Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

La puntada de Joaquín González Eiris (Caracas, 1899 - 1967)


Enfermo doliente y soledad de Emma Cano (Asturia, España) Tomado de: http://periodismohumano.com/culturas/luz-en-hipocratia-retrato-de-la-humanidad-en-los-hospitales.html





1

Urbana despertó cuando la noche, todavía en ple­nitud, se volcaba sobre el empobrecido caserío de Caricual y la compacta oscuridad desdibujaba el tosco perfil de las humildes viviendas, amenguaba el tupido verdor de los árboles y envolvía los an­chos y pelados corrales campesinos donde enmude­cían los gallos decapitados por el cerrado abanico del ala que arropaba sus curvados pescuezos.
Apenas los ojos de la mujer flotaron en el denso lago sombrío del cuarto, advirtió que Juvenal no dormía. Un leve ruido intermitente, familiar a sus oídos, crecía en el aposento contiguo al suyo: el crujir del chinchorro en cuya profundidad el pesado cuerpo del hombre aminoraba el agobiante calor de las siestas y se hundía, al apagarse la tarde, en el abismo sin fondo del sueño.
A Urbana le pareció cada vez más acelerado el movimiento del chinchorro y el acento que levan­taba lo comparó con las violentas rasgaduras de un vestido almidonado. Le resultaba bastante ex­traña la vigilia del hombre. ¿Desvelado a esas ho­ras? ¿Cuándo siempre después de cenar caía en el colgante lecho para no despertar más hasta el otro día?
Indagó con voz ruda, aunque no exenta de cariño:
—¿Qué fue, Juvenal?
Por toda respuesta el hombre emitió un débil que­jido, acompañado de débil interjección:
—¡Ay!... ¡Cará...!
Entonces la mujer inquirió de nuevo, con ento­nación casi maternal:
—¿Tienes algo, mijo? ¿Es que no puedes dormir? Verdaíta que la calor en mucha. ¿O es que te mo­lesta la plaga?
Hizo la última pregunta porque ella sentía en torno a su cabeza la afilada orquestación de los zan­cudos y suponía que el compañero no lograba conciliar el reposo por la misma causa. Experimentó molestia al ver que el hombre no atendía a sus pa­labras y ensartó un duro reproche.
—¡Contesta, malcriado! ¿Se té acabó la lengua? ¡Di lo que tienes!
En el apretado silencio la voz de Juvenal abrió un surco de tenue claridad, como si rompiera las es­pesas sombras:
—No quería decirte nada ¿sabes? Pero desde enantico tengo una cosa maluca. Siento una pun­tada, aquí... aquí... —Hablaba con lentitud y la mujer reconstruía mentalmente si veía un dedo nu­doso y oscuro, como tronco de raíz, señalando un lugar del cuerpo.
—¿Dónde es aquí, chico? ¡Anda! ¡Cuenta ligero! Para levantarme y prepararte cualquier cosa.
—Aquí... en todita la boca del estómago.
—¿Cerca del maruto, entonces?
—Umjú —Ella oía como si él empujara—, Y es igualito a un mordisco. ¡Cónfiro!
—¿Qué será eso?
—Si yo supiera...
—A lo mejor es un viento atravesado. Te puedo cocinar un guarapo de ruda. ¿Quieres?
—En todavía no, mija. Yo creo que esto me pasa solo. Descansa tranquila.
—El que debes descansar eres tú —dijo la mu­jer en tono de advertencia, mientras su mirada pre­tendía localizar la hora en la oscuridad del aposento. Así la adivinaba siempre: por las aristas de luz que ya en la madrugada comenzaban a filtrarse al través de las hendijas del techo de palmas— Re­cuerda que tempranito te aguardan donde Justo Marino, el de Loma Amarilla y también Tobías Mi­llo, el que arrendó los conucos de Santoalegre.
—Umjú.
Urbana lo incitaba a dormir recordándole las obli­gaciones. Por eso avivaba la conversación. Creía que el sueño, a modo de sedante, le haría desaparecer la puntada y amanecería bien del todo.
—Oye... y Tobías debe estar malo. El muchacho que vino de su parte, te esperó toda la tarde, hasta que se acabó la solana. Se fue aimismito antes de tu llegar. Esa demora quiere decir mucho.
Juvenal nada respondió. Y el paréntesis de si­lencio iniciado se fue ensanchando, para ella hasta los linderos de la meditación sobre el extraño dolor del marido y para él más allá de las orillas de una naciente preocupación, porque la tenacidad de aquel mordisco no le dejaba respirar.
La mujer continuaba recogiendo el eco del chin­chorro en su inalterable vaivén. Escuchaba a lo largo del negro vacío que se interponía entre el cuerpo del compañero y el suyo, el rítmico rezongo de las tensas cabulleras y, al mismo tiempo, el irri­tante roce de los nudos del mecate en las argollas empotradas en la pared y cuyos monocordes ris-ras afectaban el opaco ronquido de un asmático. A ve­ces los confundía con el resuello del hombre, respi­ración desigual, entrecortada, angustiosa, como la de un animal fatigado.
Ya habían transcurrido minutos sin canjearse pa­labras. Al fin ella notó que el ruido se iba apagando lentamente, se desdibujaba en las sombras, se de­bilitaba a modo del isócrono latir del corazón de un moribundo.
—Ya se está rindiendo. ¡Gracias a Dios! —pensó Urbana. Y se sintió envuelta en la misma ancha mu­dez que afuera tenía el campo en reposo.
A esa hora todavía el silencio bostezaba hacia el horizonte. Caminaba más allá de las cálidas tinie­blas que borraban las formas del campo, con sus veredas reptantes, con sus tierras sembradías, con sus rústicas viviendas destartaladas, construidas so­bre horcones que mantenían firmes las paredes y los techos de livianas palmas amasadas con barro. Solo a instantes leves signos de vida delataban el mundo exterior: el suave batir del viento contra las ramas de los árboles o el peinar, en ligeros es­tremecimientos rumorosos, la ocre y desgreñada ca­bellera de los maizales de apretadas mazorcas ya endurecidas; el concierto ininterrumpido de las ra­mas en las remotas lagunas o en los charcos dejados por el invierno; el acento cromático de los grillos remedando el apagado sonido de un reloj desper­tador.
Urbana comenzó a sentir una laxitud que le subía desde los desnudos pies, buscando el refugio de los párpados, hasta que el sueño la arrastró suavemente a la grata deriva de la inconsciencia.

2

Regresó a la realidad cuando el aposento recogía, aún no madura, la claridad de la madrugada y el altanero diálogo de los gallos abría caminos en la distancia y las cosas recuperaban sus vivos con­tornos.
Urbana se dirigió al cuarto de Juvenal. Encon­tró a éste incorporado en el chinchorro. Estaba de­macrado, jipato y sus pupilas vagaban por las pa­redes y rincones del aposento como en la persecu­ción de objetos perdidos. Sus pies, grandes y de­formes, con abultados juanetes y chatos dedos que parecían batracios, balanceábanse inquietos, sin to­car el suelo, piso de cuya tierra ascendía un fuerte vaho mohoso, un acre olor de humedad por la cons­tante ausencia de sol.
—¿En todavía te sientes mal? —preguntó con di­simulada inquietud la mujer, viendo el deplorable aspecto del compañero.
Casi no podía pronunciar palabra, pero haciendo un pesado movimiento para enderezar el busto y mirar mejor la cara de Urbana, habló como si se hallara distante. Su voz se quebraba en pausas de asfixia y era débil como un balbuceo de niño. Pa­recía hebra de hilo que fuera a romperse:
—Peor. Antes era un apenitas y ahora la siento como... como... —buscaba una comparación capaz de dar una exacta idea de la intensidad del dolor— como... una puñalada.
—¿No será que ayer cuando fuiste al pueblo co­miste algo y te hizo daño? Pon memoria. ¿Bebiste?
Juvenal movió la cabeza, con indecisa pesantez, en señal de asentimiento.
—¡Hum! Ya lo sabía —comentó con desagrado la mujer— y cualquiera averigua con quién bebiste y lo que beberías. Seguro que tomaste uno de esos amargos preparados con pepas y yerbas. ¡Las por­querías de siempre! ¡Ah, hombre éste! No se con­vence de que le hace daño y de que no todos son sus amigos. Nunca me olvido de aquella arrojadera que se te pegó por eso mismo, al día siguiente de andar emparrandado con el Tadeo Mujica. A mí na­die me quita una idea... ¡y tú sabes cuál es! Eso de que tú seas el paño de lágrimas, la salvación de casi todas las gentes de este lugar, muchos no te lo perdonan.
El tono de agria reconvención exasperaba los ner­vios del 'hombre, pero no se atrevía a protestar te­meroso de que le arreciara el dolor. Ella siempre era así, le censuraba sus compañías en la calle y siempre, también, le había reservado a Mujica un odio inextinguible. Había algo que no le perdo­naba y para justificar la tirria que le tenía, cierta vez su aguda suspicacia de campesina concibió una tremenda infamia. Juvenal no le hacía caso. Cono­cía bien a Urbana. Solo le había molestado ahora durante la inoportuna reláfica el uso de la palabra "yerbas". Al escucharla experimentó ligera desazón, como si se le enrostrara un delito de complicidad. Él vivía de las yerbas, las buscaba en el monte, las recetaba, las utilizaba en la preparación de bebe­dizos, pretendía hacer curaciones con ellas. Y si era por las personas con quienes el día anterior es­tuvo toda la tarde en la pulpería del tuñeco Gutié­rrez, ningún Tadeo capaz de malograrle se había acercado al mostrador del negocio.
Juvenal hubiera podido explicarle todo esto a la mujer, pero carecía de ánimo suficiente para en­granar relatos.
Ante el mutismo del hombre, reconociéndose dura en aquellos instantes cuando el sufrimiento lo ani­quilaba, Urbana insinuó con frase cariñosa:
—Bueno, mijito, estamos perdiendo el tiempo. ¿Te preparo algo? Un guarapito de manzanilla no te caería mal. También podrías ponerte ahí varios emplásticos de linaza. O recétate tú mismo. El que puede caminar no necesita que lo lleven arrebiatado. Entonces ¿para qué sabes de remedios?
Él la miró con acentuada tristeza, como si en el rostro de ella se retratara su propia conciencia. Y respondió vencido por el asedio de la mujer:
—Nada de eso me arranca esta puntada. Cuando me arrecia es un dolor del otro mundo. Estoy se­guro que me va a matar. Lo siento como si aden­tro me apretaran un nudo y ya fuera a romperse. Mejor sería que me hicieras un favor. ¡Ay, mi ma­dre! ¿No ves? Ya me volvió.
Ella trataba de insuflarle ánimo, mientras él re­primía gritos de desahogos y llevábase ambas manos al abdomen:
—¡Chico, no seas tan zoquete! ¡Qué matar ni ma­tar! Todos los dolores en la barriga son así, muy lidiosos. ¡Deja ese matar de mis tormentos! Parece mentira que un hombre como tú, tan completo y tan acostumbrado a ver enfermos y gente bo­queando, te pongas chiquitico por una pazguatada. ¡Dime el favor! ¿Qué es lo que quieres?
Acezaba como un perro agonizante y repuso:
—El favor es... ponte en un saltico donde el com­padre... Hilario Redondo y... cuéntale esto... todo lo que me está pasando... Dile que venga... él me puede ayudar en este trance... ¡Ay, Dios mío!
Emitió estas frases y tornó a doblar el busto hundiendo el mentón en el pecho.
La mujer se perdió hacia la calle, entre un haz de luz recién nacida. Al caminar sus pies levan­taban el polvo de un ruido chocante y áspero, un rumor de alpargatas deterioradas, cuyas suelas da­ban la impresión de sostener una charla incoherente o de aplaudir a dúo con la superficie del suelo. El eco de sus apresurados pasos remedaba el fastidioso cloquear de las gallinas en los corrales cercanos.
Juvenal volvió a echarse en el chinchorro. Tenía una resignación de bestia domesticada.
Era un mulato de madura edad. Casi indefinida. Podía frisar en los cincuenta o sesenta años. Sin embargo, estaba entero. Mostraba fortaleza y ro­bustez. Su cuerpo sostenía el peso de una cabeza grande, estrambótica, en cuyo conjunto resaltaban groseros rasgos: los ojos, completamente redondos, eran verduscos y pequeños, cetrinos, como las para­paras cuando aún están medio jojotas; la nariz, po­bre de perfil, recordaba el borroso relieve de las monedas gastadas; los labios, gruesos y abultados, velaban a instantes dos ringleras de simétricos dien­tes, normales en tamaño, pero ennegrecidos por el tabaco de mascar.
Juvenal Guanape estaba familiarizado con todos las habitantes de Caricual y sus alrededores y era la persona más importante de aquellas apartadas regiones donde aún se desconocían los servicios de un médico.
A esta circunstancia debíase su fama, la aureola que envolvía su nombre desde hacía muchísimos años, cuando comenzó a ejercer el oficio de curan­dero y en cuyas prácticas también había logrado cosechar pingües beneficios materiales. Para en­tonces él no era sino un pobre agricultor más, uno de los tantos hombres enraizados a las duras faenas labriegas. Sembraba sus miserables conucos y reco­gía los precarios frutos que en ocasiones apenas si llegaban a cubrir las necesidades del propio consu­mo. Pero la casualidad le demarcó otros rumbos propicios a la ajena especulación. Fue a raíz de ha­cerle desaparecer a la hija de otro campesino, agri­cultor en ínfima escala, una culebrilla ya a punto de unir sus extremos.
La curación causó estupor en un ambiente donde prosperaban como plantas parasitarias el secular fa­natismo y las absurdas creencias nutridas por la ignorancia. Desde ese día solo se oyó, durante mu­cho tiempo, hablar del milagro de Guanape y se le catalogó entre las personas mitad brujos, mitad cu­riosos, que conocen de yerbas, tienen pacto con los espíritus y al conjuro de oraciones y ensalmos, de­vuelven la salud a los pacientes.
Y empezó a ser solicitado. A cada instante llegaban a la puerta de su vivienda hombres y muje­res en busca de la limosna de sus conocimientos. Le adulaban. Le respetaban. Juzgaban infalibles sus diagnósticos. Nadie ponía en duda sus vastos re­cursos ni nadie se atrevía a desmentir la eficacia de las medicinas que él mismo preparaba y adminis­traba a los enfermos. A diario se le veía por el mon­te, recogiendo y seleccionando hojas y cogollos, ra­mas y troncos que luego maceraba y cobraba a buen precio.
Se podían recorrer largas distancias y no se en­contraba otra persona tan facultada ni tan enten­dida en dolencias del cuerpo y del espíritu como Ju­venal Guanape. El único que le iba a la zaga en experiencia y casi se le equiparaba en prestigio era Tadeo Mujica. Pero éste ejercía en lejanas zonas, trabajaba en jurisdicciones remotas y de este modo no se establecía ninguna competencia en sus es­peculaciones.
Este deslinde en sus campos de actividad era la causa de que se trataran como amigos. En ocasio­nes, cuando la casualidad los reunía, bebían juntos y hasta se contaban sus secretos, muchas de las cosas relacionadas con el oficio. Al mismo tiempo se profesaban mutuo respeto. Cada uno al reconocerse ignorante, sin nociones de botánica, despojado de la verdad de sus explotaciones, creía advertir en el otro los fundamentos esenciales en cuanto al ade­cuado tratamiento a los enfermos y lógico suminis­tro de los medicamentos. Quizá de ahí nacía el odio que Urbana le reservaba a Mujica, como era pro­bable también que la mujer de éste lo cultivara en relación con Guanape. Era el odio oscuro de un secreto adivinado por el egoísmo de los nexos ma­ritales.

3

Hilario Redondo fue el encargado de difundir la noticia. A la media hora de haber visitado al com­padre ya lo sabía todo Caricual y comenzaba a alongarse con dirección a los pueblos vecinos. Co­rría con la rapidez de las brisas sabaneras que no encuentran obstáculos. Apenas si se detenía un ins­tante a las puertas de los ranchos o en el interior de las viviendas más amplias para sembrar el asom­bro y el desconcierto.
—Se está muriendo Juvenal Guanape... se está muriendo... se está muriendo... se está muriendo.
—Está agonizando Juvenal Guanape... está ago­nizando ... está agonizando... está agonizando.
—Ya perdió el habla... perdió el habla... perdió el habla.
El viento continuaba devorando distancias, no tan solo en la voz de Hilario Redondo, sino también en el eco de las personas ya informadas.
Las gentes sorprendidas, consternadas, abando­naban sus quehaceres y se introducían en los veci­nos ranchos para comentar el trágico suceso. Entonces las mujeres llevadas por su fértil imagina­ción, al abordar el relato, abundaban en detalles conmovedores, lo ilustraban con la pintura de patéticas escenas.
Los oyentes tejían supersticiosas deducciones. Quizás alguno de los espíritus invocados por Guanape se le había metido en el cuerpo y trataba de llevárselo. Las almas en pena se cansaban del cons­tante requerimiento de los vivos. No faltaba quien dijera que la desgracia no le cogía de sorpresa. Nunca como en esas últimas noches había cantado la pavita con más empeño ni de modo tan triste. Otras personas opinaban que por adelantado se sa­bía que una cosa muy seria iba a suceder en Caricual. Más de una vez advirtieron en el silencio noc­turno el cacarear de las gallinas dormidas, y cuando ellas soñaban así era porque se avecinaba algo muy malo.
Ante estas narraciones cargadas de misterio y de cábalas, santiguábanse las viejas y un rumor de voces, como el sombrío aletear de pesados murcié­lagos, estremecía el ambiente.
—¡Virgen del Socorro, ten piedad de nosotros!
—Aplaca tu cólera, Señor.
—¡Virgen de los Desamparados, protégenos!

4


Sin embargo, no todos creían en la gravedad del curandero. Su poder de sugestión había llegado a los límites de que se le considerara inmortal. Y la gente, para con sus propios ojos cerciorarse de la verdad, comenzó a invadir la casa del enfermo.
Ante el chinchorro, ahora paralizado como un péndulo, donde Juvenal yacía inmóvil, pero aún con vida, desfilaba la masa ignorante e incrédula, se detenía la curiosidad. Lo veían de pies a cabeza, observaban la inactividad de sus miembros o las ho­rribles gesticulaciones que eran como los ecos de aquella puntada, tenaz, asesina, lacerante. Debía ser el suyo un dolor que le roía las entrañas, porque, a instantes, se mordía los labios por cuyas comisuras formaban débiles cruces sanguinolentas salivaciones.
Impresionados por el espectáculo, los visitantes partían tristes. Meditabundos los hombres, lloro­sas las mujeres. Defraudados todos por un oscuro y adverso destino que les arrebataba en la persona de aquel hombre y en aquellos remotos lugares sin recursos para defensa de la vida, la seguridad de sus frágiles existencias. Porque Juvenal llenaba con sus mañas, con su empirismo, en un mundo despo­jado de claros raciocinios, los huecos del temor y la angustia, todos los huecos en donde las personas veían andar, con perennidad de castigo, el dolor siempre enlazado al miedo a morir. Esos huecos de espanto los cubría él con una sola palabra cuyo optimismo nutre los sueños y los contados días del hombre: la esperanza.
No era mentira cuanto había pregonado el viento en la voz de las gentes: Juvenal ya no hablaba. La intensidad del dolor le había precipitado una total afasia. Ya tenía los pómulos salientes, a modo de romos pedruscos, cuarteados los violáceos labios in­hábiles, las pupilas cargadas de telarañas inexpre­sivas, verdusca la piel, profundizadas las mejillas, anhelante el pecho, con aspiraciones de fuelle can­sado. Solo conservaba igual, inalterable, el conocimiento, el candil que todavía ponía luces receptora en sus oscuras y precarias ideas. Diferenciaba las personas. Reconstruía sus nombres, sus bienes de fortuna, las tierras que cultivaban, sus defectos y sus virtudes, las veces que enfermaron, los medica­mentos suministrados a cada uno y el dinero reci­bido por él en pago de los servicios prestados.
Su cerebro, ahora más activo por un fenómeno de compensación ante la pérdida de otras facultades, hilvanaba recuerdos con asombrosa exactitud.
"Ahí está Gregorio Matos —se decía clavándole los ojos cargados de vaguedad—. Una vez le mandé unas pócimas de guásimo con ruibarbo. Y tuve suer­te. Se le cortaron las calenturas. Llevaba cuatro meses tumbado en el catre. Me pagó diez pesos."
"Llegó Nicandro Cuello. Una mañanita limpian­do un rastrojo lo mordió una coral. Le di un coci­miento de raíces de mato y yuquilla y a los dos días salió a trabajar sus conucos. Como no tenía plata, me regaló tres cochinitos bien maiciados."
"Ese que acaba de entrar es Nicolás Soto, el de La Cumbre. Él todavía me debe un menudito de cuando lo pateó una mula en Jueves Santo.' Dicen que fue castigo del cielo por trabajar ese día. Ya como que no voy a tener tiempo de cobrarle. A lo mejor me paga en velas."
"Hace tiempo que no agüeitaba a Gervasio Rostro. Desde que le curé el pasmo de una cortada en el pie. ¡Buen muchacho! Me dio doce pesos en mone­das de a cuatro. Y le mandó de regalo a Urbana nueve gallinas, gordas y ponedoras. En el corral como que quedan tres."
"Sí, la que conversa con Urbana es Dominga Maita. En un velorio de cruz le dieron a su marido un machetazo en la mano zurda. Brotaba mucha san­gre y como no tenía algodón del recogido en las matas, le puse sobre la carne vivita mi pañuelo y un pedazo de su cobija. Al otro día era difunto."
"Llegó el tuñeco Gutiérrez. Parece amanecido y anoche como que bebió. Sí. Y bastante. Camina de un modo raro. A lo mejor estuvo en un joropo. Entonces ayer fue sábado. Sábado. Sí. Ya tengo cinco días con esta puntada. Ahoritica no la siento tan fuerte o es que me estoy acostumbrando al do­lor. Antes me parecía más duro. Sí. Ayer fue sábado y hoy es domingo. Ojalá que mañana lunes, ya no tenga nada. Sé que es domingo porque el tuñeco no abre la pulpería los domingos. Y también por lo que tiene en la mano. Es un saco. Un saco con un gallo adentro. Va para los gallos. Yo también fuera. Pero nadie puede ir a los gallos con una puntada así. Y sin poder gritar menos. Nadie sa­bría si estaba dando de a diez al gallo pinto del tuñeco o al otro... Yo creo que nunca más voy a ir a los gallos. ¡Ay, mi madre! Me volvió la bicha."

5

En plena lucidez mental, no ignoraba que aquella puntada en el estómago, aquel dolor semejante a un constante mordisco de perro rabioso, lo mataría. Después de haber gozado casi toda su vida fama de curandero infalible, estaba condenado a morir de un simple dolor ridículo. ¡Cómo se reirían de él a raíz de su muerte! Quizá ya comenzaban a reírse. Pero se reirían más sabrosos cuando vieran meter su cuerpo en la urna fabricada con pedazos de ca­jones comprados en la pulpería del tuñeco Gutiérrez. Se reirían cuando lo tiraran ¡pum!, como un bojote cualquiera, en el profundo hueco de aquellas peladas tierras de Caricual, junto a los cerros donde nadie sembraba. Sí, era seguro que se burlarían de él y hasta le parecía escuchar algunos comentarios: "Y si sabía tanto, ¿por qué no se curó él mismo?" "¡Qué iba a saber!" "Lo que sabía era sacarle los reales a uno". Y ya enterrado, abandonado, llegaría otro curandero a ocupar su puesto. Lo sucedería otro yerbatero. Ya adivinaba quién era. Creía estarlo viendo. Tadeo Mujica. Entonces, éste que sí sabía de curaciones, le diría a las personas todo cuanto él había sido: un vividor, un embustero, un especu­lador de las pobres gentes de Caricual. Ahora se daba cuenta de una cosa: si hubieran llamado a Mujica para que lo viera, tal vez se hubiera salvado. Pero su mujer no lo quería, lo odiaba y este odio contribuiría a su muerte.
Rodeado de visitantes, en cada rostro advertía como una partícula de su propia historia y com­prendía que había sonado la hora de hacer el balance de su actuación. Había llegado el momento de rendir las cuentas contraídas con aquellas inge­nuas gentes que por el miedo a morir se confiaban a su voluntad, como él ahora se entregaría en manos de Tadeo Mujica. Viendo el largo desfile de per­sonas, Juvenal pensó algo que como un eco de su conciencia, no estaba exento de lógica: tal vez no iban para acompañarle un instante ni enterarse de su salud, ni empujados por preocupaciones amisto­sas, sino a verle agonizar para tranquilidad de sus vidas amenazadas por él y seguridad de sus cuerpos a la disposición de su ignorancia y de sus mentiras.
¡Ah! Si pudiera hablar obligaría a Urbana a ir en busca de Tadeo Mujica para que le arrancara de una vez aquella puntada o pusiera fin al tormento con el veneno o la brujería que su mujer supuso le había echado en el aguardiente, hace tiempo, cuan­do se emparrandara en su compañía. Ahora quien le daba el veneno era ella, porque odiaba al otro. ¡Si le buscaran a Mujica! ¡Si le trajeran a Mujica! Quizá lograría burlar los asedios de la muerte. Él podía pagar todo cuanto cobrara Mujica. Era capaz de dar por la asistencia de Mujica todo cuanto ha­bía ahorrado y acumulado durante su actuación de curandero: los conucos de Santoalegre, las tierras de Yagrumito, la haciendita de La Cumbre y hasta los reales que Urbana le guardaba en el fondo del desvencijado baúl que estaba en uno de los rincones del cuarto de ella.
Pero no podía expresar sus deseos. Porque no podía hablar y tampoco sabía escribir.
Debatiéndose en esta angustia vio llegar un hom­bre. Lo reconoció en el acto. Era Nicasio Álvarez. Su presencia le causó violenta impresión agradable. En aquel campesino estaba el origen de su men­tira. Allí, en aquel cuerpo casi anciano, había na­cido y prosperado toda su fama. A él le debía toda la aureola de milagrero que le envolvía, la leyenda forjada por la imaginación colectiva, desde aquella lejana fecha cuando una culebrilla apareció en el cuerpo de su hija y él con un vulgar emplasto de yerbamoras detuvo el proceso de la infección cu­tánea y devolvió la salud de la paciente. Lo demás fue obra de la imaginación popular y producto de las necesidades del medio. En Caricual no habia médico y como todo el mundo tiene el derecho de tejer los encajes de su esperanza, en el anhelo de permanecer enraizado a la vida como el árbol a la tierra, crearon de la mentira de Juvenal Guanape una verdad casi perdurable.
Por primera vez durante su enfermedad, Juvenal sonrió. Le sonreía al visitante. Ante el amable ges­to del paciente que miraba a Nicasio Álvarez con ojos traslúcidos de agradecimiento, éste se acercó al chinchorro y colocó cariñosamente una de sus ma­nos en la frente calenturienta del hombre. Luego movió la cabeza en señal de desconsuelo y se alejó encorvado, bajo el peso de los años y de una gran tristeza.
Al contacto de la mano amiga, Juvenal había unido los párpados y desde ese momento casi entró en estado comatoso. Ya no sentía la puntada y hasta creía respirar con menos dificultad. Empe­zaba a sentir liviano el cuerpo. Algo le arrastraba hacia una confortable languidez, a la deriva de un profundo bienestar. Como si estuviese cansado y sus miembros se abandonaran a la laxitud del sueño. Como si soñara.
El único movimiento de su cuerpo se reflejaba en un leve y tardo ademán: suspendía pesadamente una de las manos y espantaba esa mosca imagina­ria que ven o sienten revolotear sobre su cara todos los moribundos.

6

Expiró al atardecer, ya entre dos luces, cuando los últimos pericos en vuelo triangular regresaban ahítos de los maizales y ponían una movediza man­cha verde en el espacio sin tildes de nubes y lle­naban de loca algarabía la triste paz campesina.
Supieron que había muerto porque el chinchorro, inmóvil, crujió de modo inusitado, como si se que­jara.
Hombres rústicos de La Cumbre, Santoalegre y Yagrumito, hicieron romería, desde sus apartadas regiones para ver de cerca la cara de la muerte en la cara de un hombre a quien ellos creían adeudarle la vida.
Ya a tempranas horas del anochecer el cuarto del difunto se llenó de pausadas voces y de antagónicos olores. Olía a café, a humo de tabacos, a sudor y a tierra labrantía, a sebo derretido. Cuatro chorrean­tes velas regalaban nuevas livideces cambiantes a la lividez rígida de la faz del cadáver. La noche caía con el silencio de siempre. Apenas si se escuchaba a ratos el somnolento acento de algún gallo o el úl­timo fatigado cloquear de las gallinas buscando acomodo en el tinglado del corral, y, afuera, el desolador ladrar de los perros ante la proximidad de las apretadas tinieblas, junto con el estremecimiento de los maizales al soplo de las primeras brisas cá­lidas arrastradas por el nacimiento del verano. Mu­jeres de voz gangosa desgranaban interminables rosarios.
Al amanecer, en hombros de amigos, los hombres que le debían gratitud, fue conducida la tosca urna donde reposaba el cuerpo de Juvenal Guanape y cuya pesada carga disputábanse los campesinos que formaban el fúnebre cortejo. Entre palabras opa­cas, desteñidas por la penosa emoción, trataban de revivir al difunto. Retrotraían sus conocimientos, sus curaciones, los secretos que poseía, los milagros de su ciencia. Y al hablar lo hacían como temerosos de algo o de alguien, como si en torno de ellos ron­dara la muerte y les acechara con más empeño para arrebatarles sus vidas.
Tras el féretro, casi presidiendo el acompaña­miento, marchaba silencioso, cabizbajo, tratando de no levantar ruido con sus alpargatas listadas, Tadeo Mujica. Pero la gente lo advirtió por el som­brero de anchas alas, por el afilado machete bajo el brazo y la gruesa cobija de invierno terciada al hombro, compañeros indispensables del hombre cuan­do se aventura a transitar desolados caminos.
En el brazo izquierdo, sobre la manga del arru­gado paleto de dril, lucía, en señal de luto, una an­churosa cinta negra. Las personas le sonreían con amabilidad y le miraban con respeto: era el su­cesor de Juvenal Guanape. Era la esperanza.
Él parecía muy compungido.

2 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Hola Marco, gracias por acercarte a La Isla Inquieta. Hay que considerar el momento en que este cuento fue escrito, mediados del siglo pasado, cuando en Venezuela se estaba elaborando el proyecto de modernidad que logró mantenerse por muchas décadas: Una Venezuela analfabeta y con carencias muy profundas en diversas áreas de la vida entre ellas la salud. No sé a que te refieres cuando expresas "Demasiado malo", si al cuento en su estructura o a las escenas que se presentan. El relato tienen una lógica narrativa muy lineal y a mi juicio de calidad, donde se presentan imágenes de interés. Es un cuento que habla de la tristeza, de la pobreza y de la resignación, actitud que muchas veces dadas las circunstancias, es propia y es común en muchas gente. Por otra parte, Joaquin González Eiris fue considerado un escritor del pesimismo.

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La casa es un tejido de ruidos

Los ruidos de la casa

LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”