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John Cheever(Estados Unidos, 1912 - 1982) |
La última
vez que vi a mi padre fue en la Estación Gran Central. Yo iba de la casa de mi
abuela, en los Adirondack, a una casa de campo en el Cabo alquilada por mi
madre, y escribí a mi padre que estaría en Nueva York, entre dos trenes,
durante hora y media, y le pregunté si podíamos almorzar juntos. Su secretaria
me escribió diciendo que él se encontraría conmigo a mediodía frente al
mostrador de información, y a las doce en punto lo vi venir entre la gente.
Para mí era un desconocido -mi madre se había divorciado de él hace tres años y
desde entonces no lo había visto- pero apenas lo vi sentí que era mi padre, un
ser de mi propia sangre, mi futuro y mi condenación. Supe que cuando creciera
me parecería a él; tendría que planear mis campañas ateniéndome a sus
limitaciones. Era un hombre alto y apuesto, y me complació enormemente volver a
verlo. Me palmeó la espalda y me estrechó la mano.
-Hola,
Charlie –dijo-. Hola, hijo. Me agradaría llevarte a mi club, pero está en la
calle 60, y si tienes que tomar el tren será mejor que comamos aquí.
-Me pasó el
brazo sobre los hombros, y yo olí a mi padre del mismo modo que mi madre huele
una rosa. Era una intensa mezcla de whisky, loción de afeitar, pomada de
zapatos, lanas y el olor de un varón maduro. Abrigué la esperanza de que
alguien nos viera juntos. Deseé que pudiéramos fotografiarnos. Quería conservar
un recuerdo de nuestra reunión. Salimos de la estación y entramos por una calle
lateral, y entramos en un restaurante. Aún era temprano y el local estaba
vacío. El cantinero estaba disputando con un repartidor, y al lado de la puerta
de la cocina había un camarero muy viejo con una chaqueta roja. Nos sentamos y
mi padre llamó en alta voz al camarero.
-¡Kellner!
-gritó-. ¡Garçon! ¡Cameriere! ¡Usted! -en el restaurante vacío su estridencia
parecía fuera de lugar-. ¡Alguien que pueda atendernos! -gritó-. Chop-chop
-después, batió palmas. Así atrajo la atención del camarero, que arrastrando
los pies se acercó a nuestra mesa.
-¿Usted
golpeó las manos para llamarme? -preguntó.
-Cálmese,
cálmese, sommelier -dijo mi padre-. Si no es demasiado pedirle… si no
significa imponerle una obligación excesiva, desearíamos un par de Gibsons.
-No me gusta
que me llamen golpeando las manos -dijo el camarero.
-Tendría que
haber traído mi silbato -dijo mi padre-. Tengo un silbato que es audible solo
para los camareros viejos. Bien, prepare su anotador y su lapicito y vea si
puede escribirlo bien: dos Gibsons. Repita conmigo: dos Gibsons.
-Será mejor
que vaya a otro lugar -dijo en voz baja el camarero.
-Esa -dijo
mi padre- es una de las sugerencias más brillantes que he oído jamás-. Vamos,
Charlie, salgamos de esta covacha.
Salí del
restaurante con mi padre y entramos en otro. Esta vez no se mostró tan ruidoso.
Llegaron las bebidas y me interrogó acerca de la temporada del campeonato de
béisbol. Después, golpeó con el cuchillo el borde de la copa vacía y de nuevo
empezó a gritar.
-¡Garçon!
¡Kellner! ¡Cameriere! ¡Usted! Puede molestarse en traernos dos más de lo mismo.
-¿Qué edad
tiene el muchacho? -preguntó el camarero.
-Eso -dijo
mi padre- qué mierda le importa.
-Lo siento,
señor -dijo el camarero- pero no le serviré otra bebida al muchacho.
-Bien, tengo
algo que decirle -dijo mi padre-. Tengo algo muy interesante que decirle.
Ocurre que no es el único restaurante en Nueva York. Abrieron otro en la
esquina. Vamos, Charlie.
Pagó la
cuenta y salimos de ese restaurante y entramos en otro. Aquí, los camareros
tenían chaquetas rosadas, como cazadores, y de las paredes colgaban diferentes
arreos. Nos sentamos, y mi padre empezó a gritar otra vez.
-¡Perrero
mayor! Iujuuú y todo eso. Queremos beber algo para el estribo. A saber, dos
Bibsons.
-¿Dos
Bibsons? -preguntó el camarero, sonriendo.
-Maldito
sea, sabe muy bien lo que deseo -dijo irritado mi padre-. Quiero dos Gibsons, y
de prisa. Las cosas han cambiado en la vieja y alegre Inglaterra. Así me dice
mi amigo el duque. Veamos qué puede darnos Inglaterra cuando pedimos un coctel.
-No estamos
en Inglaterra -dijo el camarero.
-No discuta
conmigo -replicó mi padre-. Haga lo que le ordenan.
-Pensé que
tal vez desearía saber dónde está -dijo el camarero.
-Si hay algo
que no puedo tolerar -dijo mi padre-, es a los criados insolentes. Vamos,
Charlie.
El cuarto lugar
era italiano.
-Buon giorno
-dijo mi padre-. Per
favore, possiamo avere due cocktail americani, forti, forti. Molto gin, poco vermut.
-No entiendo
italiano -dijo el camarero.
-Oh, vamos
-dijo mi padre-. Entiende italiano, y claro que lo entiende. Vogliamo due
cocktail americani. Subito.
El camarero
se retiró y habló con su jefe, que se acercó a nuestra mesa y dijo:
-Lo siento,
señor, pero esta mesa está reservada.
-Muy bien
-dijo mi padre-. Denos otra mesa.
-Todas las
mesas están reservadas -dijo el jefe de camareros.
-Entiendo
-dijo mi padre-. No desean servirnos. ¿Es así? Bien, váyase a la mierda.
Vada all´inferno. Vamos, Charlie.
-Tengo que
tomar mi tren -dije.
-Lo siento,
hijito -dijo mi padre-. Lo siento muchísimo -me pasó el brazo sobre los hombros
y me apretó contra su cuerpo -te acompañaré a la estación. Si hubiéramos
tenido tiempo de ir a mi club.
-Está bien,
papá -dije.
-Te compraré
un diario -dijo-. Te compraré un diario, para que leas en el tren.
Se acercó a
un puesto de periódicos y dijo:
-Amable
señor, ¿tendría la bondad de hacerme el favor de venderme uno de sus malditos
diarios vespertinos, esos que no sirven para nada y cuestan diez centavos?
El empleado
se apartó de él y miró fijamente la tapa de una revista.
-¿Es mucho
pedir, bondadoso señor -dijo mi padre-, es mucho pedir que me venda de esos
asquerosos especímenes del periodismo amarillo?
-Tengo que
irme, papá -dije-. Es tarde.
-Vamos,
espera un momento, hijito -dijo-. Nada más que un segundo. Quiero que este tipo
me conteste.
-Adiós, papá
-dije, y bajé la escalera y abordé mi tren,
y fue la
última vez que vi a mi padre.
FIN
1962
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