal solemnidad bromeaban, con
tal respeto sonreían, llevaban unas patillas tan perfectas, con tanto arte
sabían mostrar sus impecables manos arreglándose la corbata, las damas eran tan
vaporosas, estaban tan sumergidas en la propia complacencia, bajaban con tanto
encanto los ojos…, que…
Pero ya la
modesta actitud de Peskarev, apoyado temeroso en la columna, revelaba el
aturdimiento en que se encontraba. La muchedumbre rodeaba en aquel momento el
grupo de los que bailaban. Volaban entre éste transparentes creaciones de París
y vestidos tejidos por el mismo aire; las bellas rozaban descuidadamente el
parquet con sus piececitos y hubieran sido más etéreas todavía si no lo
hubieran siquiera rozado. Pero una de ellas estaba vestida mejor que ninguna,
más ricamente y con más brillantez. El gusto más exquisito podía apreciarse en
toda su vestimenta, pareciendo al mismo tiempo que ella ni se preocupaba de
ésta ni le concedía la menor importancia. No miraba a la muchedumbre de
espectadores en torno. Sus maravillosas y largas pestañas bajaban indiferentes
sobre sus ojos, y la resplandeciente palidez de su rostro sorprendía más
cuando, al inclinar la cabeza, una ligera sombra cubría su encantadora frente.
Peskarev puso en juego todos sus esfuerzos para, atravesando la muchedumbre,
poder contemplarla, más para mayor enojo suyo una inmensa cabeza de oscuro y
rizado pelo le interceptaba sin cesar la vista. La muchedumbre, además, lo
estrujaba de tal manera, que no se atrevía a avanzar ni a retroceder por miedo
a empujar a alguno de los consejeros. Sin embargo, pudo al fin adelantarse, y
miró su traje para arreglar su atavío. “¡Santo cielo!… ¡Qué era aquello!…
¡Tenía toda la levita manchada de pintura!” En la prisa por llegar se había
olvidado de ponerse un traje conveniente. Enrojeciendo hasta las orejas, bajó
la cabeza y hubiera querido que lo tragara la tierra…; pero esto era imposible.
Los gentileshombres de cámara, de resplandecientes trajes, formaban tras ella
una compacta pared. Deseaba ahora encontrarse lo más lejos posible de la bella
de maravillosas pestañas y linda frente. Temeroso levantó la suya para
cerciorarse de que no lo miraban, pero…, ¡Dios mío!, estaba ante él… “¿Qué es
esto?… ¿Qué es esto?… ¡Es ella!”, exclamó casi en voz alta. En efecto, era
ella; la misma a la que había visto por primera vez en Nevski; a la que había
acompañado hasta su vivienda.
Ella alzó
los párpados y contempló a todos con su clara mirada. “¡Qué bella es, ay!…”,
pudo tan sólo murmurar con entrecortada respiración. La joven miraba a todo
aquel círculo que deseaba atraer su atención; pero su mirada era cansada y
distraída cuando sus ojos, apartándose de él, encontraron los de Peskarev.
“¡Oh, qué cielo aquel! ¡Qué paraíso! ¡Que otorgue fuerzas el Creador para soportar
su contemplación! ¡Una vida entera no bastaría a contenerle y destrozará y
enajenará el alma!”
Le hizo una
seña, pero no con la mano; fueron los ojos los que la expresaron, pero con tal
fineza, que nadie pudo observarla y sólo él la comprendió. El baile se prolongó
durante largo tiempo, la fatigada música parecía apagarse y morir, pero de
nuevo crecía, chillaba y retumbaba. Por fin cesó. Ella se sentó; su pecho se
alzaba con la respiración bajo el fino cendal de la gasa; su mano… (¡supremo
Hacedor! ¡Qué mano maravillosa!) cayó sobre las rodillas, oprimiendo con su
peso el vaporoso vestido que parecía irradiar música y cuyo fino color lila
subrayaba aún más perceptiblemente su brillante blancura. “¡Tan sólo rozar
aquella mano! ¡Nada más! ¡Ningún deseo más! ¡Cualquier otro pensamiento sería
una osadía!…” Se encontraba detrás de su silla; pero no se atrevía a hablar…,
no se atrevía a respirar…
-¿Está usted
aburrido? -exclamó ella-. También yo me aburro. Observo que me aborrece usted
-añadió después, bajando las largas pestañas.
-¿Aborrecerla
yo?… ¿A usted? -intentó decir Peskarev completamente desconcertado.
Seguramente
hubiera dicho muchas más incoherencias si en ese momento no se les hubiera
acercado un chambelán cuya cabeza lucía un rizado tupé y que comenzó a hacer
gratas e ingeniosas observaciones. Mostraba éste de agradable manera una fila
de dientes bastante bonitos, mientras con cada una de sus sutilezas introducía
un afilado clavo en el corazón del joven pintor. Alguien por fin, y en buena hora,
se dirigió al chambelán para hacerle una pregunta.
-¡Qué
insoportable es! -dijo la bella, levantando sus celestiales ojos-. Voy a
sentarme al otro lado del salón. Vaya usted allí.
Después,
deslizándose entre la muchedumbre, desapareció. Como un loco se abrió paso a
empujones entre la muchedumbre hasta trasladarse al otro lado. “¡Conque era
ella!” Estaba sentada como una reina, pero más maravillosa que ninguna, y lo
buscaba con los ojos.
-¿Está usted
aquí? -pronunció en voz baja-. Voy a ser sincera con usted. Seguramente le
habrán parecido extrañas las circunstancias de nuestro encuentro. ¿Será posible
que haya usted pensado que yo pertenecía a aquella clase despreciable entre la
que me encontró? Le parecerá extraña mi actitud, pero le revelaré un secreto.
¿Será usted capaz -agregó, mirándolo fijamente a los ojos- de no traicionarlo
nunca?
-¡Oh!… ¡Lo
seré! ¡Lo seré!…
En aquel
momento se aproximaba un caballero de edad avanzada, que comenzó a hablar con
ella en un idioma desconocido para Peskarev, ofreciéndole después el brazo. La
joven lanzó una mirada suplicante a Peskarev y le hizo seña de permanecer en el
mismo lugar esperando su regreso; pero él, presa de impaciencia, no tenía ya
fuerza para recibir órdenes, aunque partieran de aquella boca. Se dispuso a
seguirla; pero la muchedumbre vino a separarlos, y dejó de ver el vestido de
color lila. Intranquilo, se dirigía de una sala a otra, empujando sin
miramiento a todos cuantos encontraba; pero en ellas sólo había gente sentada
ante las mesas, jugando a las cartas y sumergida en silencio mortal. En el
rincón de un aposento discutían varios ancianos caballeros sobre las ventajas
del servicio militar sobre el civil; en otro, algunas personas vestidas con
magníficos fraques desgranaban ligeras observaciones sobre el trabajo, en
varios volúmenes, de un laborioso poeta. Peskarev sintió de pronto que un señor
de bastante edad y respetable aspecto lo cogía por el botón de su frac,
proponiéndole que opinara sobre su última, justa, observación; pero el joven lo
empujó brutalmente sin fijarse en que aquél ostentaba en el pecho una
condecoración en demasía significativa. Se dirigió corriendo a otro aposento,
pero tampoco allí estaba ella; un tercero, y tampoco.
-¿Dónde
está? ¡Démenla! -exclamó desesperado-. ¡Yo no puedo vivir sin mirarla! ¡Quiero
escuchar lo que quería decirme!
Pero toda su
búsqueda resultó vana. Inquieto, cansado, se apoyó en un rincón mirando a la
muchedumbre. Sus ojos, forzada su vista, empezaban a verlo todo nebuloso. Por
fin empezaron a aparecérsele con claridad las paredes de su habitación. Levantó
los ojos; ante él estaba la palmatoria con su vela a medio consumir, cuyo sebo
se derretía sobre la mesa.
¿Se había
dormido entonces? Y ¡qué sueño aquel, Dios mío!… ¿Por qué se despertó?… ¿Por
qué no esperó un minuto más?… ¡Seguramente que ella habría vuelto!… Una luz
enojosa, como nimbo empañado y desagradable, se asomaba por la ventana. ¡La
habitación estaba llena de un desorden tan turbio y tan gris!… ¡Oh, qué
repugnante era la realidad!… ¿Cómo poder compararla con el sueño?… Se desvistió
rápidamente y envolviéndose en la manta se echó sobre la cama, anhelando
volver, aunque sólo fuera por un instante, a aquel sueño desaparecido. Éste no
tardó mucho tiempo en llegar, pero no en la forma que él deseaba: tan pronto
veía al teniente Piragov con una pipa en la mano, como a un portero de
academia, a un consejero o la cabeza de la lechera a la que en tiempos hiciera
un retrato, o cualquier otro absurdo semejante.
Hasta el
mediodía permaneció echado en la cama intentando dormir, sin que ella
apareciera. ¡Si tan sólo por un momento hubiera dejado ver sus maravillosos
rasgos! ¡Si sólo un momento se hubiera oído el ruido de sus ligeros pasos, o
hubiera pasado raudo ante él el brillo de su brazo desnudo!…
Rechazando
toda otra idea, olvidándose de todo, permanecía sentado en actitud desconsolada
y sumergido únicamente en aquel ensueño. Sin moverse, sin tocar ningún objeto,
miraban sus ojos, vacíos de interés y de toda vida, por la ventana que se abría
sobre el patio, en el que un sucio aguador vertía el agua que se hacía hielo en
el aire, y la cascada voz de un vendedor pregonaba: “¿Venden ropa vieja?…” Todo
lo real, todo lo cotidiano, hería de extraña manera sus oídos. Así permaneció
sentado hasta la noche, en que se tendió otra vez, ansioso, sobre la cama.
Durante mucho tiempo luchó con el insomnio, pero por fin pudo vencerlo. De
nuevo el sueño, pero el sueño vulgar…, feo… “¡Dios mío, apiádate de mí! ¡Aunque
sólo sea un minuto!… ¡Un minuto solamente, muéstramela!” De nuevo esperó la
llegada de la noche, de nuevo se durmió, soñó de nuevo con algún funcionario
que era a la vez funcionario y fagot. ¡Oh!… ¡Aquello era insoportable!… ¡Por
fin surgió ella!… ¡Su cabecita cubierta de rizos… lo miraba!… Pero ¡qué breve
había sido su aparición!… De nuevo la niebla, de nuevo un sueño disparatado.
Al cabo,
aquellos sueños llegaron a constituir su vida entera, y desde ese instante su
vida adquirió un giro extraño. Podía decirse que dormía despierto y velaba
dormido. Si alguien lo hubiera visto sentado y silencioso, delante de una mesa
vacía, o andando sin rumbo por la calle, seguramente lo hubiera tomado por un
lunático o por un ser destrozado por el abuso de las bebidas alcohólicas. Su
mirada no revelaba la existencia de ningún pensamiento, y su habitual
distracción había ido en aumento, hasta el punto de borrar de su semblante todo
rastro de sentimiento. Sólo cuando llegaba la noche volvía a la vida.
Tal estado
llegó a agotar sus fuerzas, siendo por fin su mayor martirio la pérdida total
del sueño. Deseando defender aquella su única riqueza, puso en juego todos los
medios para recobrarla. Había oído decir que había algo para conseguirlo y que
esto era tan sólo el opio. Pero ¿dónde procurarse este opio? Recordó que
conocía a cierto persa que tenía una tienda de chales y que siempre que lo
encontraba le pedía que le hiciera el dibujo de alguna bella. Decidió dirigirse
a él, pensando en que sin ninguna duda podía procurarle el opio que buscaba. El
persa lo recibió sentado sobre sus pies cruzados en el diván.
-¿Para qué
quieres el opio? -preguntó. Peskarev le refirió su insomnio.
-Bien. Yo te
daré el opio que quieres, pero tendrás que dibujarme alguna beldad. Que sea
bonita, que tenga las cejas negras y los ojos grandes como las aceitunas y que
me dibujes a mí echado a su lado fumando mi pipa. ¿Me oyes? Que sea bonita…,
que sea muy bonita.
Peskarev lo
prometió todo. El persa salió un instante del aposento y volvió trayendo un
tarrito lleno de un líquido oscuro, del que cuidadosamente vertió parte en otro
tarrito que entregó a Peskarev diciéndole que no había de emplear más de siete
gotas disueltas en agua. Ansioso, cogió aquél el valioso tarrito, que ni por un
montón de oro hubiera cambiado, y alocado volvió a su casa. Al llegar a ésta
echó unas cuantas gotas en un vaso de agua, las bebió y se echó a dormir.
¡Dios mío!
¡Qué alegría!… ¡Ella!… ¡Otra vez ella! Pero ahora completamente en distinto
aspecto. ¡De qué bella manera estaba sentada junto a la ventana de una alegre
casita de campo! Su vestimenta respiraba aquella sencillez con que la revistió
el pensamiento del poeta. El peinado… ¡Qué sencillo este peinado y qué bien le
iba!… Un pequeño pañuelo estaba echado al desgaire sobre su esbelto cuello.
Todo en ella era recato, todo revelaba un inexplicable sentido del gusto. ¡Qué
grato y gracioso modo de andar el suyo! ¡Cuánta música en el sonido de sus
pasos y en el de su sencillo vestido! ¡Qué linda su muñeca oprimida por un
brazalete!… Le decía, con una lágrima temblándole en los ojos:
-No me desprecie…
No soy la que usted cree… ¡Míreme! ¡Míreme fijamente y dígame!… ¿Puedo ser yo
capaz de lo que usted piensa?
-¡Oh!… ¡No,
no! ¡El que se atreva a pensarlo…!
Pero en
aquel momento se despertó, conmovido, deshecho y con los ojos llenos de
lágrimas. “¡Más valiera que no hubieras existido nunca! ¡Que no hubieras
pertenecido a este mundo y fueras sólo producto de la inspiración del artista!
¡No me hubiera entonces separado del lienzo, y eternamente te hubiera mirado y
te hubiera besado!… ¡Hubiera vivido, hubiera respirado de ti como de un
maravilloso ensueño y hubiera sido dichoso! ¡No hubiera tenido otros anhelos!
Te hubiera evocado como a un ángel guardián antes del sueño o la vigilia,
contemplándote cuando tuviera que expresar algo beatífico. En cambio, ahora…,
¡qué terrible vida!… ¿De qué puede servirme vivir? ¿Acaso la vida de un loco
puede ser grata para los parientes y amigos que lo quisieron en un tiempo?
¡Dios mío!, ¿qué vida es la nuestra? ¿Una eterna pugna entre el sueño y la
realidad?”
Semejantes
pensamientos se sucedían en él sin cesar. No pensaba en nada. Apenas comía
nada, y sólo con la impaciencia y pasión del amante esperaba la noche y con
ella la llegada de la tan deseada aparición. Aquellos pensamientos, siguiendo
siempre un mismo curso, llegaron a adquirir tal dominio sobre su ser y su
imaginación, que la deseada imagen se le aparecía ya casi cada día y siempre en
un aspecto contrario a la realidad; tan límpidos e iguales a los de un niño
eran sus pensamientos. A través de aquel ensueño el objeto que lo motivaba se
hacía más puro, transformándose completamente.
El opio
encendía más vivamente sus pensamientos, y no hubo nunca un enamorado hasta un
último y mayor grado de locura; uno más impulsivo, terrible, arrollador y
rebelde que este pobre infeliz.
Entre todos
sus sueños había uno que lo alegraba particularmente sobre los otros. Soñaba
con su estudio. ¡Se veía en él tan alegre!… ¡Con tanto deleite sostenía la
paleta entre las manos!… Ella estaba sentada allí. Era su mujer. Sentada a su
lado, apoyaba su codo encantador sobre el respaldo de su silla, observando su
trabajo. Sus lánguidos y cansados ojos parecían cargados de dicha. En toda la
habitación se respiraba un ambiente de paraíso. ¡Era todo tan claro, tan
cómodo! ¡Oh, supremo Creador!… Ella inclinaba su maravillosa cabecita sobre su
pecho… ¡Nunca había tenido un sueño mejor! Después de él, se levantó más
despejado y menos distraído que antes.
En su mente
nacían extraños pensamientos. “¡Quién sabe si ha sido empujada al vicio por
alguna terrible e involuntaria circunstancia! ¡Quién sabe si su alma se siente
inclinada al remordimiento!… Puede que ella misma quiera escapar a su terrible
situación… ¿Será posible asistir indiferente a su perdición, cuando bastaría
tenderle la mano para sacarla de ella?” Sus pensamientos iban cada vez más
lejos. “Nadie me conoce -se decía-. ¿A quién importo yo y quién me importa a
mí? Si da pruebas de un claro remordimiento y cambia de vida, me casaré con
ella. ¡Debo casarme con ella! Y seguramente haré mejor que otros que se casan
con sus amas de llaves y hasta a menudo con las más despreciables criaturas. Mi
rasgo, en cambio, sería desinteresado y hasta puede que grande. Devolveré al
universo su más maravilloso adorno.”
Cuando hubo
formado este proyecto sintió que el rubor encendía su rostro. Se acercó al
espejo y se asustó de la demacración de sus mejillas y de la palidez de su
rostro. Comenzó a vestirse esmeradamente. Se lavó, se peinó, se puso un frac
nuevo y un elegante chaleco, se echó una capa sobre los hombros y se lanzó a la
calle. Al respirar el aire libre sintió un frescor en el corazón como el
convaleciente que sale por primera vez después de una larga enfermedad. El
corazón le latía al acercarse a aquella calle que sus pies no habían vuelto a
pisar desde el fatal encuentro.
Empleó mucho
tiempo en buscar la casa, pues la memoria parecía fallarle. Dos veces pasó por
la calle sin saber ante qué casa detenerse. Por fin, en una creyó ver la que
buscaba. Subió apresuradamente la escalera y golpeó sobre la puerta, que se
abrió y… ¿quién imaginan ustedes que le salió al encuentro? ¡Su ideal! ¡Su
imagen misteriosa! ¡El objeto de sus ensueños, al que se sentía tan
terriblemente ligado con tanto sufrimiento y a la vez con tanta dulzura!…
¡Ella! ¡Ella misma estaba delante de él!… Temblando, apenas podía sostenerse
sobre los pies en su arrebato de alegría: ¡tal era su debilidad!
Estaba tan
hermosa como siempre, aunque sus ojos parecían adormecidos y la palidez asomaba
a su rostro, que comenzaba a perder algo de su frescura. Sin embargo, seguía
siendo hermosa.
-¡Ah!…
-exclamó al ver a Peskarev y restregándose los ojos; en aquel momento eran las
dos de la tarde-. ¿Por qué huyó usted de nosotras aquel día?
Exhausto, él
había caído sentado en una silla y la miraba.
-Acabo de
despertarme. Me trajeron a las siete de la mañana. Estaba completamente
borracha -añadió con una sonrisa.
¡Oh! ¡Más
hubiera valido que fuera muda antes que pronunciar tales palabras!… Como en un
panorama, toda la vida de aquella mujer se mostró ante los ojos de él. No
obstante, resolvió probar si sus admoniciones eran capaces de ejercer algún
efecto. Recobrando el ánimo, con la voz temblorosa y al mismo tiempo llena de
pasión, empezó a dibujarle todo el horror de la situación en que la veía. Ella lo
escuchaba con atención y con aquel sentimiento de asombro que despierta en
nosotros lo inesperado y lo extraño. Sonriendo ligeramente, dirigió una mirada
a su amiga sentada en un rincón, que, dejando de limpiar el peine que estaba
limpiando, se puso también a escuchar con atención al nuevo predicador.
-Es verdad
que soy pobre -dijo por último Peskarey, después de su largo sermón- pero
trabajaremos, nos esforzaremos a cuál más en mejorar nuestra vida. Nada hay más
grato que debérselo todo a sí mismo. Yo, ocupado con mis pinturas; tú, sentada
a mi lado, inspirando mis trabajos, bordarás o te emplearás en otras labores
manuales, y no necesitaremos de nada más.
-¿Cómo iba a
ser posible eso? -dijo ella, interrumpiendo su discurso y con cierto
desprecio-. Yo no soy ninguna costurera o lavandera… para ponerme a trabajar.
¡Dios mío!…
¡Toda aquella vida baja y despreciable, que el ocio y el vacío, los dos fieles
compañeros del vicio, ocupaban únicamente, se revelaba en estas palabras!
-¿Por qué no
se casa usted conmigo? -dijo con descaro, de pronto, la amiga, que hasta
entonces permanecía callada en un rincón-. Si yo llego a ser su mujer, me
pasaré la vida así sentada.
Y diciendo
esto, su lastimoso rostro adoptó una necia expresión, que hizo reír mucho a la
bella.
¡Oh! ¡Esto
ya era demasiado! Para soportarlo no le quedaban fuerzas. Incapaz de pensar ni
de sentir ya nada, echó a correr fuera de allí. Su cerebro se turbó.
Estúpidamente, sin rumbo determinado, vagó todo el día por las calles. Nadie
pudo saber nunca dónde pasó la noche, y sólo a la mañana siguiente el torpe
instinto lo condujo a su casa, en la que penetró pálido, con terrible aspecto y
síntomas de locura en el semblante. Se encerró en su habitación, sin dejar
pasar a nadie ni pedir nada. Cuatro días transcurrieron y su cuarto continuaba
cerrado; después, una semana, sin que éste se abriera.
Se acercaron
las gentes a su puerta, empezaron a llamar a ella, pero sin recibir respuesta;
por fin la forzaron, y encontraron su cadáver con un tajo en la garganta. Una
navaja cubierta de sangre se encontraba en el suelo, mientras que por sus
brazos convulsivamente extendidos y el rostro terriblemente contorsionado podía
deducirse que su mano no había sido certera y que había sufrido largo tiempo
antes de que su alma pecadora abandonara su cuerpo.
Así, pues,
pereció, víctima de su loca pasión, el pobre tímido, modesto, infantilmente
ingenuo Peskarev, dotado de aquella chispa de talento que quién sabe si algún
día se hubiera trocado en brillante llama. Nadie lo lloró, nadie estuvo junto a
su cadáver en aquella hora, fuera del acostumbrado policía y el indiferente
médico municipal. Su ataúd, sin celebración de oficios religiosos, fue llevado
a Ojta, y con la única compañía de un viejo guarda, antiguo soldado, quien no
cesó de llorar durante el fúnebre acto, y esto porque había bebido demasiado
vodka. Ni siquiera el teniente Piragov vino a contemplar el cadáver del infeliz
al que en vida dispensara su alta protección. No tenía tiempo para ello en
aquel momento, pues se había visto mezclado con un acontecimiento
extraordinario. Vamos, pues, a ocuparnos de él.
No me gusta
nada todo lo relacionado con los difuntos, y siempre me resulta desagradable
contemplar el desfile de un entierro, con su largo cortejo que se atraviesa en
el camino, y cómo un soldado inválido, vestido de capuchino, se ve obligado a
tomar rapé con la mano izquierda, porque lleva la derecha ocupada en sujetar un
hachón. La vista de una rica carroza fúnebre, con su ataúd de terciopelo, causa
siempre enojo en mi alma, mientras que la caja rota y desnuda de un pobre
diablo, tras la que se arrastra una mendiga que no tenía mejor cosa que hacer y
que se cruzó con él en la calle, me produce, en cambio, una mezcla de enojo y
compasión.
Me parece
recordar que abandonamos al teniente Piragov en el momento en que se separaba
del desdichado Peskarev, apresurándose tras la rubia. Era esta rubia una
criaturita ligera y bastante atractiva. Se detenía ante todas las tiendas,
miraba los cinturones, pañuelos, pendientes, guantes y demás chucherías,
moviéndose sin cesar, mirando en todas direcciones y volviendo la cabeza hacia
atrás. “Bien, bien…, palomita mía”, decía con aire satisfecho de sí mismo
Piragov, prosiguiendo su persecución y ocultando el rostro bajo el embozo del
capote, por si encontraba a alguno de sus conocidos. No estará de más, sin
embargo, dar a conocer a los lectores quién era el teniente Piragov.
Antes de
decirlo, convendría también ocuparnos un poco de la sociedad a que éste
pertenecía. Hay algunos oficiales en Petersburgo que constituyen una cierta
clase media de la ciudad. En la comida ofrecida por un consejero que después de
cuarenta años de servicios obtuvo su categoría, encontrará usted siempre a uno
de ellos. Entre unas cuantas pálidas (y tan descoloridas como Petersburgo)
hijas de familia, de las cuales algunas alcanzaron una excesiva madurez; junto
a la mesita de té, el piano y en medio de los bailes familiares, inseparables
de todo esto, verá usted brillar a la luz de la lámpara, entre la rubia
formalita, su hermanito o el amigo de la casa, las inevitables charreteras. No
es empresa fácil divertir ni hacer reír a estas señoritas de sangre fría, y es
preciso para ello disponer de mucho arte o, mejor dicho, no tener ninguno. Es
necesario hablar de una manera que no sea ni demasiado inteligente ni demasiado
chistosa y que todo esté impregnado de aquella mezquindad que tanto gusta a las
mujeres.
En su
habilidad para ejercitar este arte, hay que hacer justicia a dichos señores
oficiales. Estos tienen el don especial de saber hacer reír y de saber escuchar
a estas bellas descoloridas. Exclamaciones ahogadas en risa, semejantes a
éstas: “¡Ah!… ¡Cállese ya!… ¿No le da vergüenza hacer reír de esa manera?…”,
suelen ser para ellos la mejor recompensa.
En la alta
sociedad no se les ve con frecuencia; mejor dicho, no se les ve nunca. Son
arrojados de ella por los llamados aristócratas. Sin embargo, se les considera
gente erudita y bien educada. Les agrada charlar de literatura, alaban a
Bulgarin, Pushkin y Grech y hablan con desprecio y de manera punzante de A.A.
Orlov. No dejan pasar ninguna conferencia sin asistir a ella, aunque ésta verse
sobre la contabilidad o sobre selvicultura. En el teatro, sea cual sea la obra,
verá usted siempre a alguno de ellos, a no ser que la obra representada sea
Filatki o cualquier otra de este género, que tanto ofende a su refinado gusto.
En el teatro se pasan la vida. Son el público más ventajoso para las empresas
teatrales. De una obra les agradan especialmente los buenos versos; también les
complace llamar a escena con fuerte voz a los artistas. Muchos de ellos, por
tener un empleo de profesor en una institución del Estado o por preparar a los
alumnos para una de esas instituciones, llegan a poseer un coche y un tronco de
caballos. Su círculo entonces se amplía y consiguen por fin hasta casarse con
la hija de un comerciante, que sabe tocar el piano y que tiene 100,000 (o cerca
de 100,000) rublos de dote y un montón de parientes barbudos. Sin embargo, a
este honor no pueden aspirar hasta alcanzar por lo menos el grado de coronel,
porque aquellos barbudos, aunque todavía olieran a coles, no querrían de
ninguna manera casar sus hijas más que con generales o por lo menos con
coroneles.
Éstos son
los principales rasgos que caracterizaban a dichos jóvenes. El teniente
Piragov, sin embargo, tenía una serie de habilidades de su propiedad
particular. Sabía declamar de excelente manera los versos de Dimitri Donskoi y
de Gore ot Uma, tenía un arte especial para extraer sortijillas de humo de su
pipa (logrando formar hasta diez, las unas dentro de las otras), contaba con
mucha gracia la anécdota del cañón y el rinoceronte. En suma, resulta bastante
difícil enumerar todas las facultades con que el destino había dotado a
Piragov. Gustaba de opinar sobre alguna actriz o bailarina, pero no con el tono
rotundo con que suele hacerlo un joven alférez. Se sentía contento de su
graduación, a la que sólo hacía poco tiempo ascendiera, aunque a veces, tendido
en el diván, solía repetirse: “Todo son vanidades… ¿Qué importa que yo sea
teniente?” Sin embargo, interiormente le halagaba aquella distinción.
En las
conversaciones solía aludir a su graduación, y una vez, habiendo encontrado en
la calle a un escribano del ejército que le pareció descortés, detuvo a éste y
en pocas, pero enérgicas palabras, le hizo entender que ante él estaba un
teniente y no un oficial cualquiera. Se sentía además especialmente elocuente,
pues en ese momento pasaban delante de él dos señoras bastante agraciadas. Por
lo general, Piragov aparentaba sentir pasión por todo lo que fuera fino, y
protegía al pintor Peskarev, aunque esto tal vez ocurriera porque sentía
grandes deseos de ver reproducida sobre un lienzo su vigorosa fisonomía. Pero
ya hemos hablado bastante de las cualidades de Piragov. El hombre es una
criatura tan portentosa, que resulta imposible enumerar todas sus cualidades,
pues cuanto más considera uno éstas, más aparecen otras nuevas, por lo que la
descripción de todas ellas sería interminable.
Así, pues,
dijimos que Piragov continuaba su persecución de la desconocida, dirigiéndole
de cuando en cuando alguna pregunta, a la que ella contestaba brevemente y con
sonidos poco articulados.
Después de
atravesar la puerta de Kasañ salieron a la calle Meschanskaia, calle de los
estancos, de las tiendas de ultramarinos, de los artesanos alemanes y de las
ninfas prebálticas. La rubia apresuró el paso y entró volando por la puerta de
una casa bastante sucia. Piragov la siguió. Ella subió corriendo la estrecha y
oscura escalera y se adentró por una puerta, por la que también Piragov penetró
valientemente. Se encontró en una gran habitación de negras paredes, cuyo techo
estaba sucio de hollín. Un montón de tornillos de hierro e instrumentos del
mismo metal -relucientes cafeteras y palmatorias- estaba encima de la mesa. El
suelo aparecía sembrado de virutas de cobre y de hierro. Piragov comprendió en
el acto que aquélla era la casa de un artesano. La desconocida se metió por una
puerta lateral. Piragov dudó un momento sobre lo que debía hacer; pero luego,
siguiendo las reglas rusas, decidió seguir adelante. Entró en una segunda
habitación, que no se parecía en nada a la primera y en la que reinaba cierto
aseo, por lo que comprendió que su dueño era alemán. Después, la vista de algo
particularmente extraño lo dejó asombrado.
Ante él
estaba sentado Schiller. No aquel Schiller que escribió Guillermo Tell y
la Historia de la guerra de los Treinta Años, sino el célebre Schiller,
maestro forjador de la calle Meschanskaia. Junto a Schiller estaba, en pie, Hoffmann.
No el escritor Hoffmann, sino el hábil zapatero de la calle Ofitzerskaia, gran
amigo de Schiller. Éste, borracho, estaba sentado en una silla, golpeando el
suelo con el pie y diciendo algo apasionado. Quizá esto solo no hubiera bastado
a asombrar a Piragov; pero lo que sí le extrañó sumamente fue la posición
singular de las figuras.
Schiller,
sentado y alzando la cabeza, levantaba su asaz gruesa nariz, mientras Hoffmann
sujetaba ésta con dos de sus dedos y daba vueltas sobre su superficie, con la
mano, a una cuchilla de zapatero. Ambos hablaban en alemán, por lo que el
teniente Piragov, que únicamente sabía decir en esta lengua guten Morgen,
no podía comprender de lo que se trataba. En realidad, las palabras de Schiller
eran las siguientes:
-¡No la quiero!
¡No necesito para nada la nariz! -decía gesticulando-. Sólo la nariz me hace
gastar tres libras de tabaco al mes… ¡Por cada libra tengo que pagar 40 kopeks
en una mala tienda rusa…, porque en la alemana no tienen tabaco ruso!… ¡Los
pago!… Eso hace un rublo y 20 kopeks… ¡Al año…, 14 rublos y 40 kopeks! ¿Lo
estás oyendo, amigo Hoffmann?… ¡Sólo la nariz me cuesta 14 rublos 40 kopeks!…
Además, añade que los días de fiesta tomo rapé4, porque esos días no quiero tabaco ruso malo. Me
tomo al año 2 libras de rapé, que me cuestan 2 rublos cada una. Seis…, más 14…,
son 20 rublos 40 kopeks… ¡Sólo en tabaco! ¿Es o no es un robo, te pregunto yo,
amigo Hoffmann? ¿No es verdad?… -Hoffmann, también borracho, le contestaba
afirmativamente-. ¡20 rublos y 40 kopeks!… ¡Soy alemán!… ¡Tengo un rey en
Alemania!… ¡Yo no quiero mi nariz! ¡Córtamela! ¡Toma mi nariz!
Es indudable
que sin la aparición del teniente Piragov, Hoffmann se la hubiera cortado, en
efecto, sin más ni más, pues ya tenía cogida la cuchilla de la manera que se
suele coger ésta cuando se dispone uno a cortar una suela. El que un
desconocido, una persona extraña, viniera de pronto a molestarlos, produjo gran
enojo a Schiller. A pesar de encontrarse bajo los vapores de la cerveza y del
vino, sentía la inconveniencia de mostrarse en aquel estado y ocupado en tal
operación ante un testigo. Mientras tanto, Piragov, inclinándose ligeramente,
según su grata manera, dijo:
-Perdóneme…
-¡Fuera!
-gritó Schiller, prolongando las sílabas.
Esto dejó
perplejo al teniente Piragov. Tal conducta era completamente nueva para él. La
sonrisa que empezaba a dibujarse en su rostro desapareció de repente. Con una
expresión de dignidad afligida, dijo:
-Me parece
esto extraño, señor mío… Seguramente no se ha fijado usted en que soy oficial…
-Y ¡qué
importa que sea usted oficial! ¡Yo soy alemán de Suabia! También yo seré
oficial alguna vez. Año y medio de junker, dos de teniente… Como quien dice,
mañana seré oficial. ¡Pero no quiero servir! ¡A un oficial le hago yo así!
Y diciendo
esto, Schiller sopló sobre la palma de su mano. El teniente Piragov comprendió
que no le quedaba otra cosa que hacer más que marcharse. Esto, sin embargo, no
se avenía con su rango y le resultaba desagradable. Mientras bajaba se detuvo
varias veces en la escalera, como queriendo recobrar el ánimo y pensar en la
manera de hacer sentir a Schiller su atrevimiento. Por fin decidió que se le
podía perdonar, porque tenía la cabeza llena de cerveza y porque, además, su
imaginación seguía ocupada en la bonita rubia, en vista de lo cual resolvió dar
al olvido el asunto.
Al día
siguiente, muy de mañana, el teniente Piragov se presentó en la forja del
maestro. En la primera habitación le salió al encuentro la linda rubia, que con
una voz bastante severa, que iba muy bien a su carita, le preguntó:
-¿Qué desea
usted?
-¡Hola,
guapita! ¿No me reconoce, picaruela? ¡Qué ojos tan bonitos!…
Y diciendo
esto, el teniente Piragov intentó de graciosa manera levantarle la barbilla.
Pero la
rubia, asustada, lanzó una exclamación, y con la misma severidad volvió a
preguntarle:
-¿Qué desea
usted?
-Verla nada
más -dijo el teniente Piragov, sonriendo agradablemente y acercándose más a
ella; pero observando que la asustadiza rubia intentaba deslizarse por la
puerta, añadió-: Necesito, monina, encargarme un par de espuelas. ¿Podría usted
hacérmelas? Aunque el que la quiera, más que espuelas necesitaría riendas. ¡Qué
manitas tan lindas!
El teniente
Piragov era siempre sumamente amable en esta clase de conversación.
-Voy a
llamar en seguida a mi marido -exclamó la alemana.
Se fue, y a
los pocos minutos el teniente Piragov vio aparecer a Schiller, con ojos
adormilados y apenas recobrado de su borrachera de la víspera. Al mirar al
oficial recordó como un sueño embrumado los acontecimientos del día anterior.
No se acordaba de nada determinado, pero tenía el sentimiento de haber hecho
alguna tontería, lo cual le hizo recibir al oficial con aire severo.
-Por un par
de espuelas no puedo llevar menos de quince rublos -dijo, deseando deshacerse
de Piragov, pues como honrado alemán le daba vergüenza encontrarse ante quien
lo viera en situación inconveniente.
A Schiller
le gustaba beber sin testigos, sólo en compañía de dos o tres amigos, y durante
este tiempo se ocultaba a los ojos de todos, incluso de sus empleados.
-¿Por qué
tan caro? -dijo Piragov, con cariñoso acento.
-Es un
trabajo alemán -contestó Schiller con sangre fría, acariciándose la barbilla-.
Un ruso llevaría por ello dos rublos.
-Muy bien.
Para demostrarle que me inspira usted afecto y que deseo llegar a conocerle, le
pagaré quince rublos.
Schiller se
quedó parado un momento, reflexionando. En su calidad de honrado alemán, sentía
vergüenza. Deseando declinar el encargo, declaró que antes de dos semanas no
podría hacerlas. Pero Piragov, sin discusión alguna, manifestó su conformidad.
El alemán,
pensativo, empezó a meditar sobre cómo efectuar el trabajo para que éste
valiera, en efecto, quince rublos. En este momento la rubia penetró en la
forja, poniéndose a buscar algo en la mesa llena de cafeteras. El teniente,
aprovechando la meditación de Schiller, se acercó a ella y estrechó su brazo
desnudo hasta el mismo hombro. Esto no gustó en absoluto a Schiller.
–Meine
Frau! -gritó.
–Was
wollen Sie doch? -contestó la rubia.
–Gehen
Sie a la cocina!
La rubia se
retiró.
-Entonces,
¿dentro de dos semanas? -preguntó Piragov.
-Sí… Dentro
de dos semanas -contestó pensativo Schiller-. Ahora tengo mucho trabajo.
-Adiós. Ya
vendré a verlo.
-Adiós
-contestó Schiller, cerrando la puerta tras él. El teniente Piragov decidió no
abandonar su empresa, a pesar de que la alemana le había dado pocas alas. No
podía comprender cómo se le podía rechazar, cuando su amabilidad y brillante
rango lo hacían acreedor a toda clase de atenciones. Hay que decir también que
la mujer de Schiller, a pesar de su grato exterior, era muy tonta. La tontería,
por otra parte, constituye el encanto principal de una esposa guapa; yo, por lo
menos, he conocido a muchos maridos que se sienten encantados de la estupidez
de sus mujeres y ven en ellas todos los síntomas de una ingenuidad infantil. La
belleza hace en este punto verdaderos milagros.
Todos los
defectos morales en una bella, en lugar de producir repugnancia, se tornan
extraordinariamente atrayentes; el vicio mismo se respira en ellas con agrado; desaparece,
en cambio, la belleza, y necesita una mujer ser por lo menos veinte veces más
inteligente que el hombre para inspirarle, si no amor, por lo menos estimación.
La mujer de Schiller, a pesar de su estupidez, era siempre fiel a su deber, y
por ello había de ser bastante difícil a Piragov conseguir éxito en su atrevida
empresa; empero, al vencimiento de los obstáculos va siempre unido un goce, y
la rubia se le hacía cada día más interesante. Comenzó a venir con bastante
frecuencia a preguntar por sus espuelas, cosa que acabó aburriendo a Schiller,
hasta el punto de que empleó todos sus esfuerzos para terminarlas cuanto antes.
Por fin quedaron hechas.
-¡Qué
magnífico trabajo! -exclamó el teniente Piragov al ver las espuelas-. ¡Dios
mío! ¡Qué bien hechas están! ¡Ni siquiera nuestro general tiene unas iguales!
Un
sentimiento de satisfacción floreció en el alma de Schiller. Sus ojos
adquirieron una expresión de alegría e hizo las paces con Piragov. “El oficial
ruso es un hombre inteligente”, pensó para sí.
-Entonces,
¿podría usted hacer también una empuñadura a un puñal o a cualquier otro
objeto?
-¡Oh! ¡Claro
que puedo! -dijo Schiller con una sonrisa.
-Pues
entonces hágame una empuñadura a un puñal. Tengo uno turco muy bueno, al que
quisiera cambiársela.
Esto fue
como una bomba para Schiller. Su frente se frunció de repente. “Ahora esto…”,
pensó para sí, reprochándose el haber sido el causante de que le encargaran un
nuevo trabajo. Rehusar le parecía una falta de honradez, y además el oficial
ruso había alabado su trabajo. Movió ligeramente la cabeza, expresando su
conformidad; pero el beso que Piragov al marcharse depositó con descaro en los
mismos labios de la linda rubia lo sumergió en el mayor asombro.
No considero
superfluo hacer conocer al lector más estrechamente a Schiller. Era éste un
verdadero alemán, en todo el sentido de la palabra. Ya a los veinte años, en
aquella dichosa edad en que el ruso vive como le viene en gana, había Schiller
organizado su vida entera sin apartarse en ningún momento de aquel modo de
vivir. Decidió levantarse a las siete de la mañana, comer a las dos, ser exacto
en todo y emborracharse cada domingo. Decidió en el transcurso de diez años
hacerse un capital de 50,000 rublos, y su decisión era tan firme y tan
invencible como el destino mismo. Antes podría olvidarse un funcionario de dar
la consabida vuelta por la portería de su superior, que un alemán faltar a su
palabra.
En ningún
caso aumentaba sus gastos, y si el precio de las papas era más alto de lo
corriente, no añadía para su compra ni una sola kopeika, sino que reducía su
cantidad, y aunque se quedaba a veces un poco hambriento, llegaba a
acostumbrarse. Su exactitud se extendió hasta el punto de decidir no besar a su
mujer más de dos veces en veinticuatro horas, y para no hacerlo ni una sola vez
más no tomaba más que una cucharadita de pimienta en la sopa, aunque hay que
decir que el domingo esta regla no se ejecutaba tan severamente, porque
Schiller aquel día se bebía dos botellas de cerveza y una de vodka con cominos,
que, sin embargo, solía ser objeto de su censura. Su manera de beber no era
igual a la de un inglés, que en cuanto acaba de comer cierra la puerta con
pestillo y se emborracha solo. Él, por el contrario, como buen alemán, bebía
con inspiración; unas veces con el zapatero Hoffmann y otras con el carpintero
Kuntz, también alemán y gran borracho. Así era, pues, el carácter del
distinguido Schiller, que por esta vez se veía en una situación excesivamente
difícil. A pesar de ser flemático y alemán, el proceder de Piragov despertaba
en él algo semejante a los celos. No obstante, movía la cabeza y no podía
encontrar la manera de deshacerse de aquel oficial ruso. Mientras tanto,
Piragov, fumando su pipa en el círculo de sus amigos (porque quiere el destino
que donde haya oficiales haya pipas), hacía alusiones significativas, envueltas
en grata sonrisa, sobre la aventura respecto de la bonita alemana, con la cual,
según sus palabras, tenía ya mucha amistad, aunque en realidad casi había
perdido ya toda esperanza de inclinarla a su favor.
Un día,
mientras paseaba por la calle Meschanskaia mirando a la casa sobre la que
destacaba hermosamente el anuncio de Schiller, en el que aparecían cafeteras y
algún samovar, percibió con la mayor alegría la cabecita de la rubia, que se
inclinaba por la ventana para mirar a los transeúntes. La saludó con la mano y
dijo:
–Guten
Morgen.
La rubia lo
saludó a su vez como a un conocido.
-Qué, ¿está
en casa su marido?
-Sí; está en
casa -contestó la rubia.
-Y ¿cuándo
no está en casa?
-Los domingos
no está en casa -dijo la tontita rubia. “Bien -pensó para sí Piragov-. Hay que
aprovechar esto.”
Al domingo
siguiente, como un aguacero inesperado, apareció ante la rubia. Schiller no
estaba, en efecto, en casa. La linda dueña se asustó; pero Piragov, procediendo
esta vez con mucho cuidado, la trató con gran respeto y mostró al saludarla
toda la arrogancia de su esbelto talle. Bromeó agradablemente y con gran
consideración; pero la tontita alemana le contestaba de una manera lacónica. Al
cabo, y viendo que nada podía divertirla, le propuso bailar. La alemana se
mostró conforme al momento, pues a todas las alemanas les agrada mucho bailar.
Piragov
basaba mucho en esto sus esperanzas; primeramente, porque le gustaría; segundo,
porque le daría ocasión de lucir su silueta y su habilidad, y tercero, porque
bailando podía uno aproximarse más, abrazar a la bonita alemana y empezar su
conquista. En una palabra, en esto radicaría su éxito.
Comenzó por
una gavota, sabiendo que con las alemanas hay que emplear cierta graduación.
Ella se colocó en el centro de la habitación y alzó el maravilloso piececito.
Tal actitud admiró tanto a Piragov, que se apresuró a besarla. La alemana se
puso a gritar, lo que la hizo aún más encantadora a los ojos de Piragov, que la
cubrió de besos. De repente, la puerta se abrió y por ella entró Schiller,
acompañado de Hoffmann y el carpintero Kuntz. Todos estos dignos artesanos
estaban borrachos como cubas.
Dejo a mis
lectores juzgar del frenesí y la indignación que se apoderaron de Schiller.
-¡Bruto!
-gritaba, presa de la mayor furia-. ¿Cómo te atreves a besar a mi mujer? ¡Eres
un canalla y no un oficial ruso! ¡Qué diablos, amigo Hoffmann! ¡Yo soy alemán,
por fortuna, y no un cochino ruso! ¡Oh!… ¡No consiento que me engañe mi mujer!
¡Agárralo por el cuello, amigo Hoffmann!… ¡No lo consiento! -prosiguió,
gesticulando mientras su cara se semejaba al paño rojo de su chaleco-. ¡Ocho
años hace que vivo en Petersburgo! ¡En Suabia vive mi madre, y mi tío en
Nüremberg! ¡Soy alemán! ¡Desnúdenlo! ¡Amigo Hoffmann, amigo Kuntz!… ¡Cójanlo
por los pies y por las manos!
Y los
alemanes cogieron por los pies y por las manos a Piragov. En vano se esforzaba
éste por luchar. Aquellos tres artesanos eran los más robustos de todos los
alemanes de Petersburgo. Se portaron con él de una manera tan brutal y tan
descortés, que confieso no poder encontrar palabras capaces de describir el
triste acontecimiento.
Estoy seguro
de que al día siguiente Schiller, presa de una fuerte fiebre, temblaría como la
hoja del árbol, esperando la llegada de la policía, como también estoy seguro
de que hubiera dado todo lo indecible porque lo ocurrido la víspera hubiera
sido un sueño. Sin embargo, esto ya no tenía remedio. En cuanto al enfado e
indignación de Piragov…, nada había que pudiera comparárseles. La idea sólo de
tan terrible ofensa le producía frenesí. Consideraba a Siberia y a todos los
látigos como el ínfimo castigo para Schiller. Marchó corriendo a su casa para
desde allí, después de vestirse, dirigirse directamente al general y
describirle con los más vivos colores la furia de los artesanos alemanes.
También se proponía presentar una queja al Estado Mayor, pensando también en
elevar ésta aún más alto si el castigo infligido era pequeño.
No obstante,
todo aquello terminó de una manera extraña: durante el camino entró en una
confitería, en la que se comió dos hojaldres; leyó alguna cosa en el diario Abeja
del Norte y salió de allí más aliviado del enfado. Además, la tarde, fresca
y agradable, lo invitó a dar un paseo por la perspectiva Nevski.
Hacia las
nueve, y habiéndose ya tranquilizado, empezó a encontrar incorrecto el molestar
al general en un domingo, pensando también que estaría ausente. Por tanto, se
dirigió a una reunión que celebraba en su casa el jefe del Colegio de Inspectores,
a la que acudía una sociedad muy agradable compuesta de funcionarios y
oficiales. Pasó con gran gusto la velada, distinguiéndose de tal manera al
bailar la mazurka, que maravilló no solamente a las damas, sino también a los
caballeros.
“¡Qué mundo
tan extraño el nuestro!”, pensaba yo cuando pasaba hace tres días por la
perspectiva Nevski, acordándome de estos acontecimientos. ¡De qué modo tan
singular, tan incomprensible, juega con nosotros el destino!… ¿Conseguimos
alguna vez lo que deseamos? ¿Alcanzamos aquello para lo que están dispuestas
nuestras fuerzas?
Todo ocurre,
por el contrario, al revés. Al uno otorgó la suerte maravillosos caballos y
pasea con ellos indiferente, sin reparar en su belleza, mientras que otro, cuyo
corazón arde de pasión por los caballos, camina a pie y se satisface tan sólo
chascando la lengua cuando delante de él pasa un buen trotador. Aquél dispone
de un magnífico cocinero; pero, desgraciadamente, su boca es tan pequeña que no
puede pasar por ella más de dos pedacitos; otro la tiene, en cambio, del tamaño
del arco del edificio del Estado Mayor y ha de contentarse con comida alemana
hecha a base de papas. ¡De qué extraña manera juega con nosotros el destino!
Pero lo más singular de todo esto son los sucesos que ocurren en la perspectiva
Nevski. ¡Oh!… ¡No crea usted en la perspectiva Nevski! Yo, cuando paso por
ella, me envuelvo más fuertemente en mi capa y me esfuerzo en no mirar nada de
lo que me sale al encuentro. ¡Todo es engaño! ¡Todo es ensueño! ¡Todo es otra
cosa de lo que parece!
Imagina
usted que el señor que pasea vestido de levita tan maravillosamente hecha es
muy rico… Pues nada de eso. Ese señor se compone sólo de su levita. Usted
imagina que aquellas dos gordinflonas detenidas ante una iglesia están apreciando
su arquitectura… Nada de eso. Hablan de la manera extraña con que dos cuervos
se sentaron uno frente a otro. A usted se le figura que aquel entusiasta que
gesticula está contando cómo su mujer tiró por la ventana una bolita a un
oficial desconocido…, cuando de lo que está hablando es de La Fayette. Piensa
usted que estas damas… Pero a las damas créalas usted lo menos posible.
Contemple lo menos posible los escaparates de las tiendas. Las bagatelas
expuestas en ellas son maravillosas, pero huelen a enorme cantidad de dinero…,
y, sobre todo…, ¡Dios le guarde de mirar bajo los sombreritos de las damas!…
Aunque a lo lejos vuele, atrayente, la capa de una bella…, por nada del mundo
iré en pos de ésta a curiosear. Lejos…, por amor de Dios…, ¡más lejos del farol!
Pase usted muy de prisa, lo más de prisa que pueda, delante de él. Tendrá usted
suerte si lo único que le ocurre es que le caiga una mancha de aceite
maloliente sobre su elegante levita. Pero no es sólo el farol lo que respira
engaño.
En todo
momento miente la perspectiva Nevski; pero miente sobre todo cuando la noche la
abraza con su masa espesa, separando las pálidas y desvaídas paredes de las
casas, cuando toda la ciudad se hace trueno y resplandor, y minadas de
carruajes pasan por los puentes, gritan los postillones saltando sobre los
caballos y el mismo demonio enciende las lámparas con el único objeto de
mostrarlo todo bajo un falso aspecto.
FIN
1835
1.
En Petersburgo la mayoría de las avenidas se llaman
“perspectivas”.
2.
Librea: Traje de uniforme, generalmente con
levita y distintivos, que llevan algunos empleados y criados.
3.
Berlina: Coche hipomóvil, suspendido, con cuatro
ruedas y provisto de capota.
4.
Rapé: Tabaco reducido a polvo, especialmente
preparado para ser tomado por la nariz.
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