Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Cuento: Los dedos metidos en mi pecho de Hermann Hesse

  

 

Hermann Hesse (Alemania, 1877 - Suiza, 1962)

Hermann Hesse

 

Los dedos metidos en mi pecho 

(Fragmento de la novela Narciso y Goldmundo)

 

Narciso profirió:

—No sabes lo que me contenta que hayas vuelto. Te he echado mucho de menos, cada día pensaba en ti y a menudo temía que no retornases nunca más.

Goldmundo meneó la cabeza.

—No se hubiera perdido mucho.

Narciso, con el corazón ardiendo de dolor y de amor, se inclinó lentamente sobre él e hizo entonces lo que nunca había hecho en los muchos años de su amistad: le rozó con los labios el cabello y la frente. Goldmundo se quedó, primero, asombrado y luego, conmovido.

—Goldmundo —le susurró el amigo al oído—, perdona que no hubiera podido decírtelo antes. Debiera habértelo dicho cuando te visité en la prisión del palacio del obispo o cuando contemplé tus primeras esculturas o en cualquier otra ocasión. Permíteme que hoy te diga cuan grande es el amor que por ti siento, cuánto has sido tú siempre para mí y cuánto has enriquecido mi vida. Todo esto no significará gran cosa para ti. Estás acostumbrado al amor, no es para ti una rareza, muchas mujeres te han amado y mimado. Pero mi caso es muy distinto. Mi vida ha sido pobre en amor, me ha faltado lo mejor. Nuestro abad Daniel me dijo una vez que me tenía por altanero y acaso tuviera razón. Yo no soy injusto hacia los hombres, antes por el contrario me esfuerzo en ser con ellos justo y paciente; pero jamás los he amado. De dos eruditos del convento tengo más afición al más culto; quizá nunca profesé afecto a un hombre de pocas letras. Si, con todo, sé lo que es amor, por ti lo sé. A ti pude amarte, a ti sólo entre todos los hombres. Tú no puedes figurarte lo que eso significa. Es como una fuente en el desierto, como una flor en la maleza. Únicamente a ti debo el que mi corazón no se haya marchitado, que en mis adentros quede aún un rinconcillo donde pueda entrar la gracia.

Goldmundo sonreía contento y un tanto confundido. Con la voz apagada y tranquila que tenía en sus momentos de lucidez, dijo:

—Después que me libraste de la horca y emprendimos la marcha hacia aquí, te pregunté por mi caballo Careto y supiste darme noticia de él. Entonces vi que tú, que apenas si sabes diferenciar los caballos, te habías preocupado del mío. Comprendí que lo habías hecho por mí y eso me llenó de alegría. Ahora veo que no me engañaba y que, en efecto, me has amado. También yo te amé siempre, Narciso; la mitad de mi vida ha sido un esfuerzo por ganarte. Sabía que también tú me tenías cariño pero nunca hubiese creído que tú, hombre orgulloso, llegaras un día a decírmelo. Ahora me lo has dicho, en un momento que ninguna otra cosa tengo, en que la vida errante y la libertad, el mundo y las mujeres me han abandonado. Lo recibo infinitamente reconocido.

La efigie de Lidia-María, que se alzaba en la pieza, miraba la escena.

—¿Piensas siempre en la muerte? —preguntó Narciso.

—Sí, pienso en ella y en lo que ha sido mi vida. Cuando mozuelo, cuando era aún tu discípulo, ansiaba llegar a convertirme en un hombre tan cultivado y erudito como tú. Pero tú me revelaste que no era ese mi camino. Y entonces me eché del otro lado de la vida, del de los sentidos, y las mujeres me ayudaron a descubrir allí mi deleite, porque son muy complacientes y anhelosas. No quisiera, sin embargo, hablar de ellas con desprecio, ni tampoco de la sensualidad, pues muchas veces me hicieron sentirme feliz. Y también he tenido la fortuna de experimentar que la sensualidad puede ser elevada y sublimada. Y de aquí nace el arte. Mas ahora ambas llamas se han apagado. Ya no puedo gozar de la dicha animalesca de la carnalidad... ni podría gozarla aunque las mujeres continuaran persiguiéndome. Y en cuanto a crear obras de arte, tampoco siento ya tal deseo, ya he hecho bastantes figuras, no es cuestión de número. Por eso, ha llegado para mí el momento de morir. Estoy pronto para ello y además siento curiosidad.

—¿Por qué curiosidad? —preguntó Narciso.

—Sí, aunque parezca un poco necio, siento curiosidad. No por el más allá que no me preocupa y en el que, para decirlo con toda franqueza, no creo. No existe ningún más allá. El árbol seco está definitivamente muerto, el pájaro aterido jamás vuelve a la vida; y lo mismo le acontece al hombre en cuanto fenece. Cuando se ha ido, pueden seguir pensando en él por algún tiempo todavía, pero tampoco esto dura mucho. No, siento curiosidad por la muerte únicamente porque sigo creyendo o soñando que me hallo en camino hacia mi madre. Tengo la esperanza de que la muerte será una inmensa dicha, una dicha tan grande como el primer abrazo amoroso. No puedo apartar de mí el pensamiento de que, en lugar de la muerte con su guadaña, será mi madre la que me llevará de nuevo hacia sí, reintegrándome al no ser y a la inocencia.

En una de las últimas visitas, tras varios días en que el amigo permaneció en silencio, Narciso volvió a encontrarlo despabilado y hablador.

—El padre Antonio dice que debes tener grandes dolores. ¿Cómo te arreglas para soportarlos con tanta serenidad? Llego a creer que ahora has encontrado la paz.

—¿Te refieres a la paz con Dios? No, esa paz no la he encontrado. No quiero paz con Él. Ha hecho mal el mundo, no merece nuestras alabanzas, aparte de que a él poco ha de dársele de que yo lo ensalce o no. Ha hecho mal el mundo. En cambio sí hice las paces con los dolores de mi pecho. Antaño, no podía soportar los dolores, y aunque, en ocasiones, creía que la muerte me resultaría llevadera, era un error. Cuando la cosa se puso seria, aquella noche que pasé en la cárcel del conde Enrique, claramente se vio: sencillamente, no podía morir, era aún demasiado fuerte e indómito, hubiesen tenido que matar por segunda vez cada uno de mis miembros. Ahora, en cambio, es distinto.

El hablar lo fatigaba y su voz se hizo más débil. Narciso le rogó que evitara todo esfuerzo.

—No —le respondió—, quiero contártelo. Antes me hubiese dado vergüenza decírtelo. Te reirás. Pues bien: cuando monté en mi rocín y me alejé de aquí, no lo hice enteramente sin un objetivo. Había llegado a mis oídos el rumor de que el conde Enrique volvía a encontrarse en esta tierra y que su amante, la Inés, lo acompañaba. A ti esto te parecerá sin importancia y lo mismo me parece hoy a mí. Pero, en aquella ocasión, la noticia me abrasó el alma y sólo pensaba en Inés; era la mujer más hermosa que yo había conocido, y quería volverla a ver y ser feliz una vez más con ella. Seguí caminando y caminando, y al cabo de una semana di con ella. Y en aquel punto y hora se produjo en mí la transformación. Encontré, pues, a la Inés, la que por cierto no había perdido nada de su belleza; la encontré y encontré oportunidad para presentarme a ella y hablarle. Y asombrare, Narciso: ¡no quiso saber más de mí! Le parecí viejo, y ya no lo bastante gallardo y divertido, ya no esperaba nada de mí. Mi viaje, en realidad, debía terminar allí, pero proseguí, no quería retornar junto a vosotros tan lleno de desilusión y de ridículo, y, a medida que cabalgaba, las fuerzas y la juventud y el tino me abandonaron del todo, pues vine a caer con mi caballo por un barranco y a dar en un arroyo y me rompí las costillas y me quedé tumbado en el agua. Y entonces conocí por vez primera verdaderos dolores. En cuanto me caí, noté que en mi pecho se quebraba algo, y aquel quebrarse me produjo satisfacción, lo escuché con agrado, me hizo sentirme contento. Yacía tendido en el agua y veía que iba a morir, pero todo era enteramente distinto de cuando estuve en la cárcel. Ya no me resistía, la muerte no me parecía ya mala. Sentía estos recios dolores que desde entonces no me abandonaron y tuve un sueño o una visión, como quieras llamarlo. Yacía tendido, y el pecho me ardía de dolor y yo me defendía y gritaba; mas, en aquel punto, oí una voz, que se reía... era una voz que no había vuelto a oír desde mi infancia. Era la voz de mi madre, una grave voz de mujer llena de sensualidad y amor. Y entonces vi que era ella, que la Madre estaba a mi lado y me tenía en su regazo y que me había abierto el pecho y metido en él hondamente sus dedos, entre las costillas, para arrancarme el corazón. Y cuando lo vi y lo comprendí, ya no sentí más dolor. Y también ahora, cuando me vuelven esos dolores, no son dolores, no son enemigos; son los dedos de la Madre que me sacan el corazón. En eso muestra gran diligencia. A veces aprieta y gime como en el deleite carnal. A veces se ríe y murmura tiernos sonidos. A veces no está junto a mí sino arriba, en el cielo, y entre las nubes veo su rostro, grande como una nube, y está suspendida y se sonríe tristemente y su triste sonrisa me sorbe y me extrae el corazón del pecho.

Una y otra vez tornaba a hablar de ella, de la Madre.

—¿Te acuerdas? —le dijo uno de los últimos días—. Un tiempo, había llegado a olvidarme de mi madre, y tú la volviste a evocar. También sentí entonces gran dolor, como si bocas animales me devorasen las tripas. A la sazón éramos aún muchachos, lindos jovenzuelos por cierto. Mas ya en aquellos días me había llamado la Madre y yo tuve que seguirla. Está en todas partes. Era la gitana Elisa, era la hermosa Virgen del maestro Nicolao, era la vida, el amor, la carnalidad, y era también el miedo, el hambre, el instinto. Ahora es la muerte, tiene los dedos metidos en mi pecho.

—No hables tanto, querido —le pidió Narciso—. Mañana proseguirás.

Goldmundo le miró a los ojos sonriendo con aquella nueva sonrisa que había traído de su viaje, de expresión tan doliente, que a veces parecía un poco estúpida y, a veces, llena de bondad y sabiduría.

—No, amigo mío —susurró—, no puedo aguardar a mañana. Debo despedirme de ti, y, por despedida, debo decírtelo todo. Escúchame un momento. Quería hablarte de la Madre y decirte que sus dedos me ciñen el corazón. Desde hace varios años, ha sido el más caro y misterioso de mis sueños hacer una efigie de la Madre; era para mí la más santa de todas las imágenes, la llevaba constantemente en mis adentros, era una visión llena de amor y de misterio. Hasta hace poco me hubiese sido insufridera la idea de que yo pudiese morir sin haber labrado su figura; me hubiese parecido inútil mi vida entera. Y ahora, por modo extraño y desconcertante, en vez de ser mis manos las que le den forma y configuración, es ella la que me forma y configura. Me agarra el corazón y se lo lleva y me deja vacío, me ha arrastrado a la muerte y conmigo muere también mi sueño, la bella figura, la imagen de la gran Madre-Eva. Aún la veo, y si tuviera fuerza en las manos sería capaz de esculpirla. Pero ella no lo quiere, no quiere que yo revele su misterio. Prefiere que muera. Y muero de buen grado, ella endulza mi trance.

Narciso escuchaba con asombro estas palabras; hubo de inclinarse profundamente sobre el rostro del amigo para poder entender lo que decía. Algunas cosas las oyó de manera confusa, otras las oyó con claridad pero no acertó a descubrir su sentido.

El enfermo tornó a abrir los ojos y permaneció, durante largo rato, mirando al amigo en el semblante. Con los ojos se despidió de él. Y haciendo un movimiento, como si quisiera mover la cabeza, murmuró:

—¿Cómo podrás morirte un día, Narciso, si no tienes Madre? Sin Madre no es posible amar. Sin Madre no es posible morir.

Lo que luego susurró fue ya incomprensible. Los dos últimos días, Narciso no se apartó un momento de su cabecera, ni de día ni de noche. Observaba cómo se iba extinguiendo aquella vida. Las últimas palabras de Goldmundo le abrasaban como fuego en el corazón.

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”