Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Ensayo: Ecuador: país de la amable ternura de Armando Rojas Guardia

 

Armando Rojas Guardia (Venezuela, 1949 - 2020)

Ecuador: país de la amable ternura

 

Por: Armando Rojas Guardia

 

"Sin embargo, un incontrovertible dato existencial refulgía en aquella noche espiritual: el saberme apoyado y arropado por el amor de muchísima gente"

 

 

En vista de que he recuperado casi totalmente la salud, me animo a relatar lo ocurrido en Ecuador: sé que muchos amigos esperan al menos una sucinta narración que recoja los acontecimientos, acompañada de la reflexión que ella genera. Estoy en casa de Luisa Helena: mi convalecencia transcurre bajo la sombra protectora de esta amiga incomparable y de otras presencias fraternales que velan por mí y no me desamparan.

 

Llegué a Quito el lunes 15 de noviembre en horas del mediodía. Me esperaba en el aeropuerto el poeta y amigo Andrés Villalba. Como mi vuelo para Cuenca saldría a primera hora de la noche, decidimos hacer un recorrido por el casco histórico de la capital ecuatoriana y almorzar allí mismo antes de retornar al aeropuerto. Caminando por las estrechas calles del bellísimo centro de Quito empecé a sentirme físicamente muy mal. Hasta el extremo de que, cuando, guiado por Andrés, iba a conocer la célebre iglesia de La Compañía –la principal joya arquitectónica y escultórica de la ciudad- le dije a mi acompañante: -Andrés, no puedo dar un paso más. Busca el carro – que habíamos dejado aparcado en un estacionamiento - y pásame buscando. Andrés me decía: - Armando, no falta sino media cuadra para llegar a la iglesia. Yo le respondí: - De verdad no puedo caminar, estoy agotado y mareado. Anda a buscar el carro. - Y así fue: Andrés me dejó solo en la esquina más próxima y yo lo aguardé. Recuerdo que, parado en aquella esquina fumé dos cigarrillos: cada bocanada repercutía en mis pulmones y en centro de mi diafragma como un peso metálico que me asfixiaba.

 

Ya habíamos almorzado; de modo que nos dirigimos al aeropuerto, con mucho tiempo de antelación: el avión para Cuenca demoraría aún dos horas para despegar. Yo estaba ansioso de llegar a esa ciudad interiorana del Ecuador, que se había convertido en un hito emblemático dentro de mi vida: allí participé como invitado en el Festival de la Lira, allí murió mi queridísimo amigo y alumno el poeta Rubén Ackerman, allí conocí a verdaderos hermanos espirituales, no solo de Ecuador sino de otros países de la América hispánica y allí, exactamente al día siguiente de mi llegada, ahora, se presentaría un libro mío que los amigos de Cuenca tomaron la iniciativa de publicar: toda, absolutamente toda mi poesía reunida, la editada desde 1979 hasta el 2017. Mi entusiasmo, el que me provocaba la perspectiva de arribar a Cuenca, amortiguó el malestar corporal y casi lo disipó, prácticamente evaporándolo durante el tiempo transcurrido en el aeropuerto y dentro del avión. En el terminal me aguardaban Cristóbal Zapata, mi editor, el poeta, ensayista y crítico de arte que fue quien motorizó la publicación de mi poesía completa, y su encantadora esposa Sylvia, un ángel guardián para mí y para mi libro desde el mismo momento en que pisé las calles cuencanas.

 

Estaba muy cansado; así que preferí acostarme temprano en el hotel, sin cenar. Seguía sintiendo un vago pero generalizado malestar. Dormí con un sueño un poco atropellado e inquieto. Al día siguiente Cristóbal fue a buscarme al hotel, desayuné y llegó la hora de conocer y tratar a un personaje interesantísimo, presentado por Cristóbal: Galo Torres, poeta, crítico de cine, prestigioso profesor universitario. Pasé mucho tiempo conversando con él. Cristóbal había planificado la presentación de mi libro como un conversatorio público entre él mismo, Cristóbal, Galo Torres y yo. Galo leyó mi poesía en pdf mientras se imprimía y tenía una opinión ya configurada y precisa acerca de ella. Almorcé con él y pasó a recogerme al hotel en su carro para ir a la sede de la Dirección de Cultura de la Municipalidad de Cuenca, donde iba a bautizarse el libro. Fue un instante memorable: gran afluencia de público, el diálogo y las preguntas de Cristóbal y Galo, la participación de la gente con comentarios e inquietudes muy específicas, una atmósfera repleta de acogida y calidez, tanto más significativas cuanto se trataba de la obra de un escritor no ecuatoriano. Al final leí en voz alta tres poemas y no olvidaré nunca ese tipo de silencio expectante y denso que a veces rodea y arropa a un poeta cuando sus palabras tocan milagrosamente la última fibra del alma de quienes lo escuchan. Terminé enternecido y agradecido.

 

A las 6, 30 a.m. partió mi vuelo para Quito. El trayecto fue muy corto: apenas treinta y cinco minutos. Un error logístico, por el cual me pidieron después disculpas, impidió que alguien vinculado a la organización de la Feria del Libro me esperara en el aeropuerto. Así que tomé un taxi hasta el hotel Quito. Llegué a última hora de la mañana. Ni ese día, ni el siguiente, tenían programada participación alguna en actividades de la Feria. Agradecí interiormente esa ausencia de obligaciones y compromisos porque el malestar físico retornaba, invadiéndome por completo. Decidí permanecer en el hotel, a la espera de que los síntomas amainaran. Había elegido como lecturas acompañantes una selección de la correspondencia de Thomas Merton y la biografía de Ignacio de Loyola escrita por un jesuita suizo, Pierre Emonet. Durante las horas de la tarde y la noche traté de aplicarme en el estudio atento de esos textos (yo nunca leo simplemente, siempre estudio); pero me sentía tan mal que no tenía capacidad de concentración. Cada cigarrillo fumado era una cuchillada en mis pulmones. Jaqueca, taquicardia, insufrible disnea, mareo pertinaz, abrumadora sensación de debilidad: un coctel explosivo que me acoquinaba.

 

Al día siguiente me inundó la certeza de estar seriamente enfermo. Después del almuerzo le comuniqué a Antonio Correa, y a otros responsables de la organización de la Feria del Libro, la noticia de mi enfermedad. Todos fueron a visitarme a mi habitación y llamaron a un médico para que me atendiera. Este médico, tras auscultarme y examinarme, opinó que yo debía ir a una clínica: la sombra acechante de un infarto se proyectaba sobre mí. Yo al principio me opuse a la posibilidad de acudir a una institución hospitalaria: me parecía “anti-estético” estar hospitalizado fuera de mi país. Dije que asumía la responsabilidad total de mi negativa. Al quedarme solo en mi cuarto llamé a Luisa Helena y le describí mi situación: le informé acerca de mi opción taxativa de no ingresar como paciente en una clínica ni en un hospital. A los veinte minutos recibo por whassapts una llamada de Ana María Hurtado, médico y psiquiatra eminente, amiga y alumna, espléndida poeta y excepcional ensayista. Ella me dijo: - Armando es indispensable que aceptes ir a la Emergencia de una clínica. Creo que lo que te está sucediendo es el “mal de altura” (Quito está a 2.800 metros sobre el nivel del mar). Debemos evitar que el malestar se acreciente y se complique. Por favor, hazlo por mí: ve a una clínica. -  Yo le respondí: - Ana, tú sabes que te adoro. Yo me lanzaría a un precipicio si tú me lo pidieras. }

 

Llamé entonces a Andrés para notificarle la modificación de mi decisión. El se comunicó con los organizadores de la Feria y vino al hotel a acompañarme. Esperamos una hora y media la ambulancia que me llevaría al centro de salud. Yo estaba en el fondo tranquilo, a pesar del malestar aparatoso que me llenaba de profusas incomodidades corporales: me dominaba la convicción de estar en las manos de Dios. En los últimos años me he entrenado para aceptar y asumir el misterio sagrado de su voluntad y, aunque nunca acabo de lograrlo, ese adiestramiento constante ha redundado en un rotundo pozo de paz al fondo de mí mismo. Mientras la ambulancia atravesaba la ciudad yo recordaba el verso de ese gran poeta creyente que fue Thomas Eliot: “Tu voluntad es nuestra paz”.

 

Ingresé en la camilla en la Emergencia de la “Nueva Clínica Internacional”, una de las mejores de Quito, después de los trámites burocráticos de rigor. Me atendieron tres mujeres médicos: una de mediana edad, con acento cubano, otra un poco mayor que esta y la tercera muy joven. Me auscultaron, me tomaron la tensión, me practicaron varios exámenes, entre ellos un electrocardiograma, una radiografía de tórax y otro para detectar el nivel de los gases en mis arterias. Me inyectaron suero y dosis masivas de diuréticos (al final me colocaron una sonda porque orinaba cada dos minutos) y desde ese momento hasta el término de mi hospitalización tuve oxígeno permanente (me nebulizaban hasta seis veces al día).

 

A la una de la madrugada me trasladaron a una habitación. A esa alta hora de la noche estaban conmigo, junto a mí, Verónica Charvet, la encargada de la Producción de la Feria, y el vicepresidente de la Cámara del Libro.

 

A la mañana siguiente me llevaron a hacerme una tomografía. Y comenzó la aburrida y monótona rutina hospitalaria. Cada diez minutos entraba en mi habitación un médico, una enfermera o un enfermero para tomarme la presión, para inyectarme un medicamento líquido o para darme a tomar una pastilla. O simplemente para preguntarme cómo me encontraba, si necesitaba algo, si estaba cómodo y tranquilo. A las once fue a verme el encargado de mi caso, el internista Dr. Sánchez: examinó delante de mí, durante un rato largo, las radiografías y la tomografía. Me dijo que yo padecía una bronquitis crónica que la altura de Quito había transformado en un bronco-espasmo, aunado a una crisis hipertensiva mezclada con enorme retención de líquido. Sin embargo, satisfecho de la respuesta orgánica de mi cuerpo ante el desafío de la enfermedad.

 

Comencé, entonces, a recibir las visitas frecuentes de mis amigos ecuatorianos: no solamente la de Verónica y Antonio Correa sino, sobre todo, las de María Auxiliadora Balladares, una inteligentísima, bella y delicada mujer que es sin duda uno de los grandes descubrimientos de mi vida: poeta, magnífica prosista, gran crítica literaria y profesora en la importante Universidad de San Francisco: la comunión espiritual con ella representa una genuina dádiva del Espíritu (yo me esforzaré en lo que me resta de vida por merecerla); y también conté siempre con la compañía fraternal de Andrés Villalba (sus amigos cercanos lo llaman “Tush”), continuamente pendiente de mí, atento a lo que yo necesitara: su destreza para los asuntos prácticos me fue de mucha utilidad. Y, en general, me entregué a la oleada de dulzura que impregna el trato humano de los ecuatorianos. Ecuador es el país de la amable ternura. Los hombres, las mujeres y los niños de esa nación apelan constantemente a los diminutivos para dirigirse los unos a los otros (“Señor mío, mi señor, señorcito, alcánceme ese bracito para infiltrarle la venita”. Cuando toca llenar un formulario te dicen: “Ayúdeme con su nombre”). Esa ternura, herencia indígena, contrasta con la más bien hispánica aspereza que nos caracteriza a los venezolanos; no obstante, ella no es meliflua, edulcorada ni alambicada: los ecuatorianos son espontáneos, directos y saben ser incisivos cuando la circunstancia lo requiere.

 

Al tercer día de estar en la clínica, los gastos que implicaba mi hospitalización se evidenciaron exorbitantes. Por lo cual los organizadores de la Feria decidieron mi traslado a un hospital público. Yo me asusté: todo sabemos que en Venezuela los hospitales son un infierno y carecen de los insumos médicos elementales y básicos. Pero mis amigos, tanto en Quito como en Cuenca (a través de mi celular me mantenía comunicado con estos), me aseguraron que ese tipo de instituciones en Ecuador eran excelentes. El servicio y la atención eran inobjetables.

 

De manera que otra vez en ambulancia (como dije, tenía oxígeno permanente, las 24 horas del día) me llevaron al hospital. Allí compartí la habitación con un señor mayor, el señor Isidro, de 91 años. No había en ningún lugar del centro de salud servicio de Internet. Pasé toda la madrugada, la mañana y la tarde de los dos primeros días completamente solo y aislado. Mis ángeles tutelares ecuatorianos tenían sus respectivos compromisos laborales y sus obligaciones: no podían acompañarme de forma constante). Esa soledad fue una experiencia muy dura: estar en la cama de un hospital, en un país que no era el mío, donde conozco a poquísimas personas y nadie me conoce a mí representa una vivencia desgarrada, dolorosa. Me sostenía la fe, pero no podía pensar con claridad (yo, que soy un obsesivo del orden mental) y el espíritu de oración me había abandonado. Sin embargo, un incontrovertible dato existencial refulgía en aquella noche espiritual: el saberme apoyado y arropado por el amor de muchísima gente (en mi tablet leí los correos, los mensajes y las palabras de solidaridad de amigos, conocidos e incluso desconocidos que me hicieron llegar sus muestras de cariño, respeto y devoción por mí). Pensé, a la luz de ese afecto abrumador, que mi vida no había transcurrido en vano: ahora cosechaba el amor que sembré.

 

La mañana en la que me dieron de alta en el hospital ha sido uno de los episodios más dichosos de mi existencia. A mi edad y con mi crónica dolencia pulmonar creo que no volveré a pisar las calles de Quito. Pero me he traído a Caracas la joya interior de una experiencia, cuyos quilates merecen ser sopesados y valorados como una hermosa lección de vida.

 

Texto compartido por el autor el día 28 de noviembre de 2018

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”