Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Tiempos de caracol (Norma J. Socorro M.)


Playa Pedro González. Isla de Margarita. Venezuela

“Lejos de la ciudad,
esta luz me devuelve el cuerpo postergado...”
Paisaje solar. N.S


Cuando llegué un mar inmóvil se desperezaba en luciérnagas solares, llevadas a la orilla por la leve brisa. El sol lo ocupaba todo: mar y arena, árboles y personas, montañas y casas, todo era parte de un gran espejo blanco reverberante.
Estaba en la playa de Pedro González, destino escogido por mí para cortejar al silencio, en una soledad buscada que me concediera el ejercicio sosegado de algunos pequeños ritos que me sustentan en el día a día.
Procuraba así un espacio-tiempo que hiciera posible que la letra de algún poema se manifestara, o que esa otra forma de escritura que es una postura de yoga se revelara en mi cuerpo-alma. Buscaba, en fin, un poco de gracia en la mirada interior.
Es que creo que a veces sentimos una profunda necesidad de permanecer en silencio, en la plenitud de nuestra presencia; esos auspiciosos momentos permiten una expansión creativa y espiritual que al estar distanciada de la cotidianidad pueden derivar en experiencias únicas y, como tales, memorables.
En esa ocasión tal espacio-tiempo lo encontré en la isla de Margarita, en una semana que viví (no digo pasé) en la calidez de una posada enfrentada al mar, y que forma parte del llamado bulevar del valle de Pedro González, una media luna que sabiamente sigue la forma de la bahía.
El bulevar está constituido por casas concebidas con esa arquitectura tradicional nuestra, generosa en las proporciones, con zaguanes largos que florecen en verdores, y que en esta geografía oriental son construcciones hermanadas con el sol. Así, las amplias ventanas acogen aquel descaro de luz, cuyo influjo sobre los intensos colores en paredes, puertas y postigos, hacen que reverbere en verdes, turquesas, rosas y naranjas.
Siempre ha llamado mi atención el uso dispendioso de los colores que hacemos en este trópico; creo que los pueblos de sol le rinden una perpetua ofrenda en muchas de sus manifestaciones vitales y en la cotidianidad de la existencia.
Como siempre sucede cuando dejamos nuestros patios habituales, el inicio es de descubrimiento: un ubicar nuestra humanidad en el paisaje, un comenzar a sentirnos parte, al menos temporalmente, de esa geografía y modos de vida.
Al primer amanecer, me encontré con una playa solitaria, un arco azul acogido por la blancura de la arena, solo limitado en los extremos por un entretejido de rocas y arbustos, inicio de las estribaciones del valle allá lejos dibujado.
Hacia el horizonte, el cielo y el mar conjugaban el azul en todos sus tonos creando a cada instante lo infinito.
En el bulevar, en bendito silencio en esos días no feriados, los puestos de venta de empanadas, unos perros que luego supe eran omnipresentes, y los visitantes esporádicos, completaron la imagen en ese primer vistazo expectante de la playa.
En los días subsiguientes, aquel inicial esbozo se fue llenando de los múltiples matices que da la convivencia con la naturaleza y los pobladores, a medida que aquella deviene en vía regia hacia la contemplación.
Lentamente comencé a sentir que mi ritmo interno se acoplaba a ese paisaje de mar y sal, de melodía perfecta en sus silencios y rumores, y aun en sus estridencias; así, en esos días pude acompasar también mis pequeños ritos a los de los elementos.
En ocasiones como estas comienza uno a vivir ralentizados los minutos, que se alargan milagrosamente a la par que el vocerío interior se va acallando por la llamada contundente del entorno.
Cada día en Pedro González comenzaba con el silencio primordial que es una playa solitaria: no es difícil imaginar entonces los orígenes del mundo, siente uno la propia pertenencia a todos los reinos naturales que aprendimos en la escuela.
Con los albores de la mañana, asentaba mi particular reinado en un extremo de la playa, en la blancura de una toalla sobre la arena aún azulosa de amanecer; sentía una sutil alegría de comenzar a dibujarme en el espacio, en formas que, lo sé, me pacifican, me religan con algo superior y sí, creo que me acercan más a Dios.
Frente al sol naciente, un guerrero afianza sus pies con firmeza en el terreno, abre sus brazos en cruz apuntando su imaginaria espada de luz hacia el infinito, en el este, en tanto la mirada se funde con la punta del estoque; luego el guerrero se transmuta y se hace uno con la luna, trazando ahora con su cuerpo un medio arco: una mano reconoce su terrenalidad y se apoya en la arena, la otra sabe de lo eterno y se eleva recta hacia el cielo.
Voy siendo luego árbol, grulla o águila, danza silente en la brisa marina.
Pero el sol ya viaja alto en el cielo, y es hora del otro imprescindible alimento; en el bulevar, ya las señoras alientan con empeño el fuego de calderos humeantes, donde flotan en un mar, este de aceite, unas empanadas que son el condumio favorito de la mañana.
Hace un momento también comenzaron a llegar algunos visitantes a la bahía. Toldos, sillas y demás enseres, van armando transitorios aposentos desde donde lanzarse a la ventura marina. Los menos sedentarios o de ánimo expedicionario inician de inmediato el reconocimiento de rigor; los más contemplativos, al llegar se instalan en su atalaya.
Cumplimentado el cuerpo en su requerimiento, mis pasos me llevan siguiendo el borde de la playa, hasta sus extremos de verdor, pequeñas enramadas blanqueadas de sal, como todo lo que habita el paisaje.
La sal, metáfora de la vida, crea su señorío en todo lo que toca; llevada en carros de mar y viento, nada ni nadie escapa a su bautizo.
En las casas, una sutil y paciente veladura duerme en puertas y ventanas, hasta que un día el cuchillo salado abre las venas de la madera o suelta con algún chillido los goznes que la sujetan.
Si es en la playa, el maridaje de la sal y el agua crea materias diversas para sencillos goces estéticos: ramas caídas o lanzadas al mar devienen en pequeñas esculturas; conquistadas por el asedio pertinaz del oleaje, se hacen dúctil objeto de sinuosas oquedades, formas oblongas y suaves al tacto, docilidad ahora devuelta a la orilla.
A su lado, por la misma rutina del mar, es posible encontrar también vidrios multicolores convertidos en elemento amable, de bordes ahora afines a la piel, pequeñas joyas de artificio.
Ah, pero sobre todo, en su cercanía nuestra total humanidad es bautizada: la piel en todos sus poros y oquedades recibe el mineral sacramento, y lo salobre de la lengua adereza las palabras y los besos.
En mi camino, paso luego por un islote de miríadas de conchas y caracoles que forman pequeños promontorios, torrecillas y terrazas, especie de diminuta ciudad de nácar al borde de la playa.
Nunca he sabido si estos espacios para el asombro son cementerios o más bien viveros; si esos frágiles cuerpos calcáreos nacen en las profundidades de alguna nebulosa marina, y al final son llevados a la costa, o más bien son concebidos en la ardorosa unión del mar y la arena en las riberas.
Cerca de la urbe iridiscente, me tumbo mirando al cielo, y siento en mi espalda los registros que la mar más alta dejó en el arenal, huellas escalonadas de la subrepticia incursión oceánica cada noche.
Al contacto con mi piel cada grano húmedo de arena se individualiza en su dura redondez, y es posible escuchar el sonido que hacen en su trueque entre ellos, galaxia en movimiento adosada a mi cuerpo.
Arriba en el techo del mundo, las nubes oficiosas diseñan su bestiario del día.
Más tarde me asomo cautelosa al agua, que alebresta de inmediato al cuerpo acalorado; mientras tanto, la carne tan viva de los pies reconoce el lecho marino de donde un día, en un tiempo ya inmemorial, salió en jugos y materia de vida.
Con premura soy convocada a todos los juegos del desenfado: del retozo recuperado en cabriolas con el agua, hasta la suma placidez que es acoplarse a su ritmo; así, flotando en mansedumbre, mi cuerpo ligero sigue la cadencia rítmica de la ola, verso rimado en clave de agua.
De cara al sol, el mundo es entonces un leve rumor, un vaivén acompasado y una mirada naranja bajo la cúpula cerrada de los párpados.
Pacificada, colmada de todos los elementos, sé ahora que en mis huesos y mi sangre anidan esta misma sal y la arena que en este instante hace una moldura de mi cuerpo; cuesta pensar que soy distinta a lo que me rodea... En este mar titilante de sol deshilachado/el mundo se me expande, recuerdo mi origen./En la espuma y la sal que la hace encaje sonoro/ soy azulillo con la ola./En mi mano un vitral minúsculo de arena me refleja/y conmigo a todo el universo./ La brisa arisca que me disuelve/ahora mismo estremece a otras galaxias/...
Transcurrida la mañana, llega la pura incandescencia de la tarde; se paraliza la brisa y con ella el mar, que ahora semeja una lámina radiante.
Con el latido inexorable del sol, es menester perseguir la sombra de toldos y matas de almendrones, que cobijan la languidez de los cuerpos cansados; yo me adormezco bajo la sombra acida de un uvero de playa.
Avanza el atardecer, y ya cercano el final del día, salen del agua los últimos visitantes que dan por finalizada la jornada marina; las voces giran de nuevo en el aire, como cuando llegaron a Pedro González, pero ahora acompañando al gesto de recoger avíos y preparar la partida.
Rápidamente el sol dibuja en su descenso una ceja flameante, solo segundos dura su ruta de alumbre hasta el mar; ya en su cercanía, el horizonte suelta sus hilos dorados.
La bahía entra así en ese momento indefinido que es un atardecer maduro, cuya magia obedece a no saber si amanece o anochece; es un raro paréntesis atemporal. Siento que este es un tiempo de inflexión también para mí, especie de compás de unión entre la naturaleza, su creador y la criatura que soy.
Pero la hora gloriosa tiene nuevos dueños. Los niños del pueblo llegan en grupo, y en un solo alboroto se lanzan al oleaje. En pertenencia natural al agua, hacen de ella un parque de diversiones: ahora bravos jinetes sobre las olas, más tarde jugando al escondite en los oscuros rincones marinos o buscando en afán a la víbora de la mar.
Con los niños reaparecen los perros, que se arrojan y salen del agua siempre en una loca carrera, los ojos desorbitados en una extraña mezcla de espanto y júbilo. Siempre me ha parecido curiosa su forma tan humana de vivir la experiencia marina.
Más adelante con el avance de la noche, solo ellos, los perros, permanecerán rondando la playa en sus juegos con la luna. Me gusta imaginar que bajo la luz plateada se transmutan en aquellos otros canes de que nos habla Camus «.. .los perros blancos que hace rodar el mar...», en la idílica Tipasa.
Además de los niños y sus perros, otros seres afines en la alegría comparten el imperio del atardecer. Precedidos por la algarabía, grupos de pájaros ciegos se entrecruzan, en un vuelo caótico al inicio, que alguna inteligencia organiza gradualmente hasta que encuentran su destino en ese fin del día.
Los árboles cercanos esconden murmullos que se acallan poco a poco, a medida que los grises decoloran al paisaje y la sombra creciente nivela todas las cosas; a lo lejos, la silueta juguetona de los niños retirándose, pone fin al jolgorio en la bahía.
Al mismo tiempo, la lámpara de la luna se enciende en lentitud y su luz comienza a labrar caminos en el agua.
Descubro luego que ya el bulevar es también soledad: como obedeciendo a una orden, se han cerrado todas las puertas, y apenas unas luces aquí y allá hablan de sus habitantes.
En ese temprano recogimiento el silencio se derrama sin contención: hasta los pájaros han enmudecido y solo de vez en cuando se escucha el zuás rasante de algún murciélago; a la luz de un lejano farol su sombra alada se agiganta en el piso de cemento del bulevar.
A pesar de esa y otras sombras inquietantes, aún me quedo descifrando el silencio; necesito sentir la densidad oscura de este momento frente al mar.
Instantes después, el rumor de las olas se prende definitivo a la noche; si durante el día su presencia sonora era perenne telón de fondo, ahora es omnipresencia contundente.
La noche-mar ya es el mundo.
Mientras, la oscuridad en su vientre de ónix guarda todo y, no sin cierta pesadumbre, me retiro a la posada a buscar otros resguardos, otras certezas.
Ah, pero a pesar de la fatiga, los párpados aún preñados de luz se niegan al descanso, aunque la piel hinchada de sol y de sal, busca ahora el reposo.
Al final mis ojos se cierran en cabalgadura de sueño, que me llevará hasta otro amanecer en la playa de Pedro González.
Mientras tanto respiro la oscuridad, respiro en el vaivén de la ola. Respiro.
Me duermo en paz.

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”