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George Saunders (Texas, USA 1958) |
Por Carlos Gámez
Esta entrevista fue publicada en Quimera 418, octubre de 2018.
El prestigio
de George Saunders (Amarillo, Texas, 1958) como escritor es enorme en la
literatura de su país y en la narrativa en inglés en general. Su incuestionable
calidad literaria se empezó a percibir con su primera antología de relatos: CivilWarLand
in Bad Decline (1996), traducida al castellano como Guerracivilandia en
ruinas. De las críticas a aquel libro surgió su fama como gran cuentista y
la corroboración de que había aparecido un escritor con voz propia. Esta
reputación se consolidó con Pastoralia (2000), que incluía la novela
corta del mismo título. La unanimidad de crítica y público llegó con Tenth
of December (2013), Diez de diciembre en castellano. Parecía que
nunca iba a escribir una novela, en especial porque un escritor como él, que
disfruta de una beca MacArthur —la beca de los genios, como se la denomina en
su país de origen—, no lo necesitaba. Sin embargo, hace un año que se presentó
su primera novela: Lincoln in the Bardo (2017) traducida en castellano
como Lincoln en el Bardo. El escrito parte de una imagen del presidente
Abraham Lincoln que Saunders escuchó de su cuñado. Al parecer, Lincoln visitó
personalmente la tumba de su hijo, muerto siendo un niño, para hablar con él.
La novela se alzó con el prestigioso premio Booker y recientemente se publicó
en castellano. La edición está a cargo de Seix Barral. Con motivo de la
reciente aparición del libro, entrevistamos al autor para reflexionar sobre su
obra completa. Este es el resultado de aquel intercambio, repleto de
reflexiones sobre la escritura.
Sus
personajes sufren de una ambivalencia de sentimientos morales en una sociedad
sin valores. ¿Qué opina de esta lucha interna?
Bien, si te
refieres a los Estados Unidos [ríe], no diría que no tenemos valores, sino que
somos una sociedad plagada de valores conflictivos. Por un lado, tenemos los
valores humanos más evidentes —la bondad, la generosidad, la consciencia—,
pero, por el otro, sufrimos la presión de vivir dentro de nuestro sistema de
valores más grande, en el que tal vez creemos más fervientemente: el
materialismo desenfrenado. Estos dos sistemas están en constante conflicto. Si
todo se tiene que justificar en función de una narrativa de beneficios, esto
crea una presión terrible para cualquiera que intente ser humano.
– En su
narrativa uno encuentra una crítica continua del ámbito laboral norteamericano,
un mundo muy competitivo, exigente y deshumanizado. ¿Qué soluciones cree que proponen
sus personajes con su escritura, para afrontar este conflicto socioeconómico?
– En el
mejor de los casos, los personajes se miran los unos a los otros con una mayor
simpatía. (Como, espero, el lector vuelve al mundo después de la lectura con
más empatía.) O, como mínimo, los personajes se reconocen de forma más activa a
sí mismos, admiten el estado lamentable de las cosas, se dan cuenta del coste
de esta hipercompetitividad. Suelo confiar en lo que dijo Chéjov sobre el
trabajo del arte, no para solucionar el problema, sino para formularlo
correctamente. Siento que, si puedo exponer este problema en particular, el
corazón del lector se abrirá un poco, como lo hace el mío en la redacción de la
historia.
– Otro tema
central de sus historias es la alienación provocada por el capitalismo tardío.
Para los lectores en lengua española, es común pensar que el modelo de
producción norteamericano es el mejor. ¿Qué les diría a esos lectores sobre
esta alienación?
–
Probablemente es el mejor modelo de producción —o al menos el más eficiente, y
sin duda el dominante—, pero eso no significa que no haya consecuencias, o que
no tengamos que intentar suavizar los efectos negativos que este modelo produce
en las personas que lo sacan adelante con su trabajo. La lucha norteamericana,
tal como yo la veo, radica en que algunos quieren creer ciegamente en la «libre
empresa» como una opción sin costes. No lo es. («El capitalismo saquea la
sensualidad del cuerpo», dijo Terry Eagleton.) Y me parece que es
principalmente el rico quien tiene este sentimiento, esta idea de que, si no
hay límites para el capital, todo irá bien, y que cualquier intento de frenar
al capital es de facto «antilibertad». Una de las cosas interesantes y
problemáticas que ha sucedido en los EE. UU. y de la que he sido testigo es que
las fuerzas que solían oponerse a estas ideas (la religión especialmente)
desaparecieron; ahora existen corrientes del cristianismo que interpretan el
éxito mundano como aprobación divina y ese tipo de cosas, y han olvidado que
Cristo era amigo y defensor de los pobres. Además, esta inclinación hacia el
capitalismo que vivimos tiende a marginar y minimizar el arte, que es otra
forma de hablar por parte de los desautorizados. A veces parece que estemos en
medio de un esquema elaborado, donde nuestra creencia en aquello (meramente)
material está empezando a limitar nuestra capacidad de cuestionar esta
convicción.
– La empatía
resulta fundamental en la lectura de sus obras. Teniendo en cuenta que el
posmodernismo a veces rechaza la empatía frente a la ficción, ¿por qué
construye esa empatía en sus personajes?
– Porque
existe en las personas reales. Y es fundamental para saber quiénes somos (o, al
menos, para saber quiénes estamos intentando ser) en nuestra vida cotidiana.
Aceptamos la empatía, de facto, como una buena manera de estar en el mundo:
mantenemos las puertas abiertas, hacemos cosas meditadas, no mentimos ni
hacemos trampas, leemos y vemos películas y noticias para ampliar nuestra
comprensión de la experiencia de otras personas. Pasamos la mayor parte de
nuestro tiempo en este mundo intentando, de una manera o de otra, imaginar la
vida de los otros —no sólo de aquellos a quienes queremos, también de los
extraños. «¿Por qué aquel chico me ha cortado el paso?» O: «¿Cómo puede vivir
esta pobre familia con esa terrible pérdida que acaban de sufrir?». Por tanto,
la empatía y otras virtudes positivas (la compasión, el amor, la paciencia)
tienen que tener una representación en nuestro arte y en nuestros sistemas
intelectuales/filosóficos. En caso contrario, estamos siendo falsos con nuestra
experiencia real vivida.
– En Diez
de diciembre hay muchas referencias a cuentos infantiles (cuentos de
princesas, casas embrujadas, etc.). Usted tiene dos hijas y está muy preocupado
por su educación. ¿Cómo gestiona las dificultades que han de afrontar los
padres, intentando leer a sus hijos, pero siempre compitiendo con la televisión
y los ordenadores?
– Bien, mis
hijas han crecido, así que ya no es mi problema [ríe]. En realidad, creo que
los lectores tendrían que reconocer que leer (o que te lean) es un placer
profundo y muy diferente, que no puede ser reproducido ni tan sólo vagamente
por la televisión o los ordenadores. Estas cosas también son divertidas y
tienen su espacio, pero durante la lectura un conjunto diferente por completo
de neuronas se activa y el cerebro participa, sospecho, de una forma plenamente
enérgica. Así que creo que parte del papel de los progresistas en estos días es
no vacilar en afirmar que ciertas prácticas «antiguas» prevalecen porque son
enriquecedoras y únicas e insuperables.
– Pese a
estudiar ciencias en la universidad y utilizar la ciencia ficción como recurso
literario con asiduidad, en sus trabajos anteriores no había demasiada ciencia
y la tecnología tomaba un rol neutral. En «Escapar de la cabeza de Araña» se
queja de las limitaciones de la ciencia y su perspectiva reduccionista. En ese
cuento, el enfrentamiento entre conceptos científicos y decisiones morales
humanas resulta muy evidente. ¿Cómo considera el debate moral sobre la
producción científica?
– Para ser
sincero, no suelo pensar en mis historias de esta forma, es decir, desde fuera
o analíticamente. Creo que es una manera válida de observarlas, aunque no lo
hago mientras las escribo. Es más trabajo del crítico, creo. Y si pienso
demasiado temáticamente mientras trabajo, tiendo a bloquearme. Cuando estoy
escribiendo, muchas veces simplemente «me dirijo hacia el calor», intentando
explotar cualquier situación que haya planteado, tratando de ser sincero con ella,
utilizándola hasta el final. Por tanto, en el momento en que configuro un
mundo, el reto es comprender plenamente las posibilidades, los peligros y los
conflictos inherentes a ese mundo, que a su vez significa mantener los ojos en
los seres humanos de la historia y hacerlos tan reales y creíbles como sea
posible, de manera que «nosotros» podamos apreciar cómo nos sentiríamos si
estuviésemos en su situación. Entonces, el resto, la «crítica» y los «debates
morales», pasa solo, tal como tiene que ser. Y no pasa para el lector a menos
que la gente y las acciones descritas parezcan reales. Dicho esto, para mí
«Escapar de la cabeza de Araña» surgió de ese interés que he tenido toda la
vida en la noción de que son las mentes las que construyen el mundo. Tienes
mucha fiebre: la vida parece terrible. Te enamoras: la vida parece genial. Por
tanto, eso significa que aquello que somos no está fijado y depende de cómo se
sienten nuestras mentes y nuestros cuerpos en cada momento. Ese fue el origen
de la historia: esa curiosidad hacia lo que esa extrema subjetividad tiene que
decir sobre nuestro aferramiento a la idea de un yo fijo.
– Sus
personajes siempre tienen complejidades y, a veces, se desarrollan en una
dimensión trágica. Por ejemplo, Mike en «A casa». Da la impresión de que la
condición humana es trágica. ¿Cuál es su opinión?
– Creo que
la condición humana puede ser trágica. No es que lo sea siempre, pero mantiene
ese potencial siempre. Por tanto, una función legítima del arte puede ser la de
recordarnos que ese es el caso. Como dijo Chéjov: «Todo hombre feliz debería
tener un hombre infeliz en su armario, con un martillo, para recordarle con su
toque constante que no todo el mundo es feliz». Otra consideración: las
historias suelen ocurrir en días inusuales, en tiempos difíciles, cuando
aparece un problema o un conflicto inesperado. No es una historia que funcione:
«Había una vez en que todo iba bien y continuó así hasta el final». Para mí, el
reto de escribir una historia es que ha de pasar una cosa mala y compleja —se
ha de interrumpir el statu quo—, pero también hemos de recordar al
lector las valencias positivas (posibles) de la vida. Es difícil.
– Pese a
esta dimensión trágica, sus narraciones nunca pierden el sentido del humor, a
veces hilarante. ¿Qué puede extraer el lector de ese sentido del humor?
– Creo que
el humor aparece en ese instante en que nos damos cuenta de que no estamos
adecuadamente equipados para manejar nuestra vida. O cuando vemos la gran
distancia entre lo que nos dicen nuestros egos que somos y lo que en realidad
somos. Un hombre muy feliz que piensa bastante bien de sí mismo, que planea
futuras victorias, que se felicita por su bendición de espíritu, cae por unas
largas escaleras. Eso es divertido. Para mí, el humor es también una
filosofía de humildad, una realidad de la importancia de la empatía. Ya que,
realmente, «el otro» no existe. Todos estamos sufriendo aquí. A través de la
ficción recordamos que cualquier triunfo es temporal.
– En su
ensayo The Brain-dead Megaphone, usted se queja de la televisión y de su
peligrosa influencia en la sociedad norteamericana. ¿Cuál cree que tendría que
ser la relación entre literatura y medios?
– Creo que
el problema no es la televisión como tal, sino la manera en que la realidad
comercial de la televisión obliga a tener cierta superficialidad retórica. La
forma deforma el contenido continuamente y hace que el mundo parezca un lugar
más duro y menos misterioso, especialmente en los informativos, pero también en
las obras dramáticas. Lo estamos viendo aquí, ahora, en Trumpilandia. La
noticia televisiva se ha convertido — especialmente para la derecha— en una
herramienta de propaganda muy eficaz. Y, en respuesta, incluso las voces
anti-Trump se están volviendo estridentes y superficiales, y tienden a los
eslóganes y al pensamiento predeterminado. En cuanto a las producciones
dramáticas de televisión, a menudo me pregunto por qué hay muchos más
asesinatos en la tele de los que hay en el mundo real. Bien, la respuesta es que
el asesinato se ha convertido en un tropo: la gente ha llegado a pensar que la
televisión es un lugar donde vemos toneladas de asesinatos. Entonces los
asesinatos (y la violencia sexual) se vuelven fetiches estilizados. Y ¿dónde
dejamos a las personas que han sido víctimas de la violencia en el mundo real?
Dicho de otra forma, la televisión puede convertirse en una suerte de antiarte
cuando niega nuestras percepciones, inquietudes y respuestas emocionales y las
sobrescribe con respuestas habituadas a las miles de horas viendo asesinatos y
violaciones estilizados y de otros. Nuestro sistema de entretenimiento masivo,
patrocinado por las corporaciones, implica que estamos en condiciones de
saturación de los tropos familiares: demasiadas figuras retóricas, por lo que
estas figuras están tapando el sol, por decirlo así. Están bloqueando nuestra
contemplación real de la realidad vivida.
– El uso de
formas arcaicas, la investigación de archivo, la fragmentación del texto…
Parece que ha escrito Lincoln en el Bardo después de un trabajo
intensivo y tenaz. Usted ha afirmado que guardó la imagen del presidente
Lincoln entrando en la cripta de su hijo durante veinte años. Sin embargo,
¿cuándo decidió enfrentarse con esa imagen para comenzar el proyecto de una
novela? ¿Por qué esa imagen y no otra para escribir su primera novela?
– Decidí
probarlo en 2012, después de haberlo evitado durante veinte años. Lo había
evitado porque no creía que tuviese la capacidad de hacerle justicia. Decidí
probarlo porque me molestaba pensar que, a los cincuenta y dos años, no tuviera
esas capacidades: el amor y el conocimiento de la vida y de la empatía.
Honestamente, pensé: «He estado deseando escribir esto durante veinte años y
evitarlo porque resulta demasiado difícil es una forma de cobardía artística».
Y: «Bien, mira, has tenido una buena carrera como escritor. Si esto es un
fiasco total, ¿qué más da? Si te murieses ahora, habrías tenido una carrera
honorable. Entonces, ¿por qué no probarlo?». Fue una manera muy incómoda de
desafiarme, lo que, para un artista, es una buena cosa.
– Su novela
alterna fuentes históricas con otras inventadas. ¿Es una técnica posmodernista
o una estrategia para crear verdad literaria?
– Pienso que
las dos cosas. Es decir, pienso que las «técnicas posmodernistas» nacieron de
un verdadero deseo de crear verdad literaria; del sentimiento de que los medios
convencionales no eran suficientes para hacer justicia a la vida. No me gusta
ser «experimental» porque sí. Para mí, las únicas innovaciones válidas son aquellas
que sirven al propósito (emocional) más amplio del libro. En caso contrario, es
únicamente un gesto de complicidad. Mi mentor, el gran escritor de relatos
Tobias Wolff, dijo una vez que toda buena escritura es experimental. Si no,
¿por qué queremos hacerlo?
– ¿Es el uso
de esas formas arcaicas la razón de su omisión del lenguaje vulgar en algunos
espíritus/personajes específicos? ¿O está transmitiendo una estrategia irónica?
¿Qué clase de mensaje transmite con esta omisión?
– Pienso que
era más divertido. De entrada, lo hice por eso al principio. Se veía mejor en
la página, parecía más fresco, me hacía reír. A menudo descubro que si
alguna cosa «sienta» bien, y la sigo haciendo, más adelante aparecerá un
beneficio temático por haberla hecho de esta manera. O será una forma de que el
libro me enseñe sus reglas. En este caso, lo hice porque pensé que «m____» era
más divertido que «mierda» (o, ya sabes, me gustaba más verlo así en la página)
y, después, el acto de haber «decidido» esto me enseñó una regla del libro, que
es que los fantasmas o lo que sea han de «hablar» de la misma forma en que
habrían escrito en vida. Es decir, estamos viendo en la página la manera en que
el fantasma habría redactado su discurso. Y esto fue emocionante porque me dio
una forma ampliada de distinguir un fantasma de otro (mediante faltas de
ortografía y hábitos tipográficos, etc.). Por cierto, hice algunas
investigaciones sobre tacos en el siglo XIX y resulta que usaban las mismas
palabras que nosotros, y algunas más. Lo sabemos porque los registros
judiciales se transmitían literales.
– ¿En qué
medida su fe budista le ayudó a crear la estructura de la novela más allá del
concepto de bardo?
– Creo que
el budismo está en cada línea, como mi primer catolicismo, en las preocupaciones
del libro y en su mentalidad básica. En particular, me di cuenta de que la
noción de quien somos en el momento de la muerte, e incluso después, no será
muy diferente de la de quien somos ahora mismo. Si nuestra mente avanza,
avanzará como tal. Y los textos budistas nos lo dicen: será una versión mucho
más poderosa y libre que esto, con todas nuestras cualidades mentales
terriblemente ampliadas. Así que eso podría ser una buena cosa… o no.
Originalmente, había pensado que haría «mi» bardo exactamente igual que el
bardo descrito en el Libro tibetano de los muertos, pero una vez comencé a
escribir, me di cuenta de que este tipo de verosimilitud no es la clave de la
novela —la clave es el drama y la intensificación. Así que tuve que aceptar
hacer un nuevo bardo, con mis propias reglas, para atender las necesidades
dramáticas de la historia.
– ¿Lincoln en el bardo es una novela
histórica con elementos fantásticos, una novela fantástica con elementos
históricos o ambas cosas?
– Creo que
las dos cosas, pero, de nuevo, no suelo pensar en ello. Porque una vez que el
escritor decide qué es su libro, corre el riesgo de comenzar a hacer elecciones
en función de esa decisión, lo que podría hacer desaparecer opciones, ignorando
la verdadera energía de la obra: escribiría el libro que él habría decidido, no
el que el propio libro quiere ser. Por tanto, deseo que sea una cosa extraña,
con todos sus excesos cumpliendo un propósito, que es que sea bonito y que
incluya el corazón y la mente de mis lectores mediante formas que no se puedan
imaginar, formas que, de alguna manera, nos ayudarán a estar en este mundo.
– Desde sus
primeros relatos, ambientados en entornos futuristas, hasta su primera novela, Lincoln
en el bardo, basada en referencias históricas e influenciadas por estrategias
como el flujo de conciencia u otros recursos literarios tradicionales, da la
impresión de que existe una evolución, al menos para este lector. ¿Podría
describir su evolución literaria durante estos años?
– Me siento
un poco inseguro al hacerlo porque no quiero endurecer mis ideas sobre eso, ya
que podría ser una inhibición de mi libertad. Pero mi objetivo final es
conseguir más vida en mis libros: el bien, el mal, la fealdad, la belleza,
todo. Creo que estoy mejorando a la hora de representar la belleza y las
aspiraciones positivas; por alguna razón, al menos para mí, representar estas
cosas es más difícil que representar la oscuridad o la negatividad. Esto es
algo que veo que ha pasado a lo largo de los años.
– Lo mismo
respecto a las referencias literarias. Algunos fragmentos de Lincoln en el
Bardo me recuerdan a los elementos más oníricos del Ulises de Joyce. Por
ejemplo, la escena de las diez falsas madres o la lluvia de sombreros. Por
contraste, en sus primeras colecciones de relatos resalta la lectura de Kurt
Vonnegut, que usted ha destacado como una de sus influencias principales. ¿Se
puede hablar del camino de su carrera literaria mediante sus influencias más
importantes?
– Creo que,
básicamente, he tenido las mismas influencias durante toda mi vida de escritor,
pero lo hago mejor en cuanto al aumento de estas influencias en mi escritura:
responder mejor y honrarlas mejor, ya que mis habilidades y mi sentido de la
vida han cambiado con los años. Es como si, cuando eres joven, probaras una sorprendente
comida para gourmets, a raíz de la cual decidieses hacerte cocinero. Bien,
tendrás que comenzar por algo sencillo: preparar un plato sencillo, dominar las
habilidades básicas. Aún tendrás el recuerdo de aquella comida que un maestro
preparó para ti, pero tal vez no podrás cocinarla todavía. Yo tengo el recuerdo
de mis primeras lecturas de Joyce y Faulkner y Woolf y Flannery O’Connor… (y de
los grandes rusos y Dickens). Pero tuve que comenzar con cosas pequeñas. Sin
embargo, el objetivo es crecer con aquella compañía o, al menos, subir hasta
que pueda ver la suela de sus zapatos a una gran distancia.
– Conectado
con la pregunta anterior, ¿podría darme los nombres de los tres escritores más
influyentes en su obra?
– Bien,
diría que Hemingway (brevedad, corporeidad), Isaak Bábel (lo mismo, pero con un
incremento de lirismo) y Gógol (alta comedia). Pero entonces me daría cuenta de
que me he dejado a otros tres que son igualmente importantes y particularmente
vívidos para mí ahora, ya que intento descubrir qué es lo siguiente a lo que
debería aspirar, y que son: Toni Morrison (espíritu y entusiasmo), Chéjov (la
belleza y profundidad de lo normal y banal) y Tolstói (gran ambición y
perspectiva de largo alcance). Y Shakespeare es una influencia continua, debido
a la complejidad y el efecto coral de su obra. Pero estaría mintiendo si
omitiera a los Monty Python.
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