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Martín de Ugalde (España, 1921 - 2004) |
Martín de Ugalde
Un real de sueño sobre un andamio
-Renato, Yusepe…
mezclilla en el veinte. Un ayudante… ¡José!
-¿Al andamio?
El sol abría huecos
con esquinas en la caprichosa silueta horizontal de cemento y llegaba blanco y
tibio de neblina al pie de la obra. Las manos torpes estaban asidas a sus
flacos envoltorios de papel verde, papel blanco, papel periódico, para un día
vertical. El polvo de los desperdicios de materiales apenas comenzaba a
despertarse bajo la sacudida vital del hombre, y a trechos parecía unirse a la
neblina. Pero al amanecer tenía una dirección, el polvo otra.
El aparato arrancó
con su carga de cuerpos arrugados por el sol hacia el secadero. Una subida
lenta, trabajosa, acezante, “tac – tac – tac” …
-Éste es un ascensor
para peroles.
-¡¿Y qué quieres tú,
perolito?!
-¡Pero serás tú,
Trucutú!...
El montacargas
siente el peso de la carcajada, risa de un día cansado antes de nacer. El trato
es macizo, rudo. Es entre manos con grietas de cemento. Nace de esa solidaridad
brusca de los que están embarcados en el mismo “perol” que hace agua a menudo, donde
se moja y hasta se ahoga a veces. Este racimo de hombres secos de cinco razas
es un haz de brazos atados por su común destino de montacargas. También es una
suma circunstancial de hijos, mujeres, conucos, esperanzas y futuros colgados
del montacargas, “tac – tac – tac” …
Descansa de trecho
en trecho para repartir su carga. Es un ascensor de torre hueca, al aire libre,
para peroles, para dejar las cosas en los pisos aún sin puertas. Por ahí entran
estos hombres. Y salen. A veces a destiempo, sin el montacargas.
-Ése perdió el perol
– dice un hueco de voz. Y no se santiguan porque no saben.
A medida que suben
son menos y hay más sol. Es como precipitar un amanecer. Ascienden sombras
largas con esquinas en los entrantes y salientes de la mole inhumana de hierro
y cemento que ha levantado el hombre. Cuando llegan al piso veinte sólo quedan
los tres: Giuseppe, Renato y el negro José.
Y el operador: “No
salgan antes de que yo regrese…” Dos hombres hacen con la broma una línea
torcida entre dos labios. Es la misma contorsión del alma que grita: “¡Zape!, cruzando
los dedos negros a solas.”
A dos años de
América, Giuseppe sólo ha conseguido pararse 50 metros de altura sobre un
andamio.
El valle de Caracas
parece desde aquí un pequeño mar sólido de torres y edificios. Tiene sus
orillas de ranchitos lamiendo la costa roja de los cerros y algunos salpicones
nuevos de quintas con verde en las colinas. El valle adquiere desde aquí un
sentido nuevo. Los cerros y las colinas quedan al mismo nivel: las torres de
iglesia no lucen erguidas; los gigantes de cemento se han comido los árboles, y
sus panzas rectas de blanco – gris absorben toda la palidez rosada de los
viejos techos rojos de la ciudad.
Mirando de arriba se
ven las cosas como si estuviesen paradas de cabeza. El hombre es un punto
escurridizo en el espacio. Todos los puntos, iguales. El hombre zambo y corto
es un punto. El hombre estirado y largo es otro punto. Visto desde arriba, no
hay hombre grande. Las carreteras son ríos movibles de latas al sol. Quien ha
forjado esa lata y la ha puesto a brillar es el hombre, ese puntico que corre
en zigzag, sorteando los obstáculos que ha creado él mismo. Las rayas rectas
que rompen la ciudad en pedazos las ha trazado el punto cuando se ha puesto a
mover a una velocidad nueva.
Pero hay caminos
rectos que no conducen a ninguna parte.
-Es curioso lo que
sugiere la altura cuando no marea – pensó Giuseppe. Y volvió a la mezclilla de cemento
sobre el andamio del piso veinte.
Era una perspectiva
conquistada a dos años de trabajo. Comenzó cavando cimientos, poniendo pies
grandes a un gigante por nacer. Ahora le parecía como si él hubiese parido un
monstruo, un parto lento de ladrillo a ladrillo, palada a palada, comida a
comida, sueño a sueño, un gigante que a veces le producía vértigo. Otras,
orgullo. A ratos, una sensación de poder que se le arrugaba en lo que duraba su
descenso, “tac – tac – tac”, en el montacarga. Otras, angustia; una angustia
interminable, larga desazonada, que le roía las entrañas y le tenía asustado en
el corazón durante días arriba y noches abajo, en su catre de la pensión de
paredes de cartón. Pasó quince días sin dormir y apenas probar bocado cuando
vio caer a Camilo, su compañero de cuarto. Bajó como un muñeco de trapo,
pasando uno a uno, en un decir ¡ah! Los metros que tardó meses y mese en poner
de pie. Y le vio reventar como un saco de tierra sobre el pavimento…
Giuseppe alargó los
ojos hasta el nivel de la calle y empujó con su peso crecido de impulso las dos
tablas del andamio.
-¿Che c´é?...
-Nada…
Su compañero se le
quedó mirando, la paleta metida en la en la cala de mezclilla, los ojos
deslumbrados, en un gesto que un cucurucho de papel de saco de cemento sobre la
cabeza hacía grotesco. Y esperó.
-¡Niente!...
-¡Ah!
Giuseppe se agarró
al mecate y se quitó el sudor con el antebrazo. Desde el nivel de los cimientos
llegaban casi muertos hasta el andamio encendido de sol del piso veinte el
estertor de los motores, los latigazos de pito del policía, voces, algún grito
herido. Y arriba ardía el sol, como un infierno de cuerpos. En el piso veinte
había una ventaja. Siempre soplaba el viento. A veces caliente, con unos
taladros de arena quemante que abría agujeros infinitamente pequeños en la
piel, pero otras una brisa fresca, como una de esas corrientes frías que uno
encuentra al bañarse en el mar. El andamio tenía el movimiento invisible de un
rumor de esfuerzo quejumbroso de cuerda.
“Riiisst…raaassst”…
“Niente”, se dijo
para sí, y comprobó la solidez del mecate atado al soporte de las dos tablas en
vilo a más de 50 metros de altura.
-Mira, Yusepe, ¿Cómo
que estás loco? ¿No quieres zumbar pa´bajo, como se fue Camilo?...
Los tres hombres
percibieron la sacudida del mundo común de su andamio y midieron con sus ojos
largos de miedo el camino sin huellas por donde se fue Camilo hacia un mes.
Giuseppe lo oía
distintamente. Era un rumor casi humano. Era el esfuerzo del mecate por
sostener el peso de tres vidas de hombres sobre dos tablas hechas de la vida de
un árbol robusto. Si el hombre mata al árbol, ¿por qué no ha de vengarse el
sisal, su hermano, dejándolo caer desde su torre de conquistador? Como se venga
el toro del torero, la sequía de la tala, las crecidas de las quemazones
criminales del hombre.
“Riiisst…raaassst”…
-¿Qué te pasa
Giuseppe?
Los hombres están
cerca, hombro con hombro, ojo con ojo, unidos por el mismo baño de sudor.
Tienen el mismo resplandor rojizo en los ojos, las mismas rayas en la frente,
las mismas encías vacías, los mismos pantalones rotos, los mismos salpicones de
cemento, la misma piel enrojecida por el sol y el viento, el mismo cucurucho
bufo de papel sobre la cabeza.
-Dime, Giuseppe,
¿qué te pasa?
-Nada, Renato, nada…
-Tú tienes algo…
-Tú sabes… cosas;
casa, mujer, Camilo…
-Tú sabes que eso
sobre un andamio a 50 metros de altura es muy peligroso.
-Peligroso,
peligroso… ¡qué quieres que haga! ¡Peligroso!... Ya lo sé, pero no es cosa mía…
-¿De quién?
-De Camilo, de la
mujer, de las cosas…
-¡Bah!... yo también
tengo eso, y lo pienso cuando camino por la calle, en la pensión, cuando duermo…
y cuando no duermo… ¿Por qué andar rodando esa pelota aquí, en un sitio tan
pequeño?
Cuando midió con la
mirada los seis metros cuadrados del tablado con límites de vacío tropezó con
los ojos de susto, grandes y negros de José.
-José, estás
asustado. Te estás portando raro. Si no te sientes bien, mejor vas a la pensión
y te acuestas.
-¡No!... ¿A qué?...
estoy bien.
-Mira musiú, ¿qué
fue?... – y se le abrieron los ojos tamaños, como África y América juntos – yo
me salgo de esta porquería y voy con el cuento al capataz…
La colmena humana se
desarmó de herramientas. Todos a una, a una señal de reloj. El seguía su
camino, el reloj también. Antes era un camino de agua con remansos y sombras.
Ahora estaba hecho de rectas duras de cabilla y cemento a través de peladeros
sin descanso. Ahora eran rectas. Rectas largas y rectas cortas. Unas acostadas,
otras de pie y otras recostadas, pero era el tiempo de las rectas. La hora del
punto lanzado derecho, con impulso de máquina, hacia un objeto.
El hombre se había
sentado en su obra, solitario, pequeño, en uno de los compartimientos del
gigante de cabilla y cemento, y deshacía su flaca envoltura de papel verde para
poder proseguir su jornada. Era una jornada larga, por caminos torcidos, por
cuevas, por guerras, por separaciones, por campos de concentración, por
pensiones, por ascensores de carga, por andamios….
-¿Cómo
estás? – le preguntó Renato con palabras hechas de una seca porción de pan y
queso.
-¡Púa!... regular.
-¿Nada más?
-No.
-¿Quieres un poco de
mi queso?
-No.
-… José estaba un
poco asustado. Puede buscarte un apuro si va con el cuento al capataz.
-Bueno
¿Y si pierdes tu
trabajo?
Giuseppe dejó de
masticar. Se quedó con el pedazo de pan seco entre las manos, sentado con la
espalda recostada en la pared, despatarrado, con su cucurucho de papel en la
cabeza. Su cara rojiza salpicada de cemento se arrugó en un dolor de hombre
-Es verdad – dijo.
Los pitazos subieron
más insistentes, como latigazos de policías a hileras largas de carros de lata
brillante al sol. Giuseppe los veía monstruosos, amenazantes, conteniendo su
rencor de máquina.
-¿Bueno?... le
preguntó su compañero
-Bueno… nada, hay
que seguir.
El cubo de cemento
donde estaban los hombres parecía un calabozo sin puertas. Había dos puertas de
luz que daban al vacío, dos botellitas de fresco de pie en el suelo, unas ropas
raídas guindadas de dos clavos, dos hombres echados boca arriba sobre el
cemento con sus camisetas amarillo – sucias llenas de agujeros, cargados de
sol, de viento y de fatiga.
“Si, hay que
seguir”, se dijo Giuseppe. Y levantando la voz:
-¿Has recibido
carta?
-Si, ayer. Te lo
dije. ¿Y tú?
-No.
-Estará en la
pensión cuando regresemos.
-Puede…
El instante se fue
estirando, salió y se hizo largo en forma de un camino estrecho por donde venía
una carta rota de quejas y hastíos con noticias del hijo y de su mujer.
Hacía un año que no
los veía. Cuando llegó a La Guaira creyó que podía ser cosa de unos meses. Ésa
era su perspectiva de Venezuela al desembarcar. Después de dos años, a 50
metros de altura, le parecía ver un siglo de vida sin objetos por delante.
Giuseppe no esperaba
ver tanta gente. Se veía doblado sobre la borda, subiendo bajo la gritería, la
pensión de sus compañeros de barco y una corbata y un traje nuevo, estrenados
al embarcar. ¡Ese peladero rojo era Venezuela! ¡Y eso sería Caracas! ¡Con lo
que contaban de Caracas!
-No – oyó decir a
alguien- eso es La Guaira.
-¿Y Caracas?
-A un cuarto de hora.
Giuseppe miró
aquellos cerros cargados de ranchitos de barro y ojos de sol en las latas,
aquellos caminos rojos del agua, como arañazos, aquellas casitas de colores
lavados y resecos muchas veces apiñadas sobre la ladera pelada y casi vertical.
“Pero éste es un país de oportunidades”, se dijo. Entre este gentío del muelle
no había sitio para una mirada suya, pero Venezuela tenía lugares enormes donde
cabría holgadamente su cuerpo. Bajó a la bodega, aquella maloliente boca donde
ubicaron al pasaje de inmigrantes. Recogió sus dos maletas de tablas de debajo
de camastro donde acostó sus ilusiones por quince días, y subió corriendo la
escalera de hierro con sus ilusiones ya de pie y perfectamente a plomo.
“Giuseppe – se dijo –
ésta es tu meta de muchas noches sin dormir”.
-¿De qué te ríes? –
le preguntó sobresaltado su compañero de piso veinte.
-De nada… de mi
llegada a La Guaira.
-¿Qué te hace reír
de tu llegada?
-¿Tú no sabes que yo
subí hasta Caracas caminando?
-No, ¿y por qué?...
Lo primero que se le
ocurrió a Giuseppe cuando desembarcó fue volverse a embarcar. Le tomó cariño al
barco. Se dio cuenta de eso cuando lo vio desde el muelle, con sus dos maletas de
madera en cruz, aquel peladero rojizo con ranchos de ojos de lata a la espalda.
El barco regresaría a casa. Y le ocurría igual que cuando muchacho: si su mamá
le montaba en un caballito del tiovivo, él miraba con envidia al conejito de
orejas paradas en que iba montado su vecino; después le montaban sobre el
conejo, y el caballito de crines erguidas le parecía más hermoso. Además,
quince días de barco son como quince días de intimidad. ¡Hay que ver el sentido
de solidaridad que despierta la sola coincidencia de un viaje en autobús! Pero
la corriente de amistad que unió al pasaje se disolvió con el calor húmedo del
puerto. Cuando la dureza del suelo se le clavó en los huesos se quedó como un
balancín de dos maletas, tan horriblemente solo que le parecía mentira que toda
aquella gente estuviese compuesta de personas.
-¿Pero por qué
viniste caminando?
Giuseppe se volteó,
se colocó panza abajo, escondió su barbilla entre sus brazos cruzados y puso
sus ojos cocidos al sol en la cara de su compañero del piso veinte: “Creía que
eran quince minutos caminando” dijo.
-¿No preguntaste?
-¿A quién?
-¿Tenías dinero?
-Diez dólares.
Pero se los pidieron
todos por una carrera. ¡Por quince minutos de camino como si fuese un turista!
En la entrada de la autopista le dijeron que no podía subir por allí. Que si
fuese un carro, sí. ¡Cómo iba a ser él un carro! Y aquellos hombres se rieron
porque Giuseppe tenía que caminar diez kilómetros más con dos maletas encima
por la vieja carretera porque no era un carro. Cuando alcanzó las primeras casitas
de Catia, al amanecer, le recibió una pelea. Giuseppe se dejó caer sobre una
escalera de tierra y los vio pelear. El hombre se fue maldiciendo. La mujer se
quedó en la puerta. Al rato entró Giuseppe dentro bajo el peso de las dos
maletas cargadas de fatiga y sueño. Salió bien entrado el día, como entró menos
diez dólares. Así le entró Venezuela por los ojos y el cuerpo.
-Nunca había oído
una cosa así.
-¿Y tú cómo subiste?
-En un carro por
puestos.
-¿Te esperaba
alguien?
-No, pero para eso
tiene uno vista…
-Tú tienes mucha
vista y llevas casi tres años ganando doce bolívares.
-No he tenido
suerte.
-¿A qué llamas
suerte? ¿A ganarte un “5 y 6”? ¿Por qué vas a ser precisamente tú?...
-Hay otras muchas suertes en América, negocios, un
subcontrato bueno, una mujer con plata, un terreno que sube de precio…
-Yo no creo en eso.
-¿Tú conoces a Lino?
-Sí.
-Pues ni se ha ensuciado las manos y ya está rico.
-¡Lino es un degenerado!
-¡Ah!... ¡cada uno como puede, pero ése ya ha hecho su
América!
-Yo no quiero una América así, me da asco.
-Pues por eso subiste caminando a Caracas, por eso
estás siempre huraño en la pensión, por eso estuviste meses sin trabajo, por
eso está casi loco…
-¡Renato!...
El grito dio dos tropezones y se desplomó desde veinte
pisos de altura, como Camilo. La habitación desnuda, sin puertas, se volvió a
llenar de un rumor distante, de calle apartada. Y en la cancha del piso veinte
se crisparon dos manos y se abrieron los fosos de dos aberturas sin puerta.
Renato se hizo un poco más hacia el rincón. Y sonrió
cobarde:
-No iba en serio, es un decir…
Giuseppe pareció calmado con solo ver el gesto
arrepentido y tímido de su compañero. Él no estaba loco. Loco estará el que se
olvide de su mujer, de su hijo, de sí mismo.
-Mira, Giuseppe – se animó Renato - ¿por qué no haces
como los demás? Tierra nueva, vida nueva, mujer nueva…
Giuseppe le miró con desprecio.
-Tú sabes – continuó -, que nunca vas a poder reunir
bastante para traerlos; tú sabes que no podrás mandarles bastante tampoco tal
como están las cosas… tú sabes que necesitas mujer. Dime, entonces, algo que
pueda ser una solución…
Giuseppe no contestó. Se dio media vuelta. Él sabía en
su torpeza para seguirle que además de las cosas que son, hay otras que sienten,
y que las cosas que se sienten son tan verdad como las que están delante.
-¿Entonces?...
-Seguir… como en el trabajo.
Y le entró un hastío como un líquido blanco que se le
regó por dentro y le llegó hasta el rincón de la cabeza donde él creía que se
gestaban los pensamientos. “Lo mejor es no pensar y esperar”, se dijo.
Giuseppe se levantó, se puso su cucurucho de papel, se
asomó por la abertura como si fuese a lanzarse con paracaídas desde un avión, y
se le pusieron los ojos chiquitos de sol. Después saltó el andamio, colgado a
50 metros de altura, sobre la ciudad bajo aquel sol de plomo que le agobiaba. El
andamio soltó un agudo grito de mecate y tuvo un gesto de vaivén.
-Me vas a prometer una cosa… - y Renato le pidió desde
su miedo agarrado al quicio de la puerta que dejase de dar vueltas a las cosas
por esta tarde, y que no asustase a José…
El cajón de mezclilla que le ponía delante el negro
José era dócil, mojado, tibio. Él podía manejarlo sin dificultad y darle forma.
Le gustaba hacer esto, porque le hacía sentirse dueño del destino de algo útil.
Cuando se secaba, el cemento guardaba la forma que le diera y nacía un cuerpo
nuevo que servía al hombre. Aquella línea vertical de veinte pisos que él había
contribuido a trazar metro a metro tenía de noble la rectirud de plomada que
orienta al hombre en sus esfuerzos. Estaba construida de cuerpos dóciles a la
mano del hombre que después le eran fieles para siempre. El suyo, su cuerpo,
también era fiel a las manos tibias de su madre que lo modeló. Eso a pesar de
la tormenta, de la lluvia, del viento y del sol. Le estaba ardiendo el cuerpo,
pero el suyo no se derretiría y seguiría en pie. Renato haría lo que quisiese.
Eso era cosa suya. Cada hombre tiene su medida que colmar. La suya era esta
caja de mortero donde venía a vaciar de vez en cuando José su lata de
mezclilla. A veces le parecía enorme, sin fondo. Otras la veía chiquita,
insignificante, frente al principio de los veinte piso echados en plomada como
un tirón largo – largo bajo sus pies, por donde se fue Camilo…
“Riiissstt…rassstt”…
Sin el andamio no
hubiese habido pisos, sin mecates y tablas no hubiese habido andamio, sin
planta no hubiese habido ni tablas ni mecate, sin… ¡bah!... eso era una locura…
“¡Locura!”… las
sienes marcaban su paso loco… “tic-tic… tac, tac, tac”…, en sus oídos llenos de
“rriiisstt - rassst”, de pitos, de voces apagadas y del jadear inhumano de los
carros. ¡Por ahí se había ido Camilo!...
“¡Loco!”
-¡¡Renato!!...
El grito ensartó las
cabezas de José y renato como un alfiler…
“Píiii…
cok-cok-cokkkk…píii – píiii… tin – ton…tin – ton – tin – ton”… los martillos,
“ssssssfrrrruuuusss” … los soldadores; “¡he!”, el hombre; “píii – píii”, el
policía; “¡musiú del zipote!”, José. Y el andamio, nada, callandito, quieto.
Los mecates, con su silencio tendido, tenso, de cosa. Las tablas murmurando…
“riisst - rasstt”… “crik – crak”…, muertas a sus pies. Giuseppe secándose el
sudor, con un aire confundido y torpe. José, otra vez inmóvil, como una
aparición. Renato, agarrado a la cuerda:
-¿Qué tienes,
Giuseppe?... ¿no te sientes bien?
-Sí… ¿Por qué?
La pregunta hizo dos
muecas de clown en el andamio y se reflejó en los ojos redondos y brillantes de
José:
-¿Por qué…? ¡no
fuña!... Este Yusepe como que está loco… Yo no me dejo caer como Camilo, ¡la
pistola!...
-¡José, no te
vayas!...
Renato se fue detrás. Giuseppe se quedó solo y
sintió otra vez aquella angustia de la zapatería.
Si aquella angustia
de la zapatería no la había vuelto a sentir de nuevo hasta que sintió otra vez
miedo de quedar sin trabajo… es como si regresase a la zapatería de Pietro y
Elio.
Era un cuartico y
tres metros por tres. Allí comen, trabajan, duermen y sueñan los dos hermanos.
El rincón huele a sudor, sebo, betún y cuero. Cuando despertó allá amanecía
apenas. La habitación estaba oscura y llena. El aire era tan denso que no cabía
una respiración más. Ya apuntaban unas grietas de luz en la puerta y comenzaban
a rodar por la calle los ruidos del día cuando sintió aquella angustia que le
asustó tanto. Era ruido de motores, motores, motores… Arrancando, corriendo,
frenando, bufando… Tanto motor como andaba suelto por la calle y apenas había
lugar para su soledad. Había andado entre carros y carros, escapando de ellos,
durante un mes sin encontrar un ser humano; alargando las piernas sobre el
cemento caliente en pos de una obra, apretando el corazón cada vez que le
negaban emplear sus brazos. Hasta bajaba los ojos con humildad denigrante, se
ofrecía casi por nada, apenas para tener con qué pagar la pensión de paredes de
cartón y consumir el tiempo de manera que no quedase ninguno para sentirse
solo. El hombre parió aquel amanecer angustioso entre dos mesas llenas de
zapatos rotos que olían a pies de pobre y el catre sucio donde estaban tendidos
los dos hermanos, dos hombres buenos que le recogieron compadecidos de su
estado.
-No, no te muevas – le dijeron cuando quiso
levantarse - . Hoy te quedas así. Te traeremos un remedio y mañana te levantas.
Al rato entró Elio
con una taza de café caliente, y a Giuseppe le dieron de comer…
-¡Giuseppe!..., ¡me
oyes!...
Está Renato de
vuelta, mirando desde el quicio sin puerta que da al vacío de veinte pisos, que
los pitazos y el ronronear de los carros trepan trabajosamente.
-…José está aquí. No
va a decir nada al capataz. Pero te pedimos los dos una cosa: que descanses
aquí, en el piso, un rato. Te ha dado mucho el sol y estás preocupado, como
estamos todos de vez en cuando. Ése no es un sitio para pensar. Tú haces la
mezclilla en la sombra y José te ayuda…
-Bueno…
¡Hay que vencer este
miedo! Hay que agarrarlo, doblarlo y tenerlo domado, como un animal. Hay que
mirarle a la cara y amansarlo. No es sólo por uno. Es que uno tiene mujer y tiene
hijo y tiene padres, que es de donde viene uno, y tiene amigos y tiene
compañeros que esperan que uno sea un hombre y no un degenerado, como Lino. Eso
es asustarse y coger por el atajo del miedo. Eso es cobarde. ¡Qué diría de él
su viejo, si le viese hacer eso! O su viejita, desde su aterido lecho de
tierra. Y su mujer, y su hijo cuando crezca…
-José, déjame
trabajar en el andamio. Ya estoy bien…
El andamio es
sólido, tiene buen mecate, de buen sisal, de buena tierra, de donde viene el
alma de todo y a donde regresa después, sin morir. La distancia hasta el piso
es apenas un riesgo, como un carro al atravesar la calle, como una mujer que no
es de uno, como el odio cuando prende… Pero hay que vencer la pendiente. Vale la
pena. Él tiene por qué.
-El perol no sube.
-Primero es lo de
abajo, está más cerca…
-…Por eso Camilo
llegó primero abajo y después es cuando subió…
-Ni lo mientes, ¡zape!...
El sol va tapando huecos sobre el caprichoso recorte
de cemento en el horizonte y corre una brisa fresca por el hueco sin puerta del
piso veinte. Las cansadas manos de los hombres vienen vacías. Ya se prenden las
primeras luces de la ciudad. Y flota un polvo tenue, como neblina. Pero tiene marcada
su dirección de tierra.
-Éste es un ascensor para peroles…
Los hombres erguidos de la mañana están doblados sobre
su propia fatiga, y bajan… “tac-tac-tac”… como si viniese el perol frenando un
impulso brusco de dejarse caer. Las manos vacías de los hombres tienen la
conformación de trozos invisibles de cemento.
A medida que bajan hay menos sol. Es como precipitar
un crepúsculo. Ahora el sol da de espalda, pero son las mismas sombras de la
mañana que siguen a los hombres con constancia de mujer celosa, más atenuadas,
como domadas y soñolientas. Si siguieran a sus hombres, dos de ellas irían a un
barranconcito con compartimientos de cartón de a 0,50 de bolívar por noche.
Por tan poco, ¿quién va a pretender el lujo de dormir?...
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