Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Cuento: ¡Como Dios! de Antonio Márquez Salas

  


Antonio Márquez Salas (Venezuela, 1919 - 2002)


¡Como Dios!

 

Antonio Márquez Salas

(1952)

 

Tal vez nada sucede una vez y termina. Quizás el acaecer no es único; sino que, como las ondulaciones del agua cuando se ha hundido la piedra, avanza, se extiende…

W. Faulkner

 

Sobre la tierra apareció una mano verde y con sus dedos estriados e innumerables, empezó a tejer una líquida alfombra de humo. En el comienzo fue el humo, fueron ojos huyendo como pájaros y sonidos metálicos traídos por el viento. Fue todo lo que se depositaba sobre el río, espeso de cochinos y perros ahogados. En el principio fue el campo sembrado de maíz, con sus flores de rabioso plumaje y su amarilla barba flotante despeinada como una nube de ebrias langostas.

Autilo contemplaba la noche que nacía, con ojos fijos, más abiertos a medida que la sombra tocaba las estrellas; debajo de sus pies, o de su pie, o mejor aún de sus dedos, o del único dedo que dejaba huella, la arena – agua invisible – se iba filtrando, pálida, fina y pálida, como si estuviera tenuemente empapada de sangre.

Sentado solo en el patio, apoyando su cuerpo contra el muro, esperaba que vinieran a dar por él los pasos que se le negaban; entre tanto se complacía en aspirar el extraño perfume que traía el aire y en comprobar bajo sus piernas el suave escozor de la arena. Desde el fondo del campo, como si atravesara un cuerno, parecía llegarle la voz a Lura Magina, turbia, mezclada con hojas y polvo. La luz y la sombra se confundían, parecidas a una muchedumbre agitada y el aire se tiznaba de sordos ruidos intensos. Autilo desmigajaba entre sus dedos la lívida pulpa de un tallo.

Lura Magina era lo equidistante entre Lesubia y su vida. Porque Lesubia, su madre, de no estar muerta ya, pronto habría de morir, y todos, hasta el último de los seres en la casa de Alceo Jico, deberían pensar en cada uno de los detalles de su muerte, porque el fin de aquella mujer, era como si de repente algo en la familia se rompiera y todos aparecieran desnudos, mostrando por sus cuerpos la medida exacta de sus limitaciones. Él pensaba que no era más un hijo de Lesubia; no lo volvería a ser. Una madre no es una madre porque conciba al hijo y lo alumbre; si en verdad lo es, ha de concebirlo y alumbrarlo aun después de su muerte, y las virtudes o larvas del hijo, serán simples larvas de su ceniza. Por eso, si Lesubia muere, la misma que lo concibió y alumbró deforme, él morirá un poco más, se acercará, semejante a la hoja que tiembla suspendida en el aire antes de caer, al desenlace inevitable. Su madre le repitió muchas veces, sin fatiga, como si con eso justificara su vida: “Te levantarás, no volverás a arrodillarte ni te arrastrará como ahora lo haces. Nadie más te mirará dormir sobre tus propios orines, sobre tu baba y sobre los sudores que te pudren, y entonces te irás, y si alguna vez regresas a esta casa, buscarás mi recuerdo y lo encontrarás como el de la mujer que te besó por la primera vez sobre la frente. Y cuando el odio te suba por la garganta, te arañe los ojos y sacuda tu pobre cabeza de loco, buscarás mi recuerdo y lo hallarás como el de la mujer que te besó por primera vez sobre la frente. Autilo piensa que esto se lo dijo o se lo habría dicho, o que en este momento lo estaría escuchando de aquellos labios desaparecidos. Pero sea lo que fuere, encontrándose condenado a la inocencia, deseó que el polvo, la ceniza de su madre lo cubriesen como el agua al pez, así por lo menos estaría a salvo de otro semen, de otro vientre y ningún otro parto de mujer lo expondría a la luz como lo que era, una apretada nube oscura, una pequeña y sucia rata que estuviese mudando el pelo.

Caima escupe furiosa cada vez que escucha las locuras de Alceo Jico y expresa en alta voz: “Borracho, borracho”, pero recapacita y piensa para sí: “Lesubia no se ha marchado con ningún guardia rubio. Una mujer que tiene tantos años viviendo para su hombre, no se marcha sólo por marcharse. No es fácil irse un día u otro y dejar todo aquello que por nuestros esfuerzos gravita en torno a lo que somos. Porque todo lo que nos rodea es quizá nuestro único, nuestro verdadero placer; y así, lo que queremos ser o dejar de ser comienza por la palabra con que nombramos nuestras cosas, y es esto lo que nos halaga más adentro. Por algo han sido los mejores días de una vida, uno tras otro, contados como latigazos, comunicándole a los cacharros y a los muebles, a las paredes y a los pisos, a los árboles y a los animales, a la gente que ha muerto y a la que aún vive, la forma de estos ojos, que es algo más que una simple mirada; en realidad es la mirada de nuestro corazón. Son los deseos y los miedos, chorreando como lodo desde la tibieza de la piel y de los sentidos, llenando de emoción las cosas que terminan por ser ellas mismas el eco y el espejo de nuestra vida. Por eso ella, Lesubia, no se ha marchado con ningún guardia rubio, como pregona ese cochino de Alceo Jico. Estoy segura. Pero ¿es que podemos hallarnos seguras de algo? De haberse ido… bueno, de haberse ido es algo que le estaba sucediendo desde que nació. En todo caso lo ha querido. Sencillamente ha hecho su voluntad y una mujer llama a muchas cosas hacer su voluntad. ¿Y si efectivamente hubiese muerto?

Acaso no la escuchó esa tarde suspirar hondamente y con los ojos acuosos y amarillos decirle: “Tráeme a Antino, pásame al pequeño, al Huevito – el niño no tenía pelo ni siquiera sobre las cejas –, por eso lo llamaban el Huevito. Antino el Huevito – quiero mirarle su carita redonda y triste”. Y yo misma llevé al niño a su cama y vi cuando los labios hinchados y secos de Lesubia besaban su cabecita monda. También es posible que Lesubia estuviese en el pueblo, o más allá, en la ciudad, o mucho más allá, porque nadie sabe, nadie, ni la propia madre, adónde pueden llevar los pies a una mujer”.

Su madre ha de morir y entonces él deberá disponerse a morir. Ya no será más un hijo de Alceo Jico, no lo volverá a ser. Aquí recomenzaba aquello de “un padre no es un padre porque engendra al hijo una vez; si en verdad lo es, ha de engendrarlo aún hasta después de su muerte, y cada una de las virtudes o vicios del hijo, serán simples engendros de su ceniza”. Por eso, si Lesubia muere, él estaría un poco más muerto, más asquerosamente muerto. Lo que Lesubia le dejó dicho, lo que le repitió sin fatiga, él, a su vez, se lo repitió a sí mismo incesantemente hasta deformarlo en las palabras y en lo que éstas querían significar. Se preguntaba: “¿Son las mismas o las he cambiado ya?” Porque Lesubia, siendo su madre a quien él pensaba como “la mujer del cabello negro y brillante”, le dijo o le habría dicho… y aquí de nuevo volvía a enredarse la negra malla de sus sueños: “No estarás más acostado, ni arrodillado, ni te arrastrarás más sobre el suelo. Alceo Jico, tu padre, no podrá verte sentado como ahora lo haces, sobre tus propios orines, sobre tu baba y sobre las aguas que te pudren”. El piensa que se lo dijo o se lo habría dicho.

Eso fue cuando Alceo Jico, aquella tarde, llegó a la casa con un torete negro. Autilo pudo escuchar las voces de los vecinos que se acercaron a proponerle algún negocio. Alceo Jico sólo decía: “No es para la venta”, y movía los ojos como diciendo: “Algún día no será para la venta, pero ahora, en este momento, lo es, sí, lo es. Ahora más que nunca lo es. Ahora que precisamente no es nada, no es nada, este torete es para la venta, ahora en que no sé si realmente es mío, este torete se vende, sólo que cuando me lo preguntan y quiero decir que es para la venta, digo lo contrario, digo que no es para la venta, pero si la gente comprendiera, no habría problemas, porque entonces dirían: “Bueno lo tomamos, es nuestro”, sin embargo, no hubo uno que lo dijera, que dijera simplemente: “Lo tomo, es mío”. No hubo uno que se acercara y alzara su dedo para decir: “Ese toro es mío, lo compro, Alceo Jico”. Pero ninguno entiende, todos han pensado que mis palabras dicen lo que en verdad quisiera yo que se supiera de lo que yo pienso.

Él no pensó que algún día no sería para la venta como aquel día lo pensaba, porque entonces no sabía como lo sabe ahora, que una mujer enterrada en una simple caja negra, en una caja que él mismo puede haber hecho y pintado, pudiera en esta hora de ahora ser un toro; que una familia no fuera más que eso, un toro y que él mismo se viera un día mirando por los redondos ojos de furia de un toro negro.

Ese día él llegó tan tranquilo, amarró el torete en el algarrobo, le dio de beber y le cortó pasto verde, y cuando alguien vino a preguntarle si el torete era para vender, sólo respondió: “Nada de eso, este torete no es para la venta”.

Y Caima, la abuela, decía: “Ese torete no es un torete, sino una caja, una caja negra, una larga y fea caja negra, simplemente una caja para enterrar a Lesubia”. La abuela decía: Alceo Jico siempre ha tenido la lengua fácil, y cuando él dijo que no volvería sin nada, yo sabía que no volvería sin nada; yo sabía que iba a traer la caja de Lesubia; sabía perfectamente que Lesubia iba a tener su caja”.

Desde entonces ha transcurrido bastante tiempo, un tiempo largo como un río que no termina de pasar, un tiempo tan extenso y sin medida como el aire. Tiempo que apenas es un segundo, un breve aletazo, un golpe, algo que pasa, cruza, nos humedece por dentro, brevemente y luego nos ciega con cien veranos juntos, con cien veranos echados sobre nuestras espaldas, hasta reducirnos a un pedazo de tierra rojiza, veteada. Sólo un pedazo de tierra… 

Lesubia ya no existía, o, mejor dicho, Lesubia pasaba a ser un negro toro que rondaba los campos y por las noches bramaba largamente, arrancando tierra y hierba con sus pezuñas; eso era Lesubia, un negro toro rojo. Rojo en la noche como una estrella cien veces lejos y otras tanto cerca. Un toro rojo bramando y buscando en el suelo un amargo manantial de furia, de venganza. Un toro de brea y sangre, donde una mujer encerró la honra de una familia, porque ella, Lesubia toro – mujer para siempre, yacía en su propio ataúd, atada así a todos los sucesivos días de los suyos.

Cuando Lesubia, aquel día se tornó más y más pálida, como nunca lo estuvo antes, se estiró sobre el lecho y dijo casi en un grito: “No quiero morir”, y todos habían dicho que murió; llegó Fulvio Dínaro, con sus saltos cortos de pájaro y una gran caja negra sobre la cabeza, y le había dicho a Alceo Jico, que movía la nuca y saltaba como si tuviera hipo alrededor de su mujer – cadáver, mujer – quizás – todavía, y le había dicho poniendo la caja en el corredor, poniéndola en medio del aire como si la caja estuviera hecha de humo negro, colocándola allí entre la gente asombrada, que se preguntaba quién iba a ser puesto allí y enterrado, a pesar de saber que la única que ocuparía esa caja era precisamente Lesubia, y había hablado al oído de Alceo Jico, como si se tratara de un secreto, de un torete, de un toro negro que la gente conocía o decía que conocía. Fulvio Dínaro, con los ojos muy abiertos como si siempre estuviese deslumbrado por algo, hablaba como en un secreto, lentamente, para convencerse a sí mismo de algo de lo cual él mismo no se hallara todavía plenamente convencido. Alceo Jico se había detenido un momento mirándolo de arriba abajo sin decir nada, y luego había seguido con su hipo, semejante a un repugnante sapo, hipando alrededor de aquel extraño cadáver – mujer que le había tocado en suerte en el gran reparto de carroña divina.

Alceo Jico comenzó a hacerse éstas o parecidas reflexiones: “Es ahora cuando la gente quiere saber lo que aquel toro significaba. Fulvio Dínaro dijo algo relativo al toro, se refirió a su lustroso pelo negro y habló de algún negocio que él había realizado y aunque no me lo dijo, yo pensé que seguramente el negocio tenía que ver conmigo; desde luego que yo era el único que en los alrededores poseía un torete de esa edad y ese color y una mujer – cadáver que era y no era Lesubia, pues es la única forma de ser y no ser en este mundo, así como para ser puesta, como para ser colocada en aquella caja negra, de madera forrada por el más negro betún.

Alceo Jico pensaba que Fulvio Dínaro le había dicho o sugerido algo así como esto: “Aunque nadie sepa realmente estar encerrado en mi corral, debería comer mi pasto y beber mi agua, y yo podría ahora decir acerca de él algunas palabras que, aunque se me ocurren, no las sabría decir con propiedad, porque si no, últimamente, usted Alceo Jico, no podría responder una sola de mis preguntas: usted no podría responder si su mujer fue enterrada o no en su propia caja. Es casi seguro que usted no podría contestar esto. Por eso digo que algunas palabras podría yo pronunciar sobre ese toro”. Alceo Jico pensaba que entonces él miró a Fulvio Dínaro como quien mira desde lejos a distancia una cosa que no se distingue bien si es un caballo, un árbol o simplemente un golpe de sombra. Y sólo al cabo de un rato, fue que contestó: “Yo no soy quién para decir la última palabra acerca de ese torete, aunque en verdad por lo que a mí respecta yo pienso que nunca he comenzado a hacer un trato con usted sobre las palabras que en ciertos casos un hombre puede pronunciar sobre un animal como éste o como cualquier otro, y eso a pesar de que tuve que hacerme cargo de algo que debía ser enterrado en una caja, sepultado para siempre dentro de algo puesto allí por el corazón de los suyos”.

Pero aquel día Fulvio Dínaro vagaba por otros pensamientos. Recordaba que se había acercado hasta la casa y le había dicho a la abuela Caima: “Oiga, yo creía que Alceo Jico había traído el torete para la venta y me hubiera gustado trocárselo por algo, no importa qué”. Caima, soplando siempre la débil llama del fogón le había respondido: “No entiendo a Alceo Jico, porque antes de irse y traer ese torete, me dijo: “No estaré de vuelta sin traer nada, y espero que Lesubia no haya muerto aún, porque entonces ¿con qué o dónde la entierro? He de traer algo para cambiarlo por un cajón para Lesubia”. Y así fue, aunque no sé cómo ni con qué dinero compró ese torete. Quizá se lo dieron fiado, sabe, porque Alceo Jico es hombre de recursos. Puede ser, porque Alceo Jico, se lo digo yo, es sabio por la lengua. Y si no, ¿cómo se imagina usted que él pudiera en un momento dado tener entre sus manos una muerta, una caja y un toro, tres cosas que nadie más que él en aquel instante pudiese reclamar como suyas? Fulvio Dinaro la miraba y remiraba desde sus ojos oscuros, desde su rostro lampiño, y desde su incredulidad. A un hombre como Fulvio Dinaro es difícil enterrarlo con un pensamiento semejante. Un hombre que sólo es dueño de una mina de arena abandonada – pensaba Fulvio Dinaro -, de pronto y en vista de que su mujer se muere, sale de su casa, de su tierra, toma el camino y, cuando regresa, muy satisfecho, trae amarrado a un corto ronzal un torete negro y reluciente como sangre asoleada. Para un hombre como Fulvio Dinaro, estas cosas no tienen más que una respuesta. Alceo Jico no compró ese torete negro; no pudo haberlo comprado; sencillamente lo sustrajo a un vecino, lo sustrajo por no decir llanamente que lo había robado. Porque quizá si Alceo Jico se hubiera parado en medio del patio de su casa y hubiera gritado haciendo bocina con las manos, a los cuatro vientos y a todos los circundantes: “He robado un torete: vengan a verlo, lo he robado”, nadie, nadie, es seguro que nadie iba a creerle a Alceo Jico que él había robado el torete. En todo caso, la gente se habría dicho: “Este Alceo Jico siempre con sus cosas; para comprar ese torete ha vendido hasta los dijes de los muchachos, y ahora sale a gritar que ha robado ese torete…, vaya con Alceo Jico”. 

Era esto lo que Alceo Jico había inventado acerca de su madre – pensaba Autilo – para decir que había muerto; pero nadie, ni él, ni su abuela Caima, ni nadie, podría decir si ella había muerto. Autilo, entre tanto, se quemaba los ojos mirando hacia afuera, donde la oscuridad se adueñaba de todo.

Desde la cocina le llegaban los olores de las mazorcas tiernas del maíz. Escuchaba el chisporroteo de la leña verde y la columna de humo y pegajoso que parecía un brazo sobre el techo. Miraba las brasas relampaguear entre las negras topias de piedra. De pronto, Caima, la abuela, daba un suspiro, se pasaba su vieja mano negra por el pelo y preguntaba algo, preguntaba algo al aire, inquiría nostálgica algo de un ser que no aparecía por ninguna parte, y que, sin embargo, se encontraba presente. Aquí se enlazaba para ella toda una espera conversación familiar, donde sobresalían los detalles por los cuales podría reconocerse la fisionomía de todas las personas, que de una u otra manera, influyeron en la vida de la abuela. Ella lo iba diciendo todo lentamente, entre gruesos resoplidos al fuego, como si temiera que de pronto ya no tuviera nada más que decir.

Autilo, desde su catre, escuchaba pacientemente todas estas cosas que hablaba la abuela, las vueltas que daba en torno a ellas y cómo al cabo volvía a recomenzar exactamente con las mismas palabras e iguales personajes.

Recordaba ahora – no sabía por qué extraña asociación de ideas – las cosas que una vez dijera Lura Magina acerca del mundo, del mundo que ella siempre se estaba imaginando y donde sobre todo encontraba olores y sabores, que a él le parecía luego de aquella conversación, que nunca más iba a poder apreciar, y que, sin embargo, de vez en cuando se le aparecían en los motivos más sencillos e inesperados. Y nada, absolutamente nada, tenía que ver todo esto con su madre, con Lesubia, la cual había subido o bajado, y según decían estaba muerta, y la abuela Caima repetía que muerta o no, los pasos de la otra, de la inevitable, jamás le podrían dar alcance porque Lesubia era eso, el aire; pero eso sí, en el caso de muerte real, de lo cual, según la abuela, era muy posible estar casi seguro, ninguno de los vecinos, amigos o enemigos, podrían venir a decirle: “Hay alguien que habla de que la enterraron así, de noche, borrando la luna con un trapo negro, para que nadie pudiera enterarse de su entierro fuera de una caja, lanzada al hueco como un envoltorio de trapos viejos”. Porque si todo puede ser o no cierto, en el caso de Lesubia, Alceo Jico había provisto aquel torete negro, aquel negro – torete – caja, el cual salvaba a la familia de ser vista como se mira a los desechos, que nadie, nadie, durante esa noche, y durante las siguientes noches en el mundo, nadie podría dejar de oír bramar a aquella negra caja hirviente, que rompía la tierra con su furia de cuernos y grababa su presencia para siempre en la garganta, en los ojos y en la angustia de todos, a fin de publicar que Lesubia yacía bajo las estrellas, bajo la tierra en su propia caja y de esta manera nada había deshonrado la familia de los Jico. Por eso, esto que Autilo recordaba nada tenía que ver con Lesubia, su madre, y si con Lura Magina, quien era algo nuevo y diferente, quien era para él lo más extraño entre lo simple y sencillo de su vida.

En los días de Lura, aquella tarde de suave luz crepuscular, campo amarillo y chispas verdi – negras en la vieja cocina, Lura Magina, sentada en aquel pequeño taburete, iba comentando mientras con un peine de madera escardaba su pelo sucio, algo referente a los campos recién brotados, a los campos donde los frijoles crecían parecidos a culebras y donde los frijoles llovían empapando de savia el lomo peludo de las vacas rojas, las cuales no eran propiamente vacas, sino becerras que pasaban por allí bramando y sacudiendo alegremente los cuernos todavía no desarrollados. Ella decía que podía vérseles a todas los rabos levantados y las ubres todavía sin leche, y entonces empezó a oler a boñiga, como si los frijoles se hubieran todos convertido en boñiga fresca. Esto lo decía así, sentada y con su voz sentada casi a sus pies, pasando el peine una y otra vez y oyendo caer sobre su falda lo que parecían ser finos granos de arroz, sin levantar los ojos, sin levantar la vista, sin levantar nada que realmente ella pudiera levantar. Y luego contó que lo que ella nunca iba a olvidar fácilmente era aquel solar que estaba detrás de la casa de Fulvio Dínaro, donde parecía estar lloviendo todo el año y donde crecían como salvajes muñones los apios más negros y amarillos jamás vistos por ella. Y que ella observó cómo aquella manada de cochinos se internó en el solar y comenzó a escarbar allí hasta que todos aquellos muñones fueron volteados sobre la tierra, todavía llenos de sangre, todavía cubiertos de tierra agria y olorosa. Y fue entonces cuando escuchó a Fulvio Dínaro decir que todas las mujeres olían a apio recién arrancado, y a ella le pareció que quizá era verdad, porque aquellos apios arrancados por los cochinos, despedían un violento olor que quemaba como brasa. Y continuó diciendo Lura Magina que a ella le parecía que nunca iba a comprender ciertas palabras pero que francamente algunas veces le daban ganas de ir a ese campo de apios y orinar. Autilo en aquellos días encontraba bastante raro el modo de pensar de Lura Magina, porque ella siempre parecía estar dando traspiés con las cosas que le eran propias, ya que nunca estas cosas concordaban con las que hacía, las cuales generalmente eran bien distintas, y puesto que a él por ahora lo tenían sin cuidado, ella con algún oculto propósito o con ninguno quería aparecer, dándoles importancia y trayéndolas a cuento cuando menos Autilo se lo imaginaba, aunque él las dejaba pasar y las escuchaba como si estuviera oyendo narrar otras cosas. Pero si Lura Magina insistía, él se daba cuenta de que poco a poco iba cogiendo el sentido de todo aquello y se iba formando su propia imagen, una imagen de lo que sucedía, probablemente diferente a lo sentido por ella, por Lura Magina, o no tan diferente; pero, en fin, de todas maneras particular. Lura Magina insistía frecuentemente en contar faenas conocidas por ella cuando era mucho más niña. Decía recordar las tablas con ruedas de madera que los muchachos fabricaban, poniendo en cada una de ellas una vela y todas aquellas velas caminando en la oscuridad le daban tristeza y le parecían ser los movimientos misteriosos de las personas dentro de sus casas, que no se atrevían a salir en la noche, porque los que creían hallarse libres de miedo, lanzaban largos y prolongados silbidos más allá de los barbechos, o por entre las angostas calles de la aldea, oyéndose estos silbidos más libres que todos los que pudieran escucharse por labios de ninguno en cualquier otra hora y eran como si alguien se quedara silbando y escuchándose a sí mismo este silbido. Lo mismo dijo de aquellos que trabajaban cosiendo sacos de café, con largas agujas parecidas a dientes, en medio del tibio olor del fruto. Ella entraba y miraba la curtiembre y se iba orillando las tapias en ruinas y veía por entre algunas tablas el reservado de los hombres y se encuclillaba a mirar la corriente de agua donde todo se confundía con el color de la sangre. Y esto lo narraba Lura Magina para ella misma, como si con ello tratara de estimularse un secreto conocimiento, algún misterio de su cuerpo que aún no había logrado revelar.

Entretanto Autilo se envolvía lentamente en una malla de sueño y como se saliera de un túnel iban apareciendo ante él nuevas cosas y otros inesperados sucesos, donde no brillaba por ningún sitio la luz despedida por la sucia y hedionda cabellera de Lura Magina, y donde Lura con sus cejas altas y pobladas y la boca siempre temblorosa como un farol acabado de apagar, sumergíase en los lugares más empapados de sombras y desde los cuales sólo salía a tomar aire, como un animal solitario y salvaje. Para Autilo cada vez que volvía de ese túnel, era como si renaciera y entonces se miraba a sí mismo lleno de claridad, como el sol, bañando de luz y calor todos los objetos que le rodeaban.

Nadie muere cuando debe morir. Todos dejan algo inconcluso detrás de sí, y algunos mueren sin siquiera haber comenzado nada. Autilo pensaba en esto o en cosa semejante; porque él dentro de sí oía el rumor de algo que lentamente se diluía, se desataba. Pero ahora en que ya apenas se movía, en que todo se le aparecía horizontal como su propio cuerpo, sólo sentía dentro de sí aquellos recuerdos donde Lura Magina, echada sobre un petate, dejaba ver su pierna hasta el pubis.

Pero era que a él ya no le importaba porque había iniciado el desprendimiento de todo aquello que de alguna manera hubiera podido interesarle, retenerle. Si Lesubia su madre había muerto, si todo lo que lo rodeaba iba a desaparecer nada significaba que él mismo, que apenas había tenido tiempo de hacerse presente entre los suyos, huyera, se perdiera para siempre bajo un poco de tierra lanzada como al azar sobre un hueco abierto quizás por accidente. Lamentablemente todo era así. Esta era la verdad de lo que lo esperaba y aun más, él no podría preguntarse ni nadie, ni siquiera su abuela Caima, si él, Autilo, el hijo mayor de Alceo Jico, iba a tener su caja negra, su barnizada caja en la misma forma en que su padre pregonaba el entierro que se había dado a Lesubia, su madre; pues quien la vio morir dijo luego que aquella mujer había recibido sepultura en su propia caja, siendo la caja llevada a un hueco vacío con su cuerpo, y que el hombre dueño de ese cadáver podía hallarse seguro de que la que había sido, se sentiría en medio de la tierra dueña de su propia ceniza.

Esto lo pensaba Autilo en los últimos días, cuando ya los ojos no veían por sí mismos sino con mucho esfuerzo. Si Alceo Jico se hubiera presentado con un toro negro como en el caso de Lesubia, si hubiera traído amarrado a un corto ronzal otro animal como aquél de brillante y lustrosa pelambre, es muy posible que los vecinos se hubieran levantado de sus camas y le hubieran rodeado nuevamente preguntando algo que no les importaba y meditando fantásticos proyectos acerca de un animal que jamás podrían tener como realmente propio y que nadie ni el mismo Alceo Jico se iba a atrever a utilizar más que como enviado de los poderes que se ocultan en la noche y que aquel toro – mujer, representaba con la fuerza tremenda de su presencia. Pero si Autilo moría, su cuerpo después de amortajado en las sábanas que su madre había reservado desde tanto tiempo, para el caso, sería enviado a la tierra sin otra ceremonia.   

Esto era en la última noche de Autilo, casi al alba, cuando la muerte como un gavilán de hielo voló sobre su fuente. La sombra de Alceo Jico se proyectaba siniestra contra los muros. En medio de su agitación se le veía caminar encuclillado o dando pequeños saltos. De vez en cuando gemía y recogido sobre sí mismo, se volvía un ovillo en el suelo.

La luna como fruto de cristal caía desde lo alto del bucare celeste y así el patio parecía todo enharinado. Un gallo amarrado a un horcón sacudió las alas y comenzó a lanzar sonoros clarinazos. Alceo Jico se incorporó de un salto, corrió hasta el gallo y lo tomó entre sus manos, acariciando la cabeza del animal con moroso abandono el gallo tenía la cabeza roja y desnuda y como una anguila buscaba alterado una salida entre los dedos roñosos de Alceo Jico.  

Entonces se asomó la abuela Caima, a la puerta del cuarto de Autilo y dijo lentamente con un sonido de boca sufrida y maternal, permaneciendo tranquila con las manos secas sobre el pecho: “Ha muerto”. No fue sino eso, pero bastó para que Alceo Jico, sintiera en torno suyo un vacío y lentamente hiciera presión sobre la rojiza cabeza del gallo que con un breve alarido estalló entre sus dedos cubriéndole la mano de sangre fresca. Alceo Jico pensó entonces y dijo en voz alta: “No se murió todavía”. Pero ya el aire sonaba con sus miles de pájaros y el sol desde el Este parecía un tierno hongo silvestre.  

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