Luis Sepúlveda (Ovalle, Chile, 1949) |
A la memoria de Naguib Mahfuz
Al atardecer cesó el viento
arenoso del desierto y el viejo Mediterráneo unió su olor salobre al aroma
sutil de los magnolios. Era el mejor momento para salir de tan pobre como digna
casa museo de Kavafis y dar un paseo por los callejones de Alejandría antes de
regresar al hotel.
El aire resultaba embriagador,
sentí sed, y recordé que en el minibar de la habitación me esperaba una botella
de cava comprada en el aeropuerto de Madrid. Se me ocurrió un buen motivo para
apurar el paso y, así, pasé de largo frente a varios bares cuyas terrazas invitaban,
pero no tenía deseos de beber el café dulce de los egipcios o la odiosa cerveza
sin alcohol, desabrida como los preceptos religiosos que la imponían.
Lo primero que hice al llegar al
hotel fue comprobar la existencia de la botella. Ahí estaba, horizontal y fría,
y al parecer no pasó inadvertida al personal de servicio, ya que unas manos
anónimas y laicas habían tenido la gentileza de dejar dos copas champaneras sobre
la consola.
-Quienquiera que hayas sido, yo
te bendigo -murmuré abriendo las puertas del balcón. Había comprado el champaña
para celebrar mi visita a la biblioteca de Alejandría, un edificio ultramoderno
construido por un arquitecto noruego que terminó decepcionándome porque le negó
el mar al edificio. Así que salí al balcón dispuesto a brindar por el poeta
Konstantinos Kavafis.
Estuve en tu casa, viejo amigo; un hombre triste y adormecido me pidió
unas cuantas libras egipcias, luego me entregó la llave de la puerta indicando
que al marcharme debía dejarla bajo el felpudo de esparto. «Nadie roba en la
casa de un poeta», supongo que murmuró al ver mi desconcierto, y se marchó
arrastrando un cansancio viejo de huesos que tal vez se quejen en alejandrinos.
Ocupé tu silla y abrí, sobre tu escritorio, algunos libros escritos en la
lengua de Homero y Katzanzakis, es decir, me comporté como uno de los Bárbaros
y, en consecuencia, ocupé tu lecho, cerré los ojos y lamenté mi suerte de
bárbaro inadvertido. Salud, pues, viejo amigo.
El ocaso teñía el mar de un
melancólico color plata, y me disponía a levantar por segunda vez la copa cuando,
del balcón vecino, me llegó una voz de mujer que, pese a cantar en un tono muy
bajo una canción de Kurt Weill, no lograba ocultar su acento berlinés.
-«Surabaya
Johnny, warum bist du so roh?...»
Nos separaba un pequeño muro
cubierto de macetas y no precisé dar más de dos pasos para verla: ocupaba una
silla reclinable, llevaba un vestido blanco de lino, que siempre se me ha
antojado la tela más noble para vestir a una mujer, y reposaba los pies
descalzos sobre un taburete.
-Ese Johnny debe de haber sido
terrible, «du bist kein Mensch, Johnny»
-saludé enseñando la botella y las dos copas.
-«Und ich
liebe dich so» -cantó indicando el taburete.
-¿Berlinesa? -pregunté
ofreciéndole la copa.
Antes de responder chocó su copa
con la mía, bebió un sorbo, la dejó sobre la mesilla, se llevó las manos a la
tupida cabellera rubia que le llegaba hasta los hombros y la deslizó hacia
atrás en un movimiento de agua áurea. Era griega, pero había vivido varios años
en Berlín; era, aseguró con un dejo de nostalgia, una de las últimas griegas de
Alejandría.
Hay mujeres cuya compañía invita
al silencio, porque saben compartirlo, y no hay nada más difícil ni más
generoso. Bebíamos pausadamente y mirábamos el mar. Muy cerca, en algún lugar
bajo la superficie, estaba la estatua del Coloso, también en silencio, y los silenciosos
libros destruidos de la gran biblioteca de Alejandría diseminados por toda la
costa eran tal vez el sustento fértil donde crecían las palmeras de la costanera.
Así, el sol sucumbió por occidente y las sombras tendieron su velo sobre el
Mediterráneo.
La invité a cenar, añadiendo que
sin duda ella conocería un restaurante donde pudiéramos beber un buen vino.
-Hoy no puede ser. Pero lo espero
mañana a las siete en el café Miramar -dijo incorporándose y dando a entender
que empezaba a sentir frío con el gesto de cruzar los brazos dejando las manos
sobre los hombros desnudos.
Al día siguiente hice lo que
tenía que hacer, nueva visita a la biblioteca, conferencia en el Instituto Cervantes,
café dulce con unos estudiantes egipcios, y por la tarde, a eso de las seis,
pregunté en la recepción por el café Miramar.
-¿Está seguro? No hay ningún café
Miramar. Hubo uno, en el tiempo de los griegos, pero cerró hace muchos años
-sentenció el recepcionista.
Deduje que si el café se llamaba
Miramar tenía que estar en la costanera, y eché a andar, consultando en diferentes
bares frecuentados por individuos que jugaban backgammon fumando pipas de agua
y expulsando gruesas bocanadas de humos aromáticos. Ninguno supo dónde estaba
el café.
A medianoche regresé al hotel. En
lugar del recepcionista encontré a un viejo portero nocturno y le pregunté si
la señora de la habitación vecina a la mía ya había subido. El viejo me miró
con extrañeza y en un inglés bastante torpe dijo que era imposible, que esa habitación
no se ocupaba, que en ella guardaban los muebles de la antigua propietaria del
lugar, una alemana que...
-Griega -lo interrumpí-, una de
las últimas griegas de Alejandría.
-Tiene razón. Era griega
-admitió, y quiso contarme una historia que interrumpí con un gesto.
Vivo con mis fantasmas, los
acepto y los convoco.
Tal vez fueron los versos de
Kavafis los que me hicieron beber champaña con un inolvidable fantasma de otras
vidas. Tal vez el desierto me obsequió ese bello fata morgana junto a la orilla del mar, territorio de salvación o
desamparo.
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