Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Cuento: El único ojo de la noche de Alfredo Armas Alfonzo

 

Alfredo Armas Alfonso (Venezuela, 1921 - 1990)

 

El único ojo de la noche

de

Alfredo Armas Alfonzo

 

Cuando el humo empezó a borrar resquicios de puertas y rendijas de ventanas y, colgado de las cabuyeras como liviano murciélago blanco, se convirtió en pelusa áspera y picante como la de la malva, todo el mundo en el pueblo, en todas las casas de la larga calle del pueblo, pensó en Clelia Clelia. Todo el mundo pensó en el único ojo de la cara de Clelia Clelia y en el que tenía apagado, entre humores amarillos, bajo el áspero pelo de coleta sucia y suelta; la piel en el puro hueso, las uñas de tierra, las piernas de horqueta; toda ella un repugnante hedor a bicho muerto, y aquél, el ojo abierto a la luz, una ventana por la cual se colaba la rabia como un escamoso ciempiés de los negros.

Vivía pared por medio donde no podían vivir los vivos, a la precaria sombra de una enramada, junto a una camasa que era vaso, plato y necesidad, tres piedras entre un nido de cenizas y un perro que tenía una mancha de sarna en las costillas.

Cuando venía al pueblo Clelia Clelia siempre traía la lluvia a su espalda como una tierna rama de ceibo. Entonces la gente sabía que comenzaba el invierno y subían las crecientes y zumbaba la plaga. Pero esto sólo ocurrió en los primeros años, y fueron tantos y tan largos que se había perdido la memoria de la candela. Hasta que el impasible ojo de Clelia Clelia se fue poniendo azul y encarnado, como el costado de una culebra. Y el ojo se iba con su dueña, pero siempre quedaba algo de ella, algo así tan molesto como un mal recuerdo. Y entonces la gente temblaba porque el ojo hervía como el remolino de las quemazones del verano. También recordaban el ala de los zamuros, porque el tobillo de Clelia Clelia tenía esa forma y era negro de noche, y pesaba como el viento, con algo de presagio poderoso.

Por vivir como vivía, tan cerca de los muertos, en el pensamiento de las gentes Clelia Clelia siempre estaba asociada al silencio, a la tierra abierta que recogía la noche de las miradas o el silencio de la sangre, a la víscera enmohecida, al blanco cajón donde la vida era ojera y lasitud, mudez y desprendimiento. Después fue cuando dio la imagen de la candela.

Y era que todos los infortunios se juntaron en torno a aquella ventana a través de la cual no podía oír Clelia Clelia lo que decían y mucho menos mirar lo que se avecinaba.

Clelia Clelia había venido con los voraces gusanos del maíz, con los calientes arreboles que atrasaban las lluvias, con las hambrientas mariposas que pudrían la flor del algodón. Fueron esos los tiempos en que la raíz del frijol se llenaba de un pus hediondo, en que en la tierra crecía el carbón como una muerte y una brisa que era polvo levantaba oscuras cuevas en el cielo.

Decir que todas esas cosas habían venido con ella tal vez sea injusto. Las cosas malas llegan solas. Y ninguna soledad más mal venida que aquella que se esponjaba como un sapo chinagua en el pecho de Clelia Clelia; y sin embargo, si se lo hubiesen preguntado – y nadie se lo preguntó nunca – quizás Clelia Clelia se habría manifestado satisfecha de su veracidad.

Pese a todo, fue aquélla la tarde en que los alcaravanes pasaron por el camino del río con el grito de La Sayona entre las uñas. La tarde en que la pavita estuvo cantando en la pared de la iglesia. La tarde en que las lechuzas estuvieron cortando las mortajas con sus picos de tijera. La tarde de los zorros, de la piscuas, de los malos ruidos del monte.

Exactamente esta historia de presagios comenzó cuando trajeron a enterrar al pueblo el cadáver de una mujer. Eran cuatro campesinos los cargadores. Y la muerta y la otra. Porque Clelia Clelia venía en la procesión. La caja era demasiado pequeña y la muerta no cabía en ella porque la fiebre le había calentado los huesos. El pelo lo tenía suelto y le colgaba como un trapo mojado. Se le veían las manos como se le veía la raíz a las matas de frijol, de puro carbón. Los pies también le colgaban, entre el pellejo color de agua. Los hombres explicaron que habían tenido que partirle las piernas para llenar la urna. Parecía que en lugar de venir, la mujer iba de regreso.  

Oscureciendo ya la metieron en la iglesia para que el alma en pena encontrara en dónde agarrarse, y para que se quedara allí, como una vela prendida, al pie del altar. Y no hubo la luz entonces porque nadie se atrevió a destaparle la cara a la difunta. Y todo el mundo en el pueblo se quedó sin mirarle la cara a la madre de la otra. Las campanas doblaban entretanto. Pero las gentes no salieron de sus casas, como era la costumbre. Y si se fijaron en Clelia Clelia fue por el ojo en blanco y el otro que lo tenía hondo de sufrimiento.

Después la tierra fue cubriendo los pies que iban de regreso. El llanto de Clelia Clelia entre las cruces. Pesadas fueron cayendo las paletadas. Lo primero en borrarse fue una mano. Y entonces Clelia Clelia supo que se había quedado sola. Otro poco de tierra ocultó la boca. Y Clelia Clelia se quedó sin palabras. Dos, tres, cuatro, cinco, y Clelia Clelia sintió derrumbarse su corazón. Lo último en desaparecer fue el vientre, abombado como el tronco de la ceiba. Y entre las lágrimas Clelia Clelia sintió que se quedaba sin dulzura. Más tierra, una cruz de palo encima, y Clelia Clelia enfrentó su ojo al abandono. Desde entonces, aunque el pensamiento de la gente no pueda precisarlo, aquella cuenca purulenta adquirió la fuerza de la fatalidad.

Ahora Clelia Clelia estaba aquí otra vez, y la gente la ve llegar a sus puertas con miedo supersticioso, con repugnancia. La mano seca se estira en un zaguán donde tienta el olor del frito. Pero al zaguán no se asoma nadie. La agria luz del ojo de Clelia Clelia se enciende.  

El hambre de Clelia Clelia no se expresaba con palabras sino con movimientos desesperados de los labios – algo así como la imploración de una corteza -, igual ahora que ayer, cuando trajeron a enterrar a la otra; un ruego que implicaba temor, miedo y humildad como en los perros callejeros en idéntica situación de hambre y desamparo.

Insiste ahora en la puerta de la bodega. Y Gato Amarillo la amenaza con el cuchillo de picar papelón, y encima de eso le grita palabras sucias. Clelia Clelia hunde la cabeza en los hombros y se lleva su hambre insatisfecha, pero su único ojo restalla como la lengua de la coral.    

Ahora está ante otra puerta, la de la iglesia. Pero esta no se le abre. Y ante la otra, llena también de indiferencia. Las manos de Clelia Clelia no conmueven a la gente.

Clelia Clelia coge entonces el camino del cementerio. Los muchachos corren detrás de ella y la llaman come muerto, y come carne de muerto, y chupa hueso de muerto. Ella no se vuelve, pero entonces no lleva la lluvia en la espalda, ni la candela en la cabeza, ni el presagio en el ojo. Lo que lleva encima Clelia Clelia es el desprecio de las gentes. Y el mal corazón de las gentes pesa tanto como el rostro de un cadáver.

 Tanto como el mundo entero junto, con sus aguas crecidas, con sus matas secas y horas, con la tierra hinchada como la de los batatales pero de ceguera. Tanto como todo el cielo junto, sin santos, sin ángeles y sin estrellas.

Así pasó el último invierno que recuerda la gente. Y así vino el verano, los cuatro años de verano, los cuatro años de puro verano. Hasta esa noche en que el humo borró resquicios de puertas y ventanas y se agarró a las cabuyeras como un murciélago blanco. Hasta este momentos en que todos en el pueblo piensan en Clelia Clelia y en salvarse.

Porque la gente ahora pensaba en Clelia Clelia pero se olvidaba de los cuatro veranos y se olvidaba de la candela. La candela siempre rondaba los patios con la misma tenacidad con que los mochuelos avizoraban las casas donde se encendía de noche la luz de los candiles. Era la mala brasa de los conucos, la chispa que se escapaban de los cabos de tabaco. Pero ahora la gente no hablaba de rozas ni de siembras. Iban cuatro veranos con éste y Clelia Clelia tenía un ojo demasiado importante. Por eso fue que pasó lo que pasó.

En los años anteriores y por esta misma época de verano la candela se acercaba al pueblo con su violencia crepitante. La gente se prevenía y así siempre tenía llenos los bongos, las latas y los barriles. Y siempre tenía prestas las manos y los oídos. Y siempre tenía al alcance la campana de la iglesia con su badajo de bronce enmohecido. Ahora el ojo de Clelia Clelia domina todos los pensamientos.

Pero todavía no se ha dicho que el pueblo está compuesto de ranchos de paja y dos casas de tejas: la iglesia y la bodega. Aunque decir esto presupone una realidad, y la actual es otra. Nada de esto queda y apenas si se ha salvado el nombre del río, una referencia geográfica para cuando alguien tenga que contar la historia, como ahora mismo está ocurriendo. El nombre del río lo dejaron allí entre las piedras, como un recuerdo, los indios, los padres o los abuelos de ayer o los padres y los abuelos de más allá de ayer de éstos, que tampoco pertenecen a un tiempo presente porque esta historia es vieja y es ahora la primera vez que se cuenta. Entre las piedras, o mejor dicho entre la saliva y la sangre, quedaron otros sonidos: los apellidos de ayer, que eran alegres como unas paraulatas. Y así se llamaba Parababire, Tonito, Tachinamo, Cacharuco, Chanchamire, Guarirapa, Cumache, Chaurán, Characo. También quedaron los cascotes de tejas y el valle abierto como la mano de Dios donde estuvo el pueblo. Hoy uno camina por el cerro y ve allá abajo el valle verde como la mirada de Dios y una que otra piedra tiznada. También ve el río hinchado como una vena, entre guamos, currucayes y guanasnales.

Ahora está aquí, insalvable, la presencia del ojo de Clelia Clelia. Todos estaban durmiendo, pero lo encontraron a través del humo.

La primera casa en volverse blanca fue la de los Tonitos que eran cinco hermanos y una casa en piernas, en el centro de la cual, como en un rito que acostumbrara la solidaridad, vivían todos, y un fogón que nunca se apagaba. Pero el aire encalado no era del fogón ni provenía de las cenizas. Y los Tonitos se dieron cuenta de ello cuando el aire se puso caliente y les agarró la garganta con el hocico áspero de la culebra. Entonces el pánico los sacó de los moriches y se encontraron con que la casa tenía una pared de candela.

La segunda casa era la de las Chanchamire, tres mujeres solas y una lora vieja. Una rama de clemón crecía sobre el techo y por allí, una veces dando saltos de hoja en hoja, y otras arañando el tronco como un tuqueque, había llegado el humo y la lengüetada. Las Chanchamire se dieron cuenta cuando a la lora vieja se le torció el pico.

La tercera casa era de los Parababire, una mujer con el vientre seca y un hombre de mal genio porque ni la tierra ni la mujer le proporcionaban alegría. Estos ni se percataron del asunto porque siempre dormían de espaldas a la puerta.

Y entonces estaba la iglesia, con un techo de tejas negras de tanta vela y de tanto oscurecer, y sobre una mesa desvencijada a la que se le habían caído los clavos, el santo patrono, con viejo sombrero de cogollo sobre la cabeza, los ojos vacíos, y un hueco entre las piernas de palo bajo el camisón roído, donde se refugiaban los otros murciélagos de hocico pegajoso. Apenas le quedaban cuatro dedos y carecía además de potencia, niño y vara: un santo sumamente pobre e indiferente. Era una iglesia que ya no cobijaba fe, y desapareció cuando el fuego se llevó los únicos cuatro dedos del santo, después de ascender por el trozo de mecate que colgaba del badajo, quemándoles la boca a la campana. Y san Antonio, que conocía toda la verdad de Clelia Clelia pero tampoco pudo decirla, quedó sin saber que el cielo de su parroquia era todo luminoso.

Y enfrente, o no propiamente enfrente sino diagonalmente, la otra casa de tejas, la de la bodega y la del bodeguero, con media ristra de ajos, un tercio de casabe y un rollo de tabaco de mascar en la armadura. Por la puerta, la mirada iba hasta el patio y hasta la gallina piroca y el pataruco que se hacían el amor entre las matas con rutinaria familiaridad. Y por la puerta, escurridiza como era, se coló la candela. Cuando Gato Amarillo abrió los ojos, ya la brasa le había llenado la armadura con su resplandor y le había ennegrecido la cresta al pataruco.

Lo que no se había dicho era que el valle era un viejo potrero, y que todos los fondos daban a la sabana. Tampoco se había dicho que el viento tocaba los carrizos y entonces todo el pueblo se llenaba de silbidos. Y ahí era cuando las Chanchamire se ponían a decir que el Ánima Sola no se quejara de una puntada en el pecho.

Y la otra casa, la de Guarirapa, un indio que era pura costilla y un burro negro. Y la siguiente, la de los Cacharuco, una mujer de sorongo y siete hijos grandes todos. Y la que venía, que estaba abandonada y se le había caído el techo, por lo que fue fácil a la candela aposentarse en la sala.  

Nadie pudo precisar entonces dónde, en qué retorcida macolla, comenzó a retoñar la larga y viva hoja encarnada de la llamarada, la caliente escama de la coral, el insensible ojo de gavilán. Nadie. Y a la hora del murciélago blanco, menos. Pero Clelia Clelia sí lo sabía, porque ella lo vio nacer en sus propias manos, y crecer y subir y rodear al pueblo, hasta el momento en que la gente corrió y se tropezó con ella. Hasta el momento en que gritó y se tropezó con el humo. Y como anillos, se le enredó en los brazos. Y como vidrio, se les metió en las uñas de los pies. Como ladrillos de zorro. Como picada de avispa.

Menos mal, y esto vinieron a comprender esa noche, que el río estaba cerca como un perro echado, esperando que amanecieran para seguir su camino hasta el mar, poderoso entre ramas y juncos, troncos y raíces, fresco como la sombra, suave como toda humedad. Y gracias que a uno de los Cacharuco se le ocurrió olvidarse de Clelia Clelia por un momento para pensar en el río y salvarse. Y así fueron tras el grito del hombre, la gente pudo encontrar en la noche el camino del agua y allí, en grupo convulso, el de la vida.  

Entonces fue cuando pudieron recuperar la mirada y vieron que la candela estaba habitando sus casas. Entonces fue cuando vieron que la candela caminaba como el Ánima Sola, silbando y quejándose, hacia el cerro donde estaba el cementerio, hacia la morada de la madre de Clelia Clelia. Hacia el único ojo de Clelia Clelia y su boca muda e impotente. Hacia la candela que era el único ojo de la noche. 

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”