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Enfermo doliente y soledad de Emma Cano (Asturia, España) Tomado de: http://periodismohumano.com/culturas/luz-en-hipocratia-retrato-de-la-humanidad-en-los-hospitales.html |
1
Urbana despertó cuando la noche, todavía
en plenitud, se volcaba sobre el empobrecido caserío de Caricual y la compacta
oscuridad desdibujaba el tosco perfil de las humildes viviendas, amenguaba el
tupido verdor de los árboles y envolvía los anchos y pelados corrales campesinos
donde enmudecían los gallos decapitados por el cerrado abanico del ala que
arropaba sus curvados pescuezos.
Apenas los ojos de la mujer flotaron en
el denso lago sombrío del cuarto, advirtió que Juvenal no dormía. Un leve ruido
intermitente, familiar a sus oídos, crecía en el aposento contiguo al suyo: el
crujir del chinchorro en cuya profundidad el pesado cuerpo del hombre aminoraba
el agobiante calor de las siestas y se hundía, al apagarse la tarde, en el
abismo sin fondo del sueño.
A Urbana le pareció cada vez más
acelerado el movimiento del chinchorro y el acento que levantaba lo comparó
con las violentas rasgaduras de un vestido almidonado. Le resultaba bastante extraña
la vigilia del hombre. ¿Desvelado a esas horas? ¿Cuándo siempre después de
cenar caía en el colgante lecho para no despertar más hasta el otro día?
Indagó con voz ruda, aunque no exenta de
cariño:
—¿Qué fue, Juvenal?
Por toda respuesta el hombre emitió un
débil quejido, acompañado de débil interjección:
—¡Ay!... ¡Cará...!
Entonces la mujer inquirió de nuevo, con
entonación casi maternal:
—¿Tienes algo, mijo? ¿Es que no puedes
dormir? Verdaíta que la calor en mucha. ¿O es que te molesta la plaga?
Hizo la última pregunta porque ella sentía en torno a su cabeza la
afilada orquestación de los zancudos y suponía que el compañero no lograba
conciliar el reposo por la misma causa. Experimentó molestia al ver que el
hombre no atendía a sus palabras y ensartó un duro reproche.
—¡Contesta, malcriado! ¿Se té acabó la
lengua? ¡Di lo que tienes!
En el apretado silencio la voz de Juvenal abrió un surco de tenue
claridad, como si rompiera las espesas sombras:
—No quería decirte nada ¿sabes? Pero
desde enantico tengo una cosa maluca. Siento una puntada, aquí... aquí...
—Hablaba con lentitud y la mujer reconstruía mentalmente si veía un dedo nudoso
y oscuro, como tronco de raíz, señalando un lugar del cuerpo.
—¿Dónde es aquí, chico? ¡Anda! ¡Cuenta
ligero! Para levantarme y prepararte cualquier cosa.
—Aquí... en todita la boca del estómago.
—¿Cerca del maruto, entonces?
—Umjú —Ella oía como si él empujara—, Y
es igualito a un mordisco. ¡Cónfiro!
—¿Qué será eso?
—Si yo supiera...
—A lo mejor es un viento atravesado. Te
puedo cocinar un guarapo de ruda. ¿Quieres?
—En todavía no, mija. Yo creo que esto me
pasa solo. Descansa tranquila.
—El que debes descansar eres tú —dijo la
mujer en tono de advertencia, mientras su mirada pretendía localizar la hora
en la oscuridad del aposento. Así la adivinaba siempre: por las aristas de luz
que ya en la madrugada comenzaban a filtrarse al través de las hendijas del
techo de palmas— Recuerda que tempranito te aguardan donde Justo Marino, el de
Loma Amarilla y también Tobías Millo, el que arrendó los conucos de
Santoalegre.
—Umjú.
Urbana lo incitaba a dormir recordándole
las obligaciones. Por eso avivaba la conversación. Creía que el sueño, a modo
de sedante, le haría desaparecer la puntada y amanecería bien del todo.
—Oye... y Tobías debe estar malo. El
muchacho que vino de su parte, te esperó toda la tarde, hasta que se acabó la
solana. Se fue aimismito antes de tu llegar. Esa demora quiere decir mucho.
Juvenal nada respondió. Y el paréntesis
de silencio iniciado se fue ensanchando, para ella hasta los linderos de la
meditación sobre el extraño dolor del marido y para él más allá de las orillas
de una naciente preocupación, porque la tenacidad de aquel mordisco no le
dejaba respirar.
La mujer continuaba recogiendo el eco del
chinchorro en su inalterable vaivén. Escuchaba a lo largo del negro vacío que
se interponía entre el cuerpo del compañero y el suyo, el rítmico rezongo de
las tensas cabulleras y, al mismo tiempo, el irritante roce de los nudos del
mecate en las argollas empotradas en la pared y cuyos monocordes ris-ras afectaban
el opaco ronquido de un asmático. A veces los confundía con el resuello del
hombre, respiración desigual, entrecortada, angustiosa, como la de un animal
fatigado.
Ya habían transcurrido minutos sin
canjearse palabras. Al fin ella notó que el ruido se iba apagando lentamente,
se desdibujaba en las sombras, se debilitaba a modo del isócrono latir del
corazón de un moribundo.
—Ya se está rindiendo. ¡Gracias a Dios!
—pensó Urbana. Y se sintió envuelta en la misma ancha mudez que afuera tenía
el campo en reposo.
A esa hora todavía el silencio bostezaba
hacia el horizonte. Caminaba más allá de las cálidas tinieblas que borraban
las formas del campo, con sus veredas reptantes, con sus tierras sembradías,
con sus rústicas viviendas destartaladas, construidas sobre horcones que
mantenían firmes las paredes y los techos de livianas palmas amasadas con
barro. Solo a instantes leves signos de vida delataban el mundo exterior: el
suave batir del viento contra las ramas de los árboles o el peinar, en ligeros
estremecimientos rumorosos, la ocre y desgreñada cabellera de los maizales de
apretadas mazorcas ya endurecidas; el concierto ininterrumpido de las ramas en
las remotas lagunas o en los charcos dejados por el invierno; el acento
cromático de los grillos remedando el apagado sonido de un reloj despertador.
Urbana comenzó a sentir una laxitud que
le subía desde los desnudos pies, buscando el refugio de los párpados, hasta
que el sueño la arrastró suavemente a la grata deriva de la inconsciencia.
2
Regresó a la realidad cuando el aposento
recogía, aún no madura, la claridad de la madrugada y el altanero diálogo de
los gallos abría caminos en la distancia y las cosas recuperaban sus vivos contornos.
Urbana se dirigió al cuarto de Juvenal.
Encontró a éste incorporado en el chinchorro. Estaba demacrado, jipato y sus
pupilas vagaban por las paredes y rincones del aposento como en la persecución
de objetos perdidos. Sus pies, grandes y deformes, con abultados juanetes y
chatos dedos que parecían batracios, balanceábanse inquietos, sin tocar el
suelo, piso de cuya tierra ascendía un fuerte vaho mohoso, un acre olor de
humedad por la constante ausencia de sol.
—¿En todavía te sientes mal? —preguntó
con disimulada inquietud la mujer, viendo el deplorable aspecto del compañero.
Casi no podía pronunciar palabra, pero
haciendo un pesado movimiento para enderezar el busto y mirar mejor la cara de
Urbana, habló como si se hallara distante. Su voz se quebraba en pausas de
asfixia y era débil como un balbuceo de niño. Parecía hebra de hilo que fuera
a romperse:
—Peor. Antes era un apenitas y ahora la
siento como... como... —buscaba una comparación capaz de dar una exacta idea de
la intensidad del dolor— como... una puñalada.
—¿No será que ayer cuando fuiste al pueblo
comiste algo y te hizo daño? Pon memoria. ¿Bebiste?
Juvenal movió la cabeza, con indecisa
pesantez, en señal de asentimiento.
—¡Hum! Ya lo sabía —comentó con desagrado
la mujer— y cualquiera averigua con quién bebiste y lo que beberías. Seguro que
tomaste uno de esos amargos preparados con pepas y yerbas. ¡Las porquerías de
siempre! ¡Ah, hombre éste! No se convence de que le hace daño y de que no
todos son sus amigos. Nunca me olvido de aquella arrojadera que se te pegó por
eso mismo, al día siguiente de andar emparrandado con el Tadeo Mujica. A mí nadie
me quita una idea... ¡y tú sabes cuál es! Eso de que tú seas el paño de
lágrimas, la salvación de casi todas las gentes de este lugar, muchos no te lo
perdonan.
El tono de agria reconvención exasperaba
los nervios del 'hombre, pero no se atrevía a protestar temeroso de que le
arreciara el dolor. Ella siempre era así, le censuraba sus compañías en la
calle y siempre, también, le había reservado a Mujica un odio inextinguible.
Había algo que no le perdonaba y para justificar la tirria que le tenía,
cierta vez su aguda suspicacia de campesina concibió una tremenda infamia.
Juvenal no le hacía caso. Conocía bien a Urbana. Solo le había molestado ahora
durante la inoportuna reláfica el uso de la palabra "yerbas". Al
escucharla experimentó ligera desazón, como si se le enrostrara un delito de
complicidad. Él vivía de las yerbas, las buscaba en el monte, las recetaba, las
utilizaba en la preparación de bebedizos, pretendía hacer curaciones con ellas.
Y si era por las personas con quienes el día anterior estuvo toda la tarde en
la pulpería del tuñeco Gutiérrez, ningún Tadeo capaz de malograrle se había
acercado al mostrador del negocio.
Juvenal hubiera podido explicarle todo
esto a la mujer, pero carecía de ánimo suficiente para engranar relatos.
Ante el mutismo del hombre,
reconociéndose dura en aquellos instantes cuando el sufrimiento lo aniquilaba,
Urbana insinuó con frase cariñosa:
—Bueno, mijito, estamos perdiendo el
tiempo. ¿Te preparo algo? Un guarapito de manzanilla no te caería mal. También
podrías ponerte ahí varios emplásticos de linaza. O recétate tú mismo. El que
puede caminar no necesita que lo lleven arrebiatado. Entonces ¿para qué sabes
de remedios?
Él la miró con
acentuada tristeza, como si en el rostro de ella se retratara su propia
conciencia. Y respondió vencido por el asedio de la mujer:
—Nada de eso me arranca esta puntada.
Cuando me arrecia es un dolor del otro mundo. Estoy seguro que me va a matar.
Lo siento como si adentro me apretaran un nudo y ya fuera a romperse. Mejor
sería que me hicieras un favor. ¡Ay, mi madre! ¿No ves? Ya me volvió.
Ella trataba de
insuflarle ánimo, mientras él reprimía gritos de desahogos y llevábase ambas
manos al abdomen:
—¡Chico, no seas tan zoquete! ¡Qué matar
ni matar! Todos los dolores en la barriga son así, muy lidiosos. ¡Deja ese
matar de mis tormentos! Parece mentira que un hombre como tú, tan completo y
tan acostumbrado a ver enfermos y gente boqueando, te pongas chiquitico por
una pazguatada. ¡Dime el favor! ¿Qué es lo que quieres?
Acezaba como un perro
agonizante y repuso:
—El favor es... ponte en un saltico donde
el compadre... Hilario Redondo y... cuéntale esto... todo lo que me está
pasando... Dile que venga... él me puede ayudar en este trance... ¡Ay, Dios
mío!
Emitió estas frases y
tornó a doblar el busto hundiendo el mentón en el pecho.
La mujer se perdió
hacia la calle, entre un haz de luz recién nacida. Al caminar sus pies levantaban
el polvo de un ruido chocante y áspero, un rumor de alpargatas deterioradas,
cuyas suelas daban la impresión de sostener una charla incoherente o de
aplaudir a dúo con la superficie del suelo. El eco de sus apresurados pasos
remedaba el fastidioso cloquear de las gallinas en los corrales cercanos.
Juvenal volvió a
echarse en el chinchorro. Tenía una resignación de bestia domesticada.
Era un mulato de madura
edad. Casi indefinida. Podía frisar en los cincuenta o sesenta años. Sin
embargo, estaba entero. Mostraba fortaleza y robustez. Su cuerpo sostenía el
peso de una cabeza grande, estrambótica, en cuyo conjunto resaltaban groseros
rasgos: los ojos, completamente redondos, eran verduscos y pequeños, cetrinos,
como las paraparas cuando aún están medio jojotas; la nariz, pobre de perfil,
recordaba el borroso relieve de las monedas gastadas; los labios, gruesos y
abultados, velaban a instantes dos ringleras de simétricos dientes, normales
en tamaño, pero ennegrecidos por el tabaco de mascar.
Juvenal Guanape estaba
familiarizado con todos las habitantes de Caricual y sus alrededores y era la
persona más importante de aquellas apartadas regiones donde aún se desconocían
los servicios de un médico.
A esta circunstancia
debíase su fama, la aureola que envolvía su nombre desde hacía muchísimos años,
cuando comenzó a ejercer el oficio de curandero y en cuyas prácticas también
había logrado cosechar pingües beneficios materiales. Para entonces él no era
sino un pobre agricultor más, uno de los tantos hombres enraizados a las duras
faenas labriegas. Sembraba sus miserables conucos y recogía los precarios
frutos que en ocasiones apenas si llegaban a cubrir las necesidades del propio
consumo. Pero la casualidad le demarcó otros rumbos propicios a la ajena
especulación. Fue a raíz de hacerle desaparecer a la hija de otro campesino,
agricultor en ínfima escala, una culebrilla ya a punto de unir sus extremos.
La curación causó
estupor en un ambiente donde prosperaban como plantas parasitarias el secular
fanatismo y las absurdas creencias nutridas por la ignorancia. Desde ese día
solo se oyó, durante mucho tiempo, hablar del milagro de Guanape y se le
catalogó entre las personas mitad brujos, mitad curiosos, que conocen de
yerbas, tienen pacto con los espíritus y al conjuro de oraciones y ensalmos, devuelven
la salud a los pacientes.
Y empezó a ser
solicitado. A cada instante llegaban a la puerta de su vivienda hombres y mujeres
en busca de la limosna de sus conocimientos. Le adulaban. Le respetaban.
Juzgaban infalibles sus diagnósticos. Nadie ponía en duda sus vastos recursos
ni nadie se atrevía a desmentir la eficacia de las medicinas que él mismo
preparaba y administraba a los enfermos. A diario se le veía por el monte,
recogiendo y seleccionando hojas y cogollos, ramas y troncos que luego maceraba
y cobraba a buen precio.
Se podían recorrer
largas distancias y no se encontraba otra persona tan facultada ni tan entendida
en dolencias del cuerpo y del espíritu como Juvenal Guanape. El único que le iba a la zaga en
experiencia y casi se le equiparaba en prestigio era Tadeo Mujica. Pero éste
ejercía en lejanas zonas, trabajaba en jurisdicciones remotas y de este modo no
se establecía ninguna competencia en sus especulaciones.
Este deslinde en sus
campos de actividad era la causa de que se trataran como amigos. En ocasiones,
cuando la casualidad los reunía, bebían juntos y hasta se contaban sus
secretos, muchas de las cosas relacionadas con el oficio. Al mismo tiempo se
profesaban mutuo respeto. Cada uno al reconocerse ignorante, sin nociones de
botánica, despojado de la verdad de sus explotaciones, creía advertir en el
otro los fundamentos esenciales en cuanto al adecuado tratamiento a los
enfermos y lógico suministro de los medicamentos. Quizá de ahí nacía el odio
que Urbana le reservaba a Mujica, como era probable también que la mujer de
éste lo cultivara en relación con Guanape. Era el odio oscuro de un secreto
adivinado por el egoísmo de los nexos maritales.
3
Hilario Redondo fue el
encargado de difundir la noticia. A la media hora de haber visitado al compadre
ya lo sabía todo Caricual y comenzaba a alongarse con dirección a los pueblos
vecinos. Corría con la rapidez de las brisas sabaneras que no encuentran
obstáculos. Apenas si se detenía un instante a las puertas de los ranchos o en
el interior de las viviendas más amplias para sembrar el asombro y el
desconcierto.
—Se está muriendo Juvenal Guanape... se
está muriendo... se está muriendo... se está muriendo.
—Está agonizando Juvenal Guanape... está
agonizando ... está agonizando... está agonizando.
—Ya perdió el habla... perdió el habla...
perdió el habla.
El viento continuaba
devorando distancias, no tan solo en la voz de Hilario Redondo, sino también en
el eco de las personas ya informadas.
Las gentes
sorprendidas, consternadas, abandonaban sus quehaceres y se introducían en los
vecinos ranchos para comentar el trágico suceso. Entonces las mujeres llevadas
por su fértil imaginación, al abordar el relato, abundaban en detalles
conmovedores, lo ilustraban con la pintura de patéticas escenas.
Los oyentes tejían
supersticiosas deducciones. Quizás alguno de los espíritus invocados por
Guanape se le había metido en el cuerpo y trataba de llevárselo. Las almas en
pena se cansaban del constante requerimiento de los vivos. No faltaba quien
dijera que la desgracia no le cogía de sorpresa. Nunca como en esas últimas
noches había cantado la pavita con más empeño ni de modo tan triste. Otras
personas opinaban que por adelantado se sabía que una cosa muy seria iba a
suceder en Caricual. Más de una vez advirtieron en el silencio nocturno el
cacarear de las gallinas dormidas, y cuando ellas soñaban así era porque se
avecinaba algo muy malo.
Ante estas narraciones
cargadas de misterio y de cábalas, santiguábanse las viejas y un rumor de
voces, como el sombrío aletear de pesados murciélagos, estremecía el ambiente.
—¡Virgen del Socorro, ten piedad de
nosotros!
—Aplaca tu cólera, Señor.
—¡Virgen de los Desamparados, protégenos!
4
Sin embargo, no todos
creían en la gravedad del curandero. Su poder de sugestión había llegado a los
límites de que se le considerara inmortal. Y la gente, para con sus propios
ojos cerciorarse de la verdad, comenzó a invadir la casa del enfermo.
Ante el chinchorro,
ahora paralizado como un péndulo, donde Juvenal yacía inmóvil, pero aún con
vida, desfilaba la masa ignorante e incrédula, se detenía la curiosidad. Lo
veían de pies a cabeza, observaban la inactividad de sus miembros o las horribles
gesticulaciones que eran como los ecos de aquella puntada, tenaz, asesina,
lacerante. Debía ser el suyo un dolor que le roía las entrañas, porque, a
instantes, se mordía los labios por cuyas comisuras formaban débiles cruces
sanguinolentas salivaciones.
Impresionados por el
espectáculo, los visitantes partían tristes. Meditabundos los hombres, llorosas
las mujeres. Defraudados todos por un oscuro y adverso destino que les
arrebataba en la persona de aquel hombre y en aquellos remotos lugares sin
recursos para defensa de la vida, la seguridad de sus frágiles existencias.
Porque Juvenal llenaba con sus mañas, con su empirismo, en un mundo despojado
de claros raciocinios, los huecos del temor y la angustia, todos los huecos en
donde las personas veían andar, con perennidad de castigo, el dolor siempre
enlazado al miedo a morir. Esos huecos de espanto los cubría él con una sola
palabra cuyo optimismo nutre los sueños y los contados días del hombre: la
esperanza.
No era mentira cuanto
había pregonado el viento en la voz de las gentes: Juvenal ya no hablaba. La
intensidad del dolor le había precipitado una total afasia. Ya tenía los
pómulos salientes, a modo de romos pedruscos, cuarteados los violáceos labios
inhábiles, las pupilas cargadas de telarañas inexpresivas, verdusca la piel,
profundizadas las mejillas, anhelante el pecho, con aspiraciones de fuelle cansado.
Solo conservaba igual, inalterable, el conocimiento, el candil que todavía
ponía luces receptora en sus oscuras y precarias ideas. Diferenciaba las personas.
Reconstruía sus nombres, sus bienes de fortuna, las tierras que cultivaban, sus
defectos y sus virtudes, las veces que enfermaron, los medicamentos
suministrados a cada uno y el dinero recibido por él en pago de los servicios
prestados.
Su cerebro, ahora más
activo por un fenómeno de compensación ante la pérdida de otras facultades,
hilvanaba recuerdos con asombrosa exactitud.
"Ahí está Gregorio
Matos —se decía clavándole los ojos cargados de vaguedad—. Una vez le mandé
unas pócimas de guásimo con ruibarbo. Y tuve suerte. Se le cortaron las
calenturas. Llevaba cuatro meses tumbado en el catre. Me pagó diez pesos."
"Llegó Nicandro
Cuello. Una mañanita limpiando un rastrojo lo mordió una coral. Le di un cocimiento
de raíces de mato y yuquilla y a los dos días salió a trabajar sus conucos.
Como no tenía plata, me regaló tres cochinitos bien maiciados."
"Ese que acaba de
entrar es Nicolás Soto, el de La Cumbre. Él todavía me debe un menudito de
cuando lo pateó una mula en Jueves Santo.' Dicen que fue castigo del cielo por
trabajar ese día. Ya como que no voy a tener tiempo de cobrarle. A lo mejor me
paga en velas."
"Hace tiempo que
no agüeitaba a Gervasio Rostro. Desde que le curé el pasmo de una cortada en el
pie. ¡Buen muchacho! Me dio doce pesos en monedas de a cuatro. Y le mandó de
regalo a Urbana nueve gallinas, gordas y ponedoras. En el corral como que
quedan tres."
"Sí, la que
conversa con Urbana es Dominga Maita. En un velorio de cruz le dieron a su
marido un machetazo en la mano zurda. Brotaba mucha sangre y como no tenía
algodón del recogido en las matas, le puse sobre la carne vivita mi pañuelo y
un pedazo de su cobija. Al otro día era difunto."
"Llegó el tuñeco
Gutiérrez. Parece amanecido y anoche como que bebió. Sí. Y bastante. Camina de
un modo raro. A lo mejor estuvo en un joropo. Entonces ayer fue sábado. Sábado.
Sí. Ya tengo cinco días con esta puntada. Ahoritica no la siento tan fuerte o
es que me estoy acostumbrando al dolor. Antes me parecía más duro. Sí. Ayer
fue sábado y hoy es domingo. Ojalá que mañana lunes, ya no tenga nada. Sé que
es domingo porque el tuñeco no abre la pulpería los domingos. Y también por lo
que tiene en la mano. Es un saco. Un saco con un gallo adentro. Va para los
gallos. Yo también fuera. Pero nadie puede ir a los gallos con una puntada así.
Y sin poder gritar menos. Nadie sabría si estaba dando de a diez al gallo
pinto del tuñeco o al otro... Yo creo que nunca más voy a ir a los gallos. ¡Ay,
mi madre! Me volvió la bicha."
5
En plena lucidez
mental, no ignoraba que aquella puntada en el estómago, aquel dolor semejante a
un constante mordisco de perro rabioso, lo mataría. Después de haber gozado
casi toda su vida fama de curandero infalible, estaba condenado a morir de un
simple dolor ridículo. ¡Cómo se reirían de él a raíz de su muerte! Quizá ya
comenzaban a reírse. Pero se reirían más sabrosos cuando vieran meter su cuerpo
en la urna fabricada con pedazos de cajones comprados en la pulpería del
tuñeco Gutiérrez. Se reirían cuando lo tiraran ¡pum!, como un bojote
cualquiera, en el profundo hueco de aquellas peladas tierras de Caricual, junto
a los cerros donde nadie sembraba. Sí, era seguro que se burlarían de él y
hasta le parecía escuchar algunos comentarios: "Y si sabía tanto, ¿por qué
no se curó él mismo?" "¡Qué iba a saber!" "Lo que sabía era
sacarle los reales a uno". Y ya enterrado, abandonado, llegaría otro
curandero a ocupar su puesto. Lo sucedería otro yerbatero. Ya adivinaba quién
era. Creía estarlo viendo. Tadeo Mujica. Entonces, éste que sí sabía de
curaciones, le diría a las personas todo cuanto él había sido: un vividor, un
embustero, un especulador de las pobres gentes de Caricual. Ahora se daba
cuenta de una cosa: si hubieran llamado a Mujica para que lo viera, tal vez se
hubiera salvado. Pero su mujer no lo quería, lo odiaba y este odio contribuiría
a su muerte.
Rodeado de visitantes,
en cada rostro advertía como una partícula de su propia historia y comprendía
que había sonado la hora de hacer el balance de su actuación. Había llegado el
momento de rendir las cuentas contraídas con aquellas ingenuas gentes que por
el miedo a morir se confiaban a su voluntad, como él ahora se entregaría en
manos de Tadeo Mujica. Viendo el largo desfile de personas, Juvenal pensó algo
que como un eco de su conciencia, no estaba exento de lógica: tal vez no iban
para acompañarle un instante ni enterarse de su salud, ni empujados por
preocupaciones amistosas, sino a verle agonizar para tranquilidad de sus vidas
amenazadas por él y seguridad de sus cuerpos a la disposición de su ignorancia
y de sus mentiras.
¡Ah! Si pudiera hablar
obligaría a Urbana a ir en busca de Tadeo Mujica para que le arrancara de una
vez aquella puntada o pusiera fin al tormento con el veneno o la brujería que
su mujer supuso le había echado en el aguardiente, hace tiempo, cuando se
emparrandara en su compañía. Ahora quien le daba el veneno era ella, porque
odiaba al otro. ¡Si le buscaran a Mujica! ¡Si le trajeran a Mujica! Quizá
lograría burlar los asedios de la muerte. Él podía pagar todo cuanto cobrara
Mujica. Era capaz de dar por la asistencia de Mujica todo cuanto había
ahorrado y acumulado durante su actuación de curandero: los conucos de
Santoalegre, las tierras de Yagrumito, la haciendita de La Cumbre y hasta los
reales que Urbana le guardaba en el fondo del desvencijado baúl que estaba en
uno de los rincones del cuarto de ella.
Pero no podía expresar
sus deseos. Porque no podía hablar y tampoco sabía escribir.
Debatiéndose en esta
angustia vio llegar un hombre. Lo reconoció en el acto. Era Nicasio Álvarez.
Su presencia le causó violenta impresión agradable. En aquel campesino estaba
el origen de su mentira. Allí, en aquel cuerpo casi anciano, había nacido y
prosperado toda su fama. A él le debía toda la aureola de milagrero que le
envolvía, la leyenda forjada por la imaginación colectiva, desde aquella lejana
fecha cuando una culebrilla apareció en el cuerpo de su hija y él con un vulgar
emplasto de yerbamoras detuvo el proceso de la infección cutánea y devolvió la
salud de la paciente. Lo demás fue obra de la imaginación popular y producto de
las necesidades del medio. En Caricual no habia médico y como todo el mundo
tiene el derecho de tejer los encajes de su esperanza, en el anhelo de
permanecer enraizado a la vida como el árbol a la tierra, crearon de la mentira
de Juvenal Guanape una verdad casi perdurable.
Por primera vez durante
su enfermedad, Juvenal sonrió. Le sonreía al visitante. Ante el amable gesto
del paciente que miraba a Nicasio Álvarez con ojos traslúcidos de
agradecimiento, éste se acercó al chinchorro y colocó cariñosamente una de sus
manos en la frente calenturienta del hombre. Luego movió la cabeza en señal de
desconsuelo y se alejó encorvado, bajo el peso de los años y de una gran
tristeza.
Al contacto de la mano
amiga, Juvenal había unido los párpados y desde ese momento casi entró en
estado comatoso. Ya no sentía la puntada y hasta creía respirar con menos
dificultad. Empezaba a sentir liviano el cuerpo. Algo le arrastraba hacia una
confortable languidez, a la deriva de un profundo bienestar. Como si estuviese
cansado y sus miembros se abandonaran a la laxitud del sueño. Como si soñara.
El único movimiento de
su cuerpo se reflejaba en un leve y tardo ademán: suspendía pesadamente una de
las manos y espantaba esa mosca imaginaria que ven o sienten revolotear sobre
su cara todos los moribundos.
6
Expiró al atardecer, ya
entre dos luces, cuando los últimos pericos en vuelo triangular regresaban ahítos
de los maizales y ponían una movediza mancha verde en el espacio sin tildes de
nubes y llenaban de loca algarabía la triste paz campesina.
Supieron que había muerto
porque el chinchorro, inmóvil, crujió de modo inusitado, como si se quejara.
Hombres rústicos de La
Cumbre, Santoalegre y Yagrumito, hicieron romería, desde sus apartadas regiones
para ver de cerca la cara de la muerte en la cara de un hombre a quien ellos
creían adeudarle la vida.
Ya a tempranas horas
del anochecer el cuarto del difunto se llenó de pausadas voces y de antagónicos
olores. Olía a café, a humo de tabacos, a sudor y a tierra labrantía, a sebo
derretido. Cuatro chorreantes velas regalaban nuevas livideces cambiantes a la
lividez rígida de la faz del cadáver. La noche caía con el silencio de siempre.
Apenas si se escuchaba a ratos el somnolento acento de algún gallo o el último
fatigado cloquear de las gallinas buscando acomodo en el tinglado del corral,
y, afuera, el desolador ladrar de los perros ante la proximidad de las
apretadas tinieblas, junto con el estremecimiento de los maizales al soplo de
las primeras brisas cálidas arrastradas por el nacimiento del verano. Mujeres
de voz gangosa desgranaban interminables rosarios.
Al amanecer, en hombros
de amigos, los hombres que le debían gratitud, fue conducida la tosca urna
donde reposaba el cuerpo de Juvenal Guanape y cuya pesada carga disputábanse
los campesinos que formaban el fúnebre cortejo. Entre palabras opacas,
desteñidas por la penosa emoción, trataban de revivir al difunto. Retrotraían
sus conocimientos, sus curaciones, los secretos que poseía, los milagros de su
ciencia. Y al hablar lo hacían como temerosos de algo o de alguien, como si en
torno de ellos rondara la muerte y les acechara con más empeño para
arrebatarles sus vidas.
Tras el féretro, casi presidiendo el acompañamiento, marchaba
silencioso, cabizbajo, tratando de no levantar ruido con sus alpargatas
listadas, Tadeo Mujica. Pero la gente lo advirtió por el sombrero de anchas
alas, por el afilado machete bajo el brazo y la gruesa cobija de invierno
terciada al hombro, compañeros indispensables del hombre cuando se aventura a
transitar desolados caminos.
En el brazo izquierdo,
sobre la manga del arrugado paleto de dril, lucía, en señal de luto, una anchurosa
cinta negra. Las personas le sonreían con amabilidad y le miraban con respeto:
era el sucesor de Juvenal Guanape. Era la esperanza.
Él parecía muy
compungido.
Demasiado malo
ResponderEliminarHola Marco, gracias por acercarte a La Isla Inquieta. Hay que considerar el momento en que este cuento fue escrito, mediados del siglo pasado, cuando en Venezuela se estaba elaborando el proyecto de modernidad que logró mantenerse por muchas décadas: Una Venezuela analfabeta y con carencias muy profundas en diversas áreas de la vida entre ellas la salud. No sé a que te refieres cuando expresas "Demasiado malo", si al cuento en su estructura o a las escenas que se presentan. El relato tienen una lógica narrativa muy lineal y a mi juicio de calidad, donde se presentan imágenes de interés. Es un cuento que habla de la tristeza, de la pobreza y de la resignación, actitud que muchas veces dadas las circunstancias, es propia y es común en muchas gente. Por otra parte, Joaquin González Eiris fue considerado un escritor del pesimismo.
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