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Roberto Arlt (Buenos Aires, 1900 - 1942) |
Esta
historia debía llamarse no “Ejercicio de artillería”, sino “Historia de Muza y
los siete tenientes españoles”, y yo, personalmente, la escuché en el mismo
zoco de Larache, junto a la puerta de Ksaba, del lado donde terminan las
encaladas arcadas que ocupan los mercaderes de Garb; y contaba esta historia un
“zelje” que venía de Ouazan, mucho más abajo de Fez, donde ya pueden cazarse
los corpulentos elefantes; y aunque, como digo, dicho “zelje” era de Ouazan,
parecía muy interiorizado de los sucesos de Larache.
Este
“zelje”, es decir, este poeta ambulante, era un barbianazo manco, manco en
hazañas de guerras, decía él; yo supongo que manco porque por ladrón le habrían
cortado la mano en algún mercado. Se ataviaba con una chilaba gris, tan
andrajosa, que hasta llegaba a inspirarles piedad a las miserables campesinas
del aduar de Mhas Has. Le cubría la cabeza un rojo turbante (vaya a saber Alá
dónde robado), y debía tener un hambre de siete mil diablos, porque cuando me vio
aparecer con mis zapatos de suela de caucho y el aparato fotográfico colgando
de la mano, me hizo una reverencia como jamás la habría recibido el Alto
Comisionado de España en el protectorado; y en un español magníficamente
estropeado, me propuso, en las barbas de todos aquellos truhanes que, sentados
en cuclillas, le miraban hablar:
-Gran señor:
ninguno de estos andrajosos merece escucharme. Dame una moneda de plata y te
contaré una historia digna de tus educadas orejas, que no son estas orejas de
asnos.
Y con su
brazo mutilado señalaba las orejas sucias de los campesinos Yo esperaba que
todos los tomates podridos que allí fermentaban por el suelo se estrellarían
contra la cabeza del “zelje” de Ouazan; pero los andrajosos, que formaban un
círculo en torno de él, se limitaron a reírse con gruesas carcajadas y a
injuriarle alegremente en su lengua nativa; y entonces yo, sentándome en el
mismo ruedo que formaban los hombres de la tribu de El-Tulat, le arrojé una
moneda de plata, y el manco insigne descalzo y hediondo a leche agria, comenzó
su relato, que yo pondré en asequible castellano.
En Larache,
un camino asfaltado separa el cementerio judío del cementerio musulmán. El
cementerio judío parece una cantera de tallados mármoles, y todos los días de
la semana podréis encontrar allí mujeres desesperadas y hombres barbudos con la
cabeza cubierta de ceniza, que lloran la cólera de Jehová sobre sus muertos.
El
cementerio musulmán es alegre, en cambio, como un carmen; los naranjos crecen
entre sus tumbas, y mujeres embozadas hasta los ojos, escoltadas por
gigantescas negras, van a sentarse en un canto de la sepultura de sus muertos y
mueven las manos mientras, compungidas, lloran a moco tendido.
El teniente
Herminio Benegas venía a pasearse allí. Un inexperto observador hubiera
supuesto que el teniente Benegas, al mirar el cementerio de la izquierda,
quería conquistar a alguna bonita judía, o que, al mirar el cementerio de la
derecha, pretendía enamorar a alguna musulmana emboscada en el misterio blanco
de su manto. Pero no era así.
El teniente
Herminio Benegas no estaba para pensar en judías ni en musulmanas. El teniente
Benegas pensaba en Muza; en Muza, el usurero.
¡Pensaba en
sus deudas!
Muza, el
usurero, vivía en una finca que hay a la misma entrada de la puerta de Ksaba.
Muza, el usurero, para contrarrestar el maravilloso tufo a queso podrido y a
residuos que flotaba en el aire, tenía junto a la muralla dentada un jardín
extendido apretado de limones, con “parterres” tupidos de claveles y rosales,
que cinco esclavos del aduar de Mhas Has cuidaban diligentemente, mientras
Muza, plácido como un santón, se mesaba la barba y miraba venir a sus clientes.
Atendía a los desesperados entre capullos de rosas. Él no tenía escrúpulos en
trabajar con corredores judíos. Muza se había especializado con los oficiales
de la guarnición española. Cierto que a los oficiales les estaba
terminantemente prohibido contraer deudas con prestamistas musulmanes, pues
podían complicarse las cosas… Pero el teniente Herminio Benegas, una noche,
contempló la verdosa muralla, almenada y triste, las campesinas dormidas junto
a sus montones de leña seca, y, naturalmente, maldiciendo su destino, enfundado
en un chilaba para cubrir las apariencias, fue y levantó el pesado aldabón de
bronce que colgaba de la baja, sólida y claveteada puerta de la finca de Muza.
Siempre era
a esa hora, cuando el cielo toma un matiz verdoso, que llegaban los clientes de
Muza.
Tan
advertido estaba su gigantesco portero -un eunuco tunecino negro y corpulento
como un elefante-, que sin hablar, inclinándose humildemente, hacía pasar a la
futura víctima de Muza hasta el jardín. El prestamista, bajo un arco lobulado
con muescas de oro y filetes de lapislázuli, se levantaba, y besándose la punta
de los dedos, acogía a su visitante con la más exquisita de las atenciones
musulmanas. Haciendo sentar a su visitante en muelles cojines, le agasajaba, le
acariciaba y le decía:
-Honras mi
casa. Que Alá te cubra de prosperidad a ti y a tu noble familia. Hoy es un gran
día para mí. ¿Cuánto necesitas? No te preocupes. Soy feliz al servirte.
Cuando
Herminio Benegas respondió: “Cinco mil pesetas”, Muza se lanzó a reír.
-¿Y por ese
montoncito de leña seca te preocupas? Yo creía que era un incendio. ¡Nada más
que cinco mil pesetas!… ¡Tú, un oficial español!… ¡Juro, por las barbas del
Califa, que te llevarás diez mil pesetas de mi casa!… ¿No sabes que el Profeta
ha dicho que las manos de los impíos están cerradas para la generosidad? Quiero
que tu día de hoy sea hermoso y dulce. ¡Alí, Alí; tráele café a este hermoso
oficial español!
Ciertamente
que Benegas se llevó diez mil pesetas…, y firmó un recibo por quince mil.
-Tú no te
preocupes -le había dicho Muza-. Seré contigo más bondadoso que tu padre y que
tu madre, a quienes no tengo el honor de conocer.
Benegas
volvió una vez, y luego otra y otra.
Un día, Muza
se levantó adusto de sus cojines. Era la primera vez que Benegas veía de pie al
prestamista. Muza era alto como una torre. Las barbas, que le llegaban hasta el
ombligo, le daban el aspecto de un Goliath. El prestamista, tomándose con la
mano un haz de estas barbas, dijo, al tiempo que se las retorcía con colérica
frialdad:
-¿Qué te has
creído? ¿Que yo asalto a los traficantes, como ese bandido de Raisuli? Te he
tratado bondadosamente, como si fuera tu padre y tu madre. Y tú, ¿qué me has
dado? ¡Papeles, papeles con tu firma!… ¡Me pagas, o iré a ver a tu coronel!…
Benegas
pensó que podía embutir todas las balas de su revólver en la barriga de aquel
monstruo, pero también pensó que podían fusilarlo. Y apretando los dientes,
vencido, pidió:
-Dame tres
días de plazo…, cuatro…
Muza se dejó
caer sobre los cojines y respondió:
-Hasta el
domingo estaré en mi finca de Guedina. El lunes, si no me has pagado, veré a tu
coronel.
Y no terminó
de pronunciar estas palabras, cuando frío, negro y exquisitamente homicida, el
teniente vio aparecer a su lado al eunuco tunecino, que le acompañó hasta la
puerta de calle, arqueando profundas zalemas.
El teniente
Ruiz estaba quitándose las botas cuando Benegas entró a su cuarto. Ruiz se
quedó con las manos olvidadas en los cordones de la bota al mirar el contraído
semblante de Benegas:
-¿Qué te ha
dicho Muza?
-El lunes
verá al coronel.
Ruiz comenzó
a quitarse las botas, y dijo:
-Mañana
saldremos para los bosques de Rahel
-¿Rahel?
-Sí; hay que
terminar los ejercicios de tiro en la parcela de Guedina.
Benegas se
recostó en su cama. Estaba perdido si el prestamista veía al coronel. Y Muza no
era hombre de andarse con bromas. Había metido en cintura a más de un bravucón
de Larache. Se decía que una de sus hijas estaba en el harén del Califa.
¿Qué hacer?
Ruiz ya se
había dormido. Benegas apagó la luz.
Por la
ventana enrejada entraba una claridad festiva, reticulada. ¿Qué hacer? Benegas
se levantó y abrió despacio la puerta. Allá, en el fondo del patio, se veía el
escritorio del coronel, iluminado. Benegas se decidió. Cruzó el patio y se
detuvo frente al cuerpo de edificio que ocupaba el coronel. Un centinela se
cuadró frente a él. Benegas trepó unas escaleras y golpeó con los nudillos en
una puerta.
Una voz
ronca respondió:
-Adelante.
Benegas
entró. Recostado en un sofá, con la chaqueta desprendida, el coronel Oyarzún
parecía estudiar con la mirada las cotas de un mapa verde que estaba allí
frente a sus ojos. Era un hombre pequeño, canijo, rechupado. Lo miró al
teniente, y comprendió que el hombre iba en busca de auxilio: Entonces se
incorporó y, ya sentado en el sofá, dijo:
-Pase
teniente -le señaló una silla-. Siéntese.
Benegas
obedeció. Tomó una silla y se sentó frente al coronel. Pero el coronel no
parecía tener mucha voluntad de hablar. Callado, miraba tristemente el suelo. Y
sin saber por qué, Benegas sintió lástima por aquel hombre flaco y canijo.
¿Sería verdad lo que se murmuraba: que el coronel se había aficionado al
haschich? Cierto es que allí el haschich andaba en muchas manos…
-¿Qué le
pasa?
Benegas
comenzó a contar al coronel la historia de su enredo financiero con Muza. Por
un instante pensó en contarle una mentira al coronel: que Muza le había pedido
los planos de las baterías que defendían el valle Lukus; pero, rápidamente,
comprendió que el coronel podía adivinar su mentira o tratar de aprovecharla.
Mejor era decir la absoluta verdad.
El coronel,
sentado en la orilla del sofá, le escuchaba, levantando de tanto en tanto sus
grandes ojos pardos. Cuando Benegas terminó su relato, el coronel se puso de
pie resueltamente. Tenía todo el aspecto de un mico triste. Benegas,
rígidamente cuadrado, esperó su sentencia. El coronel encendió un cigarrillo,
miró melancólicamente el mapa de las cotas, y dijo:
-Hay siete
tenientes en este cuerpo en la misma situación que usted. ¡Esto es intolerable!
Mañana salimos a cumplir ejercicios de batería en los bosques de Rahel. Guedina
está atrás. No me causaría mucha gracia que cayera algún proyectil, por
equivocación, sobre la finca de Muza…, aunque, en verdad, mucho no se perdería.
Buenas noches, teniente.
Benegas,
tieso, saludó. Había comprendido.
La parcela
de Guedina se extendía por el valle, y allí, en su centro, se veía el
castillete con sus torrecillas de piedra, perteneciente a Muza, el prestamista.
Más allá se extendían las colinas pizarrosas, empenachadas de borbotones de
verdura rojiza y verde, y allá lejos, en una loma, el lienzo de cielo estaba
cortado por la línea azulenca de los bosques de Rahel.
Muza,
sentado en el tondo de su parque, bajo las ramas de un naranjo con Aischa a su
lado, probaba unas cortezas de limón confitado, que Aischa, soportando en un
plato, le ofrecía, sonriendo, de rodillas.
Fue un silbo
de pirotecnia; Muza miró, sorprendido, en rededor, cuando un obús estalló sobre
la cresta del bosque.
Aischa,
temblorosa, apretó contra él su juventud; pero Muza, espantado, se puso de pie,
y no había terminado de hacerlo cuando un estampido más próximo levantó del
suelo una columna de fuego y de tierra; y Aischa, desmayada de terror, cayó
sobre el césped. Muza la miró un instante sin verla y echó a correr hacia
adentro del parque.
Su terror no
conocía límites porque era un hombre pacífico. Sabía que varias baterías
estaban haciendo ejercicio de tiro más allá de la cortina azulenca del bosque
de Rahel; pero de allí a…
Esta vez el
impacto fue decisivo. El obús alcanzó el vértice de la torre de piedra, y la
torre de piedra de su hermosa finca se levantó por los aires como si la hubiera
arrancado una tromba por los cimientos; luego se desmoronó en una lluvia de
cascotes, y un grupo de criadas, de mujeres sin velo, de esclavos, salió del pórtico
principal chillando y arrastrando las criaturas consigo. Las mujeres entraron
en el ala derecha del parque.
Otro
estampido hizo temblar el suelo. Los muros de piedra del antiguo castillo, que
había pertenecido al cheik de Rahel, se resquebrajaron; una teoría de
columnitas, aventada al espacio por la explosión, fue a derramar sus tallos de
mármol en un estanque; nuevamente una cortina de proyectiles barrió el suelo y
los pocos lienzos de muralla que quedaban en pie bajo el sol de la tarde
temblaron y cayeron.
Muza se dejó
caer al suelo y comenzó a llorar. Comprendía. Los siete tenientes del cuerpo de
artillería, los siete hombres que él había beneficiado con sus préstamos,
bombardeaban deliberadamente su hermosa finca. No vacilaron en matarle a él, a
sus nueve esposas, a sus diecisiete criados. Como en una pesadilla lo veía al
maldito teniente Benegas, rodeado de sus soldados, incitándolos a concluir la
obra destructora con un asalto a la bayoneta.
Las lágrimas
corrían por el barbudo semblante del gigantesco Muza. Pero el fuego de las
baterías parecía enconado rabiosamente sobre las ruinas; algunos proyectiles
habían roto los caños del estanque; a cada explosión las piedras volaban entre
espesas nubes de humo negro y polvo; por sobre el césped se podían ver los
muebles destrozados por la explosión, los cojines despanzurrados. Cada
proyectil arrancaba de la tierra surtidores de cascajos.
Muza,
escondido ahora tras un árbol, miraba aterrorizado esta completa destrucción de
sus bienes.
Evidentemente,
los tenientes de artillería eran gente terrible.
Nuevamente
le pareció al prestamista ver al teniente Benegas rodeado de soldados adustos,
dispuestos a escarbarle en el vientre con la punta de sus bayonetas. Y el
terror creció tanto en él, que de pronto se puso a gritar como un endemoniado,
y ya no le bastó gritar, sino que con peligro de su propia vida corrió hacia
las ruinas de la finca. Las mujeres del bosque le gritaban que se detuviera,
que le iban a herir los cascos de los proyectiles que otra vez podían caer;
pero Muza, sordo, desesperado, quería acogerse a sus bienes despedazados, y
espoloneado por el furor que hacía girar el paisaje ante sus ojos como una
atorbellinada pesadilla de piedra y de sol, dando grandes saltos se introdujo
entre las ruinas; su cuerpo chocó pesadamente contra una muralla, la muralla
osciló y los cuadrados bloques de granito se desmoronaron sobre su cabeza.
Muza, el prestamista, dejó para siempre de facilitar dinero a los cristianos.
Veinticuatro
horas después el coronel presentó un sumario al Alto Comisionado, y el Alto
Comisionado se excusó ante el Califa:
-Ocurrió que
durante la marcha el retículo de un telémetro se corrió en su visor a
consecuencia de un golpe, lo que determinó un error de cálculo en el “reglage”
del tiro. Era de felicitarse que la desgracia de Guedina no hubiera provocado
más muertes que la de Muza, víctima no de los proyectiles, sino de su propia
imprudencia.
El Califa,
infinitamente comprensivo, sonrió levemente. Luego dijo:
-Me alegro
de que el asunto no tenga mayor trascendencia, porque Muza no pertenecía a la
comunidad marroquí, sino argelina.
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