Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Prosa: Cerrada está la casa de Ana María Velázquez

 

 

Ana María Velázquez (Caracas)

 

Ana María Velázquez

 

Cerrada está la casa


Perdimos la batalla, Pachacamac

No supimos defendernos

Cada uno trajo su propia oscuridad

 

Por eso decidí la fuga. Fuga, sí, porque a este afán de irme no puede llamarse exilio.

Costó tomar la decisión. Nos iremos juntos, eso dijimos, Abel y yo. Nos iremos a morir en otra parte, al amanecer o al sol del mediodía, donde el acecho de los tigres hambrientos no sea una realidad cotidiana.

¿De qué lado están los árboles? Si giro la cabeza hacia la izquierda, me parece que al abrir los ojos allí estarán, pero nunca están. Las ramas que veía antes a través de la ventana ya no están desde que murió mi madre. Mucho menos el gran árbol al lado de la puerta de entrada. Desde hace mucho no están los árboles en su lugar, giran en el aire con sus raíces arrancadas, como víctimas de un huracán. Entre vivos y muertos. Cada giro que dan me confunde más. Voltean sus ramas hacia un lado y otro como si aún quedara vida en ellos, pero yo sé que no, que la mitad ya está muerta.

No sé desde cuándo espero amanecer en otra tierra, no en esta a la que pertenezco por destino, no a estos árboles que no han cesado de girar ni un instante en mucho tiempo.

Llegan los momentos de cambio. Uno los siente por la fuerza de la brisa que mece las ramas y levanta los papeles del escritorio. Es mejor olvidar que un día una caminó estas calles y se detuvo a mirar las nubes que cubrían la montaña, a lo lejos, como esperando que fuera a llover y se estropearan tus zapatos nuevos o se volara tu falda y dejara al aire tus piernas. Es mejor olvidar que había sitios a los que deseabas ir de fiesta el fin de semana. Es mejor olvidar la cascada del parque o el Museo de la ciudad donde quedarán los cuadros de Reverón atrapados en esa luz clara y diáfana de Caracas. Es preferible dejar atrás este mundo que me perteneció alguna vez, es mejor olvidar todo y marcharse.

Nada se puede llevar una de una ciudad que ya no existe y que gira eternamente como los árboles arrancados de su sitio después de la tormenta.

Despedirse es excavar en tumbas olvidadas. Las fronteras están cerradas. Algunos pueden abrir puertas, otros, tendremos que conformarnos con el vuelo efímero de una gaviota para desaparecer un día, quizás flotando en las aguas del mar, a punto de caernos y ser alimento de los peces, de los delfines, de las ballenas, aunque se ha dicho que ni los delfines ni las ballenas comen carne humana.

Si no puedo salir del país por las fronteras, lo haré por la gran frontera acuática que es nuestro mar caribe. Mar de los indígenas, de los navegantes, de los corsarios, de los desesperados, de los vencidos. Somos los vencidos. Lo supe el mismo día en que sentí el aliento de los tigres pegado a mi espalda mientras yo corría por el callejón oscuro después de las clases en la universidad.

Nunca volteaba a mirarlos. Les temía. Además, la niebla impedía que viera sus fauces abiertas. Como una novia de la muerte corrí siempre en la oscuridad tratando de salvarme de la luz que, apenas saliera, me dejaría expuesta ante los enemigos. Esa fue la novia de Abel, la esposa que le tocó. Una mujer que corría hacia adelante huyendo siempre. Él lo sabía. Por eso dijo que sí, de inmediato, cuando le hablé de matrimonio y de la posibilidad de marcharnos. Nos iremos juntos.

Temer se convirtió en verbo en primera persona: yo temo, tú temes, nosotros tememos.

Recobrar el miedo que sienten los niños a la noche fue la única forma de salvarnos.

Algunos dirán que esto es mi testimonio. Una carta de despedida. Una forma de decir adiós de las muchas que cada noche sueño en el ahogo asmático de una madrugada que me obliga a levantarme a buscar el inhalador para dejar fluir el aire en mis pulmones.

Cada vez es más difícil, cada vez me falla más el aire. Cada vez es menor la ayuda. No quiero terminar mis días en esta ciudad fracturada por altos muros de silencio y desidia, donde dejamos de vernos unos a otros, donde no podamos más con nuestras distancias y desencuentros, donde el ahogo sea la medida de nuestras vidas y la remesa el signo del triunfo social. Presagio de nuestras futuras muertes en soledad, predichas de antemano por una gitana mestiza, ahondada y sucia, destino trágico que se escribe todos los días en el libro negro de los lamentos.

Un día un ave canta a destiempo en un paisaje gris, cuando ya sabemos que pronto seremos exiliados. Y todo el orden se rompe. Y ya nada vuelve a ser como antes, aunque nos pidan milagros, virgen de la milagrosa, virgen madre que intercedes ante tu Hijo, rey celestial, virgen gloriosa y misericordiosa que nunca nos desamparas. Amén.

Un día te das cuenta de que ya no quedan ni siquiera ancestros a quien velar porque a todos los han sacado de sus tumbas por falta de vigilancia en el cementerio. Las tumbas abiertas permanecen como bocas aullando por los cadáveres robados. Lejanas las velas, los cantos, las oraciones. Aquí ya no se vela a nadie. Hay una pandemia y no se puede con tantos cadáveres reventando de enfermedad. Solo nos queda escuchar el aullido de la tierra, de la madre tierra, que se queja todas las noches mientras tratamos de conciliar un sueño intranquilo, quebrado por el susurro en el oído que no sabemos de dónde vino en medio de la oscuridad.

En la fragilidad de los sueños, en lo que no tiene base ni sustento, fui perdiendo piso, fui perdiendo materia, fui perdiendo todo.

Ya no existe la casa ni la gente ni nadie que recuerde el pasado antes de la ruptura de fuentes de un país que comenzó a parir con dolor mucho antes siquiera de haberme parido a mí y a mi desconfianza. Perdidos estamos, Abel y yo, Adán y Eva, los primeros en sufrir el exilio, Caín y Abel, si fuéramos hermanos en la decepción, Caín, como quien cae cien veces por un abismo. Temerosos estamos de navegar el mar caribe y volver a caer entre las olas salvajes o en las mandíbulas de una ballena cancerosa y demente.

Cerrada está la casa. Cerrado el luto de mis vestidos. El negro de mis máscaras. Ya no existe lugar adónde volver. Ya no hay un lugar dónde sentirse segura.

Solo la loba anciana puede hablar con la verdad porque ha sido apartada a la fuerza de los suyos y mora en una montaña alta donde se puede ver su silueta en noches de luna llena:

«Márchate ya, vete descalza, bota la ropa, bota los libros».

Vuelve a hablar:

«De ahora en adelante tendrás un país de olvidos que no extrañarás ni aun viviendo en un nuevo caos, porque no habrá ningún lazo que te una a él. Benditos los que dejaron atrás a sus hijos solos y a sus padres sin enterrar. Benditos los que inyectaron y pusieron a dormir a sus mascotas antes de marcharse. Benditos los que pudieron cortar los lazos afectivos y no les tembló el pulso al comprar el pasaje. De ellos será el reino de los cielos. Tuyo el poder y la gloria por siempre, Señor».

Desciende la madre loba de su altura y nos señala que vamos al exilio más muertos que vivos, las fauces de las tierras abiertas, de todas las tierras a las que vayamos, esperando también por nosotros como las tumbas saqueadas de nuestros padres. Abel y yo nos inclinamos y pegamos la frente a la tierra. Aceptamos el designio de la loba. Es hora de partir.

  ©Ana María Velázquez

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”