de Louise Glück
Traducción del Inglés al Español por : Abraham Gragera
“… la naturaleza humana era en su origen una y nosotros un todo, y el deseo y la búsqueda del todo es lo que se llama amor.”
Platón
PÁRODOS
Hace mucho tiempo, fui herida.
Aprendí
a existir, como reacción,
desconectada
del mundo: te diré
qué quería yo ser:
un artilugio capaz de escuchar.
Inerte no: inmóvil.
Un trozo de madera. Una piedra.
¿Por qué cansarme arguyendo, discutiendo?
Toda esa gente que respira en otras camas
difícilmente comprendería: son
incontrolables
como un sueño.
Por entre las rendijas yo miraba
la luna en el cielo nocturno
hincharse, encogerse.
Nací con una vocación:
dar testimonio
de los grandes misterios.
Ahora que he visto tanto
el nacimiento como la muerte, sé
que de la oscura naturaleza son
sólo pruebas,
no misterios.
UNA FANTASÍA
Voy a decirte algo: cada día
muere gente. Y eso es sólo el principio.
Cada día, nuevas vidas nacen en las funerarias,
nuevos huérfanos. Se sientan, mano sobre mano,
e intentan tomar decisiones sobre su nueva vida.
Luego van al cementerio, algunos
por vez primera. Tienen miedo de llorar,
de no llorar también. Alguien se vuelca
con ellos, les dice qué hay que hacer:
pronunciar unas palabras,
echar algo de tierra en la tumba abierta aún…
Y después todo el mundo vuelve a casa,
y la casa se llena de visitas,
con la viuda sentada en el sofá, majestuosa,
la gente que hace cola y se aproxima:
unos cogen su mano, otros la abrazan.
Ella encuentra qué decirle a cada uno,
da las gracias, les da las gracias por haber venido.
En el fondo, quiere que se marchen.
Quiere volver al cementerio,
al cuarto del paciente, al hospital. Sabe
que no es posible. Pero es su única esperanza,
querer volver atrás. Tan sólo un poco,
no hasta su boda, no hasta el primer beso.
UNA NOVELA
Nadie podría escribir una novela sobre esta familia:
hay demasiados personajes parecidos. Además, todos son
mujeres.
Tan sólo un héroe hubo.
Y el héroe ya murió. Las mujeres, como ecos, duran más;
resisten demasiado por la cuenta que les trae.
Y a partir de aquí, nada cambia:
sin héroe, no hay argumento.
Y en esta casa argumento significa historia de amor.
Las mujeres no evolucionan.
Oh sí, se visten, comen, guardan las apariencias.
Pero no hay acción, no hay desarrollo en los personajes.
Todas han decidido suprimir
la crítica del héroe. El problema reside
en que el héroe es débil, sus escenas indican
su función, no su carácter.
Quizá eso explique por qué su muerte no fue
conmovedora.
Primero está sentado en la proa de la mesa,
donde más se necesita el mascaron.
Luego, a pocos metros, agoniza y su mujer
le acerca un espejo a los labios.
Asombroso, cómo se afanan estas mujeres, la esposa y las
dos hijas.
Ponen la mesa, retiran los platos.
Una espada les perfora el corazón.
DÍA DEL TRABAJO
Hace exactamente un año que murió mi padre.
Fue un año caluroso. En el entierro, la gente hablaba del
clima:
demasiado calor para septiembre, demasiado fuera de
lugar.
Este año hace frío.
Sólo estamos nosotros, la familia más próxima.
En los arriates,
trozos de bronce y cobre.
Enfrente, la hija de mi hermana monta en bicicleta
como el año anterior,
calle arriba y calle abajo. Quiere hacer
que pase el tiempo.
Mientras tanto, para nosotros,
toda una vida se nos vuelve nada.
Un día, eres niño rubio y mellado;
al día siguiente un viejo que jadea en busca de aire.
Viene a ser nada, en realidad; como mucho
un instante sobre la tierra.
No una frase, sino un aliento, una cesura.
AMANTE DE LAS FLORES
En nuestra familia, todos aman las flores.
Por eso las tumbas nos parecen tan extrañas:
sin flores, sólo herméticas fincas de hierba
con placas de granito en el centro:
las inscripciones suaves, la leve hondura de las letras
llenas de mugre algunas veces…
Para limpiarlas, hay que usar el pañuelo.
Pero en mi hermana, la cosa es distinta:
una obsesión. Los domingos se sienta en el porche de mi
madre
a leer catálogos. Cada otoño, siembra bulbos junto a los
escalones de ladrillo.
Cada primavera, espera las flores.
Nadie discute por los gastos. Se sobreentiende
que es mi madre quien paga; después de todo,
es su jardín y cada flor
es para mi padre. Ambas ven
la casa como una auténtica tumba.
No todo prospera en Long Island.
El verano es, a veces, muy caluroso,
Y a veces, un aguacero echa por tierra las flores.
Así murieron las amapolas, en un día tan sólo,
eran frágiles…
Mi madre está nerviosa, inquieta
porque mi hermana no sabrá nunca lo bellas que fueron,
de un rosa puro, sin máculas. Es decir,
porque va a sentirse despojada una vez más.
Pero para mi hermana, la condición del amor
es ésa. Era la hija de mi padre:
el rostro del amor es, para ella,
el rostro que se aparta y da la vuelta.
VIUDAS
Mi madre está jugando a las cartas con mi tía.
Malicia y Rencor, el pasatiempo familiar, el juego
que mi abuela enseñó a todas sus hijas.
Pleno verano: demasiado calor para salir.
Mi tía va ganando; les llegan buenas cartas.
Mi madre va a rastras, no logra concentrarse.
No logra acostumbrarse a su cama este verano.
El verano anterior no tuvo problemas,
estaba acostumbrada al suelo. Aprendió a dormir allí
para estar cerca de mi padre.
Él se moría; su cama era especial.
Mi tía no cede un palmo, no tiene
en cuenta la fatiga de mi madre.
Así fueron criadas: para hacerse respetar por medio de la
lucha.
Bajar la guardia es un insulto al oponente.
Cada jugadora tiene un puñado de cartas a su izquierda,
cinco en mano.
Es mejor no salir en días como éste,
permanecer donde hace fresco.
Y este juego es mejor que muchos otros, mejor que el
solitario.
Mi abuela fue previsora: preparó a sus hijas.
Tienen cartas; se tienen la una a la otra.
No necesitan más.
El juego prosigue toda la tarde pero el sol no se inmuta.
Va quemando la hierba sin piedad.
Así es como mi madre debe de sentirlo.
Cuando, de pronto, algo llega a su fin.
Mi tía ha practicado mucho; tal vez por eso juega mejor.
Sus cartas se evaporan: y eso es lo que quiere, ése es el
objetivo: al final,
quien nada tiene, gana.
CONFESIÓN
Decir que nada temo
sería faltar a la verdad.
La enfermedad, la humillación,
me atemorizan.
Tengo sueños, como cualquiera.
Pero aprendí a ocultarlos
para protegerme
de la plenitud: la felicidad
atrae a la Furias.
Son hermanas, salvajes,
que no tienen sentimientos,
sólo envidia.
PRECEDENTE
Exactamente igual que con las otras,
mi madre hizo proyectos para la hija que murió.
Cómodas llenas de vestidos suaves.
Chaqueticas plegadas con esmero.
Apenas si cabían en la palma de la mano.
Exactamente igual se preguntaba
cuando sería su cumpleaños
dándose cuenta de que ese día, un día como otros,
llegaría a ser un símbolo de felicidad.
Pues la muerte no había tocado la vida de mi madre.
Y ella pensaba en otras cosas.
Soñaba, igual que sueña quien espera un hijo.
AMOR PERDIDO
Mi hermana pasó toda su vida en la tierra.
Nació, murió.
Mientras tanto,
ni una mirada atenta, ni una frase.
Hizo lo que hacen todos los bebés,
llorar. Sólo que no quería que la alimentaran.
Inmóvil, mi madre la abrazaba, tratando de cambiar
primero su destino, después la historia.
Y algo cambió: al morir mi hermana
el corazón de mi madre se volvió
muy frío, muy rígido,
como un pequeño medallón de acero.
Me pareció entonces que el cuerpo de mi hermana
era un imán. Lo sentía atraer
el corazón de mi madre hacia la tierra,
para hacerlo crecer.
NANA
Mi madre es una experta en una cosa:
en mandar a la gente que ama al otro mundo.
A los más pequeños, a los bebés,
los mece, susurrando o cantando con voz queda. No sé
qué hizo con mi padre,
pero hiciera lo que hiciera, fue lo mejor, estoy segura.
En realidad, es lo mismo ayudar a una persona
a dormir que a morir. Las nanas dicen
no tengas miedo, parafraseando los latidos
del corazón de la madre.
Así los vivos lentamente se serenan; sólo
los que van a morir son incapaces, se resisten.
Los moribundos son como peonzas, giroscopios:
ruedan tan rápido que parecen quietos.
Después salen volando: mecida por mi madre
mi hermana era una nube de átomos, partículas, y ésa es
la diferencia:
cuando un niño duerme, aún está entero.
Mi madre ha visto la muerte; por eso no habla nunca
de la integridad del alma. Ha sostenido en brazos
a un bebé, a un viejo, mientras la oscuridad los envolvía,
solidificándose, hasta convertirse en tierra.
El alma es como el resto de las cosas materiales:
¿por qué tendría que mantenerse intacta, fiel a su forma,
si puede ser libre?
MONTE ARARAT
Nada es tan triste como la tumba de mi hermana
salvo la tumba de mi prima, junto a ella.
No soporto venir con mi madre y mi tía,
mirarlas,
pero cuando más trato de evitar
su sufrimiento, más se me aparece
el destino de nuestra familia:
cada rama ha de dar una hija a la tierra.
Mi generación pospuso el matrimonio, los hijos.
Y cuando los tuvimos, cada una tuvo el suyo;
hijos casi todos, no hijas.
Nunca hablamos de ello.
Pero es siempre un alivio enterrar a un adulto,
alguien lejano, como mi padre.
Una señal de que la deuda, tal vez, está saldada.
Lo cierto es que nadie lo cree.
Como la tierra misma, cada piedra aquí
pertenece al dios de los judíos
que no vacila en arrancar
a un hijo de una madre.
APARIENCIAS
Cuando éramos pequeñas, mis padres hicieron pintar
nuestros retratos
y los pusieron después, juntos, sobre la chimenea.
Allí no pelearíamos.
Yo soy la más sombría, la mayor. Mi hermana es la
rubia,
la que parece furiosa por no poder hablar.
No hablar nunca me molestó.
Y en eso no he cambiado mucho. Mi hermana es rubia
aún, muy parecida
a su retrato. Sólo que ya somos adultas, nos han
analizado:
comprendemos nuestras expresiones.
Mi madre intentó amarnos por igual,
vestirnos con las mismas ropas; quería
que nos tomasen por hermanas.
Eso quería obtener de los retratos.
Deben verse el uno junto al otro, cara a cara.
Por separado, no transmiten lo mismo.
Quién sabe qué miraban los ojos fijamente;
el vacío quizá.
Aquel era el verano en que fuimos a París, yo había
cumplido siete.
Cada mañana, íbamos al convento.
Cada tarde, posábamos muy quietas para que nos
pintaran
con nuestros verdes vestidos de algodón de cuello
avolantado.
Monsieur Davanzo añadía los tonos de la carne: rojizo el
de mi hermana, azul pálido el mío.
Madame Davanzo nos colgaba guindas de las orejas para
hacernos reír.
Se me daba bien: sentarme quieta, inmóvil.
Para ser buena chica, complacer a mi madre, distraerla
de la niña que murió.
Quería ser lo bastante pequeña. Aún lo quiero,
un juguete que puede pararse o seguir pero siempre en la
misma dirección.
Cualquiera puede amar a un niño muerto, a una
ausencia.
Mi madre es fuerte, no le gusta lo fácil.
Es como su madre: cree en la familia, en el orden.
No hace cambios en su casa, sólo la pinta algunas veces.
Y si algo se rompe, se tira y ya está.
Le gusta sentarse en el sillón azul y mirar a sus hijas,
las dos que le quedaron. No recuerda cómo,
pero cuando prestaba atención a una de ellas, cuando la
amaba,
hacía daño a la otra. Se diría
que era como un artista con un sueño, una visión.
Gracias a eso, no acabó deshecha en lágrimas.
Nosotras estábamos siempre juntas, igual que los
retratos había que tapar a una para ver a la otra.
Por eso mismo, sólo el pintor se dio cuenta: un rostro ya
entonces tan controlado, tan introvertido,
tan obediente, con unos ojos claro que decían:
Si quieres que sea monja, lo seré.
EL HABLANTE INDIGNO DE COFIANZA
No me hagas caso, me han roto el corazón.
No puedo ver con objetividad.
Sé quién soy, he aprendido a escuchar como un
psiquiatra.
Cuando hablo con pasión,
es cuando menos debes confiar en mí.
Es muy triste, de verdad: toda mi vida han elogiado
mi inteligencia, mi talento verbal, mis intuiciones.
Cosas, al fin y al cabo, desperdiciadas.
No puedo verme
de pie en los escalones, cogiendo a mi hermana de la
mano.
Por eso no puedo rendir cuentas
de las magulladuras en su brazo, donde acaba la manga.
En mi mente, soy invisible; y por eso, peligrosa.
Lo que son como yo, los que parecen
abnegados, son tarados, mentirosos,
los que deberían descartarse
por el bien de la verdad.
Cuando estoy tranquila la verdad emerge.
Un cielo claro y nubes deshiladas.
Una casita gris con azaleas
rojas y rosáceas.
Si quieres la verdad, debes volverte inaccesibles
para la hija mayor, dejarla fuera:
cuando se daña a un ser vivo de ese modo,
en lo más profundo de sí,
toda función se altera.
Y por eso no soy de fiar.
Porque una herida en el corazón
es también una herida en la mente.
UNA FÁBULA
Dos mujeres
con la misma demanda
a los pies se postraron
del sabio rey. Dos mujeres,
pero sólo un bebé.
Supo el rey
que una de ellas mentía
y dijo: dejad que la criatura
sea partida en dos; así nadie se irá
con las manos vacía.
Sacó su espada.
Entonces una
de las dos mujeres
renunció a su parte:
y ésa fue la señal,
la lección.
Imagínate ahora
que ves a tu madre
desgarrada entre dos hijas:
qué podrías hacer
para salvarla sino estar
dispuesta a destruir
tu propia vida.
Ella sabría
distinguir a la auténtica,
la que no aguantaría que a su madre
la partieran en dos.
NUEVO MUNDO
A mi modo de ver,
mi madre estuvo siempre oprimida
por mi padre, como si él
hubiera atado con plomo sus tobillos.
Optimista
por naturaleza;
quería viajar,
ir al teatro, a los museos.
Lo que él quería
era tirarse en el sillón
con el Times
tapándole la cara
para que la muerte, al venir,
no pareciese un cambio significativo.
En parejas así
donde el acuerdo consiste
en hacer cosas juntos,
siempre la parte activa
es la que hace concesiones, la que da.
No se puede visitar museos
con alguien que se niega
a abrir los ojos.
Creí que la muerte de mi padre
liberaría a mi madre.
Y en cierto sentido, así fue:
ella viaja, contempla
grandes obras de arte. Pero flotando.
Como el globo de un niño
que se pierde en cuanto nadie
lo sujeta.
O como un astronauta
que ha perdido su nave
y queda en el espacio, a la deriva,
sabiendo que, dure lo que dure,
el resto de su vida será así: libre,
de ese modo.
Sin relación con la tierra.
CUMPLEAÑOS
Siempre, en su cumpleaños, mi madre recibía doce
rosas
de un viejo admirador. Incluso después de que él
muriera, las rosas
siguieron llegando: la gente deja cuadros, muebles;
ese señor dejó boletines de flores,
su forma de decir que la belleza legendaria de mi madre
se había ido a vivir bajo tierra, así de simple.
Al principio, nos pareció una extravagancia.
Más tarde nos acostumbramos: en diciembre, la casa
estaba
de pronto repleta de flores. Llegaron, incluso, a
establecer
una norma de generosidad, de cortesía.
Después de diez años, no llegaron más rosas.
Pero durante todo ese tiempo creí
que los muertos atendían a los vivos.
No me percaté
de lo anómalo del tema: que la mayoría
de los muertos eran como mi padre.
A mi madre no le importa, no necesita
que mi padre le haga demostraciones.
Su cumpleaños viene y se va; ella lo pasa
junto a una tumba.
Le hace ver de ese modo que comprende,
que acepta su silencio.
Él odia la falsedad. Ella no quiere obligarle
a dar cariño cuando no lo siente.
CÍRCULO QUEMADO
Mi madre quiere saber
por qué, si tanto odio
la familia,
fundé una y la saqué
adelante. No le contesto.
Lo que odiaba
era ser una niña,
no poder elegir
a quién amar.
No amo a mi hijo
del modo en que pensé que le amaría.
Pensé que yo sería
el amante de orquídeas que descubre
trillium rojo creciendo
a la sombra de un pino
y no lo toca, no necesita
poseerlo. Pero soy
el científico
que se acerca a esa flor
con una lupa
y no la deja,
aunque el sol dibuje un círculo
quemado en torno
de la flor. De esta forma,
más o menos,
me quería mi madre.
Debo aprender
a perdonarla,
puesto que soy incapaz
de perdonar la vida de mi hijo.
NIÑOS VOLVIENDO DE LA ESCUELA
1
Vivir en la ciudad es otra historia. Alguien debe
ir a esperar al niño a la parada de autobús. Un niño solo
puede desaparecer, perderse, para siempre quizá.
La hija de mi hermana quiere volver sola, caminando;
piensa que ya es lo bastante mayor.
Mi hermana cree que es pronto aún para dar un paso
semejante;
lo máximo que su hija consigue
es la opción de ir juntas sin cogerse de la mano.
Y así lo hacen, se comprometen a hacerlo
unas calles tan sólo. Mi sobrina lleva una mano
completamente libre; mi hermana dice
que si es lo bastante mayor para caminar de ese modo, lo
es también
para cargar con su violín.
2
Mi hijo me acusa
de su infelicidad, pero no
con palabras, sino con su forma
de fijar los ojos en el suelo y recorrer
lentamente el camino de entrada: sabe
que lo miro. Por eso
saluda al gato,
para demostrarme que es capaz
de expresar cariño.
Mi padre utilizaba al perro
para hacer lo mismo.
Mi hijo y yo somos
especialistas en silencios.
La nieve barre el cielo;
cambia de rumbo; cae
primero en línea recta,
oblicua luego.
3
Una cosa se aprende al crecer con mi hermana:
que las reglas nada significan.
Tarde o temprano, cualquier cosa que uno espere oír,
será dicha.
Cualquier cosa: te quiero o no volveré a dirigirte la
palabra.
Todo se dice, a menudo en una misma noche.
Luego uno se desliza, toma ventaja. Hay modos
de obligar a alguien a mantener lo que ha dicho; cuando
utiliza la palabra promesa, por ejemplo.
Pero se debe ser paciente, ser capaz de esperar, de escuchar.
Mi sobrina sabe que con el tiempo y con inteligencia,
conseguirá lo que se proponga.
No es una vida mala. Y ella posee esos dones,
tiempo e inteligencia.
ANIMALES
Mi hermana y yo llegamos
a la misma conclusión:
el mejor modo
de querernos era
no pasar tiempo juntas.
Parecía
que atraíamos
sobre todo a forasteros.
Teníamos buenos vestidos, buenos
modales en públicos.
En privado, estábamos
peleando siempre. Lo normal
era que la mayor terminase
sentada sobre la pequeña,
pellizcándola.
La pequeña
mordía: en cuarenta años
jamás aprendió
la ventaja de no dejar
Señales.
Los padres
tenían un credo: no creían
en la violencia.
La verdad era que, por razones diferentes,
no sentían el impulso
de infligir dolor. Debería herirse
solamente algo a lo que se le pudiera dar
el corazón entero. Ellos preferían
los tribunales: la hija
más errada podía escoger
su castigo.
Mi hermana y yo
nunca nos aliamos,
nunca nos enfrentamos a nuestros padres.
Teníamos
otras obsesiones: por ejemplo,
sentir que las dos éramos
demasiadas
para sobrevivir.
Éramos como animales
que intentan compartir un prado seco.
Un árbol, entre nosotras,
lo bastante fuerte apenas para sustentar
una sola vida.
Nunca nos quitábamos
los ojos de encima,
ninguna ponía las manos
en cualquier cosa que pudiera
alimentar a su hermana.
SANTAS
En nuestra familia hubo dos santas,
mi tía y mi abuela.
Pero sus vidas fueron diferentes.
Mi abuela era tranquila, y lo fue hasta su fin.
Era como alguien que camina sobre aguas apacibles;
por alguna razón
el mar era incapaz de hacerle daño.
Cuando mi tía tomó la misma senda,
las olas rompieron, la atacaron;
así responden las Furias
a una naturaleza verdaderamente espiritual.
Mi abuela era cauta, conservadora:
por eso se salvó del sufrimiento.
Mi tía no se salvó de nada:
cada vez que el mar se retira, se lleva un ser querido.
Con todo, su experiencia del mar no será nunca
algo maléfico. A su juicio, es lo que es:
donde el mar toca tierra, la violencia es la norma.
DALIA AMARILLA
Mi hermana es como el sol, una dalia amarilla.
Dagas de pelo dorado rodean su rostro.
Ojos grises, rebosantes de espíritu.
Me convertí en enemiga de una flor:
ahora me avergüenzo.
Teníamos que ser opuestas:
una hermosa, como la luz del día.
La otra negativa, diferente.
Si hay dos cosas
una debe ser mejor,
¿no es cierto? Ahora sé
que ambas lo pensábamos, si es que puede
llamarse pensar a lo que hacen los niños.
Miro a la hija de mi hermana,
una criatura tan parecida a ella,
y me avergüenzo: nada justifica
el impulso de destruir
una vida más pequeña y dependiente.
Supongo que lo he sabido siempre.
Por eso me hice daño
a cambio:
creí en la justicia.
Éramos como el día y la noche,
un acto de creación.
No podría separar
las dos mitades,
a una niña de la otra.
PRIMOS
Mi hijo es muy agraciado; su armonía es perfecta.
No es competitivo, como la hija de mi hermana.
Día y noche, ella no deja de entrenarse.
Hoy, lanza bolas de goma contra el haya,
las recoge, las vuelve a lanzar.
Después de un rato, nadie la mira.
Si fuera más fuerte, el árbol estaría pelado.
Mi hijo no quiere jugar con ella, no quiere montar con
ella en bici.
Ella lo acepta, está acostumbrada a jugar consigo misma.
No se lo toma como algo personal:
alguien que no juega es alguien a quien no le gusta
perder.
No es que mi hijo sea un inepto, que no haga bien las
cosas.
Le he visto correr en competiciones; lo hace
naturalmente, sin esfuerzo.
Desde el principio, se coloca en cabeza.
Y entonces para. Da la sensación de que ha nacido para
rechazar
la soledad del vencedor.
La hija de mi hermana no tiene ese problema.
Puede muy bien ser la primera: ya estaba sola.
PARAÍSO
Me crié en un pueblo: ahora
es casi una ciudad.
La gente llega de la urbe, quiere
algo más sencillo, algo
mejor para sus hijos.
Aire puro, un pequeño
establo cerca.
Todas las calles
con nombres de novio o de muchachas.
Nuestra casa era gris, el típico lugar
que uno adquiere para sacar adelante a una familia.
Mi madre aún vive allí, completamente sola.
Cuando la soledad se le viene encima, ve la televisión.
Las casas cada vez están más juntas.
Los viejos árboles se mueren o son derribados.
En cierto modo, también mi padre
anda por allí; le hemos dado
a una piedra su nombre.
Ahora, sobre su cabeza, destella el césped,
cuando la nieve se derrite, en marzo.
Luego brotan las lilas, espesas, como racimos de uvas.
Ellos decían siempre
que yo era como mi padre; él también
mostraba el mismo rechazo por las emociones.
Ellas son las únicas personas emotivas:
mi hermana y mi madre.
Cada vez más a menudo,
mi hermana viene al pueblo,
quita las malas hierbas, cuida del jardín. Mi madre
le cede el mando: ella es la única
que se preocupa, la única que trabaja.
Para ella, el campo es eso:
el césped bien cortado, las flores de color en hileras.
No sabe qué fue esto alguna vez.
Pero yo sí. como Adán,
soy la primogénita.
Créeme, uno nunca se cura,
nunca olvida el dolor en el costado,
el lugar donde algo fue arrancado
para hacer a otra persona
NIÑO QUE GRITA
Ahora duermes,
tus párpados tiemblan.
¿De qué hijo mío
cabría esperar
un reposo tranquilo, una vida
sólo por instante
libre de recelo?
La noche es fría;
te has quitado las mantas.
En cuanto a tus sueños, tus pensamientos...
Jamás entenderé
que una madre pretenda para sí
el alma de su hijo.
Muchas veces
cometí ese error
enamorada, creyendo
que un sonido salvaje
era el alma desnuda.
Pero contigo no,
ni cuando te abrazaba sin parar.
Habías nacido, estabas lejos.
Fueran lo que fueran,
aquellos gritos venían y se iban
te abrazase o no,
estuviese allí o no.
El alma es silenciosa.
Si habla pese a todo,
lo hace en sueños.
NIEVE
Finales de diciembre: mi padre y yo
vamos a Nueva York, al circo.
Él me lleva en sus hombros
contra el viento cortante:
trozos de papel blanco
flotan sobre las vías
del ferrocarril.
A mi padre le gustaba
quedarse así, de pie, cargar conmigo
para no verme.
Me recuerdo
mirando fijamente hacia delante
al mundo que mi padre veía.
Estaba aprendiendo
a absorber su vacío,
la nieve espesa
que no caía y se quedaba
girando a nuestro alrededor.
PARECIDO TERMINAL
La última vez que vi a mi padre, ambos hicimos la
misma cosa.
Él estaba de pie en la puerta del salón
esperando que yo terminase de hablar por teléfono.
Que no estuviera señalando su reloj
era un signo de que quería conversar.
Para nosotros, conversar era siempre lo mismo.
Él decía unas cuantas palabras. Yo respondía con otras.
Eso era todo.
Fue a finales de agosto, hacía mucho calor, había mucha
humedad.
Junto a la puerta de al lado, los albañiles vertían grava
nueva en el camino de la entrada.
Mi padre y yo evitábamos quedarnos a solas;
no sabíamos cómo conectar, cómo entablar una
conversación cualquiera.
No parecía haber
otras posibilidades.
O sea, que aquello era especial: cuando un hombre se
muere,
tiene un tema.
Debía de ser muy pronto aún. Calle arriba y calle abajo
los aspersores se iban encendiendo. La camioneta del
jardinero
apareció al final de la manzana,
luego se detuvo, aparcó.
Mi padre quería contarme cómo era morirse.
Me dijo que no sufría.
Me dijo que se anticipaba al dolor, que lo esperaba, pero
que no llegaba nunca.
Tan sólo sentía cierta debilidad.
Le dije que me alegraba por él, que era un hombre con
suerte.
Algunos maridos subían al coche, iban al trabajo.
Gente que ya no conocíamos de nada, familias nuevas
con hijos pequeños.
Las mujeres, de pie en los escalones, gesticulaban
llamando a alguien.
Nos dijimos adiós como de costumbre,
sin abrazarnos, sin dramatizar.
Cuando el taxi llegó, mis padres me miraron desde la
puerta de entrada,
cogidos del brazo. Mi madre lanzaba besos, como
siempre,
porque le da miedo que una mano no se use.
Pero mi padre no se limitó a quedarse allí, de pie.
Esta vez me dijo adiós con la mano.
Y yo hice lo mismo, desde la puerta del taxi.
Agité mi mano, como él, para disfrazar el temblor.
LAMENTO
De pronto, tras tu muerte, aquellos amigos
que no se pusieron nunca de acuerdo en nada
se ponen de acuerdo acerca de tu carácter.
Son como una casa llena de cantantes
ensayando la misma partitura:
que fuiste justo, fuiste bondadoso, que viviste una vida
afortunada.
No hay armonía, no hay contrapunto. Pero tampoco
intérpretes:
las lágrimas vertidas son verdaderas.
Por suerte estás ya muerto; si no
sentirías repugnancia.
Pero una vez que ha pasado todo,
cuando los invitados comienzan a salir en fila,
enjugándose los ojos
porque, después de un día así,
encerrado en la pura ortodoxia,
el sol brilla de un modo asombroso
aunque sea el final de la tarde, en septiembre;
cuando el éxodo comienza,
es cuando podrías sentir
punzadas de envidia.
Tus amigos, los vivos, se abrazan,
murmuran un poco en la acera
mientras el sol se apaga y la brisa vespertina
arruga los chales de las mujeres.
Y esto es, esto, el significado
de una "una vida afortunada":
existir en el presente.
IMAGEN EN EL ESPEJO
Esta noche me vi a mí misma en la ventana oscura
como el vivo retrato de mi padre, cuya vida
transcurrió igual,
pensando en la muerte, excluyendo
otros asuntos sensuales,
de manera que al final fue fácil
renunciar a esa vida, ya que
no contenía nada: ni la voz
de mi madre pudo hacerle
cambiar o arrepentirse
pues su credo era
que si no se puede amar a otro ser humano
no se tiene sitio en este mundo.
NIÑOS VOLVIENDO DE LA ESCUELA
El año en que empecé a ir a la escuela, mi hermana no
podía caminar largas distancias.
Diariamente, mi madre la ataba al cochecito y después
iban hasta la esquina.
Así, cuando la clase acababa, podía verlas: veía a mi
madre
imprecisa primero, poco después una figura con brazos.
Yo caminaba muy lenta, haciéndome la independiente.
Por eso mi hermana me envidiaba: ella no sabía
que uno puede mentir con el rostro, con el cuerpo.
No veía que las dos representábamos falsos papeles.
Ella quería libertad. Mientras que yo seguía,
patéticamente,
codiciando el cochecito. Así
toda mi vida.
Y así, algo dentro de mí se fue perdiendo: toda la espera,
todo el esfuerzo
de mi madre por controlar a mi hermana, las llamadas,
los aspavientos...
pues, en ese sentido, yo no tenía ya un hogar.
AMAZONAS
Finales de verano: los abetos dejan ver unos pocos
brotes verdes.
Todo lo demás es dorado: así es como uno se percata del
fin de la estación creciente.
Una simetría entre lo que muere y lo que está empezando
a florecer.
Mi familia siempre ha sido muy sensible a esta época del
año.
También nosotros estamos muriendo, todo el clan.
Mi hermana y yo somos el final de algo.
Ahora las ventanas se han oscurecido
y la lluvia viene, densa y constante.
En el comedor, los niños dibujan
como hacíamos nosotras: cuando no podíamos ver
dibujábamos.
Puedo ver el fin: es el nombre el que se aleja.
Cuando hayamos terminado con él, estará acabado, será
una lengua muerta.
Una lengua muere porque no necesita ser hablada.
Mi hermana y yo somos como amazonas,
una tribu sin futuro.
Miro a los niños dibujar: mi hijo, su hija.
Nosotras usábamos tizas blandas; un material que se
extingue.
MÚSICA CELESTE
Tengo una amiga que aún cree en el cielo.
No es estúpida, pero a pesar de lo que sabe, habla
literalmente con dios,
piensa que allá arriba alguien escucha.
Aquí, sobre la tierra, su talento es extraordinario.
Además, es valiente, capaz de plantar cara a lo
desagradable.
Una vez encontramos una oruga muriéndose en el polvo,
con hormigas glotonas encima de ella.
Siempre me ha enternecido la debilidad, el desastre,
siempre he ansiado oponerme a lo vivo.
Pero tímida como soy, cierro pronto los ojos.
Mi amiga, sin embargo, era capaz de mirar, dejar que los
sucesos se desarrollaran
acordes con la naturaleza. Por consideración hacia mí,
intervino,
retiró algunas hormigas de aquella cosa deshecha y la
depositó al otro lado de la calle.
Mi amiga dice que cierro los ojos a dios, que nada sino
eso explica
mi aversión a la realidad. Dice que soy como el niño que
sepulta su cabeza en la almohada
para no ver, el niño que se dice:
la luz causa tristeza.
Mi amiga viene a ser la madre. Paciente, me incita
a despertar, a ser adulta como ella, a tener coraje.
En sueños, mi amiga me amonesta. Caminamos
por la calle de siempre, sólo que es invierno;
me dice que cuando se ama el mundo se escucha música
celeste:
mira hacia arriba, dice. Pero cuando miro, nada.
Sólo nubes, nieve, un blanco acontecer entre los árboles
como novias brincando en las alturas.
Entonces temo por ella; la veo
apresada en una red arrojada en la tierra con alevosía.
En el mundo real, nos sentamos al borde del camino,
mirando la puesta de sol;
de vez en cuando el grito de un ave perfora el silencio.
Y es entonces cuando ambas tratamos de explicar
por qué nos sentimos cómodas con la muerte, con la
soledad.
Mi amiga dibuja un círculo en la tierra; dentro de él, la
oruga no se mueve.
Ella siempre intenta construir un todo, algo bello, una
imagen
capaz de vivir por sí misma.
Permanecemos serenas. Sentarse aquí da paz, sin decir
palabra, fija
la composición, el camino que torna de repente oscuro,
el aire
que refresca, aquí y allá, las rocas que brillan y relucen...
Es esta quietud lo que ambas amamos.
Amar la forma es amar los finales.
PRIMER RECUERDO
Hace mucho tiempo, fui herida. Viví
para vengarme
de mi padre, no
por lo que él fue
sino por lo que fue de mí: desde el principio,
desde niña, creí
que el dolor quería decir
que no me amaban.
Que amaba, quería decir.
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