Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Corina Michelena (Honra de Sierva)


 
Corina Michelena (Caracas, 1957)



I


Al fin sola

Todos los hombres
me han deseado
lo mejor
con otro.

Miro desde la barrera
el abanico entrecerrado de sus barajas;
distingo poca cosa:
la borrosa silueta de un rey, oculta,
la vana multiplicidad del cinco de corazones.
Ningún arcano mayor,
ninguna apuesta.

Vendo esta Casa VII,
se la vendo por dos reales.
Mi suerte no está en juego.
Está sólo escrita, echada
a llorar,
cumpliéndose.

Lo que ha de ser
ya Hera.

Entonces, recuerdo la sentencia de mi madre:
hija, las desgracias no vienen
solas, las precede un hombre.


Castillo de naipes



    A «MisiaMargot», como llamaba mi padre
a su madre. Gracias a ella creo en los buques de vapor
y en la precaria salud de la reina Isabel I de Inglaterra.


Mi abuela auguró mi porvenir
«De mis nietas, ésta
será la casada con un millonario».
Sabía leer
-en los inconfesables deseos de las niñas-
barajas españolas.

Jamás equivocó un destino.
Sus ojos eran
entonces,
dos lágrimas perpetradas.
Ella me echaba una mano,
ponía mis cartas sobre la mesa
-y sus propias urgencias bajo la manga.

Nunca se amilanó
ante la ausencia de la K,
ni se dejó engañar
por la repetida aparición
del As de bastos.

Partía el mazo en dos
—no veía visiones, sentía las escrituras—,
no fiaba sus presagios
a esa constelación
de espadas y soles;
palpaba
sobre el temblor de la mano de su nieta,
la suya.

Como si ella supiera
que esa nieta sabía, presentía
más de lo debido.
Como si esos delgados dedos infantiles
hubiesen escuchado, leído
la historia, la desgracia
de una tal Ifigenia.

Los suyos eran pronósticos
que no expiraban,
mandatos
de eterna duración.
El único desliz reprochable
estaba en la precisión de la fechas,
           entre la ubicación temporal
           del presagio
           y su cabal cumplimiento
           ocurrían menudos desplazamientos.


Todo lo que decía mi abuela
es cierto,
y ha de acontecer
-como que Dios es grande
y la mujer pequeña.
Santa palabra.

Su sentencia
me está reservada
para otra vida
en la que mi abuela
no será más mi abuela
sino la sacerdotisa
-que por cumplir su fiera voluntad
y despejar las dudas sobre sus dones-
oficiará mis nupcias
con el Rey de oro.


La espalda

La espalda
de algo categórico
vive en mí
laboriosa, madrugadora, obstinada,
apegada al oficio de doblegarse.
A todo lo que esquivo le doy la espalda.
Su celo lo recoge y atesora,
lo carga.
Sin esa intrusa no soportaría
los palos que llevo,
que traigo,
su ciego brío no ondula,
requiebra;
se mueve por partes
con desplazamientos secos,
precisa de la piel
para dar esa breve impresión de latigazo,
de lujuria enquistada.

Compartimos la misma columna:
de allí lo irreconciliable:
mientras ella se aferra
yo me rindo.
Costilla tras costilla,
establece eslabones de resistencia,
sus vértebras, clavos
—joyas templadas por Gaudí-
caminan, roen mi vida,
la obstruyen al preservarla
filosas,
se hincan desde el lado opuesto
-opuesto a toda carne—
e imploran
como si quisieran escapar
de la celda que son.

La columna en litigio
me obliga a vivir,
me levanta,
emula una estructura
y hace como si me sostuviera
en pie
mientras me empala.

PD: Mi venganza
es haberla tapiado
inexorablemente.

Saldrá libre
cuando muramos ambas
y sus anillos cierren
atando cabos.
Prometo,
entonces,
reencarnar en gusano
y comérmela viva.



«Sad Lisa, Bad Lisa»


Elizabeth «de catorce años padecía parálisis
de las piernas. Algo de alocado brillaba
en sus grandes ojos oscuros de largas pestañas»

F. M. Dostoievsky: Los hermanos Karamasov


Vade retro,
      Fulano, Mengano
      favor abstenerse
Quien aquí yace
soñó,
sueña con Heathcliff.

El gran amor
es una fábula.
Pertenece a la mitología
de la falda materna;
en sus rodillas
-y sólo en sus rodillas-,
supe de sus bendiciones,
escuché su retahila de:

manzanas podridas;
empuñaduras de nácar;
besos que crujían como canastos
-recién vaciados de higos-
discurridos por el viento;
pájaros que regresaban
después de haber sido asfixiados en un puño;
uñas que crecían a la inversa;
lágrimas incrustadas en zarcillos de niñas;
dátiles hinchados de miel sobre lenguas extrañas;
hembras que ensalivaban diamantes para biselar
la noche de bodas;
machos que desarrollaban la paciencia,
la hospitalidad del pescador;
pies desprendidos del cuerpo, persiguiendo
una palabra;
piedras encontradas en el pecho de un hombre;
hombres encontrados en el pecho de una mujer;
panales que daban abejas;
cuencas abandonadas por sus ojos
y habitadas por peces;
santos calentándose en la misma hoguera
donde queman las ropas de las brujas;
velas apagadas con los labios
y cuya llama ardía en una garganta;
falsas notas suicidas, halladas por una camarera;
dicha reventando entre las ingles;
mascotas con nombres de amantes perdidos,
colgados al cuello.
    
     La fábula fue cierta sólo muslos arriba.
     Pero yo era un objeto frío
     sobre las rodillas de la enemiga,
     a quien debía mi supervivencia,
     a quien confiaron mi ceguera.
     Y ordenaron cumplirme inmaculada.

Poco o nada tiene que ver
la madre de carne y hueso,
ni su hija de hueso y hueso.
Dirijo mi queja
a la Altísima Madre,
desde cuyo regazo
he visto caer la gracia,
sobre otras frentes.

Sobre sus rodillas
supe de la inutilidad
de apartar las mías.

Escucharla
me hizo rastrear al hombre
equivocado,
y encontrar al correcto.

La fábula no deja vestigios,
su moraleja quede en pie:
Al amor de tu vida
deberás buscarlo.
El amor de tu muerte
está a tu lado.


Lágrima viva

A los seis años de Inés


Si quiebran el corazón del cielo
—de su fractura-
no lloverán alas de ángeles;
en cambio,
caerá implacable el envés del granizo,
su alter ego:
esos granates trozos de carbón
-en plena madurez- arañarán
su semblante de placenta
—como los huevos magros de un cuervo.

Y el cielo,
que no se merece este mundo
—a siete años sombra de la tierra-
sabiamente se contraerá al fondo
de una pupila:
al centro de un solo astro.

Cuando definitiva
la inmensidad se retire,
no tendremos telón de los lamentos,
que seque sus collares verticales:
sus lágrimas de San Pedro.

Puedo pasármela sin ese cielo
—no estaré para entonces.
Pero tengo una niña en ciernes,
a punto de sí misma,
entre los brazos intrusos de la vida:
a mitad de la Luna,
a un cuarto menguante de las patas
del macho cabrío.

Es indispensable que el cielo persista
para que sus seis años sobrevivan,
en el relámpago:
esa memoria roja e imprevista
que precede al olvido.

Si Sodoma
fuese minuciosamente desbrozada
—en el pajar-
hallarían la aguja
de un justo.

No pido
—a cambio de su alma-
la salvación del mundo,
ruego se redima
-gracias a la sospecha
de que esta niña exista-
uno solo
de mis perniciosos versos.

Yo te bautizo Inés:
Anémona y óbolo del poema habitable
que fue escrito en mil noches
y tachado de una.
Para que tu reino fuese entre nos
-es decir, a mitad de mis pulmones-
hizo falta que Durero tallara el Apocalipsis
y que nuestros antepasados
-estampa por estampa-
lo cumplieran.

Como la última gota de la estirpe
has sido destilada, no nacida,
por eso cubres la duración de un pájaro,
sustraído, a la bóveda románica
de la enagua matriarcal.

No pido a Dios por ti.
Le ordeno.

Yo te revelo Inés:
si el galeón de tu caparazón
se mueve a sotavento;
si el cielo se incinera
por la velocidad de su caída;
si llueve
lava
sobre quemado;
aun así,
estarás a salvo.

de buena fuente
que los últimos mansos
en abordar el arca de Noé
fueron tus ojos.
No habrá ninguna baja
entre tus útiles escolares,
encontrarás intactos:
el corazón de Dimitri Karamasov,
la máscara de Rosa Coldfield,
y tus alas de Rilke.

Descorren la escenografía:
la tierra rota
sobre un eje imaginario,
yo también.

serás lo último que pida
                            que pierda.

En algún grado,
ajena a mis desdichas
en todos,
su frágil contrapeso.


II


Coser y cantar

Debo delatar
sin excluirme:

Las mujeres se reúnen,
se relajan sobre poltronas.
Prudentes
abren sus costureros
y eligen el más delicado instrumento.
Metódicas
punzan, hienden y halan,
viven de las puntadas que provocan.
El dedal es la empuñadura roma
de la trama de una cicatriz.

Las mujeres enlazan frases amables;
mientras
se disponen a sufrirlo todo,
siempre y cuando
ese todo
sea cabalmente registrado
en un misal de provincia,
y la estampa de mártir
que es su rostro,
quede bordada
en el corazón del hombre
que exultan, que aborrecen
en camas, en conversaciones
indistintas.

Hay que subirle el ruedo
al pantalón del macho
para que no se arrastre
demasiado
cuando hincado
pida perdón,
a la par que repara
la tubería del lavamanos.

Hay que ribetear
el motivo del vulnerado ciervo;
degradar, con pausa,
el bermejo de la sedalina:
el punto de cruz
es el más fácil,
su regular repetición
va tupiendo retorcidas magnolias
en la tela de vivir.

Las mujeres no pierden el hilo:
el infierno es aquí y ahora,
lo toleran
lo infringen.
Por cada arruga bastean
un nuevo suplicio;
después del camello y el hombre rico
ellas sabrán engatusar al portero.

Hermanas,
pido excusas a todas
-las urracas no sueltan prenda.
Habíamos quedado en guardar
el secreto;
ninguna debía revelar
la procedencia de esa infelicidad
imprecisa
—que a punta de maña
y no de fuerza-
aparece en el sexo opuesto.
Ellos sólo tiran la piedra,
nosotras
sólo escondemos la mano.

A las pruebas me remito:
ningún deseo nuestro
cae en saco roto,
un punto de más
y la impermeable lógica masculina
se rasga.
Así los metemos en cintura.
Urdir y llorar
son nuestras primeras necesidades.
Nada nos cuesta hilar fino
y mucho
menos
rematar.

Hermanas,
rompo el voto de silencio:

Hombres de Dios
Santos Varones
sed precavidos:

De la misa,
la mitad
y, del misal,
la genuina y descolorida tristeza
de esa flor que divide los salmos.
Consuelen las lágrimas
mientras se guardan
del cocodrilo que las llora.

Toda buena mujer es mala,
mientras más abnegada,
más perniciosa.
Nadie lo sabe mejor que nosotras.

Nadie lo padece e ignora
más que ustedes.


Ofelia

A José Luis Blondet

Me quiere,
No me quiere,

Me quiere,
No me quiere,

Me quiere,
No,
No me quiere.

A la una


a las dos


y a la sien.



Espejito, espejíto mágico
AD.S.


Eran las cinco en punto de la mañana.
Desperté como siempre
desdoblada.
Me di la vuelta:
la envidia estaba a mi lado
velando,
sus ojos
me ofrendan cada día
como un indulto.

La envidia me devora
mientras duermo.
Su rostro lleva mi rostro,
mis señas,
mis uñas.
Su método es sencillo,
trabaja contra natura,
crea anticuerpos:
-me enseñó a defenderme del tuyo
desintegrando el mío-
actriz principal en el elenco estable
de mi torrente sanguíneo.

Mi lupus feroz:
—¿Por qué tienes esa boca tan grande?—
(fue la última pregunta)
y quedó sin respuesta.
A las seis en punto de la mañana,
abandonando las sábanas húmedas,
revueltas y rojas,
alguna de las dos se puso en pie
de guerra
y escribió este poema,
como si fuese la otra.


Core

¿Cómo entra la oscuridad
en la habitación
de la niña?

Cuando despierta rígida,
a mitad de su nombre,
de su noche.
Presume,
sabe
que una bestia se despereza
—apesta—
acecha bajo su cama.

A eso temerá toda su vida.

Ignorando
si el oprobio reside
en que la bestia trepe
hasta su cuerpo

O en que desista.


La señora de los anillos

A Guillermo Barrios por el título nobiliario
A Loreto Vivanco, por el vicio compartido
de las joyas

Soy la reina de la heterodoxia.
Mi séquito,
un regimiento de sortijas;

Forjados al calor del dedo -los aros-
unen sus extremos en coágulos minerales;
cada uno cela en su luz parda,
una potestad disoluta.

A las piedras me remito:
de las ágatas llevo la sanguinaria, a la diestra y a la
[siniestra;
un granate, rígido por Marte;
tres obsidianas de raíz volcánica;
un templón al plexo solar, la aventurina;
faraónica malaquita para el que encontró el mediecito;
alcayata de lujo la serena amatista;
la sana-sana azurita de dama, llama a las saturnales;
sobre el ébano intratable
jaspes y sardónicas cercan la falange;
beneplácito de los leucocitos: la turmalina cicatriza;
estriado ojo de tigre preservará las vísceras, a la hora de
[la hora;
     la secreción marina de un coral para los anulares
     lluvia de oro al aro, arena de iris;
     mientras,
     el índice anuncia su mal agüero en ópalos.

Puestos,
los anillos quedan
a la altura de los ojos de los niños:
«¿quién quiere una caricia,
venida de una mano llena de piedras?»
—pregunto.

Mis pretendientes se cansan
de ver mis dedos tan comprometidos;
soy la aplazadora de bodas,
no las dejo para después
sino para otras;
pretendientes y anillos
comparten un poder:
ahuyentan.

Estas joyas
han pedido mi mano.
Así, las piedras conservan
sus propiedades intactas,
y yo, también.

Dulce Orfebre:
sal de mis tierras,
tú apenas combates, domas
consumidas serpientes de argento.
Venga a mí el del Yunque
el Hosco,
nacido al corazón de la cantera:
será él
y no otro,
quien, lejos de engastar el lujo
para la ceremonia,
prensará sosegado
-y a la medida de mi dedo,
y a la temperatura de mi calda-
un cepo.


Para bien y para mal

A la amistad, a Bev; after Anne Sexton

No tuvimos el paisaje común
de la lengua materna:
tu alfabeto
abunda en «doblevés» de «witch»
el mío, en «eñes» de «araña»

A cambio
sí tuvimos padres
que un día nos festejaron,
nos hicieron lujosas
y al día siguiente
nos hurtaron los presentes.

En el puño
apretamos desvaídos
papeles de regalo
—sin saber a qué ternura
obedecían sus pliegues,
a qué mezquindad
nuestro gesto.

Arbitrarias prohibiciones y licencias
abrieron, cerraron nuestra niñez.
Ese era el ritmo:
un «sí» ligero,
cuando no venía a cuento;
y un «no»,
cuyo tono parecía provenir
del rencor de una mujer
repudiada por su hombre.

Tanto mimo y golpe,
dar y quitar;
llorar la niña
y pellizcar los padres:
a nosotras, entre ellos,
acaba por destruir cualquier certeza.

Inciertas,
rollizas y cetrinas
pasamos a los 7 años
—al huso de razón-
con el diagnóstico errado:
saludables

Nada fue término medio,
sólo vuelta y vuelta:
crudas,
no desnudas,
erramos.
Nadie sospechó del bosque,
las niñas feroces
en la casa de Gretel, sólo de Gretel
en la cual una bruja
no nos engordó a nosotras
sino a nuestra desgracia
todavía incipiente, inadvertida.

Bajo el dominio de la terrible,
aguardamos
por el varón de la casa:
el primer hombre,
pelando cuarzos y dientes.

En almíbar
se conservan mejor
los animales muertos.
Ambas lo sabíamos:
entre el conejo asustadizo
y el acre y delicado paté
que es su destino,
mediaban las manos de la madre.

Nos ocultaron la sangre y los huesitos,
cuando nuestro refinado paladar
ya había tragado
grueso.

Ambas supimos,
tempranamente,
de la puerta clausurada.
A dos habitaciones y un baño
de mi cama
quedaba el Olimpo,
donde ese par de dioses
inclementes y nocturnos,
invocaba
al Caos.

De la estrechez no se sale
—aunque estés a tus anchas.
Así, del interminable desfiladero
que fue el pasillo de la casa,
pasé yo al callejón de mala muerte
y tú a esa angostura y asfixia
de unos pulmones en su tinta.

No supimos regresar de las ruinas de Gretel,
sólo de Gretel
pues, las señas, las marcas de las lágrimas,
se las chupó la tierra.

Por no haber heredado
la pulida belleza
de la línea materna,
se nos dio el alma
-como supuración tardía-
y el nudo corredizo de la voz
-como efecto secundario.

A la edad de merecer
desmerecimos;
arrojamos nuestros primeros cuerpos,
nuestras mejores pieles,
al primer postor
—necesariamente el más cruel.

Hoy, comemos con moderación
—la voracidad conoce más sutiles expresiones-
cada una degusta a su hombre
lo conversa, lo mide, lo perdona
con el de la otra.

Nos reunimos para resentirnos.
Y, para festejar,
bailamos nuestros muertos,
batimos la marmita:
para que se desperece
lo bueno que hay en lo malo,
el bien que por mal nos viene.

No ha sido un whisky
nuestro lugar de encuentro.
Hermana
y hermanadas
por un inocuo, edulcorado sedante
único antídoto que iguala,
contrarresta,
nuestra sangre.

A tus desangeladas, anglosajonas Barbies,
a mis caseros y chuecos papagayos,
opongo el terreno
arbitrado por la noche,
la zona franca
de que tú tengas letra
de que yo lo pretenda;
y, no obstante,
ese mismo veneno
nos salve del mundo
—a cada una
de cada una-
y en especial,
a la una
de la otra.


III



Horquetas



Hay semejanzas tangibles, palmatorias.

Como verso y surco
-así no se parezcan—
pertenecen a la misma estirpe,
son,
desde el comienzo de los tiempos,
una y sola hondura,
diversificada.

Hay semejanzas engatusadoras, temibles.

La alquimia y las nupcias
son artes opuestas,
no es lo mismo
aleación que alianza
tienen la misma raíz latina:
ligare,
pero desencadenan
catástrofes distintas.



Regla de tres

También para D.S.

Si a lo largo de un año
un hombre saliera los viernes
de su casa
y tardara tres horas en regresar
de la piel
de su amante.

¿Cuánto tiempo necesitaría la esposa
para descubrir su reflejo
en la hoja
del cuchillo
que rebana los sesos del almuerzo?

¿Cuánto tardaría,
con la sola ayuda de sus uñas
y un rosario,
en destrozar la vida que le queda?

¿Cuántas veces,
mientras lo espera
-cualquiera de las dos-,
podrá recorrer
el espacio que va
de la puerta a la ventana,
si con cada paso que da,
de rodillas
—cualquiera de las dos—,
dios se aleja?
Y si el corazón del hombre
funciona como un reloj:
automáticamente, por inercia,
¿cuánto tarda el amor
en deshacer
su exacto mecanismo;
en invertir
el sentido de sus agujas,
en encajárselas? •



Cultura
A mi vecina Michelle


Ir al automercado
es un modo de huirme,
de darme alcance.
Repartida en 15 días
—ni uno más, ni tres menos-
me voy garantizando.
Me divido en cenas
que no comeré
hasta la hora del desayuno.

Otras llevan en sus carros
el botín de una sola noche
fraccionado en aromas y especies,
en cereales
y carnes de aves del paraíso.

Compran, las más sabias,
cosas
que mezcladas con precisión,
seducen al mismo hombre
con el que preparan hijos
-ese, que ahora mira los senos
de la cajera.

Llegado el momento, ellas,
pondrán las manos en la masa
y la mesa en su santo lugar.

En el automercado
me estiman por veloz.
Con esa responsabilidad
me precipito,
manos al congelador:
en bolsas cerradas
pesco rúcula y radiquio hidropónicos
-cuando humedezca sus cadáveres
parecerán seres vivos.

El aceite de oliva
es bueno para la sangre;
el atún enlatado, lo es para la guerra.
La bebida es siempre para honrar
al varón;
la leche ha de ser sin crema;
la crema, también sin crema;
el pan será integral;
la carne, desgrasada;
el azúcar, sin dulce;
la sal, marina;
sin sal, la mantequilla;
la Coca-cola, light;
el café, descafeinado;
el yogurt, simple.

Todo lo que seré
en las próximas dos semanas
llega, antes que yo, al 57-B
en un carrito
empujado por un niño
que desea y odia
a la señora que lo escogió
-de entre las otras bestias-
para llevar su carga.

Juro comerme toda mi comida.

Eso sí, en los próximos 15 días,
correré con mis consecuencias:
no he de quejarme,
de quererme terrena,
de exigirme ser,
-o parecer-
de este mundo.



Grandes ligas
También a D. S.

¡Es una lástima!
Formaban un buen equipo
los tres.

Una, lavaba la ropa
en casa, en su casa
La otra, ensuciaba la misma ropa
en el hotel, cualquier hotel.

Y él
-siempre él—
se encargaba de usar esa ropa
para darle algún sentido
al oficio de una
al lujo de la otra
Sobre todo se prestaba
para servir de enlace, de beso
entre una boca olvidada
y la otra boca mordida
—entre los polos irreconciliables
de una misma madre.

Ambas restregaban muy bien:
las mujeres saben mucho de ropa
y les encanta un trapo.

Pero la cuerda
-del tendedero-
se rompe siempre por lo más débil;
la última temporada
la pareja de tres
se desintegró.
Con una seria
lesión en el orgullo
él se retiró del juego.

Ahora,
la una
sigue lavando ropa,
mientras
la otra
se lava las manos.


Habeas Corpus


Antes
nosotras
acatábamos la sentencia:
pedíamos
no podíamos
cambiar un bombillo
reparar artefactos
entender los silencios
de Heráclito.

Nosotras
perdimos el patrón
perdimos al Patrón
de las dolorosas,
de las desasistidas.

Nosotras
antes servíamos
—para provocar guerras-
ahora participamos.

El hombre de la casa
fue sustituido
por la mujer de la calle.

Hoy,
ése,
mi género:
-bestiario de catedral-
habla de la gárgola para afuera.
Sin anular su olfato
lo agudiza,
para atrapar in-fraganti
al mamífero,
justo cuando desata
su agreste olor,
cuando ronda y pide lo suyo;
que ahora es nuestro.

Saldado el préstamo de la costilla
-cumplida la condena—
qué feo es un cuerpo de mujer,
si no trae consigo la desgracia
del otro
para acodar su laxitud.

No sé cómo lo padecen otras.
En lo que a mí concierne
no tengo recurso de amparo:
a cambio, me otorgan
el deber de acusar,
ante un tribunal,
la queja opuesta
—a mis principios, a mis fines:
lo que era rapto, brasas
y escarmiento,
aquello por lo que rezó,
la niña que fui,
entra hoy
en tela de juicio.

Odio mis privilegios.

Un derecho
me ofende más que el otro:
pasar inadvertida
en vez de
quedar malograda.

Han arruinado mis modales.
Este fin de milenio
deconstruyó a mi abuela
-cuando su marido se habría limitado
a destruirla.

Fue una pésima inversión:
Te he denunciado a ti,
no eras posible.

No HA LUGAR

Ganarme el pan
que me llevo a la boca
es la mayor afrenta
que los hombres
me han hecho.

Pensar que soy capaz
y ser capaz
es el peor castigo
que yo misma
me hago.

OBJECIÓN DENEGADA


Tengo derecho
a una llamada telefónica:

—Maldito siglo de las luces:
devuélveme mi oscurantismo,
mi ser devota, exangüe y corruptible.
Mi honra de sierva.

No quiero escribir esta vida d
e la boca para afuera,
sino acatarla
de las puertas para adentro.

Quiero vivir
-si viva-
entre los matices
de dos extremaduras:
  de perra en celo
  de gallina degollada.
Si no es así
te pido de nuevo, madre:
¡trágame tierra!

Ruego me sean devueltos
mi morada y mi señor.
Que a mí me puede más
mi no poder,
y al hombre,
sólo lo gana,
lo crece,
el bien poderme.

N. E.: Pese al irrebatible alegato de la autora, sin ese bombillo -apretado por ella- en su lámpara de noche; sin ser —ella misma- un silencio de Heráclito, jamás habría podido escribir este poema.


Self-service

También D.S.

Tu gesto
rasga la vestidura del espacio.
Cae tu mano
breve, precisa.

No hace falta más guadaña
que el canto
de tu mano
en mi cuello
para que mi cabeza
en la bandeja de plata,
de los hombros,
te atienda
se tienda
servida
servidora
a tus pies
sin el contorno del cuerpo
sin el de la esperanza.

Y esto no es el amor,
lo sé.
Es lo que deja el amor
cuando parte
—en dos-
desentramando
de nuevo las costillas,
devolviendo el costado a cada uno
para que cada uno tenga
al menos,
donde reclinar la pena,
donde caerse muerto,
cuando el otro recorte su figura
en ese Índigo que es toda distancia.

Cada cual
por su lado,
sin su lado
tendrá suficientes provisiones
para vivir a salvo,
salvo, eso sí,
su trozo de manzana envenenada.


IV



Audiencia con el Stárets


Para. MI Dosto. De paso, también
para Ernesto Zalés, una de sus criaturas, ese Niño de la Noche
(cuyo padre mató un cochino, cuyo hijo le tuvo
miedo) nacido en Coro, vivido en Caracas,
celebrado en el mundo y muerto siempre.


Soy Anfimia,
la vieja cocinera coja.
Por sesenta rublos asignados
tu madre me vendió.

Bendíceme Señor.

No me des a beber de tus pies
pues la sal de mi beso
deshidrata.

Una cuaresma después
murió uno de los tuyos.
No debes recordarme...
entonces eras
o parecías un niño.

Hincada, ante el ruedo
de tu harapienta túnica,
ruego saber de ti.


Mátuschka, sangrecita mía, cuéntame

Si tu madre fue una mesa
¿sería un mantel o un fantasma
la pieza que tendió sobre sus hombros?,
confinado entre sus patas
¿lamías su leche?
¿ladrabas a los desconocidos?

Y cuando rompiste
el mecate
liberando tu cuello,
¿cuánto pesaba esa mochila
si los seis libros
-que conformaban
tu joroba-
los escribió tu padre?

La primera palabra
leída en la cartilla
hizo que notaran tu existencia.
¿No te dijo —el ahorcado-,
mientras se balanceaba
que la letra
sale como entra,
con sangre?

Dime, sangrecita mía

La carne se te fue apartando
porque tus huesos
venían en camino.
Cuando te sacaban a orinar,
desollado,
¿era arena o cal de Paraguaná
lo que,
adherido al músculo,
simulaba la piel?

Vino el tiempo de segar
faldas.
Se desprendían del talle
como nenúfares sobre la resina
de un estanque congelado.
¿Cuántas se ahogaron
sobre el espejo de tu cuerpo?
¿Podían gritar
aun con la garganta anegada?

Luego llegó la contrición.
Sacaron del templo un costillar,
con ojos como dos compresas
chorreando brea,
le pusieron tu nombre
lo friccionaron con ruda y aceites
¿para revivirlo
o para embalsamarlo?

Dime, sangrecita mía

Tomaron lo que había quedado
del converso,
remacharon sus agujeros
en esa red de plata que eres
—que tensaron-
sobre el bastidor
de la vela de un barco.
¿Te echaron por la borda
para que fueses
cedazo de colar imágenes?

La lágrima de Una
encalló certera
-como un yunque-
en el pozo seco de tu voz.
En las mañanas
¿es esa la voz
que abotona tu cuello
para atar esa magnífica cabeza
al cuerpo que debería
colgarle?
Aprendiste a sudar pan,
a llevarlo a casa.
¿Qué se siente amontonar hijos
en un racimo
para que puedan ingresar juntos
—en una sola camilla—
a uno de tus poemas?

Habla, sangrecita mía

¿Es cierto que entran en un verso
y llenan bolsillos y delantales
de piedras
para luego,
al salir,
lapidar tentaciones,
malas hierbas,
malas mujeres?

La quilla de la noche te abre paso
y cruzas luminoso como una anguila.
La carta del triunfo
deja sobre tu alma
un As de copas
(llenas de trementina),
¿teje —como laureles-
sobre tu cabeza
coronas de serpientes?

Y si has vivido todo de un tajo,
en el trecho de una arsshina
¿a quién dejas en heredad
los años que economizas entre dientes,
esos que rechinan de pulcros
como platos de peltre
contra el cubierto
que los desportilla?

Escucha, sangrecita mía

Una última advertencia:
el ángel vengador
sonríe
detiene su ira
ante tu sueño.

También Medea
fue paciente y tierna
hasta que le llegó su sábado
a los hijos.


Dulzura,

un diminutivo
entre nosotros los rusos,
    tiende a ser
el presagio
de un crimen.
Hay que ablandar la carne
antes de comerla.
Y no, no soy buena;
te uso
para cobrar mi memoria
en el resto de la tuya.

No sé leer el futuro
en la borra del té,
sino el pasado
en el vaho del estiércol.

Reconócete.
Esto eres tú, clavado,
en mi cruz.

Habría querido
ahorrarme las palabras,
hacerte un nido,
un abrigo,
pero soy mala
con las manos
-y de corazón.

Por eso
ésta, tu vieja,
tu olvidada
criada Anfimia
—cuyas manos no saben
trenzar pajitas,
cuyas manos no saben
tejer lanas-
junta la inutilidad
de esas manos
para rezar
y hace una oración
ante tu icono
pero,
en vez de nombrarte,
te saca filo.

4 comentarios:

  1. A cual mejor! La poesia se lleva dentro... refleja el alma del poeta y saca del lector el disfrute de sentirlo cerca

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  2. Si, la poesia se lleva dentro porque es una forma de vivir. Tanto crear como el disfrutar de lo creado es una forma de vivir. Los que disfrutan de la poesía son tan poetas como aquellos que la crea.

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  3. Es maravillosa esta poeta... Grande, inmensa...Gracias por difundir su obra!!! Naguará, qué buena es!!!!

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    Respuestas
    1. Hola Yurimia, gracias por acercarte a La Isla Inquieta y dejar tu breve inquietud. Si, es verdad la poesía de Corina Michelena es de una belleza única, sus imágenes, la forma en que construye los versos, todo el conjunto de su palabra es hermosa. Cuando uno la lee por vez primera queda la sensación de que hay más y resulta que cuando buscamos nuevamente en su poesía, la búsqueda se hace infinita, porque es que deja el grato sabor de la suave palabra. Gracias por acercarte y acompañarnos en esta esquina.

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”