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Edgar Allan Poe (1809 - 1849) |
¿Qué decir de ella?
¿Qué
decir de la torva conciencia,
ese espectro en mi camino?
-Camberlayne, Pharronida
Permitan
que, por el momento, me presente como William Wilson. La página inmaculada que
tengo ante mí no debe mancharse con mi verdadero nombre. Éste ya ha sido el
exagerado objeto del desprecio, horror y odio de mi estirpe. ¿Los vientos
indignados, no han esparcido su incomparable infamia por las regiones más
distantes del globo? ¡Oh, paria, el más abandonado de todos los parias! ¿No
estás definitivamente muerto para la tierra? ¿No estás muerto para sus honores,
para sus flores, para sus doradas ambiciones? Y una nube densa, lúgubre,
limitada, ¿no cuelga eternamente entre tus esperanzas y el cielo?
Aunque
pudiese, no quisiera registrar hoy, ni aquí, la narración de mis últimos años
de indecible desdicha y de crimen imperdonable. Esa época -esos años recientes-
llegaron repentinamente al colmo de la depravación cuyo origen es lo único que
en el presente me propongo señalar. Por lo general los hombres caen
gradualmente en la bajeza. En mi caso, en un sólo instante, toda virtud se
desprendió de mi cuerpo como si fuera un manto. De una maldad comparativamente
trivial pasé, con la zancada de un gigante, a enormidades peores que las de un
Heliogábalo. Acompáñenme en el relato de la oportunidad, del único
acontecimiento que provocó una maldad semejante. La muerte se acerca, y la
sombra que la precede ha ejercido un influjo tranquilizador sobre mi espíritu.
Al atravesar el valle de las penumbras, anhelo la comprensión -casi dije la
piedad- de mis semejantes. Desearía que creyeran que, en cierta medida, he sido
esclavo de circunstancias que exceden el control humano. Desearía que, en los
detalles que estoy por dar, buscaran algún pequeño oasis de fatalidad en un
erial de errores. Desearía que admitieran -y no pueden menos que hacerlo- que
aunque hayan existido tentaciones igualmente grandes, el hombre no ha sido
jamás así tentado y, sin duda, jamás así cayó. ¿Será por eso que nunca sufrió
de esta manera? En realidad, ¿no habré vivido en un sueño? ¿No me muero ahora
víctima del horror y del misterio de las más enloquecidas visiones sublunares?
Soy
descendiente de una estirpe cuya imaginación y temperamento fácilmente
excitable la destacó en todo momento; y desde la más tierna infancia di
muestras de haber heredado plenamente el carácter de la familia. A medida que
avanzaba en años, ese carácter se desarrolló con más fuerza y se convirtió por
muchos motivos en causa de grave preocupación para mis amigos, y de acusado
perjuicio para mí. Crecí con voluntad propia, entregado a los más extravagantes
caprichos, y víctima de las más incontrolables pasiones. Pobres de espíritu,
mentalmente débiles y asaltados por enfermedades constitucionales análogas a
las mías, mis padres poco pudieron hacer para contener las malas
predisposiciones que me distinguían. Algunos esfuerzos flojos y mal dirigidos
terminaron en un completo fracaso para ellos y, naturalmente, en un triunfo
total para mí. De allí en adelante mi voz fue ley en esa casa; y a una edad en
que pocos niños han abandonado los andadores, quedé a merced de mi propia
voluntad y me convertí, de hecho, si no de derecho, en dueño de mis actos.
Mis más
tempranos recuerdos de la vida escolar se relacionan con una casa isabelina,
amplia e irregular, en un pueblo de Inglaterra cubierto de niebla, donde se
alzaban innumerables árboles nudosos y gigantescos, y donde todas las casas
eran excesivamente antiguas. En verdad, esa vieja y venerable ciudad era un
lugar de ensueño, propicio para la paz del espíritu. En este mismo momento, en
mi fantasía, percibo el frío refrescante de sus avenidas profundamente
sombreadas, inhalo la fragancia de sus mil arbustos, y me vuelvo a estremecer
con indefinible deleite ante el sonido hueco y profundo de la campana de la
iglesia que quebraba, cada hora, con su hosco y repentino tañido, el silencio
de la melancólica atmósfera en la que el recamado campanario gótico se
engastaba y dormía.
Tal vez el
mayor placer que me es dado alcanzar hoy en día sea el demorarme en recuerdos
de la escuela y todo lo que con ella se relaciona. Empapado como estoy por la
desgracia -una desgracia, ¡ay! demasiado real- se me perdonará que busque
alivio, aunque leve y efímero, en la debilidad de algunos detalles por vagos
que sean. Esos detalles, triviales y hasta ridículos en sí mismos, asumen en mi
imaginación una extraña importancia por estar relacionados con una época y un
lugar en donde reconozco la presencia de las primeras ambiguas admoniciones del
destino que después me envolvieron tan completamente en su sombra. Permítanme,
entonces, que recuerde.
Ya he dicho
que la casa era antigua e irregular. Se erguía en un terreno extenso y un alto
y sólido muro de ladrillos, coronado por una capa de cemento y de vidrios
rotos, rodeaba la propiedad. Esta muralla, semejante a la de una prisión, era
el límite de nuestros dominios; lo que había más allá sólo lo veíamos tres
veces por semana: una vez los sábados a la tarde cuando, acompañados por dos
preceptores, se nos permitía realizar un breve paseo en grupo a través de
alguno de los campos vecinos; y dos veces durante el domingo, cuando
marchábamos de modo igualmente formal a los servicios matinales y vespertinos
de la iglesia del pueblo. El director de la escuela era también el pastor de la
iglesia. ¡Con qué profunda sorpresa y perplejidad lo contemplaba yo desde
nuestros bancos lejanos, cuando con paso solemne y lento subía al púlpito! Ese
hombre reverente, de semblante tan modestamente benigno, de vestiduras tan
brillosas y clericalmente ondulantes, de peluca minuciosamente empolvada,
rígida y enorme... ¿podía ser el mismo que poco antes, con rostro amargo y ropa
manchada de rapé, administraba, férula en mano, las leyes draconianas de la
escuela? ¡Oh, gigantesca Paradoja, demasiado monstruosa para tener solución!
En un ángulo
de la voluminosa pared rechinaba una puerta aun más voluminosa. Estaba
remachada y tachonada con tomillos de hierro y coronada con picas dentadas del
mismo metal. ¡Qué impresión de profundo temor inspiraba! Nunca se abría, salvo
para las tres salidas y regresos mencionados; por eso, en cada crujido de sus
enormes goznes encontrábamos la plenitud del misterio, un mando de asuntos para
solemnes comentarios o para aun más solemnes meditaciones.
El extenso
muro era de forma irregular, con abundantes recesos espaciosos. De éstos, tres
o cuatro de los más grandes constituían el campo de juegos. El piso estaba
nivelado y cubierto de grava fina y dura. Recuerdo bien que no tenía árboles,
ni bancos, ni nada parecido. Por supuesto que quedaba en la parte posterior de
la casa. En el frente había un pequeño cantero, plantado con boj y otros
arbustos; pero a través de esta sagrada división sólo pasábamos en contadas
ocasiones, como el día de llegada o el de partida del colegio o quizás, cuando
algún padre o amigo nos pasaba a buscar y nos íbamos alegremente a disfrutar de
la Navidad o de las vacaciones de verano a nuestras casas.
¡Pero la
casa! ¡Qué extraño era aquel viejo edificio! Y para mí, ¡qué palacio encantado!
Realmente sus recovecos eran infinitos, así como sus incomprensibles subdivisiones.
En cualquier momento resultaba difícil afirmar con seguridad en cuál de sus dos
pisos nos hallábamos.
Entre un
cuarto y otro siempre había tres o cuatro escalones que subían o bajaban.
Además, las alas laterales eran innumerables -inconcebibles- y volvían de tal
modo sobre sí mismas que nuestras ideas más exactas con respecto a la casa en
sí, no diferían demasiado de las que teníamos sobre el infinito. Durante los
cinco años de mi residencia, nunca pude cerciorarme con precisión de en qué
remoto lugar estaban situados los pequeños dormitorios que nos habían asignado
a mí y a otros dieciocho o veinte alumnos.
El aula era
el cuarto más grande de la casa -y desde mi punto de vista- el más grande del
mundo entero. Era muy largo, angosto y desconsoladoramente bajo, con
puntiagudas ventanas góticas y cielo raso de roble. En un ángulo remoto y
aterrorizante había un cerramiento cuadrado de unos ocho o diez pies, allí se
encontraba el sanctum donde rezaba "entre una clase y otra"
nuestro director, el reverendo doctor Bransby. Era una estructura sólida, de
puerta maciza, y antes de abrirla en ausencia del "dómine" hubiéramos
preferido morir por la peine forte et dure. En otros ángulos había dos
cerramientos similares sin duda mucho menos reverenciados, pero no por eso
menos motivo de terror. Uno de ellos era la cátedra del preceptor
"clásico", otro el correspondiente a "inglés y
matemáticas". Dispersos por el salón, entrecruzados en interminable
irregularidad, había innumerables bancos y pupitres, negros, viejos, carcomidos
por el tiempo, tapados por pilas de libros manoseados, y tan cubiertos de
iniciales, nombres completos, figuras grotescas y otros múltiples esfuerzos del
cortaplumas, que habían perdido lo poco que en lejanos días les quedaba de su
forma original. En un extremo del salón había un inmenso balde de agua, y en el
otro un reloj de formidables dimensiones.
Encerrado
entre las macizas paredes de esta venerable academia, pasé sin tedio ni
disgustos los años del tercer lustro de mi vida.
El fecundo
cerebro de la infancia no requiere que lo ocupen o diviertan los sucesos del
mundo exterior; y la monotonía aparentemente lúgubre de la escuela estaba
repleta de excitaciones más intensas que las que mi juventud obtuvo del lujo, o
mi edad madura del crimen. Sin embargo debo creer que mi primitivo desarrollo
mental ya salía de lo común... y hasta tenía mucho de outré. Por lo
general, los acontecimientos de la infancia no dejan un recuerdo definido en el
hombre maduro. Todo se parece a una sombra grisácea, -un recuerdo débil e
irregular- una evocación indistinta de pequeños placeres y fantasmagóricos
dolores. Pero en mi caso no es así. En la infancia debo haber sentido con la
energía de un hombre lo que ahora encuentro estampado en mi memoria con
imágenes tan vívidas, tan profundas y tan duraderas como los exergos de las
medallas cartaginesas.
Y sin
embargo -desde un punto de vista mundano- ¡qué poco había allí para recordar!
Despertar por la mañana, el llamado nocturno a acostarse, los estudios, los
recitados; las vacaciones periódicas y los paseos; el campo de juegos con sus
peleas, sus pasatiempos, sus intrigas... todo eso que por obra de un hechizo
mental totalmente olvidado después, llegaba a abarcar una multitud de
sensaciones, un mundo de ricos incidentes, un universo de variadas emociones,
de la más apasionada y entusiasta excitación. "¡Oh, le bon temps, que
ce siècle de fer!"
En verdad,
el ardor, el entusiasmo y mi naturaleza imperiosa pronto me destacaron de mis
condiscípulos y suave, pero naturalmente, fui ganando ascendiente sobre todos
los que no eran mucho mayores que yo; sobre todos... con una única excepción.
La excepción fue un alumno que sin ser pariente mío, llevaba mi mismo nombre y
apellido; una circunstancia poco destacable porque pese a mi ascendencia noble,
el mío era uno de. esos apellidos comunes que, desde tiempos inmemoriales,
parecen haber pasado a ser propiedad de la plebe. En este relato me he
denominado William Wilson, nombre ficticio, pero no muy distinto del verdadero.
Sólo mi tocayo, entre los que según la fraseología del colegio formaban nuestro
"grupo", se atrevía a competir conmigo en el estudio, -en los
deportes y rencillas del campo de juegos- negándose a creer ciegamente en mis
afirmaciones y a someterse a mis deseos... en una palabra, pretendía oponerse a
mi arbitraria dictadura. Si existe en la tierra un despotismo supremo e
ilimitado es el despotismo que ejerce en la juventud una mente superior sobre los
espíritus menos enérgicos de sus compañeros.
La rebeldía
de Wilson era para mí una fuente de la mayor perplejidad; tanto más cuando pese
a la bravuconería con que trataba en público tanto a él como a sus
pretensiones, secretamente le temía y no podía menos que pensar que la igualdad
que mantenía conmigo tan fácilmente era una prueba de su verdadera
superioridad; porque no ser superado me costaba una lucha permanente. Sin
embargo, esa superioridad -y aún esa igualdad- en realidad nadie más que yo la
reconocía; nuestros compañeros, por una inexplicable ceguera, ni siquiera
parecían sospecharla. Lo cierto es que su competencia, su resistencia y sobre
todo su impertinente y tozuda interferencia en mis propósitos, eran tan
dolorosas como poco evidentes. Era como si careciera tanto de la ambición que
estimula, como de la apasionada energía mental que me permitía destacarme.
Parecía que su rivalidad sólo se debía al caprichoso deseo de contradecirme,
asombrarme o mortificarme; aunque había momentos en que yo no podía menos que
observar, con una mezcla de asombro, humillación y resentimiento, que Wilson
mezclaba sus injurias, sus insultos o sus contradicciones con un muy
inapropiado y sin duda inoportuno modo afectuoso. Yo sólo podía concebir ese
singular comportamiento como el producto de una consumada suficiencia que
adoptaba el tono vulgar de la condescendencia y la protección.
Quizás fuera
este último rasgo en la conducta de Wilson, junto con nuestros nombres
idénticos y la simple coincidencia de haber ingresado el mismo día en la
escuela, lo que, entre los alumnos de los cursos superiores, dio pábulo a la
idea de que éramos hermanos. Porque los estudiantes mayores, por lo general, no
se informan en detalle de los asuntos de los menores. Ya he dicho, o debí decir,
que Wilson no estaba ni remotamente emparentado con mi familia. Pero con
seguridad, de haber sido hermanos, hubiéramos sido mellizos; porque después de
egresar de la escuela del doctor Bransby, me enteré por casualidad de que mi
tocayo había nacido el diecinueve de enero de 1813 y esta es una coincidencia
bastante notable, pues se trata precisamente del día de mi natalicio.
Tal vez
parezca extraño que, pese a la continua ansiedad que me causaban la rivalidad
de Wilson y su intolerable espíritu de contradicción, de alguna manera no podía
resolverme a odiarlo. Sin duda, casi todos los días manteníamos una discusión
en la que me cedía públicamente la palma de la victoria, aunque de alguna
manera me hacía sentir que era él quien la merecía; sin embargo, una sensación
de orgullo de mi parte, y una gran dignidad de la suya, nos mantenía siempre en
lo que se ha dado en llamar "buenas relaciones", mientras en muchos
aspectos nuestros temperamentos congeniaban, despertando en mí un sentimiento
que sólo nuestras respectivas posturas impedían que madurara en amistad. Me
resulta verdaderamente difícil definir y aun describir mis verdaderos
sentimientos hacia él. Eran una mezcla abigarrada y heterogénea; cierta
petulante animosidad, que no llegaba a ser odio, cierta estima, un respeto
mayor aun, mucho temor y un mundo de inquietante curiosidad. Para los
moralistas, será innecesario agregar, además, que Wilson y yo éramos compañeros
inseparables.
Sin duda
esta anómala relación que existía entre nosotros era lo que me llevaba a
atacarlo (y los ataques eran muchos, francos o encubiertos) por medio de la
burla o de las bromas pesadas (que duelen aunque parezcan una simple diversión)
en lugar de convertirse en una seria y decidida hostilidad. Pero mis esfuerzos
en ese sentido no siempre resultaban exitosos, aunque concibiera mis planes con
mucha astucia; porque el carácter de mi tocayo poseía esa modesta y silenciosa
austeridad del que, aunque goce de sus propias bromas afiladas, no posee en sí
mismo un talón de Aquiles y se niega totalmente a ser objeto de una burla. Sólo
pude encontrarle un punto vulnerable, debido a una peculiaridad de su persona y
ocasionado quizá por una enfermedad constitucional, que hubiese relegado a
cualquier otro antagonista menos exasperado que yo; mi rival tenía un defecto
en las cuerdas vocales que le impedía levantar la voz más allá de un susurro
apenas audible. Y yo no dejé de aprovechar las pobres ventajas que ese defecto
me proporcionaba.
Las
represalias de Wilson eran muchas; pero había una que me perturbaba más allá de
toda medida. Jamás pude saber cómo descubrió con tanta sagacidad que algo tan
insignificante me ofendería; pero una vez que lo supo, no dejó de asestármela.
Yo siempre había experimentado aversión por mi poco elegante apellido y ni
nombre de pila tan común que era casi plebeyo. Esos nombres eran veneno Para
mis oídos y cuando, el día de mi llegada, se presentó un segundo William Wilson
en la academia, me indigné con él por llevar tal nombre y me disgusté
doblemente con el apellido debido a que lo llevaba un extraño el cual sería
motivo de una doble repetición, que estaría constante en mi presencia y cuyas
actividades en la rutina del colegio, a causa de esa odiosa coincidencia,
muchas veces serían confundidas con las mías.
Este
sentimiento de vejación así engendrado fue creciendo con cada circunstancia que
tendiera a revelar un parecido moral o físico entre mi rival y yo. Entonces
todavía no había descubierto el hecho notable de que fuésemos de la misma edad,
pero noté que éramos de la misma estatura y percibí una singular semejanza en
nuestras facciones y aspecto físico. También me amargaba que entre los alumnos
de las clases superiores se rumoreara que éramos parientes. En una palabra,
nada podía molestarme más (aunque lo disimulara escrupulosamente) que cualquier
alusión a un parecido intelectual, personal o familiar entre nosotros. Pero en
realidad no tenía motivos para creer que (con excepción de un parentesco y en
el caso del mismo Wilson) que estas similitudes fueran comentadas u observadas
siquiera por nuestros compañeros. Me resultaba evidente que él las observaba en
todos sus aspectos y con tanta claridad como yo, pero que en tales
circunstancias hubiera sido capaz de descubrir tan fructífero campo de ataque,
sólo puede ser atribuible, como ya dije, a su extraordinaria perspicacia.
Su táctica
consistía en perfeccionar una imitación de mi persona, tanto en palabras como
en hechos, y Wilson desempeñaba admirablemente su papel. Mi forma de vestir era
fácil de copiar; se apropió sin dificultad de mi manera de caminar y de mis
actitudes, y a pesar de su defecto constitucional, ni siquiera mi voz escapó a
su imitación. Por supuesto que no intentaba imitar mis tonos más fuertes, pero
la tonalidad general de mi voz era idéntica; y su extraño susurro llegó a
convertirse en el eco mismo de mi voz.
No me
aventuraré a describir hasta dónde me exasperaba este minucioso retrato (porque
con justicia no podía tildarse de caricatura). Me quedaba un consuelo: por lo
visto era el único que notaba la imitación y sólo tenía que soportar las
sonrisas cómplices y misteriosamente sarcásticas de mi tocayo. Satisfecho de
haber provocado en mí el efecto esperado, parecía reír en secreto por el
aguijón que acababa de clavarme y desdeñaba el aplauso general que fácilmente
podría haber obtenido con sus astutas maniobras. Durante muchos meses fue un
enigma indescifrable para mí que la totalidad del colegio no advirtiera sus
designios, no percibiera sus intenciones, ni comprobara su cumplimiento, y
participara de su burla. Tal vez la gradación de su máscara la hizo menos
perceptible; o posiblemente debí mi seguridad a la maestría del imitador que
desdeñando la letra (que es todo lo que ven los obtusos en una pintura) sólo
ofrecía en pleno el espíritu del original para mi contemplación y tormento.
Ya he
hablado más de una vez del desagradable aire protector que Wilson asumía con
respecto a mí, y de sus frecuentes y oficiosas interferencias que se
interponían en mi voluntad. Esta interferencia muchas veces adoptaba la
desagradable forma de un consejo, consejo más insinuado que abiertamente
ofrecido. Yo lo recibía con una repugnancia que se fue acentuando con los años.
Y, sin embargo, en este día tan lejano, permítaseme el acto de justicia de
reconocer que no recuerdo ocasión alguna en la que las sugerencias de mi rival
me incitaran a los errores o tonterías tan habituales en esa edad inmadura e
inexperta: si no su talento o su sabiduría mundana. por lo menos su sentido
moral y su sensatez eran mucho más agudos que los míos; y hoy en día, yo
hubiera podido ser un hombre mejor, y por lo tanto más feliz, de haber
rechazado con menos frecuencia los consejos encerrados en esos susurros que en
ese momento odiaba cordialmente y despreciaba con amargura.
Como sea,
acabé por impacientarme en extremo ante esa desagradable supervisión y cada día
me sentía más agraviado por lo que consideraba su intolerable arrogancia. He
dicho ya que durante nuestros primeros años de relación como condiscípulos, mis
sentimientos hacia Wilson bien podrían haber madurado en una amistad; pero en
los últimos meses de mi residencia en la academia, aunque su impertinencia
hubiera disminuido, sin duda, en alguna medida, mis sentimientos se trocaron en
similar proporción; en odio más profundo. Creo que en una ocasión él lo
percibió, y desde entonces me evitó, o simuló evitarme.
Si mal no
recuerdo, en esa misma época tuvimos un violento altercado durante el que
Wilson perdió la calma hasta un punto mayor que otras veces, y habló y actuó
con una franqueza nada común en su carácter. En ese momento descubrí, o creí
descubrir en su tono, en su aire, y en su apariencia general, algo que al
principio me sorprendió y luego me interesó profundamente, trayendo a mi
recuerdo veladas visiones de mi primera infancia: vehementes, confusos y
tumultuosos recuerdos de un tiempo en que la memoria misma aún no había nacido.
Sólo logro describir la sensación que me oprimía diciendo que me resultó
difícil rechazar la convicción de haber estado vinculado en alguna época muy
lejana con ese ser que permanecía de pie ante mí... una vinculación en algún
punto infinitamente remoto del pasado. Sin embargo la ilusión se desvaneció con
la misma rapidez con que había llegado, y si la refiero es para precisar el día
en que mantuve la última conversación con mi extraño tocayo en la academia.
La enorme
casa vieja, con sus innumerables subdivisiones, tenía varios cuartos contiguos
de gran tamaño donde dormía la mayoría de los estudiantes. Como sucede
inevitablemente en un edificio tan mal proyectado, había asimismo una cantidad
de cuartos de menor tamaño, verdaderas sobras de la estructura, y que el
ingenio económico del doctor Bransby también había habilitado como dormitorios;
pese a que por su tamaño tan reducido no pudieran alojar más que a un sólo
individuo. Wilson ocupaba uno de esos cuartos pequeños.
Una noche,
hacia el final de mi quinto año en la escuela e inmediatamente después del
altercado que acabo de mencionar, cuando todos dormían, me levanté, y lámpara
en mano me interné por interminables pasillos angostos rumbo al dormitorio de
mi rival. Hacía mucho que planeaba hacerle una de esas perversas bromas
pesadas, hasta ese momento siempre infructuosas. Tenía intenciones de llevar a
cabo de inmediato mi plan, y decidí que Wilson percibiera toda su malicia Al
llegar a su cuarto, entré en silencio, y dejé afuera la lámpara cubierta con
una pantalla. Avancé un paso y escuché el sonido de su respiración tranquila.
Seguro de que dormía, volví a tomar la lámpara y me aproximé con ella a la
cama. Ésta se hallaba rodeada de pesadas cortinas; siguiendo con mi plan, las
aparté con lentitud y en silencio hasta que rayos de luz iluminaron de golpe al
durmiente, mientras mis ojos se clavaban en su cara. Lo miré, e
instantáneamente quedé petrificado, helado. Respiré con dificultad, me
temblaban las rodillas y mi espíritu era presa de un horror sin sentido, pero
intolerable. Jadeando, aproximé aún más la lámpara a su cara. ¿Eran esos...
ésos, los rasgos de William Wilson? Veía sin duda que eran los suyos, pero me
estremecía como presa de un ataque de fiebre al imaginar que no lo eran. ¿Qué
había en ellos para confundirme de tal manera? Lo miré fijo mientras mi cerebro
era presa de un torbellino de pensamientos incoherentes. No era esa su apariencia
-seguramente no era ésa- cuando estaba despierto. ¡El mismo nombre! ¡La misma
figura! ¡El mismo día de llegada a la academia! ¡Y después su obstinada e
insensata imitación de mi manera de caminar, mi voz, mis costumbres y
actitudes! ¿Estaría en verdad, dentro de los límites de las posibilidades
humanas que lo que ahora veía fuese meramente el resultado de su constante y
sarcástica imitación? Despavorido y cada vez más tembloroso apagué la lámpara,
salí en silencio del cuarto y abandoné en el acto los salones de esa vieja
academia a la que no regresaría jamás
Después de
pasar algunos meses holgazaneando en casa, me hallé convertido en un estudiante
de Eton. El breve intervalo transcurrido bastó para debilitar el recuerdo de
los acontecimientos ocurridos en la academia del doctor Bransby, o por lo menos
para modificar los sentimientos que esos recuerdos me inspiraban. La verdad -la
tragedia- del drama, ya no existían. Ahora podía dudar de la evidencia de mis
sentidos, y las pocas veces que recordaba el episodio me sorprendían los
extremos a que puede llegar la credulidad humana y sonreía ante la fuerza de la
imaginación que poseía por herencia. Dado el género de vida que empecé a llevar
en Eton era lógico que este escepticismo no decreciera. El vórtice de locura
irreflexiva en el que inmediata y temerariamente me sumergí, barrió con todo lo
que no fuera el pasado reciente ahogando de inmediato toda impresión sólida o
seria y dejando en mi recuerdo tan sólo las cosas más triviales de mi vida
anterior.
No deseo,
sin embargo, trazar aquí el curso de este miserable libertinaje, un libertinaje
que desafiaba las leyes y eludía la vigilancia de la institución.
Transcurrieron tres años de locura que no me dejaron ningún provecho, sino que
arraigaron en mí los vicios y, de manera insólita, aumentaron mi estatura
corporal. En ese tiempo, después de una semana de tonta disipación, invité a un
grupo de los estudiantes más disolutos a una orgía secreta en mis habitaciones.
Nos encontramos ya avanzada la noche, porque nuestra orgía debía prolongarse
fielmente hasta la mañana. Corría con libertad el vino, y no faltaban otras
seducciones tal vez más peligrosas; cuando el gris de la aurora apenas se
perfilaba en el este, nuestro extravagante delirio estaba en su punto más alto.
Excitado hasta la locura por las cartas y el alcohol, yo insistía en un brindis
especialmente blasfemo cuando de repente atrajo mi atención la puerta que se
entreabría con violencia, y la voz ansiosa de un criado. Decía que una persona
me reclamaba con desesperada urgencia en el vestíbulo.
Salvajemente
excitado por el vino, la inesperada interrupción me alegró en lugar de
sorprenderme. Salí tambaleante y en pocos pasos estuve en el vestíbulo del
edificio. En ese lugar, estrecho y bajo, no había lámpara, y sólo la pálida
claridad del amanecer se abría paso por la ventana semicircular. Al transponer
el umbral percibí la presencia de un joven casi de mi misma estatura, que
vestía una bata de casimir blanco, cortada al nuevo estilo, como la que llevaba
yo puesta en ese momento. La débil luz me permitió percibirlo, pero no alcancé
a distinguir los rasgos de su cara. Al verme entrar, vino presuroso a mi
encuentro y tomándome del brazo con un gesto de petulante impaciencia, me
murmuró al oído las palabras:
-¡William
Wilson!
Recuperé en
el acto la sobriedad.
En los
modales del desconocido, y en el temblor de su dedo suspenso entre mis ojos y
la luz, había algo que me llenó de indescriptible asombro; pero no fue eso lo
que me conmovió con mayor violencia. Fue la solemne admonición que contenían
aquellas palabras sibilantes pronunciadas en voz baja y singular; y por sobre
todo, fue el carácter, el tono, el sonido de esas sílabas escasas, simples y
familiares, pero susurradas, que llegaban a mí con mil turbulentos recuerdos de
días pasados, y que golpearon mi alma con el impacto de una batería galvánica.
Antes de que pudiera recobrar el uso de mis facultades, mi visitante había
desaparecido.
Aunque ese
acontecimiento tuvo un vívido efecto sobre mi imaginación, fue también un
efecto pasajero. Durante una semana me ocupé en hacer toda clase de
investigaciones o me dejé envolver en una nube de especulaciones morbosas. No
pretendí ocultar a mi percepción la identidad del singular individuo que con
tanta perseverancia se inmiscuía en mis asuntos y que me acosaba con sus
insinuados consejos. ¿Pero quién era y qué era ese Wilson? ¿De dónde venía?
¿Cuáles eran sus propósitos? Me resultó imposible encontrar una respuesta
satisfactoria a estas preguntas; sólo alcancé a averiguar que un repentino
accidente familiar lo obligó a abandonar la academia del doctor Bransby el
mismo día de mi huida. Pero poco tiempo después dejé de pensar en el asunto; mi
atención estaba completamente absorbida por el proyecto de ingresar en Oxford.
Hacia allí pronto me trasladé; mis padres, en su irreflexiva vanidad, me
proporcionaron un vestuario y una pensión anual que me permitirían disfrutar a
mi antojo del lujo, ya tan caro a mi corazón, y rivalizar en despilfarro con
los más altivos herederos de los más opulentos ducados de Gran Bretaña.
Excitado por
tantos medios para fomentar el vicio, mi temperamento se desbordó con renovado
ardor, y en la loca infatuación de mis francachelas mancillé las más
elementales normas de decencia. Pero sería absurdo detenerme en los detalles de
mis extravagancias. Baste decir que fui más despilfarrador que el mismo
Herodes, y que dando nombre a una multitud de nuevas locuras, agregué un
apéndice nada breve al largo catálogo de vicios entonces habituales en la más
disoluta universidad de Europa.
Sin embargo,
resultaba casi increíble que pese a haber caído tan bajo mancillando mi
condición de caballero, hubiera de llegar a familiarizarme con el vil arte del
jugador profesional y que, habiéndome convertido en adepto de esa ciencia
despreciable, la practicara con frecuencia, corno un medio de aumentar aún más
mis enormes rentas a expensas de mis compañeros más débiles de carácter. Sin
embargo, esa era la verdad. Y la misma enormidad de esta ofensa contra todos
los sentimientos varoniles y honorables demostraba, más allá de toda duda, la
principal ya que no la única razón de la impunidad con que la cometía. ¿Quién,
entre mis más desenfrenados camaradas, no hubiera preferido dudar del
testimonio de sus sentidos antes de sospechar culpable de semejante vileza al
alegre, al franco, al generoso William Wilson -el más noble y liberal compañero
de Oxford- ese cuyas locuras (según decían sus parásitos) eran sólo las locuras
de la juventud y de la fantasía, cuyos errores no eran más que caprichos
inimitables, cuyos vicios más negros eran sólo descuidadas y atrevidas
extravagancias?
Había estado
dos años exitosamente entregado a estas actividades cuando llegó a la
Universidad un joven noble, un parvenu de apellido Glendinning -tan rico
como Herodes Atico según los rumores- y cuyas riquezas también habían sido
fácilmente obtenidas. Pronto me di cuenta de que era un simple y, naturalmente,
lo consideré un sujeto adecuado para poner a prueba mis habilidades. Lo invité
a jugar con frecuencia y, con la habitual artimaña del tahúr, le permití ganar
sumas considerables para envolverlo más eficazmente en mis redes. Una vez
maduros mis planes, me encontré con él (decidido a que esa partida fuera la
última y decisiva) en las habitaciones de un compañero llamado Preston, amigo
por igual de ambos pero que, para hacerle justicia, no abrigaba la más remota
sospecha de mis intenciones. Para mayor disimulo, conseguí reunir un grupo de
ocho a diez personas y me las ingenié para que la propuesta de jugar a las
cartas pareciera accidental y la sugiriera la misma víctima. Para no prolongar
un tema tan vil, no omití ninguna de las acostumbradas y delicadas bajezas de
situaciones similares, hasta tal punto repetidas que sorprende que todavía
existan seres tan tontos que caigan en la trampa.
Dilatamos el
juego hasta altas horas de la noche y por fin llevé a cabo la maniobra gracias
a la cual Glendinning quedaba como mi único adversario. El juego también era mi
preferido: el écarté. El resto de los invitados, interesados por nuestra
partida, abandonó sus propias cartas y nos rodeó. El parvenú, a quien al
principio de la noche logré inducir a beber en abundancia, mezclaba las cartas,
las repartía y jugaba con una nerviosidad que su ebriedad sólo en parte podía explicar.
En poco rato se convirtió en mi deudor por una importante suma y entonces,
después de beber un gran trago de oporto, hizo lo que yo fríamente esperaba: me
propuso doblar nuestras ya extravagantes apuestas. Simulé una enorme renuencia
y recién cuando mis repetidas negativas le provocaron algunas réplicas
coléricas, que me acusaban de cobarde, acepté la propuesta. El resultado, por
supuesto, no hizo más que demostrar hasta qué punto había caído la presa en mis
redes: en menos de una hora, su deuda se cuadruplicó. Hacía rato que el
semblante de Glendinning perdía el tinte rubicundo provocado por el vino; pero
ahora, para mi sorpresa, percibí en él una palidez verdaderamente espantosa.
Aseguro que me sorprendió, porque en respuesta a mis ansiosas averiguaciones,
Glendinning me había sido presentado como inmensamente rico, y las sumas que ya
llevaba perdidas, aunque importantes en sí mismas, supuse que no podían
incomodarlo seriamente, y mucho menos afectarlo con tal violencia. Lo primero
que pensé era que estaba agobiado por el vino que acababa de beber; y más por
mantener mi reputación a los ojos de mis compañeros que por motivos menos
interesados, me disponía a exigir con tono perentorio la suspensión de la
partida, cuando algunas frases dichas a mi alrededor y la exclamación de total
desesperanza que profirió Glendinning, me dieron a entender que acababa de
provocar su ruina total en circunstancias que, al convertirlo en objeto de la
piedad general, deberían haberlo protegido hasta de los ataques de un espíritu
maligno.
Es difícil
saber cuál debía haber sido mi conducta en ese momento. La lamentable condición
de mi víctima creaba un clima de incómodo abatimiento en todos los presentes;
hubo algunos instantes de profundo silencio durante el que me ardieron las
mejillas ante las miradas abrasadoras de desprecio y de reproche que me
dirigían los menos viciosos del grupo. Confieso que el peso intolerable de mi
ansiedad se vio durante breves instantes aliviada por una repentina y
extraordinaria interrupción. Las pesadas puertas plegadizas de la habitación se
abrieron de par en par con un ímpetu tan vigoroso y arrollador que, como por
arte de magia, se extinguieron todas las velas del cuarto. Pero las llamas,
agonizantes, nos permitieron percibir la entrada de un desconocido, un hombre
aproximadamente de mi estatura, completamente envuelto en una capa. La
oscuridad era ahora total y sólo podíamos sentir que el desconocido estaba
entre nosotros. Antes de que nadie pudiera recobrarse de la sorpresa provocada
por entrada tan ruda e intempestiva, oímos la voz del intruso.
-Señores
-dijo en una voz baja y clara, en un susurro jamás olvidado que me estremeció
hasta la médula-. Señores, no me disculparé por mi comportamiento, porque al
conducirme de esta manera cumplo con un deber. Sin lugar a dudas, ustedes
ignoran la verdadera personalidad del que esta noche le ha ganado a lord
Glendinning una importante suma al écarté. Por lo tanto les señalaré una manera
expeditiva para obtener esta tan necesaria información. Por favor examinen con
cuidado el paño de su manga izquierda y los pequeños paquetes que encontrarán
en los espaciosos bolsillos de su bata bordada.
Mientras
hablaba, el silencio era tan profundo que se hubiera podido oír la caída de un
alfiler sobre el piso. Al terminar de hablar, salió tan abruptamente como había
llegado. ¿Puedo describir... describiré mis sensaciones? ¿Necesito decir que
experimenté todos los horrores del condenado? No tuve tiempo de reflexionar.
Varias manos me aferraron con rudeza, impidiéndome todo movimiento, y de
inmediato se volvieron a prender las luces. Enseguida me registraron. En el
forro de mi manga encontraron todas las cartas esenciales en el écarté, y en
los bolsillos de mi bata una serie de mazos de barajas idénticos a los que utilizábamos
en nuestras partidas, con la única excepción de que las mías eran lo que
técnicamente se denomina arrondées: los honores eran levemente convexos
en las puntas, las cartas más bajas, levemente convexas a los costados. De esta
manera, el incauto que corta el mazo a lo largo, según lo acostumbrado,
invariablemente proporciona un honor a su adversario, mientras el tahúr cortará
a lo ancho sin proporcionar a su víctima ninguna carta de importancia en el
juego.
Cualquier
explosión de indignación ante lo que acababan de descubrir me hubiera afectado
menos que el silencioso desprecio o la sarcástica compostura con que lo
recibieron.
-Señor
Wilson -dijo nuestro anfitrión, inclinándose para levantar del piso una lujosa
capa de pieles excepcionales- señor Wilson, esta capa es suya. (Hacía frío y al
salir de mi habitación me había echado la capa sobre los hombros quitándomela
luego al llegar a la escena del juego). Supongo que está de más buscar aquí
mayores pruebas de su habilidad -comentó, observando los pliegues de la capa
con amarga sonrisa-. Ya tenemos bastantes. Espero que comprenda la necesidad de
abandonar Oxford y, en todo caso, de salir inmediatamente de mis aposentos.
Envilecido,
humillado como estaba, es probable que hubiera respondido a tan exasperante
lenguaje con un arrebato de violencia si en ese momento mi atención no hubiese
sido atraída por un hecho sorprendente. La capa que me había puesto para la
reunión era de pieles extremadamente raras; tan poco comunes y
extravagantemente costosas que no me aventuraré a hablar de su precio. También
el modelo era de mi propia y fantástica invención; porque era exigente hasta la
fanfarronería en cuestiones de naturaleza tan frívola. Por eso, cuando el señor
Preston me alcanzó la que acababa de levantar del piso, cerca de las puertas
plegadizas de la habitación vi, con un asombro que se acercaba al terror, que
yo tenía mi propia capa colgando del brazo (donde distraídamente la había
colocado) y que la que él me entregaba era absolutamente idéntica en todos y
cada uno de sus detalles. Recordé que el extraño personaje que me
desenmascarara estaba envuelto en una capa al entrar y, aparte de mí, esa noche
ningún otro invitado llevaba capa. Con la poca presencia de ánimo que me
quedaba, tomé la que me ofrecía Preston, la coloqué con disimulo sobre la mía;
salí de la habitación con una resuelta expresión de desafío, y al alba de la
mañana siguiente inicié un viaje al continente sumido en un abismo de horror y
de vergüenza.
Huía en
vano. Mi maldito destino me persiguió exultante y me demostró, sin lugar a
dudas, que su misterioso dominio acababa de empezar. Apenas puse mis pies en
París tuve nuevas pruebas del odioso interés que Wilson demostraba en mis
asuntos. Volaron los años, sin que yo pudiera experimentar el menor alivio.
¡Miserable! ¡En Roma se interpuso entre mis ambiciones y yo con inoportuna y
espectral solicitud! También en Viena, en Berlín y en Moscú. ¿Dónde, en verdad,
no tuve amargos motivos para maldecirlo desde el fondo del corazón? Por fin
huí, presa de pánico, de esa inescrutable tiranía, como si se tratara de una
peste; y huí en vano hasta los mismos confines de la tierra.
Y una y otra
vez, en secreta comunión con mi espíritu, me preguntaba; "¿Quién es? ¿De
dónde viene? ¿Qué quiere?" Pero no encontré la respuesta. Entonces estudié
con minuciosidad las formas y los métodos y los rasgos dominantes de aquella
impertinente vigilancia. Pero aún en eso no había en qué basar una conjetura.
Era ciertamente notable que en ninguna de las múltiples instancias en que se
había cruzado últimamente en mi camino lo había hecho más que para frustrar
planes o malograr hechos que, de haberse cumplido, hubieran culminado en una
amarga maldad. ¡Pobre justificación es ésta, en verdad, para una autoridad tan
imperiosamente asumida! ¡Pobre compensación para los derechos de un libre
albedrío tan pertinaz e insultantemente negado!
También me
había visto obligado a notar que, durante un largo período, mi verdugo (que
escrupulosamente y con maravillosa destreza mantuvo su capricho de vestirse de
manera idéntica que yo) consiguió que, en la ejecución de sus variadas
interferencias a mi voluntad, nunca y en ningún momento pudiera ver sus
facciones. Quienquiera fuese Wilson, esto, al menos, era el colmo de la
afectación o de la locura. ¿Supuso por un instante que en quien me amonestó en
Eton, en quien malogró mi ambición en Roma, mi venganza en París, mi apasionado
amor en Nápoles o lo que falsamente definiera como mi avaricia en Egipto. que
en éste -mi archienemigo y genio maligno-, dejaría de reconocer al William
Wilson de mis días de escolar. al tocayo, al compañero, al rival, al odiado y
temido rival de la academia del doctor Bransby? ¡Imposible! Pero permitan que
me apresure a llegar a la última escena del drama.
Hasta allí
yo había sucumbido con indolencia a su imperioso dominio. El sentimiento de
profundo temor con que habitualmente contemplaba el elevado carácter, la
majestuosa sabiduría y la aparente ubicuidad y omnipotencia de Wilson, sumados
al terror que ciertos rasgos de su naturaleza, y las conjeturas que me
inspiraban, habían llevado a grabar en mí la idea de mi absoluta debilidad y
desamparo, y a sugerirme una implícita aunque amarga y renuente sumisión a su
arbitraria voluntad. Pero últimamente me había entregado por completo a la
bebida, y la terrible influencia que ésta ejercía sobre mi temperamento
hereditario me llevó a impacientarme cada vez más ante esa vigilancia. Empecé a
murmurar, a vacilar, a resistir. ¿Y fue sólo mi imaginación la que me indujo a
creer que con el aumento de mi propia firmeza, la de mi torturador sufriría una
proporcional disminución? Sea como fuere, empecé a sentirme inspirado por una
ardiente esperanza, que con el tiempo fomentó en mis más secretos pensamientos
la firme y desesperada resolución de no seguir tolerando esa esclavitud.
Fue en Roma,
durante el carnaval de 18..., que asistí a un baile de máscaras en el palazzo
del duque napolitano Di Broglio. Me dejé arrastrar con más libertad que de
costumbre por el exceso de bebida, y luego la atmósfera sofocante de los
salones atestados me irritó hasta un punto intolerable. Además, la dificultad
de abrirme paso entre la aglomeración de invitados contribuyó en gran medida a
aumentar mi malhumor; porque buscaba ansioso (permítanme no decir con qué
indigno motivo) a la joven, alegre y hermosa esposa del anciano y tambaleante
Di Broglio. Con inescrupulosa confianza ella me había confiado el secreto del
disfraz que luciría esa noche, y habiéndola vislumbrado a la distancia me
apresuraba a reunirme con ella. En ese momento sentí que una mano liviana se
apoyaba sobre mi hombro y volví a escuchar ese inolvidable, bajo y maldito
susurro junto a mi oído.
En un
absoluto frenesí de furia me volví de inmediato contra aquél que así me
interrumpía y lo aferré por el cuello con violencia. Tal como yo suponía,
vestía un disfraz similar al mío: capa española de terciopelo azul y cinturón
rojo del que pendía una espada. Una máscara de seda negra le cubría por
completo la cara.
-¡Miserable!
-grité con voz ronca por la furia que cada sílaba que pronunciaba parecía
atizar-. ¡Miserable! ¡Impostor! ¡Maldito villano! ¡No permitiré... no permitiré
que me persigas hasta la muerte! ¡Sígueme o te atravesaré aquí mismo con mi
espada!- Y me encaminé a una pequeña antecámara contigua, arrastrándolo conmigo
sin que se resistiera.
En cuanto
entramos, furioso, lo empujé para alejarlo de mí. Él trastabilló contra la
pared, mientras yo cerraba la puerta con un juramento y le ordenaba que
desenvainara su espada. Sólo vaciló un instante; después, con un pequeño
suspiro, desenvainó en silencio y se preparó para defenderse.
El duelo fue
breve. Frenético y presa de feroz excitación, yo sentía en mi brazo la energía
y el poder de una multitud. En pocos segundos lo acorralé contra la pared, y
allí, teniéndolo en mi poder, le hundí repetidas veces la espada en el pecho
con brutal ferocidad.
En aquel
instante, alguien movió el pestillo de la puerta. Evité presuroso una intrusión
y de inmediato regresé al lado de mi moribundo rival. ¿Pero qué lenguaje humano
puede transmitir adecuadamente esa sorpresa, ese horror que me poseyó frente al
espectáculo que tenía ante mi vista? El breve instante en que aparté la mirada
pareció ser suficiente para producir un cambio material en el arreglo de aquel
extremo lejano de la habitación. Un gran espejo -en mi confusión, al menos, eso
me pareció al principio-, se alzaba donde antes no había nada. Y cuando avancé
hacia él, en el colmo del espanto, cubierta de sangre y pálida la cara, mi
propia imagen vino tambaleándose hacia mí.
Eso me
pareció, digo, pero me equivocaba. Era mi antagonista, era Wilson quien se
erguía ante mí, agonizante. Su máscara y su capa yacían en el suelo, donde las
había arrojado. Cada hebra de su ropa, cada línea de los marcados y singulares
rasgos de su cara ¡eran idénticos a los míos!
Era Wilson.
Pero ya no se expresaba en susurros y hubiera podido imaginar que era yo mismo
el que hablaba cuando dijo:
-Has vencido
y me entrego. Pero a partir de ahora tú también estás muerto... muerto para el
mundo, para el cielo y para la esperanza. ¡En mí existías... y observa esta
imagen, que es la tuya, porque al matarme te has asesinado tú mismo!
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