![]() |
Ana Teresa Torres (Venezuela, 1945) |
Futuro como paisaje
Ana Teresa Torres
Una montaña oscurecida por una nube descendiente como si fuera uno más de los edificios que rodean mi ángulo de visión. Una promesa de lluvia, quizá, pero también, como es frecuente, un inesperado regreso de la luz esta tarde de sábado silencioso. Sí, ahora mismo, entre los árboles se iluminan al fondo las balaustradas de la terraza de una casa («quinta» decimos en Caracas) que impenitente ha resistido su demolición. No por mucho tiempo. Delante del mínimo recuadro que puedo ver de esa terraza un muro, al que me parece le está haciendo falta una mano de pintura, delimita de nuevo mi perspectiva. A la izquierda algunos ventanales del edificio vecino, a la derecha la continuidad del muro, y en frente unos postes de luz y una mancha de grama que los niños han abandonado. No hay ninguno jugando esta tarde de agosto, probablemente están de vacaciones.
En el interior mi visión limita con la pantalla del monitor al frente, y a derecha e izquierda estantes de libros que siempre esperan mi misericordia para ser ordenados. En desorden, pero al menos leídos, pienso. Al alcance de mi mano izquierda un teléfono del que espero una llamada que no llega, y cerca de mi mano derecha un porta hojas que me regaló mi hija hace tiempo y que ha resultado ser muy útil para almacenar notas, memos, y papeles de trabajos que escribo o pretendo hacerlo próximamente. Más arriba, en la pared que enmarca la biblioteca, una foto de mi hija cuando cumplió quince años, y abajo una de mi hijo a los siete. La ventaja de la maternidad es que siempre se sigue queriéndolos como entonces, cuando niños. En la pared contraria, una caricatura de Freud analizándose a sí mismo, obra del artista Pancho, que ilustró mi primer artículo de prensa en 1983, y me regaló Miguel Otero Silva. Encima un afiche del Día del Escritor, de 1991, en recuerdo de un congreso de escritores que no tuvo continuidad, pero fue muy bueno. Y a la derecha, pegado de la ventana, otro afiche, éste de una señorita decimonónica que lee poemas de Víctor Hugo y le hace publicidad a la Librairie Romantique; no recuerdo cuándo lo adquirí. El futuro de todos estos objetos en cierta forma me preocupa.
Trato de ir más allá del túnel de mi visión y encuentro varios obstáculos. Esfuerzo mis ojos para divisar por encima de los árboles y sospecho que vería rostros endurecidos. El cinismo tiene la propiedad de endurecer el rostro. La montaña que alguna vez amé (y sigo amando por momentos) me parece ahora una pared recubierta de cartulina verde y marrón, dispuesta para hacernos creer que es natural, pero no es así, es la cerca que se aproxima. Si levanto la vista puedo observar que continúa aproximándose con su paso ineluctable (por usar un adjetivo muy del gusto de García Márquez). Debo, entonces, si no quiero quedar aplastada entre ella y las estanterías, las que quedan detrás de mí y que no he descrito por ser similares a las ya mencionadas, alejarme. Los seres humanos tienen dos respuestas básicas –recuerdo de cuando era estudiante de psicología–, que comparten con los animales: la lucha y la huida. Elegiré la huida porque veo inútil mi posibilidad de enfrentarme a la montaña, cada vez más pegada del marco de la ventana. Ahora que estamos tan cerca, la montaña y yo, puedo detallar que, en efecto, es una escenografía. Alguien la ha colocado allí, y ladrillo a ladrillo ha construido su opacidad. Alguien, supongo, a quien no le gusta que las personas vean el futuro.
La montaña, que ahora sé es una cerca, está a punto de tocarme y puedo distinguir los rostros. No los nombraré. La nominación es una forma de dignidad. Están allí para decirnos que son el futuro. Por el contrario, estoy convencida de que son el pasado, pero, he allí el problema. Pasado y futuro son solamente puntos referenciales. Nada hay absoluto en ellos. Por ejemplo, veo las fotos de mis hijos y me hablan del futuro. Entonces, cuando se tomaron las fotografías es ya pasado, pero ahora ellos han llegado a su futuro. Esa frase me inquieta porque la cerca que era la montaña también se aproxima a su ventana, aunque no lo sepan, o prefieran decirme que no lo saben. Otra ventaja de la maternidad es que los hijos nos aman como entonces, cuando niños.
Así que –dirá el lector- tantos proyectos y prefiguraciones para un país vulnerado como pudiese haber anotado, y a esta mujer no le importa otra cosa que sus hijos. Vaya decepción, qué escritora tan sentimental. Recuerdo un verso de un poeta que alguna vez me gustó y ahora no sería capaz de leer: «cuando ya nada se espera personalmente exaltante». Pero miento. Vivo exaltada. Espero el futuro más que nunca. En la juventud todo es el mismo paisaje. La visión es tan amplia que detrás de cada montaña hay un valle, o el mar, y luego otra orilla. Hay, a cada paso, una nueva visión que despliega sus inagotables imágenes. Llegados a la cima, y comenzado el descenso, pensaríamos que se desvanecen, pero no es así, milagrosamente persisten.
©Ana Teresa Torres
En: El oficio por dentro (2012), pp. 285-287. Caracas: Alfa. Biblioteca Ana Teresa Torres (8).
No hay comentarios:
Publicar un comentario