Autor: José Emilio Pacheco
A Fernando Burgos
Padre, las cosas que habrá oído
en el confesionario y aquí en la sacristía... Usted es joven, es hombre. Le
será difícil entenderme. No sabe cuánto me apena quitarle tiempo con mis
problemas, pero ¿a quién si no a usted puedo confiarme? De verdad no sé cómo
empezar. Es pecado alegrarse del mal ajeno. Todos lo cometemos ¿no es cierto?
Fíjese usted cuando hay un accidente, un crimen, un incendio. Qué alegría
sienten los demás porque no fue para ellos al menos una entre tantas desgracias
de este mundo.
Usted no es de aquí, padre, no
conoció México cuando era una ciudad pequeña, preciosa, muy cómoda, no la
monstruosidad que padecemos ahora en 1971. Entonces nacíamos y moríamos en el
mismo sitio sin cambiarnos nunca de barrio. Éramos de San Rafael, de Santa
María, de la colonia Roma. Nada volverá a ser igual... Perdone, estoy
divagando. No tengo a nadie con quién hablar y cuando me suelto... Ay, padre,
qué vergüenza, si supiera, jamás me había atrevido a contarle esto a nadie, ni
a usted. Pero ya estoy aquí. Después me sentiré más tranquila.
Mire, Rosalba y yo nacimos en
edificios de la misma calle, con apenas tres meses de diferencia. Nuestras
madres eran muy amigas. Nos llevaban juntas a la Alameda y a Chapultepec. Juntas
nos enseñaron a hablar y a caminar. Desde que entramos en la escuela de
párvulos Rosalba fue la más linda, la más graciosa, la más inteligente. Le caía
bien a todos, era amable con todos.
En primaria y secundaria lo
mismo: la mejor alumna, la que portaba la bandera en las ceremonias, bailaba,
actuaba o recitaba en los festivales. "No me cuesta trabajo
estudiar", decía. "Me basta oír algo para aprendérmelo de
memoria."
Ay, padre, ¿por qué las cosas
están mal repartidas? ¿Por qué a Rosalba le tocó lo bueno y a mí lo malo? Fea,
gorda, bruta, antipática, grosera, díscola, malgeniosa. En fin... Ya se
imaginará lo que nos pasó al llegar a la preparatoria cuando pocas mujeres
alcanzaban esos niveles. Todos querían ser novios de Rosalba. A mí que me comieran
los perros: nadie se iba a fijar en la amiga fea de la muchacha guapa.
En un periodiquito estudiantil
publicaron: "Dicen las malas lenguas que Rosalba anda por todas partes con
Zenobia para que el contraste haga resplandecer aún más su belleza única, extraordinaria,
incomparable". Desde luego la nota no estaba firmada. Pero sé quién la
escribió. No lo perdono aunque haya pasado más de medio siglo y hoy sea muy
importante.
Qué injusticia ¿no cree? Nadie
escoge su cara. Si alguien nace fea por fuera la gente se las arregla para que
también se vaya haciendo horrible por dentro. A los quince años, padre, ya
estaba amargada. Odiaba a mi mejor amiga y no podía demostrarlo porque ella era
siempre buena, amable, cariñosa conmigo. Cuando me quejaba de mi aspecto me
decía: "Qué tonta eres. Cómo puedes creerte fea con esos ojos y esa
sonrisa tan bonita que tienes". Era sólo la juventud, sin duda. A esa edad
no hay quien no tenga su gracia.
Mi madre se había dado cuenta del
problema. Para consolarme hablaba de cuánto sufren las mujeres hermosas y qué
fácilmente se pierden. Yo quería estudiar derecho, ser abogada, aunque entonces
daba risa que una mujer anduviera en trabajos de hombre. Habíamos pasado juntas
toda la vida y no me animé a entrar en la universidad sin Rosalba.
Aún no terminábamos la
preparatoria cuando ella se casó con un muchacho bien que la había conocido en
una kermés. Se la llevó a vivir al Paseo de la Reforma en una casa elegantísima
que demolieron hace mucho tiempo. Desde luego me invitó a la boda pero no fui.
"Rosalba, ¿qué me pongo? Los invitados de tu esposo van a pensar que
llevaste a tu criada."
Tanta ilusión que tuve y desde
los dieciocho años me vi obligada a trabajar, primero en El Palacio de Hierro y
luego de secretaria en Hacienda y Crédito Público. Me quedé arrumbada en el
departamento donde nací, en las calles de Pino. Santa María perdió su esplendor
de comienzos de siglo y se vino abajo. Para entonces mi madre ya había muerto
en medio de sufrimientos terribles, mi padre estaba ciego por sus vicios de
juventud, mi hermano era un borracho que tocaba la guitarra, hacía canciones y
ambicionaba la gloria y la fortuna de Agustín Lara. Pobre de mi hermano: toda
la vida quiso hacerse digno de Rosalba y murió asesinado en un tugurio de
Nonoalco.
Pasamos mucho tiempo sin vernos.
Un día Rosalba llegó a la sección de ropa íntima, me saludó como si nada y me
presentó a su nuevo esposo, un extranjero que apenas entendía el español. Ay,
padre, aunque no lo crea, Rosalba estaba más linda y elegante que nunca, en
plenitud, como suele decirse. Me sentí tan mal que me hubiera gustado verla
caer muerta a mis pies. Y lo peor, lo más doloroso, era que ella, con toda su
fortuna y su hermosura, seguía tan amable, tan sencilla de trato como siempre.
Prometí visitarla en su nueva
casa de Las Lomas. No lo hice jamás. Por las noches rogaba a Dios no volver a
encontrármela. Me decía a mí misma: Rosalba nunca viene a El Palacio de Hierro,
compra su ropa en Estados Unidos, no tengo teléfono, no hay ninguna posibilidad
de que nos veamos de nuevo.
A esas alturas casi todas
nuestras amigas se habían alejado de Santa María. Las que seguían allí estaban
gordas, llenas de hijos, con maridos que les gritaban y les pegaban y se iban
dé juerga con mujeres de ésas. Para vivir en esa forma mejor no casarse. No me
casé aunque oportunidades no me faltaron. Por más amolados que estemos siempre
viene alguien a nuestra espalda recogiendo lo que tiramos a la basura.
Se fueron los años. Sería época
de Ávila Camacho o Alemán cuando una tarde en que esperaba el tranvía bajo la
lluvia la descubrí en su gran Cadillac, con chofer de uniforme y toda la cosa.
El automóvil se detuvo ante un semáforo. Rosalba me identificó entre la gente y
se ofreció a llevarme. Se había casado por cuarta o quinta vez, aunque parezca
increíble. A pesar de tanto tiempo, gracias a sus esmeros, seguía siendo la
misma: su cara fresca de muchacha, su cuerpo esbelto, sus ojos verdes, su pelo
castaño, sus dientes perfectos...
Me reclamó que no la buscara,
aunque ella me mandaba cada año tarjetas de Navidad. Me dijo que el próximo
domingo el chofer iría a recogerme para que cenáramos en su casa. Cuando
llegamos, por cortesía la invité a pasar. Y aceptó, padre, imagínese: aceptó.
Ya se figurará la pena que me dio mostrarle el departamento a ella que vivía
entre tantos lujos y comodidades. Aunque limpio y arreglado, aquello era el
mismo cuchitril que conoció Rosalba cuando andaba también de pobretona. Todo
tan viejo y miserable que por poco me suelto a llorar de rabia y de vergüenza.
Rosalba se entristeció. Nunca
antes había regresado al lugar de donde salió. Hicimos recuerdos de aquellas
épocas. De repente se puso a contarme qué infeliz se sentía. Por eso, padre, y
fíjese en quién se lo dice, no debemos sentir envidia: nadie se escapa, la vida
es igual de terrible con todos. La tragedia de Rosalba era no tener hijos. Los
hombres la ilusionaban un momento. En seguida, decepcionada, aceptaba a algún
otro de los muchos que la pretendían. Pobre Rosalba, nunca la dejaron en paz,
lo mismo en Santa María que en la preparatoria o en esos lugares tan ricos y
elegantes que conoció más tarde.
Se quedó poco tiempo. Iba a una
fiesta y tenía que arreglarse. El domingo se presentó el chofer. Estuvo toca y
toca el timbre. Lo espié por la ventana y no le abrí. Qué iba a hacer yo, la
fea, la gorda, la quedada, la solterona, la empleadilla, en ese ambiente de
riqueza. Para qué exponerme a ser comparada de nuevo con Rosalba. No seré nadie
pero tengo mi orgullo.
Ese encuentro se me grabó en el
alma. Si iba al cine o me sentaba a ver la televisión o a hojear revistas
siempre encontraba mujeres hermosas parecidas a Rosalba. Cuando en el trabajo
me tocaba atender a una muchacha que tuviera algún rasgo de ella, la trataba
mal, le inventaba dificultades, buscaba formas de humillarla delante de los
otros empleados para sentir: Me estoy vengando de Rosalba.
Usted me preguntará, padre, qué
me hizo Rosalba. Nada, lo que se llama nada. Eso era lo peor y lo que más furia
me daba. Insisto, padre: siempre fue buena y cariñosa conmigo. Pero me hundió,
me arruinó la vida, sólo por existir, por ser tan bella, tan inteligente, tan
rica, tan todo.
Yo sé lo que es estar en el
infierno, padre. Sin embargo no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se
pague. Aquella reunión en Santa María debe de haber sido en 1946. De modo que
esperé un cuarto de siglo. Y al fin hoy, padre, esta mañana la vi en la esquina
de Madero y Palma. Primero de lejos, después muy de cerca. No puede imaginarse,
padre: ese cuerpo maravilloso, esa cara, esas piernas, esos ojos, ese cabello,
se perdieron para siempre en un tonel de manteca, bolsas, manchas, arrugas,
papadas, várices, canas, maquillaje, colorete, rímel, dientes falsos, pestañas
postizas, lentes de fondo de botella.
Me apresuré a besarla y
abrazarla. Había acabado lo que nos separó. No importaba lo de antes. Ya nunca
más seríamos una la fea y otra la bonita. Ahora Rosalba y yo somos iguales.
Ahora la vejez nos ha hecho iguales.
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