Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Poemas de "Secretos en el camino" (1958) de Tomas Tranströmer

 

 

Tomas Tranströmer (Suecia, 1931 - 2015)

Poemas de "Secretos en el camino" (1958)

 

De: Tomas Tranströmer

 

Traducción: Roberto Mascaró

 

 

Casas suecas situadas aisladamente

 

Una confusión de ramas negras

y humeantes rayos de sol.

Aquí está hundida la cabaña

y parece sin vida.

 

Hasta que murmura la niebla matinal

y un anciano abre

- con manos temblorosas -

la ventana y deja salir un búho.

 

Y en otro punto cardinal

está la casa nueva humeando

con la mariposa de las sábanas tendidas

que flamean junto al propio nudo

 

de un bosque moribundo

donde la putrefacción lee

con gafas de savia

el protocolo de la termita.

 

Verano con lluvia de pelo pajizo

o con una sola nube de tormenta

sobre un perro que ladra.

La semilla golpea bajo la tierra.

 

Voces inquietas, rostros

vuelan en los cables telefónicos

con rápidas alas encogidas

sobre leguas de tierras pantanosas.

 

La casa en una isla del arroyo

empollando sus piedras fundamentales

un humo continuo: son quemados

los papeles secretos del bosque.

 

La lluvia vira en el cielo.

La luz serpentea en el arroyo.

La casa del acantilado vigila

los bueyes blancos de la cascada.

 

El otoño, con una banda de estorninos,

mantienen al amanecer en jaque.

La gente se mueve con rigidez

en el teatro de pantallas de lámpara.

 

Dejadlo sentir sin angustia

las alas camufladas

y la energía de Dios

arrollada en la oscuridad.   

 

 

Los cuatro temperamentos

 

Registrando, el ojo transforma los rayos solares en bastones policiales.

Y de noche: la bulla de una fiesta en el piso de abajo

sube como flores irreales a través del suelo.

 

Salgo a la llanura. Oscuridad. El vagón parece no moverse.

Un anti - pájaro graznaba a la ausencia de estrellas.

Arriba el sol albino, lanzando oscuras marejadas.

 

*

 

Un hombre como un árbol erguido con hojas crujientes

y un rayo en guardia vio al sol con hedor de bestia

que buscaba entre alas crepitantes sobre la isla de acantilados

 

del mundo, avanzando tras banderas de espuma por la noche

y el día, con blancos pájaros lacustres y ruidosos

en cubierta, y todos con pasaje hacia el Caos.

 

*

 

Basta con cerrar los ojos para oír claramente

el pequeño domingo de las gaviotas sobre la comarca interminable del mar.

Una guitarra comienza a abotonar el arbusto y la nube avanza

 

lentamente, como el trineo verde de la primavera tardía

- con la luz amarrada que relincha -

llega resbalando sobre el hielo.

 

*

 

Desperté con los tacones de la amiga golpeteando en el sueño

y, afuera, dos montones de nieve, como olvidados guantes del invierno,

mientras octavillas del sol se desplomaban sobre la ciudad.

 

El camino nunca tiene fin. El horizonte se apura hacia adelante.

Los pájaros sacuden el árbol. El polvo se marea en torno a las ruedas.

¡Todas las rodantes ruedas que contradicen la muerte!

 

 

Siesta

 

Pentecostés de piedras. Y con lenguas crujientes…

La ciudad ingrávida en el espacio del mediodía.

Sepultura en luz hirviente. El tambor que acalla

los palpitantes puños de la eternidad cautiva.

 

El águila sube y sube sobre los que duermen.

Un sueño en que la piedra del molino se vuelve como el trueno.

Pasos del caballo con la venda en los ojos.

Los palpitantes puños de la eternidad cautiva.

 

Los que duermen cuelgan como péndulos en el reloj del tirano.

El águila planea, muerta, en las cascadas que fluyen del sol.

Y resonando en el ombligo  - como en el ataúd de Lázaro -

el ombligo que late, de la eternidad cautiva.  

 

 

Izmir a las tres

 

Justo enfrente, en la calle casi vacía,

dos mendigos: uno sin piernas

es llevado en las espaldas del otro.

 

Estuvieron allí - como en un camino de medianoche un animal

queda cegado mirando fijamente a los faros del coche -

un instante y siguieron su camino;

 

se movían como muchachos en un patio de colegio,

rápidos sobre la calle mientras las miríadas de relojes

del calor del mediodía sonaban en el espacio.

 

El azul pasó resbalando por la rada, brillando.

El negro se agachó y encogió, observando, desde las piedras.

El blanco creció hasta ser tormenta en los ojos.

 

Cuando las tres de la tarde fueron pisoteadas bajo cascos

y la oscuridad palpitaba en la pared de la luz,

la ciudad se arrastraba a las puertas del mar

 

y relucía en el prismático del buitre. 

 

 

Un hombre de Benín

 

(Sobre una fotografía de un relieve

en bronce del siglo XVI del reino negro de Benín,

representando a un judío portugués.)

 

Cuando cayó la oscuridad yo estaba quieto,

mas mi sombra golpeaba

sobre el parche de la desesperanza.

Cuando los golpes comenzaron a morir

vi la imagen de una imagen

de un hombre que avanzó

hacia este lado abierto

del vacío.

Como cuando uno pasa junto a una casa

abandonada desde hace mucho tiempo

y ve una presencia en la ventana.

Un extraño. Él era el piloto.

Parecía estar alerta.

Se acercó sin dar un paso.

Con un sombrero que se curvaba

imitando nuestro hemisferio

con el ala junto al Ecuador.

El cabello partido en dos aletas.

La barba rizada colgaba

como la elocuencia en torno a la boca.

Tenía el brazo derecho plegado.

Era delgado como el de un niño.

El halcón, que debía haber estado

sobre su brazo, se agrandó

en sus facciones.

Él era el embajador.

Interrumpido en medio de un discurso

que continúa el silencio

con creciente poder.

Tres tribus callaban en él.

Era la imagen de tres pueblos.

Un judío de Portugal,

que navegó lejos con los otros,

esos que dirigían y esperaban

la apretada manada

en la carabela, que era

una madre de madera meciéndose.

Desembarcado en un aroma extraño

que hacía el aire velludo.

Observando en plazas de mercado

por el negro escultor.

Largo tiempo en la cuarentena de sus ojos.

Renacido en la raza del metal:

«Vine para encontrar

a aquel que alza su lámpara

para verse a sí mismo en mí»   

     

 

Fórmulas de viaje

(De los Balcanes, 1955)         

 

I

 

Un murmullo de voces tras el labriego.

Él no se vuelve. Los campos vacíos.

Un murmullo de voces tras el labriego.

Una a una se liberan las sombras

y se precipitan en el abismo del cielo de verano.

 

II

 

Llegan cuatro bueyes bajo el cielo.

Nada de orgullo en ellos. Y denso, el polvo,

como lana. Rasguean los lápices de los insectos.

 

Hormigueo de caballos, flacos como

en grises alegorías de la peste.

Nada sumiso en ellos. Y el sol, mareado.

 

III

 

Pueblo que huele a establo, con perros flacos.

El funcionario del Partido en la plaza del mercado

del pueblo que huele a establo, con casas blancas.

 

Lo sigue su cielo; todo es alto

y angosto, como dentro de un minarete.

Pueblo que arrastra las alas en la ladera del monte.

 

IV

 

Una casa vieja se dio un tiro en la frente.

Dos niños golpean una pelota en el anochecer.

Un enjambre de rápidos ecos. - De pronto, cielo estrellado.

 

V

 

En camino a la larga oscuridad. Terco brilla

mi reloj de muñeca, con los cautivos insectos del tiempo.

 

El compartimiento del tren, repleto de quietud.

En la oscuridad fluyen, al pasar, las praderas.

 

El amanuense está a medio camino en su imagen,

y allí va él, a la vez topo y águila.   

 

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”