I
Al
fin sola
Todos
los hombres
me
han deseado
lo
mejor
con
otro.
Miro
desde la barrera
el
abanico entrecerrado de sus barajas;
distingo
poca cosa:
la
borrosa silueta de un rey, oculta,
la
vana multiplicidad del cinco de corazones.
Ningún
arcano mayor,
ninguna
apuesta.
Vendo
esta Casa VII,
se
la vendo por dos reales.
Mi
suerte no está en juego.
Está
sólo escrita, echada
a
llorar,
cumpliéndose.
Lo
que ha de ser
ya
Hera.
Entonces,
recuerdo la sentencia de mi madre:
hija, las desgracias no
vienen
solas, las precede un
hombre.
Castillo
de naipes
A «MisiaMargot»,
como llamaba mi padre
a su madre. Gracias a ella creo en los buques de vapor
y en la precaria salud de la reina Isabel I de Inglaterra.
Mi
abuela auguró mi porvenir
«De
mis nietas, ésta
será
la casada con un millonario».
Sabía
leer
-en
los inconfesables deseos de las niñas-
barajas
españolas.
Jamás
equivocó un destino.
Sus
ojos eran
entonces,
dos
lágrimas perpetradas.
Ella
me echaba una mano,
ponía
mis cartas sobre la mesa
-y
sus propias urgencias bajo la manga.
Nunca
se amilanó
ante
la ausencia de la K,
ni
se dejó engañar
por
la repetida aparición
del
As de bastos.
Partía
el mazo en dos
—no
veía visiones, sentía las escrituras—,
no
fiaba sus presagios
a
esa constelación
de
espadas y soles;
palpaba
sobre
el temblor de la mano de su nieta,
la
suya.
Como
si ella supiera
que
esa nieta sabía, presentía
más
de lo debido.
Como
si esos delgados dedos infantiles
hubiesen
escuchado, leído
la
historia, la desgracia
de
una tal Ifigenia.
Los
suyos eran pronósticos
que
no expiraban,
mandatos
de
eterna duración.
El
único desliz reprochable
estaba
en la precisión de la fechas,
entre la ubicación temporal
del presagio
y su cabal cumplimiento
ocurrían menudos desplazamientos.
Todo
lo que decía mi abuela
es
cierto,
y
ha de acontecer
-como
que Dios es grande
y
la mujer pequeña.
Santa
palabra.
Su
sentencia
me
está reservada
para
otra vida
en
la que mi abuela
no
será más mi abuela
sino
la sacerdotisa
-que
por cumplir su fiera voluntad
y
despejar las dudas sobre sus dones-
oficiará
mis nupcias
con
el Rey de oro.
La
espalda
La
espalda
de
algo categórico
vive
en mí
laboriosa,
madrugadora, obstinada,
apegada
al oficio de doblegarse.
A
todo lo que esquivo le doy la espalda.
Su
celo lo recoge y atesora,
lo
carga.
Sin
esa intrusa no soportaría
los
palos que llevo,
que
traigo,
su
ciego brío no ondula,
requiebra;
se
mueve por partes
con
desplazamientos secos,
precisa
de la piel
para
dar esa breve impresión de latigazo,
de
lujuria enquistada.
Compartimos
la misma columna:
de
allí lo irreconciliable:
mientras
ella se aferra
yo
me rindo.
Costilla
tras costilla,
establece
eslabones de resistencia,
sus
vértebras, clavos
—joyas
templadas por Gaudí-
caminan,
roen mi vida,
la
obstruyen al preservarla
filosas,
se
hincan desde el lado opuesto
-opuesto
a toda carne—
e
imploran
como
si quisieran escapar
de
la celda que son.
La
columna en litigio
me
obliga a vivir,
me
levanta,
emula
una estructura
y
hace como si me sostuviera
en
pie
mientras
me empala.
PD: Mi venganza
es haberla tapiado
inexorablemente.
Saldrá libre
cuando muramos ambas
y sus anillos cierren
atando cabos.
Prometo,
entonces,
reencarnar en gusano
y comérmela viva.
«Sad
Lisa, Bad Lisa»
Elizabeth «de catorce años padecía parálisis
de las piernas. Algo de alocado brillaba
en sus grandes ojos oscuros de largas pestañas»
F. M.
Dostoievsky: Los hermanos Karamasov
Vade
retro,
Fulano, Mengano
favor abstenerse
Quien
aquí yace
soñó,
sueña
con Heathcliff.
El
gran amor
es
una fábula.
Pertenece
a la mitología
de
la falda materna;
en
sus rodillas
-y
sólo en sus rodillas-,
supe
de sus bendiciones,
escuché su retahila de:
manzanas podridas;
empuñaduras de nácar;
besos que crujían como canastos
-recién vaciados de higos-
discurridos por el viento;
pájaros que regresaban
después de haber sido asfixiados en un puño;
uñas que crecían a la inversa;
lágrimas incrustadas en zarcillos de niñas;
dátiles hinchados de miel sobre lenguas extrañas;
hembras que ensalivaban diamantes para biselar
la noche de bodas;
machos que desarrollaban la paciencia,
la hospitalidad del pescador;
pies desprendidos del cuerpo, persiguiendo
una palabra;
piedras encontradas en el pecho de un hombre;
hombres encontrados en el pecho de una mujer;
panales que daban abejas;
cuencas abandonadas por sus ojos
y habitadas por peces;
santos calentándose en la misma hoguera
donde queman las ropas de las brujas;
velas apagadas con los labios
y cuya llama ardía en una garganta;
falsas notas suicidas, halladas por una camarera;
dicha reventando entre las ingles;
mascotas con nombres de amantes perdidos,
colgados al cuello.
La
fábula fue cierta sólo muslos arriba.
Pero yo era un objeto frío
sobre las rodillas de la enemiga,
a quien debía mi supervivencia,
a quien confiaron mi ceguera.
Y ordenaron cumplirme inmaculada.
Poco
o nada tiene que ver
la
madre de carne y hueso,
ni
su hija de hueso y hueso.
Dirijo
mi queja
a
la Altísima Madre,
desde
cuyo regazo
he
visto caer la gracia,
sobre
otras frentes.
Sobre
sus rodillas
supe
de la inutilidad
de
apartar las mías.
Escucharla
me
hizo rastrear al hombre
equivocado,
y
encontrar al correcto.
La
fábula no deja vestigios,
su
moraleja quede en pie:
Al amor de tu vida
deberás buscarlo.
El amor de tu muerte
está a tu lado.
Lágrima
viva
A los seis años de Inés
Si
quiebran el corazón del cielo
—de
su fractura-
no
lloverán alas de ángeles;
en
cambio,
caerá
implacable el envés del granizo,
su
alter ego:
esos
granates trozos de carbón
-en
plena madurez- arañarán
su
semblante de placenta
—como
los huevos magros de un cuervo.
Y
el cielo,
que
no se merece este mundo
—a
siete años sombra de la tierra-
sabiamente
se contraerá al fondo
de
una pupila:
al
centro de un solo astro.
Cuando
definitiva
la
inmensidad se retire,
no
tendremos telón de los lamentos,
que
seque sus collares verticales:
sus
lágrimas de San Pedro.
Puedo
pasármela sin ese cielo
—no
estaré para entonces.
Pero
tengo una niña en ciernes,
a
punto de sí misma,
entre
los brazos intrusos de la vida:
a
mitad de la Luna,
a
un cuarto menguante de las patas
del
macho cabrío.
Es indispensable que el cielo persista
para que sus seis años sobrevivan,
en el relámpago:
esa memoria roja e imprevista
que precede al olvido.
Si
Sodoma
fuese
minuciosamente desbrozada
—en
el pajar-
hallarían
la aguja
de
un justo.
No
pido
—a
cambio de su alma-
la
salvación del mundo,
ruego
se redima
-gracias
a la sospecha
de
que esta niña exista-
uno
solo
de
mis perniciosos versos.
Yo
te bautizo Inés:
Anémona y óbolo del poema habitable
que fue escrito en mil noches
y tachado de una.
Para
que tu reino fuese entre nos
-es
decir, a mitad de mis pulmones-
hizo
falta que Durero tallara el Apocalipsis
y
que nuestros antepasados
-estampa
por estampa-
lo
cumplieran.
Como
la última gota de la estirpe
has
sido destilada, no nacida,
por
eso cubres la duración de un pájaro,
sustraído,
a la bóveda románica
de
la enagua matriarcal.
No
pido a Dios por ti.
Le
ordeno.
Yo
te revelo Inés:
si el galeón de tu caparazón
se mueve a sotavento;
si el cielo se incinera
por la velocidad de su caída;
si llueve
lava
sobre quemado;
aun así,
estarás a salvo.
Sé
de
buena fuente
que
los últimos mansos
en
abordar el arca de Noé
fueron
tus ojos.
No
habrá ninguna baja
entre
tus útiles escolares,
encontrarás
intactos:
el corazón de Dimitri Karamasov,
la máscara de Rosa Coldfield,
y tus alas de Rilke.
Descorren
la escenografía:
la
tierra rota
sobre
un eje imaginario,
yo
también.
Tú
serás
lo último que pida
que pierda.
En
algún grado,
ajena
a mis desdichas
en
todos,
su
frágil contrapeso.
II
Coser
y cantar
Debo
delatar
sin
excluirme:
Las
mujeres se reúnen,
se
relajan sobre poltronas.
Prudentes
abren
sus costureros
y
eligen el más delicado instrumento.
Metódicas
punzan,
hienden y halan,
viven
de las puntadas que provocan.
El
dedal es la empuñadura roma
de
la trama de una cicatriz.
Las
mujeres enlazan frases amables;
mientras
se
disponen a sufrirlo todo,
siempre
y cuando
ese
todo
sea
cabalmente registrado
en
un misal de provincia,
y
la estampa de mártir
que
es su rostro,
quede
bordada
en
el corazón del hombre
que
exultan, que aborrecen
en
camas, en conversaciones
indistintas.
Hay
que subirle el ruedo
al
pantalón del macho
para
que no se arrastre
demasiado
cuando
hincado
pida
perdón,
a
la par que repara
la
tubería del lavamanos.
Hay
que ribetear
el
motivo del vulnerado ciervo;
degradar,
con pausa,
el
bermejo de la sedalina:
el
punto de cruz
es
el más fácil,
su
regular repetición
va
tupiendo retorcidas magnolias
en
la tela de vivir.
Las
mujeres no pierden el hilo:
el
infierno es aquí y ahora,
lo
toleran
lo
infringen.
Por
cada arruga bastean
un
nuevo suplicio;
después
del camello y el hombre rico
ellas
sabrán engatusar al portero.
Hermanas,
pido
excusas a todas
-las
urracas no sueltan prenda.
Habíamos
quedado en guardar
el
secreto;
ninguna
debía revelar
la
procedencia de esa infelicidad
imprecisa
—que
a punta de maña
y
no de fuerza-
aparece
en el sexo opuesto.
Ellos
sólo tiran la piedra,
nosotras
sólo
escondemos la mano.
A
las pruebas me remito:
ningún
deseo nuestro
cae
en saco roto,
un
punto de más
y
la impermeable lógica masculina
se
rasga.
Así
los metemos en cintura.
Urdir
y llorar
son
nuestras primeras necesidades.
Nada
nos cuesta hilar fino
y
mucho
menos
rematar.
Hermanas,
rompo
el voto de silencio:
Hombres
de Dios
Santos
Varones
sed
precavidos:
De
la misa,
la
mitad
y,
del misal,
la
genuina y descolorida tristeza
de
esa flor que divide los salmos.
Consuelen
las lágrimas
mientras
se guardan
del
cocodrilo que las llora.
Toda
buena mujer es mala,
mientras
más abnegada,
más
perniciosa.
Nadie
lo sabe mejor que nosotras.
Nadie
lo padece e ignora
más
que ustedes.
Ofelia
A José Luis Blondet
Me
quiere,
No
me quiere,
Me
quiere,
No
me quiere,
Me
quiere,
No,
No
me quiere.
A
la una
a
las dos
y
a la sien.
Espejito,
espejíto mágico
AD.S.
Eran
las cinco en punto de la mañana.
Desperté
como siempre
desdoblada.
Me
di la vuelta:
la
envidia estaba a mi lado
velando,
sus
ojos
me
ofrendan cada día
como
un indulto.
La
envidia me devora
mientras
duermo.
Su
rostro lleva mi rostro,
mis
señas,
mis
uñas.
Su
método es sencillo,
trabaja
contra natura,
crea
anticuerpos:
-me
enseñó a defenderme del tuyo
desintegrando
el mío-
actriz
principal en el elenco estable
de
mi torrente sanguíneo.
Mi
lupus feroz:
—¿Por qué tienes esa boca
tan grande?—
(fue
la última pregunta)
y
quedó sin respuesta.
A
las seis en punto de la mañana,
abandonando
las sábanas húmedas,
revueltas
y rojas,
alguna
de las dos se puso en pie
de
guerra
y
escribió este poema,
como
si fuese la otra.
Core
¿Cómo
entra la oscuridad
en
la habitación
de
la niña?
Cuando
despierta rígida,
a
mitad de su nombre,
de
su noche.
Presume,
sabe
que
una bestia se despereza
—apesta—
acecha
bajo su cama.
A
eso temerá toda su vida.
Ignorando
si
el oprobio reside
en
que la bestia trepe
hasta
su cuerpo
O
en que desista.
La
señora de los anillos
A Guillermo Barrios por el título nobiliario
A Loreto Vivanco, por el vicio compartido
de las joyas
Soy
la reina de la heterodoxia.
Mi
séquito,
un
regimiento de sortijas;
Forjados
al calor del dedo -los aros-
unen
sus extremos en coágulos minerales;
cada
uno cela en su luz parda,
una
potestad disoluta.
A las piedras me remito:
de
las ágatas llevo la sanguinaria, a la diestra y a la
[siniestra;
un
granate, rígido por Marte;
tres
obsidianas de raíz volcánica;
un
templón al plexo solar, la aventurina;
faraónica
malaquita para el que encontró el mediecito;
alcayata
de lujo la serena amatista;
la
sana-sana azurita de dama, llama a las saturnales;
sobre
el ébano intratable
jaspes
y sardónicas cercan la falange;
beneplácito
de los leucocitos: la turmalina cicatriza;
estriado
ojo de tigre preservará las vísceras, a la hora de
[la hora;
la secreción marina de un coral para los
anulares
lluvia de oro al aro, arena de iris;
mientras,
el índice anuncia su mal agüero en ópalos.
Puestos,
los
anillos quedan
a
la altura de los ojos de los niños:
«¿quién
quiere una caricia,
venida
de una mano llena de piedras?»
—pregunto.
Mis
pretendientes se cansan
de
ver mis dedos tan comprometidos;
soy
la aplazadora de bodas,
no
las dejo para después
sino
para otras;
pretendientes
y anillos
comparten
un poder:
ahuyentan.
Estas
joyas
han
pedido mi mano.
Así,
las piedras conservan
sus
propiedades intactas,
y
yo, también.
Dulce
Orfebre:
sal
de mis tierras,
tú
apenas combates, domas
consumidas
serpientes de argento.
Venga
a mí el del Yunque
el
Hosco,
nacido
al corazón de la cantera:
será
él
y
no otro,
quien,
lejos de engastar el lujo
para
la ceremonia,
prensará
sosegado
-y
a la medida de mi dedo,
y
a la temperatura de mi calda-
un
cepo.
Para
bien y para mal
A la amistad, a Bev; after Anne Sexton
No
tuvimos el paisaje común
de
la lengua materna:
tu
alfabeto
abunda
en «doblevés» de «witch»
el
mío, en «eñes» de «araña»
A
cambio
sí
tuvimos padres
que
un día nos festejaron,
nos
hicieron lujosas
y
al día siguiente
nos
hurtaron los presentes.
En
el puño
apretamos
desvaídos
papeles
de regalo
—sin
saber a qué ternura
obedecían
sus pliegues,
a
qué mezquindad
nuestro
gesto.
Arbitrarias
prohibiciones y licencias
abrieron,
cerraron nuestra niñez.
Ese
era el ritmo:
un
«sí» ligero,
cuando
no venía a cuento;
y
un «no»,
cuyo
tono parecía provenir
del
rencor de una mujer
repudiada
por su hombre.
Tanto
mimo y golpe,
dar
y quitar;
llorar
la niña
y
pellizcar los padres:
a
nosotras, entre ellos,
acaba
por destruir cualquier certeza.
Inciertas,
rollizas
y cetrinas
pasamos
a los 7 años
—al
huso de razón-
con
el diagnóstico errado:
saludables
Nada
fue término medio,
sólo
vuelta y vuelta:
crudas,
no
desnudas,
erramos.
Nadie
sospechó del bosque,
las
niñas feroces
en
la casa de Gretel, sólo de Gretel
en
la cual una bruja
no
nos engordó a nosotras
sino
a nuestra desgracia
todavía
incipiente, inadvertida.
Bajo
el dominio de la terrible,
aguardamos
por
el varón de la casa:
el primer hombre,
pelando
cuarzos y dientes.
En
almíbar
se
conservan mejor
los
animales muertos.
Ambas
lo sabíamos:
entre
el conejo asustadizo
y
el acre y delicado paté
que es su destino,
mediaban
las manos de la madre.
Nos
ocultaron la sangre y los huesitos,
cuando
nuestro refinado paladar
ya
había tragado
grueso.
Ambas
supimos,
tempranamente,
de
la puerta clausurada.
A
dos habitaciones y un baño
de
mi cama
quedaba
el Olimpo,
donde
ese par de dioses
inclementes
y nocturnos,
invocaba
al
Caos.
De
la estrechez no se sale
—aunque
estés a tus anchas.
Así,
del interminable desfiladero
que
fue el pasillo de la casa,
pasé
yo al callejón de mala muerte
y
tú a esa angostura y asfixia
de
unos pulmones en su tinta.
No
supimos regresar de las ruinas de Gretel,
sólo
de Gretel
pues,
las señas, las marcas de las lágrimas,
se
las chupó la tierra.
Por
no haber heredado
la
pulida belleza
de
la línea materna,
se
nos dio el alma
-como
supuración tardía-
y
el nudo corredizo de la voz
-como
efecto secundario.
A
la edad de merecer
desmerecimos;
arrojamos
nuestros primeros cuerpos,
nuestras
mejores pieles,
al
primer postor
—necesariamente
el más cruel.
Hoy,
comemos con moderación
—la
voracidad conoce más sutiles expresiones-
cada
una degusta a su hombre
lo
conversa, lo mide, lo perdona
con
el de la otra.
Nos
reunimos para resentirnos.
Y,
para festejar,
bailamos
nuestros muertos,
batimos
la marmita:
para
que se desperece
lo
bueno que hay en lo malo,
el
bien que por mal nos viene.
No
ha sido un whisky
nuestro
lugar de encuentro.
Hermana
y
hermanadas
por
un inocuo, edulcorado sedante
único
antídoto que iguala,
contrarresta,
nuestra
sangre.
A
tus desangeladas, anglosajonas Barbies,
a
mis caseros y chuecos papagayos,
opongo
el terreno
arbitrado
por la noche,
la
zona franca
de
que tú tengas letra
de
que yo lo pretenda;
y,
no obstante,
ese
mismo veneno
nos
salve del mundo
—a
cada una
de
cada una-
y
en especial,
a
la una
de
la otra.
III
Horquetas
Hay
semejanzas tangibles, palmatorias.
Como
verso y surco
-así
no se parezcan—
pertenecen
a la misma estirpe,
son,
desde
el comienzo de los tiempos,
una
y sola hondura,
diversificada.
Hay
semejanzas engatusadoras, temibles.
La
alquimia y las nupcias
son
artes opuestas,
no es lo mismo
aleación que
alianza
tienen la misma raíz latina:
ligare,
pero desencadenan
catástrofes distintas.
Regla
de tres
También para D.S.
Si
a lo largo de un año
un
hombre saliera los viernes
de
su casa
y
tardara tres horas en regresar
de
la piel
de
su amante.
¿Cuánto
tiempo necesitaría la esposa
para
descubrir su reflejo
en
la hoja
del
cuchillo
que
rebana los sesos del almuerzo?
¿Cuánto
tardaría,
con
la sola ayuda de sus uñas
y
un rosario,
en
destrozar la vida que le queda?
¿Cuántas
veces,
mientras
lo espera
-cualquiera de las dos-,
podrá
recorrer
el
espacio que va
de
la puerta a la ventana,
si
con cada paso que da,
de
rodillas
—cualquiera de las dos—,
dios
se aleja?
Y
si el corazón del hombre
funciona
como un reloj:
automáticamente,
por inercia,
¿cuánto
tarda el amor
en
deshacer
su
exacto mecanismo;
en
invertir
el
sentido de sus agujas,
en
encajárselas? •
Cultura
A mi vecina Michelle
Ir
al automercado
es
un modo de huirme,
de
darme alcance.
Repartida
en 15 días
—ni
uno más, ni tres menos-
me
voy garantizando.
Me
divido en cenas
que
no comeré
hasta
la hora del desayuno.
Otras
llevan en sus carros
el
botín de una sola noche
fraccionado
en aromas y especies,
en
cereales
y
carnes de aves del paraíso.
Compran,
las más sabias,
cosas
que
mezcladas con precisión,
seducen
al mismo hombre
con
el que preparan hijos
-ese,
que ahora mira los senos
de
la cajera.
Llegado
el momento, ellas,
pondrán
las manos en la masa
y
la mesa en su santo lugar.
En
el automercado
me
estiman por veloz.
Con
esa responsabilidad
me
precipito,
manos
al congelador:
en
bolsas cerradas
pesco
rúcula y radiquio hidropónicos
-cuando
humedezca sus cadáveres
parecerán
seres vivos.
El
aceite de oliva
es
bueno para la sangre;
el
atún enlatado, lo es para la guerra.
La
bebida es siempre para honrar
al
varón;
la
leche ha de ser sin crema;
la
crema, también sin crema;
el
pan será integral;
la
carne, desgrasada;
el
azúcar, sin dulce;
la
sal, marina;
sin
sal, la mantequilla;
la
Coca-cola, light;
el
café, descafeinado;
el
yogurt, simple.
Todo
lo que seré
en
las próximas dos semanas
llega,
antes que yo, al 57-B
en
un carrito
empujado
por un niño
que
desea y odia
a
la señora que lo escogió
-de
entre las otras bestias-
para
llevar su carga.
Juro
comerme toda mi comida.
Eso
sí, en los próximos 15 días,
correré
con mis consecuencias:
no
he de quejarme,
de
quererme terrena,
de
exigirme ser,
-o
parecer-
de
este mundo.
Grandes
ligas
También a D. S.
¡Es
una lástima!
Formaban
un buen equipo
los
tres.
Una,
lavaba la ropa
en
casa, en su casa
La
otra, ensuciaba la misma ropa
en
el hotel, cualquier hotel.
Y
él
-siempre
él—
se
encargaba de usar esa ropa
para
darle algún sentido
al oficio de una
al lujo de la otra
Sobre
todo se prestaba
para
servir de enlace, de beso
entre una boca olvidada
y la otra boca mordida
—entre
los polos irreconciliables
de
una misma madre.
Ambas
restregaban muy bien:
las
mujeres saben mucho de ropa
y
les encanta un trapo.
Pero
la cuerda
-del
tendedero-
se
rompe siempre por lo más débil;
la
última temporada
la
pareja de tres
se
desintegró.
Con
una seria
lesión
en el orgullo
él
se retiró del juego.
Ahora,
la
una
sigue
lavando ropa,
mientras
la
otra
se
lava las manos.
Habeas Corpus
Antes
nosotras
acatábamos
la sentencia:
pedíamos
no podíamos
cambiar
un bombillo
reparar
artefactos
entender
los silencios
de
Heráclito.
Nosotras
perdimos
el patrón
perdimos
al Patrón
de
las dolorosas,
de
las desasistidas.
Nosotras
antes
servíamos
—para
provocar guerras-
ahora
participamos.
El
hombre de la casa
fue
sustituido
por
la mujer de la calle.
Hoy,
ése,
mi
género:
-bestiario
de catedral-
habla
de la gárgola para afuera.
Sin
anular su olfato
lo
agudiza,
para
atrapar in-fraganti
al
mamífero,
justo
cuando desata
su
agreste olor,
cuando
ronda y pide lo suyo;
que
ahora es nuestro.
Saldado
el préstamo de la costilla
-cumplida
la condena—
qué
feo es un cuerpo de mujer,
si
no trae consigo la desgracia
del
otro
para
acodar su laxitud.
No
sé cómo lo padecen otras.
En
lo que a mí concierne
no
tengo recurso de amparo:
a
cambio, me otorgan
el
deber de acusar,
ante
un tribunal,
la
queja opuesta
—a
mis principios, a mis fines:
lo
que era rapto, brasas
y
escarmiento,
aquello
por lo que rezó,
la
niña que fui,
entra
hoy
en
tela de juicio.
Odio
mis privilegios.
Un
derecho
me
ofende más que el otro:
pasar
inadvertida
en
vez de
quedar
malograda.
Han
arruinado mis modales.
Este
fin de milenio
deconstruyó
a mi abuela
-cuando
su marido se habría limitado
a
destruirla.
Fue
una pésima inversión:
Te he
denunciado a ti,
no eras
posible.
No HA LUGAR
Ganarme
el pan
que
me llevo a la boca
es
la mayor afrenta
que
los hombres
me
han hecho.
Pensar
que soy capaz
y
ser capaz
es
el peor castigo
que
yo misma
me
hago.
OBJECIÓN DENEGADA
Tengo
derecho
a
una llamada telefónica:
—Maldito siglo de las luces:
devuélveme mi oscurantismo,
mi ser devota, exangüe y corruptible.
Mi honra de sierva.
No quiero escribir esta vida d
e la boca para afuera,
sino acatarla
de las puertas para adentro.
Quiero vivir
-si viva-
entre los matices
de dos extremaduras:
de perra
en celo
de gallina
degollada.
Si no es así
te pido de nuevo, madre:
¡trágame tierra!
Ruego me sean devueltos
mi morada y mi señor.
Que a mí me puede más
mi no poder,
y al hombre,
sólo lo gana,
lo crece,
el bien poderme.
N. E.: Pese al irrebatible alegato de la
autora, sin ese bombillo -apretado por ella- en su lámpara de noche; sin ser
—ella misma- un silencio de Heráclito, jamás habría podido escribir este poema.
Self-service
También D.S.
Tu
gesto
rasga
la vestidura del espacio.
Cae
tu mano
breve,
precisa.
No
hace falta más guadaña
que
el canto
de
tu mano
en
mi cuello
para
que mi cabeza
en
la bandeja de plata,
de
los hombros,
te
atienda
se
tienda
servida
servidora
a
tus pies
sin
el contorno del cuerpo
sin
el de la esperanza.
Y
esto no es el amor,
lo
sé.
Es
lo que deja el amor
cuando
parte
—en dos-
desentramando
de
nuevo las costillas,
devolviendo
el costado a cada uno
para
que cada uno tenga
al
menos,
donde
reclinar la pena,
donde
caerse muerto,
cuando
el otro recorte su figura
en
ese Índigo que es toda distancia.
Cada
cual
por
su lado,
sin
su lado
tendrá
suficientes provisiones
para
vivir a salvo,
salvo,
eso sí,
su
trozo de manzana envenenada.
IV
Audiencia
con el Stárets
Para. MI Dosto. De paso, también
para Ernesto Zalés, una de sus criaturas, ese Niño de la Noche
(cuyo padre mató un cochino, cuyo hijo le tuvo
miedo) nacido en Coro, vivido en Caracas,
celebrado en el mundo y muerto siempre.
Soy
Anfimia,
la
vieja cocinera coja.
Por
sesenta rublos asignados
tu
madre me vendió.
Bendíceme
Señor.
No
me des a beber de tus pies
pues
la sal de mi beso
deshidrata.
Una
cuaresma después
murió
uno de los tuyos.
No
debes recordarme...
entonces
eras
o
parecías un niño.
Hincada,
ante el ruedo
de
tu harapienta túnica,
ruego
saber de ti.
Mátuschka, sangrecita mía, cuéntame
Si
tu madre fue una mesa
¿sería
un mantel o un fantasma
la
pieza que tendió sobre sus hombros?,
confinado
entre sus patas
¿lamías
su leche?
¿ladrabas
a los desconocidos?
Y
cuando rompiste
el
mecate
liberando
tu cuello,
¿cuánto
pesaba esa mochila
si
los seis libros
-que
conformaban
tu
joroba-
los
escribió tu padre?
La
primera palabra
leída
en la cartilla
hizo
que notaran tu existencia.
¿No
te dijo —el ahorcado-,
mientras se balanceaba
que
la letra
sale
como entra,
con
sangre?
Dime, sangrecita mía
La
carne se te fue apartando
porque
tus huesos
venían
en camino.
Cuando
te sacaban a orinar,
desollado,
¿era
arena o cal de Paraguaná
lo
que,
adherido
al músculo,
simulaba
la piel?
Vino
el tiempo de segar
faldas.
Se
desprendían del talle
como
nenúfares sobre la resina
de
un estanque congelado.
¿Cuántas
se ahogaron
sobre
el espejo de tu cuerpo?
¿Podían
gritar
aun
con la garganta anegada?
Luego
llegó la contrición.
Sacaron
del templo un costillar,
con
ojos como dos compresas
chorreando
brea,
le
pusieron tu nombre
lo
friccionaron con ruda y aceites
¿para
revivirlo
o
para embalsamarlo?
Dime, sangrecita mía
Tomaron
lo que había quedado
del
converso,
remacharon
sus agujeros
en
esa red de plata que eres
—que
tensaron-
sobre
el bastidor
de
la vela de un barco.
¿Te
echaron por la borda
para
que fueses
cedazo
de colar imágenes?
La
lágrima de Una
encalló
certera
-como
un yunque-
en
el pozo seco de tu voz.
En
las mañanas
¿es
esa la voz
que
abotona tu cuello
para
atar esa magnífica cabeza
al
cuerpo que debería
colgarle?
Aprendiste
a sudar pan,
a
llevarlo a casa.
¿Qué
se siente amontonar hijos
en
un racimo
para
que puedan ingresar juntos
—en
una sola camilla—
a
uno de tus poemas?
Habla, sangrecita mía
¿Es
cierto que entran en un verso
y
llenan bolsillos y delantales
de
piedras
para
luego,
al
salir,
lapidar
tentaciones,
malas
hierbas,
malas
mujeres?
La
quilla de la noche te abre paso
y
cruzas luminoso como una anguila.
La
carta del triunfo
deja
sobre tu alma
un
As de copas
(llenas
de trementina),
¿teje
—como laureles-
sobre
tu cabeza
coronas
de serpientes?
Y
si has vivido todo de un tajo,
en
el trecho de una arsshina
¿a
quién dejas en heredad
los
años que economizas entre dientes,
esos
que rechinan de pulcros
como
platos de peltre
contra
el cubierto
que
los desportilla?
Escucha, sangrecita mía
Una
última advertencia:
el
ángel vengador
sonríe
detiene
su ira
ante
tu sueño.
También
Medea
fue
paciente y tierna
hasta
que le llegó su sábado
a
los hijos.
Dulzura,
un
diminutivo
entre
nosotros los rusos,
tiende a
ser
el
presagio
de
un crimen.
Hay
que ablandar la carne
antes
de comerla.
Y
no, no soy buena;
te
uso
para
cobrar mi memoria
en
el resto de la tuya.
No
sé leer el futuro
en
la borra del té,
sino
el pasado
en
el vaho del estiércol.
Reconócete.
Esto
eres tú, clavado,
en
mi cruz.
Habría
querido
ahorrarme
las palabras,
hacerte
un nido,
un
abrigo,
pero
soy mala
con
las manos
-y
de corazón.
Por
eso
ésta,
tu vieja,
tu
olvidada
criada
Anfimia
—cuyas
manos no saben
trenzar
pajitas,
cuyas
manos no saben
tejer
lanas-
junta
la inutilidad
de
esas manos
para
rezar
y
hace una oración
ante
tu icono
pero,
en
vez de nombrarte,
te
saca filo.
A cual mejor! La poesia se lleva dentro... refleja el alma del poeta y saca del lector el disfrute de sentirlo cerca
ResponderEliminarSi, la poesia se lleva dentro porque es una forma de vivir. Tanto crear como el disfrutar de lo creado es una forma de vivir. Los que disfrutan de la poesía son tan poetas como aquellos que la crea.
ResponderEliminarEs maravillosa esta poeta... Grande, inmensa...Gracias por difundir su obra!!! Naguará, qué buena es!!!!
ResponderEliminarHola Yurimia, gracias por acercarte a La Isla Inquieta y dejar tu breve inquietud. Si, es verdad la poesía de Corina Michelena es de una belleza única, sus imágenes, la forma en que construye los versos, todo el conjunto de su palabra es hermosa. Cuando uno la lee por vez primera queda la sensación de que hay más y resulta que cuando buscamos nuevamente en su poesía, la búsqueda se hace infinita, porque es que deja el grato sabor de la suave palabra. Gracias por acercarte y acompañarnos en esta esquina.
Eliminar