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Alberto Moravia (Roma, 1907 - 1990) |
Un día en que mi mujer andaba de mal
humor, le dijo la verdad a aquella buena señora que nos traía la ayuda de la
Sociedad Asistencial de Roma y que no dejaba de preguntarnos por qué traíamos
tantos hijos al mundo: “Si tuviéramos dinero, en la noche iríamos al cine… Pero
como no lo tenemos, nos vamos a la cama y así nacen los hijos”. La señora se
sintió ofendida al oír tales palabras y se fue sin decir nada. Yo regañé a mi
mujer porque no es bueno decir siempre la verdad, y antes de decirla uno debe
saber con quién trata.
Cuando era joven, antes de casarme,
a veces me entretenía leyendo la nota roja del periódico de Roma, en la que
cuentan todas las desgracias que le pueden suceder a la gente, como robos,
asesinatos, suicidios, accidentes callejeros. Y de entre todas estas
desgracias, la única que me parecía imposible que pudiera pasarme era la de
convertirme en lo que el periódico llamaba “un caso piadoso”, es decir, una
persona tan desgraciada que inspira compasión sin que le haya ocurrido ninguna
desgracia en especial, sino así sin más, por el solo hecho de existir. Era
joven, como ya he dicho, y aún no sabía lo que significaba mantener a una
familia numerosa. Pero ahora, con asombro, veo que poco a poco me he convertido
en un verdadero “caso piadoso”. Leía, por ejemplo: viven en la más negra de las
miserias. Bien, yo vivo ahora en la más negra de las miserias. O bien: viven en
casas que de casa solo tienen el nombre. Bien, yo vivo en Tormarancio, con mi
mujer y seis hijos en un solo cuarto alfombrado de colchones y, cuando llueve,
el agua va y viene como en los muebles de Ripetta. Y en otra ocasión: la
infeliz, cuando supo que estaba embarazada, tomó una decisión criminal:
deshacerse del fruto de su amor. Pues bien, de común acuerdo tomamos esta
decisión, mi mujer y yo, al descubrir que estaba embarazada por séptima vez. En
fin, decidimos abandonar a la criatura en una iglesia, tan pronto como lo
permitiera el clima, confiándola a la caridad del primero que la encontrara.
Mi mujer, gracias a la intercesión
de esas buenas señoras, se fue a parir en el hospital y, luego, apenas se
sintió mejorada, regresó a Tormarancio con el nene. Al entrar al cuarto, me
dijo: “¿Me creerías que, a pesar de que un hospital es un hospital, me hubiera
gustado quedarme ahí con tal de no regresar nunca?”
Era un nene hermoso y robusto, con
un galillo muy fuerte; así que por la noche, cuando se despertaba y comenzaba a
llorar, ya no dejaba dormir a nadie.
Cuando llegó el mes de mayo y el
aire se puso bastante tibio como para andar en la calle sin abrigo, salimos de
Tormarancio y nos fuimos a Roma. Mi mujer cargaba al nene apretándolo contra su
pecho, envuelto en un montón de trapos, como si fuera a dejarlo en un campo
cubierto de nieve. Al entrar a la ciudad, tal vez para demostrar que no le
dolía, empezó a hablar sin darse punto de reposo, alterada, jadeante, con los
cabellos al aire y los ojos desorbitados. A veces hablaba de todas las iglesias
donde podíamos dejarlo, haciendo hincapié en que debía ser una iglesia
frecuentada por gente rica, porque si lo recogía alguien tan pobre como
nosotros, más valía quedarnos con él; en otras me decía que era preferible una
iglesia dedicada a la Virgen, porque la Virgen también había tenido un hijo, y
podía entender ciertas cosas y le concedería su deseo. Su modo de hablar me
cansaba y me ponía histérico, pues yo también estaba mortificado y me
inquietaba lo que estaba haciendo, pero me repetía que era necesario no perder
la cabeza, mostrarme sereno y animarla. Hice alguna objeción, al menos para
interrumpir aquel río de palabras, y luego propuse: “Una idea… ¿Qué tal si lo
dejamos en la Basílica de San Pedro?” Ella se quedó pensando un instante, luego
repuso: “No, esa es más bien una plaza de armas… ni siquiera lo verían… Prefiero
hacer la prueba en una iglesia chiquita que está en la calle Conotti, donde
están todas esas tiendas elegantes… Allí va mucha gente rica. Ese es el lugar”.
Tomamos el autobús y, viéndose entre
tanta gente, por fin se calló. De vez en cuando envolvía al nene de nuevo,
apretado entre su cobijita, o le descubría el rostro, con precaución, para
mirarlo. El nene dormía, con su carita blanca y chapeteada, hundida entre los
trapos. Estaba mal vestido, como nosotros. Lo único bueno que llevaba eran sus
guantitos de lana azul, y tenía las manitas de fuera, bien abiertas, como si
los presumiera. Nos bajamos en la plazoleta Goldoni, y de inmediato mi mujer
reinició con su parloteo. Se detuvo frente al escaparate de un joyero y,
mostrándome las joyas expuestas en repisitas forradas de terciopelo rojo, me
dijo: “Mira cuánta belleza… La gente viene a esta calle a comprar joyas y puras
cosas bonitas… Aquí no vienen los pobres… Entre tienda y tienda van a rezar un
rato a la iglesia… Tienen buena disposición… Ven al nene y se lo llevan”.
Decía esto mirando las joyas,
apretando al nene contra su pecho, con los ojos de par en par, como si hablara
para sí misma. Yo no tuve el valor de contradecirla. Entramos a la iglesia. Era
pequeña, pintada de amarillo, jaspeado, como si fuera de mármol, con muchas
capillas y el altar mayor. Mi mujer dijo que la recordaba distinta, y que
ahora, viéndola bien, no le gustaba ni tantito. Pero mojó los dedos en el agua
bendita y se santiguó. Después, con el nene en brazos, comenzó a recorrer lentamente
la iglesia, examinándola con una actitud descontentadiza y desconfiada. De la
cúpula, a través de las lumbreras, caía una luz fría pero clara. Mi mujer iba
de capilla en capilla, mirándolo todo: bancas, altares, cuadros, para ver si
era el caso de dejar ahí al nene. Yo caminaba detrás de ella, a una cierta
distancia, sin perder de vista la entrada. Entró de repente una señorita alta,
vestida de rojo, de cabellos rubios como el oro. Se arrodilló, forzando la
estrechez de su falda, rezó tal vez ni siquiera un minuto, se persignó y salió
sin mirarnos. Mi mujer, que había visto todo, me dijo de pronto: “No, no me
gusta… Aquí viene gente como esa señorita, que tiene prisa de divertirse y ver
tiendas. Vámonos”. Y diciendo esto, salió de la iglesia.
Remontamos un buen trecho por el
Corso, siempre corriendo, mi mujer adelante y yo tras ella. Cerca de la Plaza
Venecia entramos en otra iglesia. Esta era más grande que la otra, muy oscura,
llena de telas, doraderas y vitrinas abarrotadas de corazones de plata que
brillaban en la oscuridad. Había mucha gente y, a ojo de buen cubero, consideré
que se trataba de gente adinerada; las señoras con sombrero, los hombres bien
vestidos. Un sacerdote manoteaba desde el púlpito, predicando. Todo el mundo
estaba de pie, mirando hacia él, y pensé que eso era bueno porque nadie nos
observaría. Le dije a mi mujer, en voz muy baja: “¿Quieres que lo dejemos
aquí?” Me dijo que sí, por señas. Nos dirigimos hacia una de las capillas
laterales, muy oscura; no había nadie y casi no se veía. Mi mujer cubrió el
rostro del nene con una punta de la cobija que lo abrigaba y luego lo dejó
sobre una silla, tal y como se deja un bulto que estorba, para sentirse más
libre. Luego se arrodilló y estuvo rezando un largo rato, con la cara entre las
manos, mientras yo, sin saber qué hacer, miraba los cientos y cientos de
corazones de plata de todos los tamaños que tapizaban las paredes de la
capilla. Finalmente mi mujer se puso de pie, cariacontecida; se persignó y,
paso a paso, se alejó de la capilla, y yo tras ella, a cierta distancia. En ese
momento, el predicador gritaba: “Y Jesús dijo: ¡Pedro!, ¿adónde vas?” Lo
percibí de inmediato, porque me pareció que me lo preguntaba a mí. Pero cuando
mi mujer se disponía a apartar la cortina para salir, una voz nos hizo brincar
a los dos: “Señora, dejó un paquete en la silla”. Era una mujer vestida de
negro, una de esas beatas que se pasan todo el santo día entre la iglesia y la
sacristía. “Es cierto”, dijo mi mujer, “gracias… Se me olvidaba”. En fin, recogimos
el bulto y salimos de la iglesia más muertos que vivos.
Ya fuera de la iglesia, mi mujer
dijo: “Nadie quiere a mi pobre hijo”, más o menos como un vendedor que piensa
vender pronto la mercancía y luego ve que en todo el mercado no hay nadie que
se interese por ella. Mientras tanto, ella había empezado a correr de nuevo,
con su modo enajenado, casi sin tocar el suelo con los pies. Fuimos a dar a la
Plaza de los Santos Apóstoles. La iglesia estaba abierta y, tan pronto como
entramos, al verla tan grande, tan espaciosa y oscura, mi mujer me susurró al
oído: “Esto es lo que necesitamos”. Caminó decididamente hacia una capilla
lateral, dejó al nene sobre una banca y, como sí el pavimento le quemara los
pies, sin persignarse, sin rezar, sin siquiera darle un beso en la frente, se
alejó de prisa hacia el portón de la iglesia. Pero solo había dado unos cuantos
pasos cuando la iglesia retumbó con un llanto desesperado: era la hora de
mamar, y el nene, puntual, lloraba porque tenía hambre. Quizás mi mujer perdió la
cabeza al oír un llanto tan fuerte. Primero corrió hacia la puerta, luego
volvió sobre sus pasos, siempre corriendo, y, sin ponerse a pensar dónde
estaba, se sentó en una banca, tomó al nene en brazos y se desabrochó para
darle el pecho. Pero no acababa de sacarse completamente la teta -que el niño,
como un verdadero lobo, agarró a dos manos, callándose al instante-, cuando una
voz grosera comenzó a gritar: “Esas cosas no se hacen en la casa de Dios.
¡Fuera, fuera! ¡A la calle!”
Era el sacristán; un viejito con
barbita blanca, y con una voz más grande que él. Mi mujer le dijo, levantándose
y cubriendo lo mejor que pudo la cabeza del nene y el pecho: “La Virgen, sin
embargo, en los cuadros siempre tiene a un niño en brazos”. El sacristán le
respondió: “Y tú quisieras ser como la Virgen. ¡Presuntuosa!” Basta. Salimos de
la iglesia y fuimos a sentarnos en el jardín de la Plaza Venecia; allí mi mujer
le dio el pecho al nene hasta que este se hartó y se durmió de nuevo.
Ya era de noche. Estaban cerrando
las iglesias y estábamos muy cansados, como idiotas, sin que se nos ocurriera
nada. Me desesperaba el hecho de tener que pensar en algo que no tenía ganas de
hacer, y le dije: “Mira, ya es tarde y no aguanto más. Tenemos que decidirnos”.
Ella me contestó, con amargura: “Pero es tu sangre… ¿Quieres abandonarlo en
cualquier esquina así nada más, como si fuera el cucurucho de tripas para los
gatos?” Le dije: “¡Claro que no! Pero ciertas cosas se hacen pronto, sin
pensarlo mucho, o nunca se hacen”. Y ella: “Lo que pasa es que tienes miedo de
que me arrepienta y me lo lleve otra vez a casa… ¡Ustedes los hombres son unos
cobardes!” Comprendí que no debía contradecirla en esos momentos y le contesté
con moderación: “Te comprendo, no te apures… Pero date cuenta de que por muy
mal que le vaya, siempre le irá mejor que si crece en Tormarancio, en un cuarto
sin excusado ni cocina, entre las cucarachas en invierno y las moscas en
verano”. Esta vez, ella no dijo nada.
Sin saber adónde ir, tomamos por la
calle Nazionale, recorriéndola hasta la Torre de Nerón. Poco más adelante, vi
una callecita que subía, totalmente desierta, con un coche gris, cerrado,
parado frente a un portón. Tuve una idea: fui hacia el coche, moví una de las
manijas y la portezuela se abrió. Le dije a mi mujer: “¡Pronto, este es el
momento…! Déjalo en el asiento trasero”. Obedeciendo, ella dejó al nene bien
acomodado en los asientos posteriores, y luego cerré la portezuela. Hicimos
todo esto en un instante, sin que nadie nos viera. Luego la tomé del brazo y nos
alejamos corriendo hacia la Plaza del Quirinal.
La plaza estaba desierta y casi a
oscuras, con pocos faroles encendidos bajo los palacios y todas las luces de
Roma brillando en la noche, tras los parapetos. Mi mujer se acercó a la fuente
bajo el obelisco, se sentó en una banca y de pronto empezó a llorar, agachada,
dándome la espalda. Le dije: “¿Y ahora qué te pasa?” Y ella: “Ahora que lo he
abandonado, siento que me falta… Que me falta algo aquí, en el pecho, donde se
me colgaba… ”
Le dije, por no dejar: “Bueno, es
natural. Pero ya se te pasará”. Se alzó de hombros y siguió llorando. Luego, de
repente, se le secó el llanto como se seca la lluvia en la calle cuando sopla
el viento. Se levantó, furiosa, y dijo, señalando uno de los palacios: “¡Ahora
mismo entro ahí y hago que me reciba el rey y le cuento todo!” “¡Detente!”, le
grité, agarrándola de un brazo, “estás loca. ¿Es que no sabes que ya no hay
rey?” Y ella: “¿Y eso a mí qué me importa? ¡Voy a hablar con el que se quedó en
su lugar! Alguien ha de estar”. En fin, ella corría ya hacia el portón, y no
quiero ni imaginar el escándalo que habría armado si yo no le hubiera dicho de
pronto, desesperado: “¡Óyeme…! Cambié de idea… Regresemos al coche, nos
llevamos al nene… Quiero decir que nos quedamos con él… Al fin y al cabo, da lo
mismo uno más que uno menos…” Esta idea, que era la principal, suplantó
inmediatamente a la de hablar con el rey. “¿Crees que esté ahí todavía?”, dijo,
mientras se encaminaba rápidamente hacia la callecita donde estaba el coche
gris. “Claro que sí”, le contesté. “No han pasado ni cinco minutos”.
En efecto, el coche aún estaba ahí;
pero en el preciso momento en que mi mujer se disponía a abrir la portezuela,
un hombre maduro, chaparro, con pinta de autoritario, salió del portón, gritando:
“¡Quieta, quieta! ¿Qué busca en mi coche?” “¡Busco algo que es mío!”, respondió
mi mujer sin darse la vuelta para verlo y agachándose para recoger el bulto con
el nene que estaba en el asiento, pero el otro insistía: “¿Pero qué es lo que
se lleva? ¡Este coche es mío, mío! ¿No entiende?”. Hubieran visto a mi mujer.
Irguiéndose, lo embistió de esta manera: “¡Pero quién te quita nada! No tengas
miedo, nadie te quita nada. ¡Mira cómo escupo tu coche!” Y, dicho y hecho, le
escupió la portezuela. “Pero ese bulto… ”, siguió diciendo el hombre,
asombradísimo. Y ella: “No es un bulto… Es mi hijo… ¡Mira!”.
Le destapó la cara al nene,
mostrándoselo, y agregó: “Tú, ni naciendo otra vez, podrás tener con tu mujer
un nene tan bonito como este… ¡Y no te atrevas a ponerme las manos encima,
porque grito y llamo a los policías y les digo que querías robarme a mi hijo!”.
En fin, le dijo tantas cosas, que al pobre hombre, con la cara roja y la boca
abierta, por poco le da un ataque. Finalmente, sin prisa alguna, se alejó del coche
y me alcanzó en la esquina de la calle.
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