![]() |
Rómulo Gallegos (Caracas, 1884 - 1969) |
(Publicado por primera vez con el título
de "Las rosas" en El Cojo Ilustrado el 19 de enero de 1910. Luego fue
incluido en Los aventureros. Caracas, 1913.)
I
"Ciego, ni un rayo
de luz penetraba en su cerebro y en torno suyo llovía sol profusamente. Estaba
de pie, a la vera del camino, extendiendo la mano implorante hacia el ruido de
todos los pasos y formaba un claroscuro sugerente y trágico aquélla su tiniebla
interna en mitad de la campiña coruscante".
Y, terminando de
escribir las anteriores palabras, al pie del boceto que del aludido mendigo
hiciera al pasar, Hilario Altares, se hundía en la hamaca que acababa de ser
colgada para él, en la menos sucia y más ventilada pieza de la posada "El
Mamoral" donde se alojaba aquella mañana cuando el cansancio de las
anteriores jornadas forzosas le impidiera continuar el viaje.
"Ni un rayo de luz
penetraba en su tiniebla...".
Murmuró con vago acento,
sumergiéndose en la calma bochornosa de la hora, voluptuosamente, entrecerrando
los ojos ofuscados por el intenso resplandor que arrojaba el trozo soleado de
paisaje que ante él recortaba él marco de la puerta.
Era un mediodía de agosto;
un pesado sopor caía sobrar todas las cosas y de todas las cosas brotaba una
reverberación ofuscante; de la ebriedad de los campos subía un gran silencio
que parecía extenderse a lo largo de la carretera polvorienta, en cuya blanca
modorra diluía su quejumbre la esquila de un arreo; rumoroso silencio sobre el
cual se erguía, como el dardo aún vibrante sobre la carne muerta, el agudo estridir
de las chicharras, interminablemente. Y ante el cuadro exuberante de vida,
ebrio de sol, del cual fluía una virtud mareante y enardecedora que hacía
ebullir su sangre inusitadamente, Hilario Altares se adormecía siguiendo el
hilo del mudo coloquio interno comenzado con la frase alusiva al pordiosero del
camino, en cuya trágica actitud había visto simbolizada la de su propia alma.
"... y en torno
suyo llovía sol profusamente. ¿Y no estaré yo como el mendigo en medio a una
belleza que se vierte pródiga y fácil, ciego, extendiendo la mano implorante
hacia los que sólo pueden darme un poco de su miseria?... ¿Acaso he sabido
exprimir una gota siquiera- a esta hinchada ubre que me ofrece la Vida, en vez
de succionar la savia enferma de todo lo que se exhausta, muere y se pudre ante
mis ojos?... Si yo hubiera probado de copiar en mis cuadros lo que canta, lo
que ríe porque está sano y fuerte, lo que es fiesta y vigor en los rostros y en
las cosas, más bien que el trágico rictus que deforma la faz de los que
sufren... pero. yo he preferido el olor de las drogas y las lacerias
pestilentes, al suave perfume de las flores y al sabroso aroma incitador de las
frutas maduras... Sin embargo, hubo un tiempo en que un ramo de flores o un
cesto de frutas me hacían saltar de alegría como si oyera músicas. .. entonces
era niño y recuerdo que estaba enamorado del sol. .. y de la hija del
mayordomo... Marcolina...
Luego un silencio
interno, después un largo desperezamiento de recuerdos sumergido de la oscuridad
del alma:
… Luciana: la pobre niña
tísica sacrificada en tres días, a quien encontró en las calles de una gran
ciudad, implorando una limosna de pan para su hambre y una limosna de amor y de
piedad... ¡Flor de desventura!... Luego, dos flores de vicio, una joven y hermosa
con sugerentes manchas color de fresas en la piel alabastrina, lasciva,
febricitante de deseos...; la otra: una cortesana vieja de repugnante aspecto
de ruina, arrugada como una odre vacía, mostrando en contorsiones mueca la
desdentada boca que semejaba una úlcera recién cicatrizada... Los gestos... un
desfile espeluznante que pasaba como calofrío de terror a lo largo de una
médula, dolores humanos, deformidades, todas las formas de la disolución que
tanto le habían seducido y que desde el fondo de sus cuadros despedían una
maléfica emanación, maleante, turbadora... y allá, remiso y mustio en el fondo
de los recuerdos evocados, un rayo de luz, lejanísimo, tenue rayo de sol sobre
un manojo de rosas, que él, siendo casi un niño había pintado para regalárselo
a la hija del mayordomo, la rústica novia de cuyo amor gozara después.
II
De pronto, como un
grito, surgió la nota roja de la falda sobre el tono verde de los herbazales.
Fue una luminosa
aparición que encendió un súbito destello en la pupila somnolienta del pintor.
Hilario Altares se incorporó de un salto, como si algo nuevo y vigoroso hubiera
penetrado en su organismo, luego avanzó unos pasos hasta colocarse bajo el
dintel de la puerta que daba al camino, murmurando:
—-Va a incendiarlo todo.
Gallardeaba bajo el haz
de centellas que arrancaba el sol al bruñido espejo de la cántara, que
rebosante de agua sostenía sobre la cabeza colocando debajo los desnudos
brazos, apoyadas ambas manos en la nuca para soliviar la carga, la campesina se
detuvo un momento, luego abandonó el sendero que traía, ahuyentando a su paso
vocingleras bandadas de capanegras y tordos, ascendió por el repecho que sabía
al camino y se dirigió hacia la puerta donde la observaban atentos los ojos del
pintor.
Era una sabrosa muchacha
de vigorosas formas, apenas mujer, con una flor de sangre por boca y dos ojos
negros, vivarachos e inquietos que en la trigueña faz parecían dos tordos
retozando en un maizal. En una gruesa crineja caía el cabello sobre sus
espaldas, y, como en ambos brazos levantados sostuviera la cántara, bajo la
cota prensada se evidenciaba la graciosa ondulación del naciente seno y la
curva del talle gallardo y vigoroso.
—Buenos días.
Dijo con gárrula voz al
pasar junto a Altares, erguida, con la altivez a que la obligaba la carga, y
mirándolo a la cara valerosamente.
—Buenos días; ¿qué traes
ahí, niña?
—Agua, señor.
—¡Agua! ¡Qué agua más
dulce!
Respondió el pintor
después de un momento de súbita perplejidad, viéndola alejarse, todo el cuerpo
estremecido por las ondulaciones que su menudo y majestuoso andar producía en
su apretada carne rozagante. Y como para saborear la exquisita sonoridad que había
en la voz de la zagala, Hilario Altares quedóse repitiendo sus palabras,
modulándolas voluptuosamente:
—¡Agua! ¡Agua! ¡Qué voz
más sabrosa!
—-Va a incendiarlo todo.
—¡Agua! ¡Agua! ¡Qué voz
más sabrosa!
De pronto, como si algo
hubiera estremecido en su interior, una expresión de sorpresa se marcó en su
rostro y, mordiéndose el índice derecho en su habitual actitud evocadora, se
dijo:
—Yo conozco esa voz, la
he oído mucho... pero, ¿cuándo... ¿y en dónde?.
III
Hilario Altares, el
pintor "de cuyas lívidas tintas parecía brotar un fuerte olor de recinto
clínico" —al decir de un camarada suyo— regresaba a la casa paterna
después de una ausencia de varios años. Un grave incidente ocurrido en la
familia le había hecho acceder a las reiteradas súplicas de la madre, que, en
cada una de sus cartas, le manifestaba los grandes deseos que tenía de verle
antes de morirse, pues, ya ella estaba poco menos que vieja. Pero todas
aquellas cartas tan llenas de amorosos requerimientos se quedaban sin respuesta
o la tenían lacónica y desafectuosa, cuando no eran rotas sin ser siquiera
leídas. La última, escrita con mano más temblorosa que de ordinario y en papel
enlutado, conservaba huellas de lágrimas vertidas al escribirla y le daba
noticia de la muerte del padre a quien la edad y la malaventura habían rendido
finalmente en un pueblecito de provincia, sobre el último palmo de tierra que
de sus antiguas y extensas posesiones le dejaran los azares de la guerra y sus
fracasos políticos.
Y sea que juzgara deber
suyo acceder al materno llamamiento, o que el hastío de la vida ociosa y
libertina le hubiera mordido en el alma y anhelara un poco de paz en un
ignorado rincón, Hilario Altares se resolvió a partir. Vendió muebles y
cuadros, todo cuanto formaba sus escasos haberes de artista mediocre y
despilfarrador y sin despedirse de los amigos, se embarcó, rumbo a la tierra
nativa donde le esperaban en el apacible rincón provinciano los brazos de la
madre; ¡y quién sabe qué más! Tal vez el último, definitivo hastío libertador.
Durante la travesía la
misma que hiciera quince años atrás, entre nostálgico y ansioso, por la sabrosa
vida abandonada y la nueva halagadora y arcana, asaltáronlo inusitadas
reflexiones.
¡Cómo se había ido! ¡Cómo
regresaba ahora! ¡Cuántos sueños, esperanzas y proyectos! ¡Qué confianza en sí
mismo, a los dieciocho años, en la plenitud del aliento, pura el alma
todavía!... ¡Qué sordidez ahora! ¡Qué desgana de todo, de su arte, de la
gloria, de la vida, de sí mismo! Sobre todo: qué profundo disgusto de sí
mismo... Defraudada la esperanza de su talento, depravado a fuerza de
refinamientos malsanos el sentimiento artístico, la vida gastada en orgías,
corrompida el alma, el hastío sobre ella...
Y por primera vez el
diente de una duda dolorosa ataraceó su alma. Una interrogación abrumadora, en
un momento de rara lucidez, surgió de su conciencia, y por largas horas gravitó
sobre él como un remordimiento: había perdido toda una vida. Experimentó una
inenarrable sensación de vacío, sintió que sordamente se derrumbaba en su alma
algo por mucho tiempo querido, y en la oquedad repentina vio cómo se hundían
los que una vez habían sido su entusiasmo, su aspiración y su fe.
IV
Varios días llevaba
invertidos en el viaje por caminos escabrosos, jornada tras jornada, que hacían
interminables el sol y el cansancio producido por la cabalgadura y aumentado
por el mal dormir sobré los duros lechos que le proporcionaban en los parajes
del camino, cuando se alojó en la ranchería de "El Mamoral", solitario
paraje que heredaba el nombre de una antigua hacienda de caña, cuyo derruido
torreón alzaba su ruina vertical en medio de las vegas que un tiempo fueron
propiedad de don Eleuterio Altares, el padre de Hilario. Y ya porque todas las
cosas circunstantes le hablaran de tiempos pasados, o porque la sonora voz de
la muchacha a quien viera aureolada de sol atravesar la campiña incendiada,
hubiera puesto a vibrar en su alma, súbitamente, olvidadas músicas, Hilario
Altares reconstruía su antigua vida; de niño: las diurnas correrías por entre
los tablones ahuyentando los pájaros con su algarada, en compañía de sus
hermanos y Marcolina; las deliciosas noches pasadas en los corredores de la
casa, sentados en redor de la vieja sirvienta, que les refería enmarañados
cuentos y leyendas de encantamientos, de dulce sabor dilecto para su joven
fantasía, o cuando había molienda, en la sala vetusta y penumbrosa llena de
rumor de las pailas donde, bullendo, acendraba sus oros el melado bajo la
mortecina luz de los candiles, mientras en un rincón la yunta perezosa de bueyes,
volteando, hacía girar con sordos crujidos el primitivo trapiche.
Y más tarde, sus
primeros balbuceos de artista; su cuadro primero: "El Gallo" y luego
"La Aurora", una tela abigarrada y chillona como un alma de niño, y
"Las Rosas". .. Las Rosas, el manojo de rosas bañado de sol que
regaló a la que después fue su novia... Y revivía sobre todo el olvidado
idilio, llama fugaz que un instante abrazó sus dos almas; la suya sedienta de
belleza; la de la rústica ávida de amor. Él tenía entonces dieciocho años, aún
no quince Marcolina. Fue un amor que había venido incubándose en sus almas
desde niños y al que exprimieron dulce jugo de deleites la tarde última,
víspera del día en que muy de mañana partió con su padre hacia el lejano puerto
donde lo esperaba el trasatlántico.
De aquel amor él apenas
conservó por unos días un lazo de cintas. ¿Y ella?... Hilario ignoraba que ella
había guardado toda una vida: un cuadro de rosas y una hija...
—¡Bah! ¡Puerilidades!
¡Si querré volver a tener dieciocho años!
V
Bajo la frondosa enredadera
florecida, en medio de los fresales que tapizaban el patio y sobre la mesa
cubierta con pulcrísimo mantel, humeaba el colmado plato. Hilario Altares comía
aquella vez con inusitado apetito. Alrededor de la mesa el ir y venir de Eugenia
servía el almuerzo y sus airosos ademanes y gárrula voz, con las hebras de sol
que hilaba la enramada, parecían tejer una urdimbre de encanto en el ambiente
iluminado. Hilario la miraba furtivo, experimentando una inefable sensación de
recónditas suavidades. De aquel cuerpo sano y fresco fluía algo que penetraba
en el alma fatigada del pintor, alegremente, como un pájaro en la fronda,
cantando. Se sentía puro y renovado como si una alma joven e improvisa animara
su cuerpo consumido: tal vez su propia alma de adolescente hallada al fin de
quince años y que parecía haber estado esperándolo en la juguetona mirada de
Eugenia.
Fue un resurgimiento;
sobre su habitual gravedad desdeñosa se extendió un estremecimiento jovial y le
dieron ganas de saltar y palmotear como un niño a quien se da un juguete.
Eugenia volcó en el
centro de la mesa un plato colmado de fresas. Altares tomó la más hermosa y
roja de ellas y suspendiéndola por el tallo la ofreció a la muchacha. Ella la
aceptó dando las gracias y la llevó a la boca, y al exprimirla, el jugo de la
fruta pareció ensangrentarles los labios.
—Te has roto la boca -le
dijo Altares-, Tienes sangre. Eugenia, rápidamente, levantando el brazo, se
secó los labios con la manga y como no viera en la tela mancha de sangre
exclamó sonriendo:
—Mentira...
—¡Tienes una boca más
roja!
—¿De veras?
—Tanto que de vértela se
me han quitado las ganas de comer fresas.
—¿Quiere usté que me la
tape entonces?
—No. Entonces no
comería, de tristeza.
—¡Cómase sus fresas,
hombre! ¿O es que no le gustan?
—Muchísimo, y éstas más.
—Si quiere más, mire,
hay bastantes -y extendió el brazo mostrando los fresales frutecidos.
—¿Las cultivas tú misma?
—Sí señó, no tiene
trabajo.
—Por eso están tan
hermosas, tus manos las embellecen.
—Con sus favores
-contestó turbada la mujer y salió para llenar de nuevo el plato vacío.
Cuando regresó, Altares
le preguntó de súbito:
—Eugenia; ¿por qué te
llamas así?
—Guá... qué se yo...
—Quiero decir; ¿es que
así se ha llamado otra de tu familia?
—No señor; mamá se
llamaba Marcolina...
VI
—¿Es su hija?
Preguntaba Altares luego
que hubo concluido de almorzar al dueño de la posada, refiriéndose a la
muchacha, que en un extremo del corredor cosía rodeada de otras chicas menores
que ella y que la importunaban con sus preguntas.
—Es decir, es como si
juera, la he tenido colmigo dende pequeñita y además es hija de mi mujé, a
quien Dios tenga en descanso.
Respondió el hombre.
descubriéndose a la última frase.
—¿Es usted viudo?
—Si señó, hace un año
que me dejó solo ella.
—Por fortuna Eugenia es
ya una mujer.
—Y muy hacendosa y
sufría, como la madre, manque mesté mal el decilo. Cuida los chicos como si
juera Marcolina, y se le parece más...
—Es buenamoza, de
veras...
—Sí, eso dicen toos...
-Y después de un silencio agregó: —Por parte e pae, Ugenia es de sangre fina,
como se dice.
—¿Lo conoció usted?
—No Cuando yo vine al Memoral,
que era del pae dél ya é, se había dio pal estranjero. Ugenia tenía pa entonces
dos años.
Y cambiando el acento
súbitamente continuó:
—Mire usté, ella es,
como si dijésemos, hermana de aquella pintura.
Y mostró un cuadro que
entre una colección de estampas de reyes y cromos anunciadores de productos
industriales, adornaba los encalados muros del corredor.
Irrefrenable impulso
llevó a Hilario Altares a mirar más de cerca el cuadro hermano de Eugenia, la
muchacha cuya sonora voz cantaba aún en sus oídos remembrando viejas cosas
amadas.
El cuadro ostentaba bajo
una capa de polvo un manojo de rosas bañadas de sol, un sol desvaído que
parecía enfermo.
El posadero terminó de
hablar.
—Y pa que vea usté, como
son las cosa de la vida; son dos hijos de otro hombre que no doy por ná del
mundo.
Con la punta del
pañuelo, tembloroso de emoción, Hilario Altares limpió el ángulo de la tela
donde, bajo el tamiz de polvo, parecían adivinarse un nombre y una fecha y allí
sus ojos ansiosos leyeron: Hilario Altares...
VII
Una hija y un ramo de
rosas bañadas de sol; sol de antaño, mustio y remiso que desde el fondo de un
cuadro desvaído, calentaba de nuevo su alma aterida. Una flor de su sangre;
otra flor de su arte; lo mejor de sí mismo: su alma de adolescente, su antigua
alma pura, sana y alegre, encontrada al azar, cuando agobiado bajo las
tristezas y el hastío de su nueva alma enferma pensaba en la muerte como en una
liberación.
Abandonadas las bridas,
lentamente iba la cabalgadura por la carretera sobre la cual la occidua luz
desmesuraba las sombras de las cosas, y apoyadas ambas manos sobre las piernas,
Hilario Altares rumiaba antiguos placeres disfrutados, con un poco de
nostalgias, con algo de escozor de remordimientos... Pero ya no surgía en su
conciencia la interrogación abrumadora ni experimentaba aquella pesadumbre que
gravitara sobre su alma largas horas. El pasado le redimía, de él brotaba
iluminado aquella oquedad tenebrosa donde una vez viera perderse su entusiasmo,
su aspiración y su fe... un rayo de sol...
Muchas Felicitaciones por la publicación. Gracias
ResponderEliminarHola Carlos, gracias por pasearte por La Isla Inquieta, Y muchas gracias también por tus buenos deseos. Este blog tiene como intención resaltar aspectos de la literatura que nos permitan disfrutar de autores relevantes en la historía de nuestro país y del mundo. Muchas gracias.
Eliminar