Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Entrevista a Sergio Ramírez

Sergio Ramírez



a cargo de Carlos Gámez
(en Quimera 382)

«LA ESCRITURA ERA ADONDE YO PERTENECÍA. NO TUVE NUNCA QUE ESCOGER»

Con motivo de la concesión del reciente premio Carlos Fuentes en su segunda edición al escritor nicaragüense Sergio Ramírez (Masatepe, 1942) y la publicación de sus dos últimos libros: Juan de Juanes (La Pereza y Alfaguara México) y Sara (Alfaguara), hemos charlado con este narrador de largo aliento que ha publicado más de cuarenta libros a lo largo de su vida, entre novela, relato, ensayo, misceláneas y cuento infantil, de los que cabe destacar Margarita, está linda la mar (1998), Sombras nada más (2002) y Adiós muchachos (1999). Teniendo en cuenta su pasado como vicepresidente de Nicaragua tras el triunfo de la revolución sandinista, resulta evidente que cuestiones sobre la política, el poder y la literatura se entremezclan en esta charla.  

CG. Le acaban de dar el premio Carlos Fuentes en su segunda edición por toda su carrera literaria y, sobre ese tema, resulta curioso leer en su libro Juan de Juanes no solo la cercanía que tuvo usted con Fuentes, sino que incluso fue él quien le anunció la concesión de otro premio de mucho prestigio como fue el Alfaguara, y que consolidó su carrera literaria. ¿Qué ha significado Fuentes en su carrera?

SR. La verdad es que yo tengo con Fuentes una deuda literaria permanente que empieza mucho antes. Cuento también en el libro que mencionas cómo, en 1988, cuando Fuentes ganó el Premio Cervantes, precisamente en el día de la ceremonia de entrega, yo me encontré en El País con un artículo de una página entera suyo sobre mi novela Castigo divino, que acababa de publicar en España la editorial Mondadori. Fue un espaldarazo muy grande que me abrió las puertas de las traducciones porque los editores de Fuentes de otros países, de Inglaterra por ejemplo, que estaban presentes en la ceremonia del premio, me empezaron a traducir a raíz de ese artículo. Después está lo que mencionas: el Premio Alfaguara, donde él era el presidente del jurado. De manera que tuvimos una relación de muchos años y vino a desembocar tras su muerte en la concesión de este premio que lleva su nombre.

CG. Sí me pareció paradójico que fuera usted el galardonado de un premio que recuerda a una persona que estuvo tan cerca de usted, o del que usted estuvo tan cerca. Incluso por amistad.

SR. Eso es por la conjunción de los astros. Yo lo llamo así, porque en la concesión de este premio estuvo de por medio Mario Vargas Llosa, que había ganado la primera edición y, por lo tanto, era jurado también de este llamamiento; ya ves cómo se van dando todos estos elementos. Me propuso para el premio la Fundación García Márquez de Cartagena. En el jurado estaba Vargas Llosa. Y me lo conceden en el año del centenario del nacimiento de Julio Cortázar. Así que en este premio se juntan estos cuatro escritores que fueron fundamentales en mi vida de escritor.

CG. Ya que han salido esos nombres, usted se considera un autor del pos-Boom, y eso lo observo en sus novelas. Sin embargo, usted tiene una relación directa con algunos de los autores de Boom. Me gustaría preguntarle, ahora que se habla de la superación del Boom, ¿qué significó el Boom? ¿Qué significó esa estética para su literatura y para su formación como escritor?

SR. La verdad es que yo tuve un acercamiento muy grande. Yo estaba colocado inmediatamente detrás de ellos. El Boom no es concretamente una generación, porque Julio Cortázar era un hombre mucho mayor que el resto, se están cumpliendo cien años de su nacimiento. Pero hacían una conjunción por otras razones que todos nosotros conocemos. Yo me sentía muy próximo a ellos porque el quiebre que su literatura significó en América Latina era muy drástico para los que estábamos en ese tiempo en la adolescencia, empezando a escribir, y entonces surgieron caminos muy diversos, cada uno por su propio lado. De manera que en mi generación, que no se componía de muchos nombres, al menos los que yo puedo mencionar (Bryce Echenique o Manuel Puig), no hubo un choque con los escritores del Boom. No fue eso de que los hijos siempre quieren asesinar a los padres, sino que hubo un entendimiento. Yo siempre me sentí como un alumno frente a sus maestros, de los cuales tenía mucho que aprender.

CG. Y volviendo a la concesión del Premio Alfaguara, ¿qué significó para su carrera literaria, que ya entonces era larga, el libro Margarita, está linda la mar con el que a usted le conceden el premio?

SR. Se trató más que nada de un parto porque no hay que olvidar que yo venía del terreno político. Había estado comprometido con la política. Había abandonado la escritura por muchos años. Había escrito Castigo divino después de muchas vueltas, de dificultades en medio de la situación que vivía Nicaragua entonces. Y luego, cuando dejé el gobierno después de la derrota electoral de 1990, había escrito una novela, que fue la primera que me publicó Alfaguara y se llamaba Un baile de máscaras. Fue entonces cuando Juan Cruz me dijo: «Tenemos que hacer de ti un escritor». Eso quería decir que debía quitarme el barniz político frente a los ojos de los lectores. No porque no perteneciera a mi pasado, o a una tradición que yo aprecio y respeto, y es parte de mi vida; sino porque el político delante de la escritura no funciona editorialmente, y eso yo lo tenía muy claro. Entonces, fue con la concesión del Premio Alfaguara cuando tomó forma la idea de Juan: ahora éste es un escritor. Su visión política ha quedado atrás y el público tiene que verlo como un escritor. Me parece que eso fue clave para este cambio fundamental en la percepción que el público pudiera tener de mí.

CG. Querría ahondar en el papel del editor. En Juan de Juanes usted habla de esa obra como si fuera una especie de parto, como dice usted. Pero entonces ya tenía diez libros publicados. Me interesaría mucho esa relación que se conforma a partir del consejo de Juan Cruz, que usted relata en Juan de Juanes, porque además, como su propio nombre indica, ese libro es un homenaje a Juan Cruz. En este sentido, ¿cuál cree usted que es la importancia del editor para un escritor?  

SR. En la figura del editor hay dos papeles muy diferentes: el del editor anglosajón, que es un interventor en el manuscrito, y el del editor hispanoamericano o latino, que no interviene, porque pertenecemos a otro tipo de cultura. Y aquí hay que ver lo que comenta Juan en su libro, Egos revueltos: cómo el escritor hispanoamericano no tolera que manipulen su obra. El editor anglosajón dice: «Mira vamos a cambiar este capítulo de lugar, o vamos a suprimir todo este capítulo, este otro hay que reescribirlo, este libro no funciona». Un poco en el proceso, en el making-off de una película, en que todo se va juntando. Eso sucede mucho en Inglaterra y en Estados Unidos. Esta experiencia nosotros los hispanoamericanos no la tenemos. El editor hace sugerencias, da consejos, pero no interviene. Si el escritor quiere cambiar o no lo que se le comenta, es su propia decisión, incluso estas sugerencias muchas veces ni siquiera existen. El editor acepta o rechaza el libro. Pero no se pone a trabajar junto al escritor diciendo esto sí o esto no. Yo creo que esto no ocurre ni siquiera con los escritores más jóvenes.

CG. Sin embargo, en la actualidad, con Internet y los cambios que hoy hay, ahora existen autores que se autopublican ellos mismos y parece que la figura del editor se está perdiendo, y en su libro notaba que con Juan Cruz usted había forjado una amistad, y que a partir de esa amistad usted también había crecido como escritor.

SR. Efectivamente, hay que tomar en cuenta este papel de editor, porque en España y en América Latina ha habido grandes editores, entre ellos el propio Juan Cruz, Herralde, los editores que han creado escuela. Aquí el asunto se extiende un tanto más, porque yo recuerdo que cuando había publicado Margarita, está linda la mar, estuve con Juan y le hablé de la novela que yo estaba planeando escribir. Y entonces me dijo: «Por el momento yo quisiera que no publicáramos una novela tuya sino que ya llegó el momento de que escribas una memoria de la revolución. Eso le va a interesar al público». Es el editor el que está hablando. Porque el editor está pensando en lo que al público le va a interesar. Y me dijo: «Una memoria tuya personal, íntima de lo que viviste. ¿Por qué te metiste en la revolución? ¿Cómo la viviste? Los desengaños… Todo lo que ocurrió desde tu punto de vista. Si escribes ese libro. Me parece que eso sería lo mejor». Ese era un consejo que yo tomaba si me interesaba. Si yo no quería no aceptaba ese consejo, y él seguramente hubiera publicado mi siguiente novela. Pero me pareció un buen consejo. Era un consejo que valía la pena tomar en cuenta, porque de todas maneras, la revista Granta en Inglaterra me había pedido algo similar en el año 1990, recién pasada la derrota electoral, para que yo escribiera no un libro sino una crónica sobre esta experiencia. Yo escribí esa crónica. Ya se había publicado en Granta, en el mismo número donde apareció el escrito de Mario Vargas Llosa sobre su derrota electoral, en el mismo año de 1990, que es lo que dio pie a El pez en el agua (1993). Yo diría que este lejano antecedente de Granta y el comentario de Juan me empujaron a escribir Adiós muchachos, que es un libro que compuse enseguida. Yo sabía que tenía un libro allí, a la vista, que no tenía más que utilizar mis propios recuerdos sin necesidad de ir a buscar ninguna documentación sobre mi época en la vicepresidencia ni nada de eso, sino escribir lo que yo recordaba, lo que yo había vivido entonces. Y resultó un libro que quería ser un libro testimonial pero que fue escrito por un novelista, es decir, por los ganchos de un escritor de narraciones, no un libro documental que se pudiera haber publicado como algo aburrido o adocenado. Yo quería escribir un libro que el lector tomara como si fuera una novela.

CG. Su mención al libro Adiós muchachos me permite comentar un tema que me parece muy significativo. Usted siempre ha tenido una posición muy equidistante en el tema del poder. No ensalzó la revolución como escritor cuando estaba implicado en ella, y tampoco la defenestró cuando se salió de la política. Desde España siempre se le ha considerado a usted como un intelectual, un escritor que estuvo muy implicado en política pero llegado el momento la dejó y se dedicó en exclusiva a su carrera literaria. Sin embargo, me interesa mucho su perspectiva del análisis del poder. Esas experiencias suyas con el poder, que muestran que tiene muchas caras y es complejo, ¿le ayudaron a ser mejor escritor? ¿A observar la realidad que le rodeaba de otra forma?

SR. A la hora de entender el poder, porque viví el poder. Ejercí el poder yo mismo, sé lo que es ejercer, sé cuáles son las trampas, los ardides, cuál es la erótica del poder, aprendí a entender también lo que son las razones de estado. La razón de estado es algo muy útil para la literatura. Cuando un político toma una decisión, que habitualmente está convencido de que le conviene al estado, conviene a la razón política, no a la razón sentimental. Eso provoca una separación que solo en política existe, que el poder, la razón de estado está por encima de todo. Eso es una pena, uno de los malos aspectos que tiene el poder. Sin embargo, yo ejercí el poder, viví dentro de sus entrañas. Pero la verdad es que yo nunca fui ese animal político del que he oído hablar. El que ejerce el poder con esa frialdad, al que no le importa más que mantenerse en el poder, y lo sacrifica todo por las razones de estado. Yo no fui de ese tipo de personas. En 1996, cuando yo fui candidato a la presidencia por el Movimiento Renovador Sandinista (ya había dejado atrás mi pertenencia al Frente Sandinista), no alcancé mis objetivos, no saqué casi ningún voto y quedé lleno de deudas. Pero eso a ningún político lo arredra. Un político sabe que cae y se puede volver a levantar. Ese es su oficio en la vida, y ocurre. Yo no estaba preparado para eso, yo estaba preparado para la escritura. Y yo creo que esa derrota electoral fue un camino para regresar a la escritura, que era adonde yo verdaderamente pertenecía. No tuve nunca que escoger. 


* Carlos Gámez Pérez (Barcelona, 1969) es escritor y profesor. Ha publicado entre otras en las revistas SalonKritik, Presencia Humana y Specimens. Es autor de un diario sobre sus vivencias en las cárceles de Nicaragua titulado Managua seis (IEM, 2002). Ganó el IX Premio Cafè Món con la novela Artefactos (Sloper, 2012). Ha sido seleccionado para las antologías Emergencias. Doce cuentos iberoamericanos (Candaya, 2013) y Viaje One Way: Antología de narradores de Miami (Suburbano, 2014). En la actualidad trabaja en la Universidad de Miami, donde prepara un doctorado sobre las relaciones entre ciencia y literatura, tema que también toca en su bitácora personal, El blog de Carlos Gámez.

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”