Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Poemas de Ararat de Louise Glück

 

 

Louise Glück (Nueva York - USA, 1943)

ARARAT 

de Louise Glück 

Traducción del Inglés al Español por : Abraham Gragera 

 

“… la naturaleza humana era en su origen una y nosotros un todo, y el deseo y la búsqueda del todo es lo que se llama amor.” 

 

Platón  

PÁRODOS 

 

Hace mucho tiempo, fui herida.  

Aprendí  

a existir, como reacción, 

desconectada 

del mundo: te diré 

qué quería yo ser: 

un artilugio capaz de escuchar. 

Inerte no: inmóvil. 

Un trozo de madera. Una piedra. 

 

¿Por qué cansarme arguyendo, discutiendo? 

Toda esa gente que respira en otras camas  

difícilmente comprendería: son  

incontrolables 

como un sueño. 

Por entre las rendijas yo miraba  

la luna en el cielo nocturno 

hincharse, encogerse. 

 

Nací con una vocación: 

dar testimonio 

de los grandes misterios.  

Ahora que he visto tanto  

el nacimiento como la muerte, sé  

que de la oscura naturaleza son  

sólo pruebas, 

no misterios.   

 

UNA FANTASÍA 

 

Voy a decirte algo: cada día  

muere gente. Y eso es sólo el principio.  

Cada día, nuevas vidas nacen en las funerarias,  

nuevos huérfanos. Se sientan, mano sobre mano,  

e intentan tomar decisiones sobre su nueva vida. 

 

Luego van al cementerio, algunos  

por vez primera. Tienen miedo de llorar,  

de no llorar también. Alguien se vuelca  

con ellos, les dice qué hay que hacer:  

pronunciar unas palabras,  

echar algo de tierra en la tumba abierta aún…  

 

Y después todo el mundo vuelve a casa,  

y la casa se llena de visitas,  

con la viuda sentada en el sofá, majestuosa,  

la gente que hace cola y se aproxima:  

unos cogen su mano, otros la abrazan.  

Ella encuentra qué decirle a cada uno,  

da las gracias, les da las gracias por haber venido.  

 

En el fondo, quiere que se marchen.  

Quiere volver al cementerio,  

al cuarto del paciente, al hospital. Sabe  

que no es posible. Pero es su única esperanza,  

querer volver atrás. Tan sólo un poco,  

no hasta su boda, no hasta el primer beso.   

 

UNA NOVELA  

 

Nadie podría escribir una novela sobre esta familia:  

hay demasiados personajes parecidos. Además, todos son  

       mujeres.  

Tan sólo un héroe hubo. 

 

Y el héroe ya murió. Las mujeres, como ecos, duran más;  

resisten demasiado por la cuenta que les trae. 

 

Y a partir de aquí, nada cambia:  

sin héroe, no hay argumento.  

Y en esta casa argumento significa historia de amor. 

 

Las mujeres no evolucionan.  

Oh sí, se visten, comen, guardan las apariencias. 

Pero no hay acción, no hay desarrollo en los personajes. 

 

Todas han decidido suprimir  

la crítica del héroe. El problema reside  

en que el héroe es débil, sus escenas indican  

su función, no su carácter. 

 

Quizá eso explique por qué su muerte no fue  

       conmovedora. 

Primero está sentado en la proa de la mesa,  

donde más se necesita el mascaron.  

Luego, a pocos metros, agoniza y su mujer  

le acerca un espejo a los labios. 

 

Asombroso, cómo se afanan estas mujeres, la esposa y las  

       dos hijas. 

Ponen la mesa, retiran los platos.  

Una espada les perfora el corazón. 

 

DÍA DEL TRABAJO 

 

Hace exactamente un año que murió mi padre. 

Fue un año caluroso. En el entierro, la gente hablaba del  

        clima: 

demasiado calor para septiembre, demasiado fuera de  

         lugar. 

 

Este año hace frío. 

Sólo estamos nosotros, la familia más próxima. 

En los arriates,  

trozos de bronce y cobre. 

 

Enfrente, la hija de mi hermana monta en bicicleta  

como el año anterior,  

calle arriba y calle abajo. Quiere hacer  

que pase el tiempo. 

 

Mientras tanto, para nosotros,  

toda una vida se nos vuelve nada. 

Un día, eres niño rubio y mellado;  

al día siguiente un viejo que jadea en busca de aire. 

Viene a ser nada, en realidad; como mucho  

un instante sobre la tierra. 

No una frase, sino un aliento, una cesura. 

 

AMANTE DE LAS FLORES  

 

En nuestra familia, todos aman las flores. 

Por eso las tumbas nos parecen tan extrañas:  

sin flores, sólo herméticas fincas de hierba 

con placas de granito en el centro: 

las inscripciones suaves, la leve hondura de las letras 

llenas de mugre algunas veces… 

Para limpiarlas, hay que usar el pañuelo. 

 

Pero en mi hermana, la cosa es distinta: 

una obsesión. Los domingos se sienta en el porche de mi  

       madre 

a leer catálogos. Cada otoño, siembra bulbos junto a los  

       escalones de ladrillo. 

Cada primavera, espera las flores. 

Nadie discute por los gastos. Se sobreentiende  

que es mi madre quien paga; después de todo,  

es su jardín y cada flor 

es para mi padre. Ambas ven 

la casa como una auténtica tumba. 

 

No todo prospera en Long Island.  

El verano es, a veces, muy caluroso,  

Y a veces, un aguacero echa por tierra las flores. 

Así murieron las amapolas, en un día tan sólo,  

eran frágiles… 

 

Mi madre está nerviosa, inquieta  

porque mi hermana no sabrá nunca lo bellas que fueron,  

de un rosa puro, sin máculas. Es decir,  

porque va a sentirse despojada una vez más. 

 

Pero para mi hermana, la condición del amor  

es ésa. Era la hija de mi padre: 

el rostro del amor es, para ella, 

el rostro que se aparta y da la vuelta. 

 

VIUDAS  

 

Mi madre está jugando a las cartas con mi tía. 

Malicia y Rencor, el pasatiempo familiar, el juego  

que mi abuela enseñó a todas sus hijas. 

 

Pleno verano: demasiado calor para salir. 

Mi tía va ganando; les llegan buenas cartas. 

Mi madre va a rastras, no logra concentrarse. 

No logra acostumbrarse a su cama este verano. 

El verano anterior no tuvo problemas,  

estaba acostumbrada al suelo. Aprendió a dormir allí  

para estar cerca de mi padre. 

Él se moría; su cama era especial. 

 

Mi tía no cede un palmo, no tiene  

en cuenta la fatiga de mi madre. 

Así fueron criadas: para hacerse respetar por medio de la  

       lucha. 

Bajar la guardia es un insulto al oponente.  

 

Cada jugadora tiene un puñado de cartas a su izquierda,  

       cinco en mano. 

Es mejor no salir en días como éste,  

permanecer donde hace fresco.  

Y este juego es mejor que muchos otros, mejor que el  

      solitario. 

 

Mi abuela fue previsora: preparó a sus hijas. 

Tienen cartas; se tienen la una a la otra. 

No necesitan más. 

 

El juego prosigue toda la tarde pero el sol no se inmuta. 

Va quemando la hierba sin piedad. 

Así es como mi madre debe de sentirlo. 

Cuando, de pronto, algo llega a su fin. 

 

Mi tía ha practicado mucho; tal vez por eso juega mejor. 

Sus cartas se evaporan: y eso es lo que quiere, ése es el  

        objetivo: al final, 

quien nada tiene, gana.  

 

CONFESIÓN 

 

Decir que nada temo  

sería faltar a la verdad. 

La enfermedad, la humillación,  

me atemorizan. 

Tengo sueños, como cualquiera. 

Pero aprendí a ocultarlos  

para protegerme 

de la plenitud: la felicidad 

atrae a la Furias. 

Son hermanas, salvajes,  

que no tienen sentimientos, 

sólo envidia. 

 

PRECEDENTE 

 

Exactamente igual que con las otras, 

mi madre hizo proyectos para la hija que murió. 

 

Cómodas llenas de vestidos suaves. 

Chaqueticas plegadas con esmero.  

Apenas si cabían en la palma de la mano. 

 

Exactamente igual se preguntaba  

cuando sería su cumpleaños  

dándose cuenta de que ese día, un día como otros,  

llegaría a ser un símbolo de felicidad. 

 

Pues la muerte no había tocado la vida de mi madre. 

Y ella pensaba en otras cosas. 

Soñaba, igual que sueña quien espera un hijo. 

 

AMOR PERDIDO 

 

Mi hermana pasó toda su vida en la tierra. 

Nació, murió. 

Mientras tanto,  

ni una mirada atenta, ni una frase. 

 

Hizo lo que hacen todos los bebés,  

llorar. Sólo que no quería que la alimentaran. 

Inmóvil, mi madre la abrazaba, tratando de cambiar  

primero su destino, después la historia. 

 

Y algo cambió: al morir mi hermana  

el corazón de mi madre se volvió  

muy frío, muy rígido,  

como un pequeño medallón de acero. 

 

Me pareció entonces que el cuerpo de mi hermana  

era un imán. Lo sentía atraer 

el corazón de mi madre hacia la tierra, 

para hacerlo crecer.  

 

NANA 

 

Mi madre es una experta en una cosa:  

en mandar a la gente que ama al otro mundo. 

A los más pequeños, a los bebés,  

los mece, susurrando o cantando con voz queda. No sé  

qué hizo con mi padre,  

pero hiciera lo que hiciera, fue lo mejor, estoy segura. 

 

En realidad, es lo mismo ayudar a una persona  

a dormir que a morir. Las nanas dicen  

no tengas miedo, parafraseando los latidos  

del corazón de la madre.  

Así los vivos lentamente se serenan; sólo  

los que van a morir son incapaces, se resisten. 

 

Los moribundos son como peonzas, giroscopios:  

ruedan tan rápido que parecen quietos.  

Después salen volando: mecida por mi madre  

mi hermana era una nube de átomos, partículas, y ésa es  

      la diferencia:  

cuando un niño duerme, aún está entero. 

 

Mi madre ha visto la muerte; por eso no habla nunca  

de la integridad del alma. Ha sostenido en brazos  

a un bebé, a un viejo, mientras la oscuridad los envolvía,  

solidificándose, hasta convertirse en tierra. 

El alma es como el resto de las cosas materiales:  

¿por qué tendría que mantenerse intacta, fiel a su forma,  

si puede ser libre? 

 

MONTE ARARAT  

 

Nada es tan triste como la tumba de mi hermana  

salvo la tumba de mi prima, junto a ella.  

No soporto venir con mi madre y mi tía,  

mirarlas,  

pero cuando más trato de evitar  

su sufrimiento, más se me aparece  

el destino de nuestra familia:  

cada rama ha de dar una hija a la tierra.  

 

Mi generación pospuso el matrimonio, los hijos.  

Y cuando los tuvimos, cada una tuvo el suyo;  

hijos casi todos, no hijas.  

 

Nunca hablamos de ello.  

Pero es siempre un alivio enterrar a un adulto,  

alguien lejano, como mi padre.  

Una señal de que la deuda, tal vez, está saldada.  

 

Lo cierto es que nadie lo cree.  

Como la tierra misma, cada piedra aquí  

pertenece al dios de los judíos  

que no vacila en arrancar  

a un hijo de una madre.   

 

APARIENCIAS  

 

Cuando éramos pequeñas, mis padres hicieron pintar  

     nuestros retratos  

y los pusieron después, juntos, sobre la chimenea.  

Allí no pelearíamos.  

Yo soy la más sombría, la mayor. Mi hermana es la  

       rubia,  

la que parece furiosa por no poder hablar.  

 

No hablar nunca me molestó.  

Y en eso no he cambiado mucho. Mi hermana es rubia  

       aún, muy parecida  

a su retrato. Sólo que ya somos adultas, nos han  

       analizado:  

comprendemos nuestras expresiones.  

 

Mi madre intentó amarnos por igual,  

vestirnos con las mismas ropas; quería  

que nos tomasen por hermanas.  

Eso quería obtener de los retratos.  

Deben verse el uno junto al otro, cara a cara.  

Por separado, no transmiten lo mismo.  

Quién sabe qué miraban los ojos fijamente;  

el vacío quizá. 

 

Aquel era el verano en que fuimos a París, yo había  

       cumplido siete.  

Cada mañana, íbamos al convento.  

Cada tarde, posábamos muy quietas para que nos  

        pintaran  

con nuestros verdes vestidos de algodón de cuello  

        avolantado.    

Monsieur Davanzo añadía los tonos de la carne: rojizo el  

       de mi hermana, azul pálido el mío.  

Madame Davanzo nos colgaba guindas de las orejas para  

       hacernos reír.  

 

Se me daba bien: sentarme quieta, inmóvil.  

Para ser buena chica, complacer a mi madre, distraerla  

      de la niña que murió. 

Quería ser lo bastante pequeña. Aún lo quiero,  

un juguete que puede pararse o seguir pero siempre en la  

        misma dirección.  

 

Cualquiera puede amar a un niño muerto, a una  

        ausencia.  

Mi madre es fuerte, no le gusta lo fácil.  

Es como su madre: cree en la familia, en el orden.  

No hace cambios en su casa, sólo la pinta algunas veces.  

Y si algo se rompe, se tira y ya está.  

Le gusta sentarse en el sillón azul y mirar a sus hijas,  

las dos que le quedaron. No recuerda cómo,  

pero cuando prestaba atención a una de ellas, cuando la  

        amaba,  

hacía daño a la otra. Se diría  

que era como un artista con un sueño, una visión. 

Gracias a eso, no acabó deshecha en lágrimas.  

 

Nosotras estábamos siempre juntas, igual que los  

       retratos había que tapar a una para ver a la otra.  

Por eso mismo, sólo el pintor se dio cuenta: un rostro ya  

       entonces tan controlado, tan introvertido,  

tan obediente, con unos ojos claro que decían:  

Si quieres que sea monja, lo seré.          

    

EL HABLANTE INDIGNO DE COFIANZA  

 

No me hagas caso, me han roto el corazón.  

No puedo ver con objetividad.  

 

Sé quién soy, he aprendido a escuchar como un  

        psiquiatra.  

Cuando hablo con pasión,  

es cuando menos debes confiar en mí.  

 

Es muy triste, de verdad: toda mi vida han elogiado  

mi inteligencia, mi talento verbal, mis intuiciones.  

Cosas, al fin y al cabo, desperdiciadas. 

 

No puedo verme  

de pie en los escalones, cogiendo a mi hermana de la  

    mano.  

Por eso no puedo rendir cuentas  

de las magulladuras en su brazo, donde acaba la manga. 

 

En mi mente, soy invisible; y por eso, peligrosa. 

Lo que son como yo, los que parecen  

abnegados, son tarados, mentirosos,  

los que deberían descartarse  

por el bien de la verdad. 

 

Cuando estoy tranquila la verdad emerge. 

Un cielo claro y nubes deshiladas. 

Una casita gris con azaleas  

rojas y rosáceas. 

 

Si quieres la verdad, debes volverte inaccesibles  

para la hija mayor, dejarla fuera: 

cuando se daña a un ser vivo de ese modo,  

en lo más profundo de sí, 

toda función se altera. 

 

Y por eso no soy de fiar. 

Porque una herida en el corazón  

es también una herida en la mente.      

 

UNA FÁBULA  

 

Dos mujeres  

con la misma demanda  

a los pies se postraron  

del sabio rey. Dos mujeres,  

pero sólo un bebé. 

Supo el rey  

que una de ellas mentía  

y dijo: dejad que la criatura  

sea partida en dos; así nadie se irá  

con las manos vacía.  

Sacó su espada. 

Entonces una  

de las dos mujeres  

renunció a su parte:  

y ésa fue la señal,  

la lección.       

Imagínate ahora  

que ves a tu madre  

desgarrada entre dos hijas:  

qué podrías hacer  

para salvarla sino estar  

dispuesta a destruir  

tu propia vida. 

Ella sabría  

distinguir a la auténtica,  

la que no aguantaría que a su madre  

la partieran en dos.                  

 

NUEVO MUNDO  

 

A mi modo de ver,  

mi madre estuvo siempre oprimida  

por mi padre, como si él  

hubiera atado con plomo sus tobillos. 

 

Optimista  

por naturaleza;  

quería viajar,  

ir al teatro, a los museos.  

Lo que él quería  

era tirarse en el sillón  

con el Times  

tapándole la cara  

para que la muerte, al venir,  

no pareciese un cambio significativo. 

 

En parejas así  

donde el acuerdo consiste  

en hacer cosas juntos,  

siempre la parte activa  

es la que hace concesiones, la que da.  

No se puede visitar museos  

con alguien que se niega  

a abrir los ojos.    

 

Creí que la muerte de mi padre  

liberaría a mi madre.  

Y en cierto sentido, así fue:  

ella viaja, contempla  

grandes obras de arte. Pero flotando.  

Como el globo de un niño  

que se pierde en cuanto nadie  

lo sujeta.  

O como un astronauta  

que ha perdido su nave  

y queda en el espacio, a la deriva,  

sabiendo que, dure lo que dure,  

el resto de su vida será así: libre,  

de ese modo.  

Sin relación con la tierra. 

 

CUMPLEAÑOS  

 

Siempre, en su cumpleaños, mi madre recibía doce  

    rosas 

de un viejo admirador. Incluso después de que él  

    muriera, las rosas   

siguieron llegando: la gente deja cuadros, muebles;  

ese señor dejó boletines de flores,  

su forma de decir que la belleza legendaria de mi madre  

se había ido a vivir bajo tierra, así de simple. 

 

Al principio, nos pareció una extravagancia.  

Más tarde nos acostumbramos: en diciembre, la casa  

        estaba  

de pronto repleta de flores. Llegaron, incluso, a  

        establecer  

una norma de generosidad, de cortesía. 

 

Después de diez años, no llegaron más rosas.  

Pero durante todo ese tiempo creí  

que los muertos atendían a los vivos.  

No me percaté  

de lo anómalo del tema: que la mayoría  

de los muertos eran como mi padre. 

 

A mi madre no le importa, no necesita  

que mi padre le haga demostraciones.  

Su cumpleaños viene y se va; ella lo pasa  

junto a una tumba.                             

 

Le hace ver de ese modo que comprende,  

que acepta su silencio.  

Él odia la falsedad. Ella no quiere obligarle  

a dar cariño cuando no lo siente. 

                             

CÍRCULO QUEMADO  

 

Mi madre quiere saber  

por qué, si tanto odio  

la familia,  

fundé una y la saqué  

adelante. No le contesto.  

Lo que odiaba  

era ser una niña,  

no poder elegir  

a quién amar.    

 

No amo a mi hijo  

del modo en que pensé que le amaría.  

Pensé que yo sería  

el amante de orquídeas que descubre  

trillium rojo creciendo  

a la sombra de un pino  

y no lo toca, no necesita  

poseerlo. Pero soy   

el científico  

que se acerca a esa flor  

con una lupa  

y no la deja,  

aunque el sol dibuje un círculo  

quemado en torno  

de la flor. De esta forma,  

más o menos,  

me quería mi madre.     

 

Debo aprender  

a perdonarla,  

puesto que soy incapaz  

de perdonar la vida de mi hijo.        

 

NIÑOS VOLVIENDO DE LA ESCUELA  

 

1 

 

Vivir en la ciudad es otra historia. Alguien debe  

ir a esperar al niño a la parada de autobús. Un niño solo  

puede desaparecer, perderse, para siempre quizá.  

 

La hija de mi hermana quiere volver sola, caminando;  

       piensa que ya es lo bastante mayor.  

Mi hermana cree que es pronto aún para dar un paso  

       semejante;  

lo máximo que su hija consigue  

es la opción de ir juntas sin cogerse de la mano.  

 

Y así lo hacen, se comprometen a hacerlo  

unas calles tan sólo. Mi sobrina lleva una mano  

completamente libre; mi hermana dice  

que si es lo bastante mayor para caminar de ese modo, lo  

        es también  

para cargar con su violín. 

 

2 

 

Mi hijo me acusa  

de su infelicidad, pero no  

con palabras, sino con su forma  

de fijar los ojos en el suelo y recorrer  

lentamente el camino de entrada: sabe  

que lo miro. Por eso  

saluda al gato,  

para demostrarme que es capaz  

de expresar cariño.  

Mi padre utilizaba al perro  

para hacer lo mismo.  

Mi hijo y yo somos  

especialistas en silencios.  

La nieve barre el cielo;  

cambia de rumbo; cae  

primero en línea recta,  

oblicua luego. 

 

3 

 

Una cosa se aprende al crecer con mi hermana:  

que las reglas nada significan.  

Tarde o temprano, cualquier cosa que uno espere oír,  

     será dicha.  

Cualquier cosa: te quiero o no volveré a dirigirte la  

      palabra 

Todo se dice, a menudo en una misma noche. 

 

Luego uno se desliza, toma ventaja. Hay modos  

de obligar a alguien a mantener lo que ha dicho; cuando  

        utiliza la palabra promesa, por ejemplo.  

Pero se debe ser paciente, ser capaz de esperar, de escuchar.  

 

Mi sobrina sabe que con el tiempo y con inteligencia,  

       conseguirá lo que se proponga.  

No es una vida mala. Y ella posee esos dones,  

tiempo e inteligencia.                                      

 

ANIMALES  

 

Mi hermana y yo llegamos  

a la misma conclusión:  

el mejor modo  

de querernos era  

no pasar tiempo juntas.  

Parecía  

que atraíamos  

sobre todo a forasteros.  

Teníamos buenos vestidos, buenos  

modales en públicos. 

 

En privado, estábamos  

peleando siempre. Lo normal  

era que la mayor terminase  

sentada sobre la pequeña,  

pellizcándola.  

La pequeña  

mordía: en cuarenta años  

jamás aprendió  

la ventaja de no dejar  

Señales. 

 

Los padres  

tenían un credo: no creían  

en la violencia.  

La verdad era que, por razones diferentes,  

no sentían el impulso  

de infligir dolor. Debería herirse  

solamente algo a lo que se le pudiera dar  

el corazón entero. Ellos preferían  

los tribunales: la hija  

más errada podía escoger  

su castigo. 

 

Mi hermana y yo  

nunca nos aliamos,  

nunca nos enfrentamos a nuestros padres.  

Teníamos  

otras obsesiones: por ejemplo,  

sentir que las dos éramos  

demasiadas  

para sobrevivir. 

 

Éramos como animales  

que intentan compartir un prado seco.  

Un árbol, entre nosotras,  

lo bastante fuerte apenas para sustentar  

una sola vida.  

Nunca nos quitábamos  

los ojos de encima,  

ninguna ponía las manos  

en cualquier cosa que pudiera  

alimentar a su hermana.    

                                                                                           

SANTAS  

 

En nuestra familia hubo dos santas,  

mi tía y mi abuela.  

Pero sus vidas fueron diferentes.  

 

Mi abuela era tranquila, y lo fue hasta su fin.  

Era como alguien que camina sobre aguas apacibles;  

por alguna razón  

el mar era incapaz de hacerle daño.  

Cuando mi tía tomó la misma senda,  

las olas rompieron, la atacaron;  

así responden las Furias  

a una naturaleza verdaderamente espiritual.  

 

Mi abuela era cauta, conservadora:  

por eso se salvó del sufrimiento.  

Mi tía no se salvó de nada:  

cada vez que el mar se retira, se lleva un ser querido.  

 

Con todo, su experiencia del mar no será nunca  

algo maléfico. A su juicio, es lo que es:  

donde el mar toca tierra, la violencia es la norma.                                   

                                        

DALIA AMARILLA  

                                       

Mi hermana es como el sol, una dalia amarilla.  

Dagas de pelo dorado rodean su rostro.  

Ojos grises, rebosantes de espíritu.  

 

Me convertí en enemiga de una flor:  

ahora me avergüenzo.  

 

Teníamos que ser opuestas:  

una hermosa, como la luz del día.  

La otra negativa, diferente.  

 

Si hay dos cosas  

una debe ser mejor,  

¿no es cierto? Ahora sé  

que ambas lo pensábamos, si es que puede  

llamarse pensar a lo que hacen los niños.  

 

Miro a la hija de mi hermana,  

una criatura tan parecida a ella,  

y me avergüenzo: nada justifica  

el impulso de destruir  

una vida más pequeña y dependiente.  

 

Supongo que lo he sabido siempre.  

Por eso me hice daño  

a cambio:  

creí en la justicia.  

 

Éramos como el día y la noche,  

un acto de creación.  

No podría separar  

las dos mitades,  

a una niña de la otra.                                                                                       

 

PRIMOS 

 

Mi hijo es muy agraciado; su armonía es perfecta.  

No es competitivo, como la hija de mi hermana.  

 

Día y noche, ella no deja de entrenarse.  

Hoy, lanza bolas de goma contra el haya, 

las recoge, las vuelve a lanzar.  

Después de un rato, nadie la mira.  

Si fuera más fuerte, el árbol estaría pelado.  

 

Mi hijo no quiere jugar con ella, no quiere montar con  

     ella en bici.  

Ella lo acepta, está acostumbrada a jugar consigo misma.  

No se lo toma como algo personal:  

alguien que no juega es alguien a quien no le gusta  

     perder.  

 

No es que mi hijo sea un inepto, que no haga bien las  

     cosas.  

Le he visto correr en competiciones; lo hace  

     naturalmente, sin esfuerzo.  

Desde el principio, se coloca en cabeza.  

Y entonces para. Da la sensación de que ha nacido para  

     rechazar  

la soledad del vencedor.  

 

La hija de mi hermana no tiene ese problema.  

Puede muy bien ser la primera: ya estaba sola.  

 

PARAÍSO  

 

Me crié en un pueblo: ahora  

es casi una ciudad.  

La gente llega de la urbe, quiere  

algo más sencillo, algo  

mejor para sus hijos.  

Aire puro, un pequeño  

establo cerca.  

Todas las calles  

con nombres de novio o de muchachas.  

 

Nuestra casa era gris, el típico lugar  

que uno adquiere para sacar adelante a una familia.  

Mi madre aún vive allí, completamente sola.  

Cuando la soledad se le viene encima, ve la televisión.  

 

Las casas cada vez están más juntas.  

Los viejos árboles se mueren o son derribados.  

 

En cierto modo, también mi padre  

anda por allí; le hemos dado  

a una piedra su nombre.  

Ahora, sobre su cabeza, destella el césped,  

cuando la nieve se derrite, en marzo.  

Luego brotan las lilas, espesas, como racimos de uvas.  

Ellos decían siempre  

que yo era como mi padre; él también  

mostraba el mismo rechazo por las emociones.  

Ellas son las únicas personas emotivas:  

mi hermana y mi madre.  

 

Cada vez más a menudo,  

mi hermana viene al pueblo,  

quita las malas hierbas, cuida del jardín. Mi madre  

le cede el mando: ella es la única  

que se preocupa, la única que trabaja.  

Para ella, el campo es eso:  

el césped bien cortado, las flores de color en hileras.  

No sabe qué fue esto alguna vez.  

 

Pero yo sí. como Adán,  

soy la primogénita.  

Créeme, uno nunca se cura,  

nunca olvida el dolor en el costado,  

el lugar donde algo fue arrancado  

para hacer a otra persona                                                                                             

 

NIÑO QUE GRITA  

 

Ahora duermes,  

tus párpados tiemblan.  

¿De qué hijo mío  

cabría esperar  

un reposo tranquilo, una vida  

sólo por instante  

libre de recelo? 

 

La noche es fría;  

te has quitado las mantas.  

En cuanto a tus sueños, tus pensamientos... 

 

Jamás entenderé  

que una madre pretenda para sí  

el alma de su hijo. 

 

Muchas veces  

cometí ese error  

enamorada, creyendo  

que un sonido salvaje  

era el alma desnuda. 

 

Pero contigo no,  

ni cuando te abrazaba sin parar.  

Habías nacido, estabas lejos.  

 

Fueran lo que fueran,  

aquellos gritos venían y se iban  

te abrazase o no,  

estuviese allí o no. 

 

El alma es silenciosa.  

Si habla pese a todo,  

lo hace en sueños.                                   

 

NIEVE  

 

Finales de diciembre: mi padre y yo  

vamos a Nueva York, al circo.  

Él me lleva en sus hombros  

contra el viento cortante:  

trozos de papel blanco  

flotan sobre las vías  

del ferrocarril.  

 

A mi padre le gustaba  

quedarse así, de pie, cargar conmigo  

para no verme.  

Me recuerdo  

mirando fijamente hacia delante  

al mundo que mi padre veía.  

Estaba aprendiendo  

a absorber su vacío,  

la nieve espesa  

que no caía y se quedaba  

girando a nuestro alrededor.      

 

PARECIDO TERMINAL  

 

La última vez que vi a mi padre, ambos hicimos la  

     misma cosa.  

Él estaba de pie en la puerta del salón  

esperando que yo terminase de hablar por teléfono.  

Que no estuviera señalando su reloj  

era un signo de que quería conversar. 

 

Para nosotros, conversar era siempre lo mismo.  

Él decía unas cuantas palabras. Yo respondía con otras.  

Eso era todo. 

 

Fue a finales de agosto, hacía mucho calor, había mucha  

     humedad.  

Junto a la puerta de al lado, los albañiles vertían grava  

     nueva en el camino de la entrada. 

 

Mi padre y yo evitábamos quedarnos a solas;  

no sabíamos cómo conectar, cómo entablar una  

     conversación cualquiera.  

No parecía haber  

otras posibilidades.  

O sea, que aquello era especial: cuando un hombre se  

     muere,  

tiene un tema. 

 

Debía de ser muy pronto aún. Calle arriba y calle abajo  

los aspersores se iban encendiendo. La camioneta del  

     jardinero  

apareció al final de la manzana,  

luego se detuvo, aparcó. 

 

Mi padre quería contarme cómo era morirse.  

Me dijo que no sufría.  

Me dijo que se anticipaba al dolor, que lo esperaba, pero  

     que no llegaba nunca.  

Tan sólo sentía cierta debilidad.  

Le dije que me alegraba por él, que era un hombre con  

     suerte.   

 

Algunos maridos subían al coche, iban al trabajo.  

Gente que ya no conocíamos de nada, familias nuevas  

con hijos pequeños.  

Las mujeres, de pie en los escalones, gesticulaban  

     llamando a alguien.  

 

Nos dijimos adiós como de costumbre,  

sin abrazarnos, sin dramatizar.  

Cuando el taxi llegó, mis padres me miraron desde la  

     puerta de entrada,  

cogidos del brazo. Mi madre lanzaba besos, como  

     siempre,  

porque le da miedo que una mano no se use.  

Pero mi padre no se limitó a quedarse allí, de pie.  

Esta vez me dijo adiós con la mano. 

 

Y yo hice lo mismo, desde la puerta del taxi.  

Agité mi mano, como él, para disfrazar el temblor.                                                                                                   

 

LAMENTO  

 

De pronto, tras tu muerte, aquellos amigos  

que no se pusieron nunca de acuerdo en nada  

se ponen de acuerdo acerca de tu carácter.  

Son como una casa llena de cantantes  

ensayando la misma partitura:  

que fuiste justo, fuiste bondadoso, que viviste una vida  

     afortunada.  

No hay armonía, no hay contrapunto. Pero tampoco  

intérpretes:  

las lágrimas vertidas son verdaderas.  

 

Por suerte estás ya muerto; si no  

sentirías repugnancia.  

Pero una vez que ha pasado todo,  

cuando los invitados comienzan a salir en fila,  

     enjugándose los ojos  

porque, después de un día así,  

encerrado en la pura ortodoxia,  

el sol brilla de un modo asombroso  

aunque sea el final de la tarde, en septiembre;  

cuando el éxodo comienza,  

es cuando podrías sentir  

punzadas de envidia.  

 

Tus amigos, los vivos, se abrazan,  

murmuran un poco en la acera  

mientras el sol se apaga y la brisa vespertina  

arruga los chales de las mujeres.  

Y esto es, esto, el significado  

de una "una vida afortunada":  

existir en el presente.                                           

 

IMAGEN EN EL ESPEJO  

 

Esta noche me vi a mí misma en la ventana oscura  

como el vivo retrato de mi padre, cuya vida  

transcurrió igual,  

pensando en la muerte, excluyendo  

otros asuntos sensuales,  

de manera que al final fue fácil  

renunciar a esa vida, ya que  

no contenía nada: ni la voz  

de mi madre pudo hacerle   

cambiar o arrepentirse  

pues su credo era  

que si no se puede amar a otro ser humano  

no se tiene sitio en este mundo. 

 

NIÑOS VOLVIENDO DE LA ESCUELA  

 

El año en que empecé a ir a la escuela, mi hermana no  

     podía caminar largas distancias.  

Diariamente, mi madre la ataba al cochecito y después  

iban hasta la esquina.  

Así, cuando la clase acababa, podía verlas: veía a mi  

     madre  

imprecisa primero, poco después una figura con brazos.  

Yo caminaba muy lenta, haciéndome la independiente.  

Por eso mi hermana me envidiaba: ella no sabía  

que uno puede mentir con el rostro, con el cuerpo.  

 

No veía que las dos representábamos falsos papeles.  

Ella quería libertad. Mientras que yo seguía,  

     patéticamente,  

codiciando el cochecito. Así  

toda mi vida.  

 

Y así, algo dentro de mí se fue perdiendo: toda la espera,  

     todo el esfuerzo  

de mi madre por controlar a mi hermana, las llamadas,  

     los aspavientos...  

pues, en ese sentido, yo no tenía ya un hogar.               

 

AMAZONAS  

 

Finales de verano: los abetos dejan ver unos pocos  

     brotes verdes.  

Todo lo demás es dorado: así es como uno se percata del  

     fin de la estación creciente.  

Una simetría entre lo que muere y lo que está empezando   

      a florecer.   

 

Mi familia siempre ha sido muy sensible a esta época del  

     año.  

También nosotros estamos muriendo, todo el clan.  

Mi hermana y yo somos el final de algo.  

 

Ahora las ventanas se han oscurecido  

y la lluvia viene, densa y constante.  

 

En el comedor, los niños dibujan  

como hacíamos nosotras: cuando no podíamos ver  

dibujábamos.  

 

Puedo ver el fin: es el nombre el que se aleja.  

Cuando hayamos terminado con él, estará acabado, será  

     una lengua muerta.  

Una lengua muere porque no necesita ser hablada.  

 

Mi hermana y yo somos como amazonas,  

una tribu sin futuro.  

Miro a los niños dibujar: mi hijo, su hija.  

Nosotras usábamos tizas blandas; un material que se 

    extingue.                             

 

MÚSICA CELESTE  

 

Tengo una amiga que aún cree en el cielo.  

No es estúpida, pero a pesar de lo que sabe, habla  

        literalmente con dios,  

piensa que allá arriba alguien escucha.  

Aquí, sobre la tierra, su talento es extraordinario.  

Además, es valiente, capaz de plantar cara a lo  

        desagradable.  

 

Una vez encontramos una oruga muriéndose en el polvo,  

       con hormigas glotonas encima de ella.  

Siempre me ha enternecido la debilidad, el desastre,  

       siempre he ansiado oponerme a lo vivo.  

Pero tímida como soy, cierro pronto los ojos.  

Mi amiga, sin embargo, era capaz de mirar, dejar que los  

       sucesos se desarrollaran  

acordes con la naturaleza. Por consideración hacia mí,  

       intervino,  

retiró algunas hormigas de aquella cosa deshecha y la  

       depositó al otro lado de la calle.  

 

Mi amiga dice que cierro los ojos a dios, que nada sino  

        eso explica  

mi aversión a la realidad. Dice que soy como el niño que  

        sepulta su cabeza en la almohada  

para no ver, el niño que se dice:  

la luz causa tristeza.  

Mi amiga viene a ser la madre. Paciente, me incita  

a despertar, a ser adulta como ella, a tener coraje.  

 

En sueños, mi amiga me amonesta. Caminamos  

por la calle de siempre, sólo que es invierno;  

me dice que cuando se ama el mundo se escucha música  

       celeste:  

mira hacia arriba, dice. Pero cuando miro, nada.  

Sólo nubes, nieve, un blanco acontecer entre los árboles  

como novias brincando en las alturas. 

Entonces temo por ella; la veo  

apresada en una red arrojada en la tierra con alevosía. 

 

En el mundo real, nos sentamos  al borde del camino,  

       mirando la puesta de sol;  

de vez en cuando el grito de un ave perfora el silencio.  

Y es entonces cuando ambas tratamos de explicar  

por qué nos sentimos cómodas con la muerte, con la  

        soledad.  

Mi amiga dibuja un círculo en la tierra; dentro de él, la  

oruga no se mueve.  

Ella siempre intenta construir un todo, algo bello, una  

        imagen  

capaz de vivir por sí misma.  

Permanecemos serenas. Sentarse aquí da paz, sin decir  

       palabra, fija  

la composición, el camino que torna de repente oscuro,  

      el aire  

que refresca, aquí y allá, las rocas que brillan y relucen...  

Es esta quietud lo que ambas amamos.  

Amar la forma es  amar los finales. 

                                                                                                    

PRIMER RECUERDO 

 

Hace mucho tiempo, fui herida. Viví  

para vengarme  

de mi padre, no  

por lo que él fue  

sino por lo que fue de mí: desde el principio,  

desde niña, creí   

que el dolor quería decir  

que no me amaban.  

Que amaba, quería decir. 

 


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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”