Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Cuento: Un real de sueño sobre un andamio de Martín de Ugalde

 

Martín de Ugalde (España, 1921 - 2004)



Martín de Ugalde


Un real de sueño sobre un andamio



-Renato, Yusepe… mezclilla en el veinte. Un ayudante… ¡José!

-¿Al andamio?

El sol abría huecos con esquinas en la caprichosa silueta horizontal de cemento y llegaba blanco y tibio de neblina al pie de la obra. Las manos torpes estaban asidas a sus flacos envoltorios de papel verde, papel blanco, papel periódico, para un día vertical. El polvo de los desperdicios de materiales apenas comenzaba a despertarse bajo la sacudida vital del hombre, y a trechos parecía unirse a la neblina. Pero al amanecer tenía una dirección, el polvo otra.

El aparato arrancó con su carga de cuerpos arrugados por el sol hacia el secadero. Una subida lenta, trabajosa, acezante, “tac – tac – tac” …

-Éste es un ascensor para peroles.

-¡¿Y qué quieres tú, perolito?!

-¡Pero serás tú, Trucutú!...

El montacargas siente el peso de la carcajada, risa de un día cansado antes de nacer. El trato es macizo, rudo. Es entre manos con grietas de cemento. Nace de esa solidaridad brusca de los que están embarcados en el mismo “perol” que hace agua a menudo, donde se moja y hasta se ahoga a veces. Este racimo de hombres secos de cinco razas es un haz de brazos atados por su común destino de montacargas. También es una suma circunstancial de hijos, mujeres, conucos, esperanzas y futuros colgados del montacargas, “tac – tac – tac” …

Descansa de trecho en trecho para repartir su carga. Es un ascensor de torre hueca, al aire libre, para peroles, para dejar las cosas en los pisos aún sin puertas. Por ahí entran estos hombres. Y salen. A veces a destiempo, sin el montacargas.

-Ése perdió el perol – dice un hueco de voz. Y no se santiguan porque no saben.

A medida que suben son menos y hay más sol. Es como precipitar un amanecer. Ascienden sombras largas con esquinas en los entrantes y salientes de la mole inhumana de hierro y cemento que ha levantado el hombre. Cuando llegan al piso veinte sólo quedan los tres: Giuseppe, Renato y el negro José.  

Y el operador: “No salgan antes de que yo regrese…” Dos hombres hacen con la broma una línea torcida entre dos labios. Es la misma contorsión del alma que grita: “¡Zape!, cruzando los dedos negros a solas.”

A dos años de América, Giuseppe sólo ha conseguido pararse 50 metros de altura sobre un andamio.

El valle de Caracas parece desde aquí un pequeño mar sólido de torres y edificios. Tiene sus orillas de ranchitos lamiendo la costa roja de los cerros y algunos salpicones nuevos de quintas con verde en las colinas. El valle adquiere desde aquí un sentido nuevo. Los cerros y las colinas quedan al mismo nivel: las torres de iglesia no lucen erguidas; los gigantes de cemento se han comido los árboles, y sus panzas rectas de blanco – gris absorben toda la palidez rosada de los viejos techos rojos de la ciudad.

Mirando de arriba se ven las cosas como si estuviesen paradas de cabeza. El hombre es un punto escurridizo en el espacio. Todos los puntos, iguales. El hombre zambo y corto es un punto. El hombre estirado y largo es otro punto. Visto desde arriba, no hay hombre grande. Las carreteras son ríos movibles de latas al sol. Quien ha forjado esa lata y la ha puesto a brillar es el hombre, ese puntico que corre en zigzag, sorteando los obstáculos que ha creado él mismo. Las rayas rectas que rompen la ciudad en pedazos las ha trazado el punto cuando se ha puesto a mover a una velocidad nueva.

Pero hay caminos rectos que no conducen a ninguna parte.

-Es curioso lo que sugiere la altura cuando no marea – pensó Giuseppe. Y volvió a la mezclilla de cemento sobre el andamio del piso veinte.

Era una perspectiva conquistada a dos años de trabajo. Comenzó cavando cimientos, poniendo pies grandes a un gigante por nacer. Ahora le parecía como si él hubiese parido un monstruo, un parto lento de ladrillo a ladrillo, palada a palada, comida a comida, sueño a sueño, un gigante que a veces le producía vértigo. Otras, orgullo. A ratos, una sensación de poder que se le arrugaba en lo que duraba su descenso, “tac – tac – tac”, en el montacarga. Otras, angustia; una angustia interminable, larga desazonada, que le roía las entrañas y le tenía asustado en el corazón durante días arriba y noches abajo, en su catre de la pensión de paredes de cartón. Pasó quince días sin dormir y apenas probar bocado cuando vio caer a Camilo, su compañero de cuarto. Bajó como un muñeco de trapo, pasando uno a uno, en un decir ¡ah! Los metros que tardó meses y mese en poner de pie. Y le vio reventar como un saco de tierra sobre el pavimento…   

Giuseppe alargó los ojos hasta el nivel de la calle y empujó con su peso crecido de impulso las dos tablas del andamio.

-¿Che c´é?...

-Nada…

Su compañero se le quedó mirando, la paleta metida en la en la cala de mezclilla, los ojos deslumbrados, en un gesto que un cucurucho de papel de saco de cemento sobre la cabeza hacía grotesco. Y esperó.

-¡Niente!...

-¡Ah!

Giuseppe se agarró al mecate y se quitó el sudor con el antebrazo. Desde el nivel de los cimientos llegaban casi muertos hasta el andamio encendido de sol del piso veinte el estertor de los motores, los latigazos de pito del policía, voces, algún grito herido. Y arriba ardía el sol, como un infierno de cuerpos. En el piso veinte había una ventaja. Siempre soplaba el viento. A veces caliente, con unos taladros de arena quemante que abría agujeros infinitamente pequeños en la piel, pero otras una brisa fresca, como una de esas corrientes frías que uno encuentra al bañarse en el mar. El andamio tenía el movimiento invisible de un rumor de esfuerzo quejumbroso de cuerda.

“Riiisst…raaassst”…

“Niente”, se dijo para sí, y comprobó la solidez del mecate atado al soporte de las dos tablas en vilo a más de 50 metros de altura.

-Mira, Yusepe, ¿Cómo que estás loco? ¿No quieres zumbar pa´bajo, como se fue Camilo?...

Los tres hombres percibieron la sacudida del mundo común de su andamio y midieron con sus ojos largos de miedo el camino sin huellas por donde se fue Camilo hacia un mes.

Giuseppe lo oía distintamente. Era un rumor casi humano. Era el esfuerzo del mecate por sostener el peso de tres vidas de hombres sobre dos tablas hechas de la vida de un árbol robusto. Si el hombre mata al árbol, ¿por qué no ha de vengarse el sisal, su hermano, dejándolo caer desde su torre de conquistador? Como se venga el toro del torero, la sequía de la tala, las crecidas de las quemazones criminales del hombre.   

“Riiisst…raaassst”…

-¿Qué te pasa Giuseppe?

Los hombres están cerca, hombro con hombro, ojo con ojo, unidos por el mismo baño de sudor. Tienen el mismo resplandor rojizo en los ojos, las mismas rayas en la frente, las mismas encías vacías, los mismos pantalones rotos, los mismos salpicones de cemento, la misma piel enrojecida por el sol y el viento, el mismo cucurucho bufo de papel sobre la cabeza.

-Dime, Giuseppe, ¿qué te pasa?

-Nada, Renato, nada…

-Tú tienes algo…

-Tú sabes… cosas; casa, mujer, Camilo…

-Tú sabes que eso sobre un andamio a 50 metros de altura es muy peligroso.

-Peligroso, peligroso… ¡qué quieres que haga! ¡Peligroso!... Ya lo sé, pero no es cosa mía…

-¿De quién?

-De Camilo, de la mujer, de las cosas…

-¡Bah!... yo también tengo eso, y lo pienso cuando camino por la calle, en la pensión, cuando duermo… y cuando no duermo… ¿Por qué andar rodando esa pelota aquí, en un sitio tan pequeño?

Cuando midió con la mirada los seis metros cuadrados del tablado con límites de vacío tropezó con los ojos de susto, grandes y negros de José.

-José, estás asustado. Te estás portando raro. Si no te sientes bien, mejor vas a la pensión y te acuestas.

-¡No!... ¿A qué?... estoy bien.

-Mira musiú, ¿qué fue?... – y se le abrieron los ojos tamaños, como África y América juntos – yo me salgo de esta porquería y voy con el cuento al capataz…

La colmena humana se desarmó de herramientas. Todos a una, a una señal de reloj. El seguía su camino, el reloj también. Antes era un camino de agua con remansos y sombras. Ahora estaba hecho de rectas duras de cabilla y cemento a través de peladeros sin descanso. Ahora eran rectas. Rectas largas y rectas cortas. Unas acostadas, otras de pie y otras recostadas, pero era el tiempo de las rectas. La hora del punto lanzado derecho, con impulso de máquina, hacia un objeto.

El hombre se había sentado en su obra, solitario, pequeño, en uno de los compartimientos del gigante de cabilla y cemento, y deshacía su flaca envoltura de papel verde para poder proseguir su jornada. Era una jornada larga, por caminos torcidos, por cuevas, por guerras, por separaciones, por campos de concentración, por pensiones, por ascensores de carga, por andamios….

  -¿Cómo estás? – le preguntó Renato con palabras hechas de una seca porción de pan y queso.

-¡Púa!... regular.

-¿Nada más?

-No.

-¿Quieres un poco de mi queso?

-No.

-… José estaba un poco asustado. Puede buscarte un apuro si va con el cuento al capataz.

-Bueno

¿Y si pierdes tu trabajo?

Giuseppe dejó de masticar. Se quedó con el pedazo de pan seco entre las manos, sentado con la espalda recostada en la pared, despatarrado, con su cucurucho de papel en la cabeza. Su cara rojiza salpicada de cemento se arrugó en un dolor de hombre    

-Es verdad – dijo.

Los pitazos subieron más insistentes, como latigazos de policías a hileras largas de carros de lata brillante al sol. Giuseppe los veía monstruosos, amenazantes, conteniendo su rencor de máquina.

-¿Bueno?... le preguntó su compañero

-Bueno… nada, hay que seguir.

El cubo de cemento donde estaban los hombres parecía un calabozo sin puertas. Había dos puertas de luz que daban al vacío, dos botellitas de fresco de pie en el suelo, unas ropas raídas guindadas de dos clavos, dos hombres echados boca arriba sobre el cemento con sus camisetas amarillo – sucias llenas de agujeros, cargados de sol, de viento y de fatiga.

“Si, hay que seguir”, se dijo Giuseppe. Y levantando la voz:

-¿Has recibido carta?

-Si, ayer. Te lo dije. ¿Y tú?

-No.

-Estará en la pensión cuando regresemos.

-Puede…

El instante se fue estirando, salió y se hizo largo en forma de un camino estrecho por donde venía una carta rota de quejas y hastíos con noticias del hijo y de su mujer.

Hacía un año que no los veía. Cuando llegó a La Guaira creyó que podía ser cosa de unos meses. Ésa era su perspectiva de Venezuela al desembarcar. Después de dos años, a 50 metros de altura, le parecía ver un siglo de vida sin objetos por delante.

Giuseppe no esperaba ver tanta gente. Se veía doblado sobre la borda, subiendo bajo la gritería, la pensión de sus compañeros de barco y una corbata y un traje nuevo, estrenados al embarcar. ¡Ese peladero rojo era Venezuela! ¡Y eso sería Caracas! ¡Con lo que contaban de Caracas!

-No – oyó decir a alguien- eso es La Guaira.

-¿Y Caracas?

-A un cuarto de hora.

Giuseppe miró aquellos cerros cargados de ranchitos de barro y ojos de sol en las latas, aquellos caminos rojos del agua, como arañazos, aquellas casitas de colores lavados y resecos muchas veces apiñadas sobre la ladera pelada y casi vertical. “Pero éste es un país de oportunidades”, se dijo. Entre este gentío del muelle no había sitio para una mirada suya, pero Venezuela tenía lugares enormes donde cabría holgadamente su cuerpo. Bajó a la bodega, aquella maloliente boca donde ubicaron al pasaje de inmigrantes. Recogió sus dos maletas de tablas de debajo de camastro donde acostó sus ilusiones por quince días, y subió corriendo la escalera de hierro con sus ilusiones ya de pie y perfectamente a plomo.

“Giuseppe – se dijo – ésta es tu meta de muchas noches sin dormir”.

-¿De qué te ríes? – le preguntó sobresaltado su compañero de piso veinte.

-De nada… de mi llegada a La Guaira.

-¿Qué te hace reír de tu llegada?

-¿Tú no sabes que yo subí hasta Caracas caminando?  

-No, ¿y por qué?...

Lo primero que se le ocurrió a Giuseppe cuando desembarcó fue volverse a embarcar. Le tomó cariño al barco. Se dio cuenta de eso cuando lo vio desde el muelle, con sus dos maletas de madera en cruz, aquel peladero rojizo con ranchos de ojos de lata a la espalda. El barco regresaría a casa. Y le ocurría igual que cuando muchacho: si su mamá le montaba en un caballito del tiovivo, él miraba con envidia al conejito de orejas paradas en que iba montado su vecino; después le montaban sobre el conejo, y el caballito de crines erguidas le parecía más hermoso. Además, quince días de barco son como quince días de intimidad. ¡Hay que ver el sentido de solidaridad que despierta la sola coincidencia de un viaje en autobús! Pero la corriente de amistad que unió al pasaje se disolvió con el calor húmedo del puerto. Cuando la dureza del suelo se le clavó en los huesos se quedó como un balancín de dos maletas, tan horriblemente solo que le parecía mentira que toda aquella gente estuviese compuesta de personas.

-¿Pero por qué viniste caminando?

Giuseppe se volteó, se colocó panza abajo, escondió su barbilla entre sus brazos cruzados y puso sus ojos cocidos al sol en la cara de su compañero del piso veinte: “Creía que eran quince minutos caminando” dijo.

-¿No preguntaste?

-¿A quién?

-¿Tenías dinero?

-Diez dólares.

Pero se los pidieron todos por una carrera. ¡Por quince minutos de camino como si fuese un turista! En la entrada de la autopista le dijeron que no podía subir por allí. Que si fuese un carro, sí. ¡Cómo iba a ser él un carro! Y aquellos hombres se rieron porque Giuseppe tenía que caminar diez kilómetros más con dos maletas encima por la vieja carretera porque no era un carro. Cuando alcanzó las primeras casitas de Catia, al amanecer, le recibió una pelea. Giuseppe se dejó caer sobre una escalera de tierra y los vio pelear. El hombre se fue maldiciendo. La mujer se quedó en la puerta. Al rato entró Giuseppe dentro bajo el peso de las dos maletas cargadas de fatiga y sueño. Salió bien entrado el día, como entró menos diez dólares. Así le entró Venezuela por los ojos y el cuerpo.

-Nunca había oído una cosa así.

-¿Y tú cómo subiste?

-En un carro por puestos.

-¿Te esperaba alguien?

-No, pero para eso tiene uno vista…

-Tú tienes mucha vista y llevas casi tres años ganando doce bolívares.

-No he tenido suerte.

-¿A qué llamas suerte? ¿A ganarte un “5 y 6”? ¿Por qué vas a ser precisamente tú?...

-Hay otras muchas suertes en América, negocios, un subcontrato bueno, una mujer con plata, un terreno que sube de precio…

-Yo no creo en eso.

-¿Tú conoces a Lino?

-Sí.

-Pues ni se ha ensuciado las manos y ya está rico.

-¡Lino es un degenerado!

-¡Ah!... ¡cada uno como puede, pero ése ya ha hecho su América!

-Yo no quiero una América así, me da asco.

-Pues por eso subiste caminando a Caracas, por eso estás siempre huraño en la pensión, por eso estuviste meses sin trabajo, por eso está casi loco…

-¡Renato!...

El grito dio dos tropezones y se desplomó desde veinte pisos de altura, como Camilo. La habitación desnuda, sin puertas, se volvió a llenar de un rumor distante, de calle apartada. Y en la cancha del piso veinte se crisparon dos manos y se abrieron los fosos de dos aberturas sin puerta.

Renato se hizo un poco más hacia el rincón. Y sonrió cobarde:

-No iba en serio, es un decir…

Giuseppe pareció calmado con solo ver el gesto arrepentido y tímido de su compañero. Él no estaba loco. Loco estará el que se olvide de su mujer, de su hijo, de sí mismo.

-Mira, Giuseppe – se animó Renato - ¿por qué no haces como los demás? Tierra nueva, vida nueva, mujer nueva…

Giuseppe le miró con desprecio.

-Tú sabes – continuó -, que nunca vas a poder reunir bastante para traerlos; tú sabes que no podrás mandarles bastante tampoco tal como están las cosas… tú sabes que necesitas mujer. Dime, entonces, algo que pueda ser una solución…

Giuseppe no contestó. Se dio media vuelta. Él sabía en su torpeza para seguirle que además de las cosas que son, hay otras que sienten, y que las cosas que se sienten son tan verdad como las que están delante.

-¿Entonces?...

-Seguir… como en el trabajo.

Y le entró un hastío como un líquido blanco que se le regó por dentro y le llegó hasta el rincón de la cabeza donde él creía que se gestaban los pensamientos. “Lo mejor es no pensar y esperar”, se dijo.

Giuseppe se levantó, se puso su cucurucho de papel, se asomó por la abertura como si fuese a lanzarse con paracaídas desde un avión, y se le pusieron los ojos chiquitos de sol. Después saltó el andamio, colgado a 50 metros de altura, sobre la ciudad bajo aquel sol de plomo que le agobiaba. El andamio soltó un agudo grito de mecate y tuvo un gesto de vaivén.

-Me vas a prometer una cosa… - y Renato le pidió desde su miedo agarrado al quicio de la puerta que dejase de dar vueltas a las cosas por esta tarde, y que no asustase a José…

El cajón de mezclilla que le ponía delante el negro José era dócil, mojado, tibio. Él podía manejarlo sin dificultad y darle forma. Le gustaba hacer esto, porque le hacía sentirse dueño del destino de algo útil. Cuando se secaba, el cemento guardaba la forma que le diera y nacía un cuerpo nuevo que servía al hombre. Aquella línea vertical de veinte pisos que él había contribuido a trazar metro a metro tenía de noble la rectirud de plomada que orienta al hombre en sus esfuerzos. Estaba construida de cuerpos dóciles a la mano del hombre que después le eran fieles para siempre. El suyo, su cuerpo, también era fiel a las manos tibias de su madre que lo modeló. Eso a pesar de la tormenta, de la lluvia, del viento y del sol. Le estaba ardiendo el cuerpo, pero el suyo no se derretiría y seguiría en pie. Renato haría lo que quisiese. Eso era cosa suya. Cada hombre tiene su medida que colmar. La suya era esta caja de mortero donde venía a vaciar de vez en cuando José su lata de mezclilla. A veces le parecía enorme, sin fondo. Otras la veía chiquita, insignificante, frente al principio de los veinte piso echados en plomada como un tirón largo – largo bajo sus pies, por donde se fue Camilo…

“Riiissstt…rassstt”…

Sin el andamio no hubiese habido pisos, sin mecates y tablas no hubiese habido andamio, sin planta no hubiese habido ni tablas ni mecate, sin… ¡bah!... eso era una locura…

“¡Locura!”… las sienes marcaban su paso loco… “tic-tic… tac, tac, tac”…, en sus oídos llenos de “rriiisstt - rassst”, de pitos, de voces apagadas y del jadear inhumano de los carros. ¡Por ahí se había ido Camilo!...

“¡Loco!”

-¡¡Renato!!...

El grito ensartó las cabezas de José y renato como un alfiler…

“Píiii… cok-cok-cokkkk…píii – píiii… tin – ton…tin – ton – tin – ton”… los martillos, “ssssssfrrrruuuusss” … los soldadores; “¡he!”, el hombre; “píii – píii”, el policía; “¡musiú del zipote!”, José. Y el andamio, nada, callandito, quieto. Los mecates, con su silencio tendido, tenso, de cosa. Las tablas murmurando… “riisst - rasstt”… “crik – crak”…, muertas a sus pies. Giuseppe secándose el sudor, con un aire confundido y torpe. José, otra vez inmóvil, como una aparición. Renato, agarrado a la cuerda:

-¿Qué tienes, Giuseppe?... ¿no te sientes bien?

-Sí… ¿Por qué?

La pregunta hizo dos muecas de clown en el andamio y se reflejó en los ojos redondos y brillantes de José:

-¿Por qué…? ¡no fuña!... Este Yusepe como que está loco… Yo no me dejo caer como Camilo, ¡la pistola!...

-¡José, no te vayas!...

      Renato se fue detrás. Giuseppe se quedó solo y sintió otra vez aquella angustia de la zapatería.

Si aquella angustia de la zapatería no la había vuelto a sentir de nuevo hasta que sintió otra vez miedo de quedar sin trabajo… es como si regresase a la zapatería de Pietro y Elio.

Era un cuartico y tres metros por tres. Allí comen, trabajan, duermen y sueñan los dos hermanos. El rincón huele a sudor, sebo, betún y cuero. Cuando despertó allá amanecía apenas. La habitación estaba oscura y llena. El aire era tan denso que no cabía una respiración más. Ya apuntaban unas grietas de luz en la puerta y comenzaban a rodar por la calle los ruidos del día cuando sintió aquella angustia que le asustó tanto. Era ruido de motores, motores, motores… Arrancando, corriendo, frenando, bufando… Tanto motor como andaba suelto por la calle y apenas había lugar para su soledad. Había andado entre carros y carros, escapando de ellos, durante un mes sin encontrar un ser humano; alargando las piernas sobre el cemento caliente en pos de una obra, apretando el corazón cada vez que le negaban emplear sus brazos. Hasta bajaba los ojos con humildad denigrante, se ofrecía casi por nada, apenas para tener con qué pagar la pensión de paredes de cartón y consumir el tiempo de manera que no quedase ninguno para sentirse solo. El hombre parió aquel amanecer angustioso entre dos mesas llenas de zapatos rotos que olían a pies de pobre y el catre sucio donde estaban tendidos los dos hermanos, dos hombres buenos que le recogieron compadecidos de su estado.    

 -No, no te muevas – le dijeron cuando quiso levantarse - . Hoy te quedas así. Te traeremos un remedio y mañana te levantas.

Al rato entró Elio con una taza de café caliente, y a Giuseppe le dieron de comer…

-¡Giuseppe!..., ¡me oyes!...

Está Renato de vuelta, mirando desde el quicio sin puerta que da al vacío de veinte pisos, que los pitazos y el ronronear de los carros trepan trabajosamente.

-…José está aquí. No va a decir nada al capataz. Pero te pedimos los dos una cosa: que descanses aquí, en el piso, un rato. Te ha dado mucho el sol y estás preocupado, como estamos todos de vez en cuando. Ése no es un sitio para pensar. Tú haces la mezclilla en la sombra y José te ayuda…

-Bueno…

¡Hay que vencer este miedo! Hay que agarrarlo, doblarlo y tenerlo domado, como un animal. Hay que mirarle a la cara y amansarlo. No es sólo por uno. Es que uno tiene mujer y tiene hijo y tiene padres, que es de donde viene uno, y tiene amigos y tiene compañeros que esperan que uno sea un hombre y no un degenerado, como Lino. Eso es asustarse y coger por el atajo del miedo. Eso es cobarde. ¡Qué diría de él su viejo, si le viese hacer eso! O su viejita, desde su aterido lecho de tierra. Y su mujer, y su hijo cuando crezca…

-José, déjame trabajar en el andamio. Ya estoy bien…

El andamio es sólido, tiene buen mecate, de buen sisal, de buena tierra, de donde viene el alma de todo y a donde regresa después, sin morir. La distancia hasta el piso es apenas un riesgo, como un carro al atravesar la calle, como una mujer que no es de uno, como el odio cuando prende… Pero hay que vencer la pendiente. Vale la pena. Él tiene por qué.

-El perol no sube.

-Primero es lo de abajo, está más cerca…

-…Por eso Camilo llegó primero abajo y después es cuando subió…

-Ni lo mientes, ¡zape!...

El sol va tapando huecos sobre el caprichoso recorte de cemento en el horizonte y corre una brisa fresca por el hueco sin puerta del piso veinte. Las cansadas manos de los hombres vienen vacías. Ya se prenden las primeras luces de la ciudad. Y flota un polvo tenue, como neblina. Pero tiene marcada su dirección de tierra.

-Éste es un ascensor para peroles…

Los hombres erguidos de la mañana están doblados sobre su propia fatiga, y bajan… “tac-tac-tac”… como si viniese el perol frenando un impulso brusco de dejarse caer. Las manos vacías de los hombres tienen la conformación de trozos invisibles de cemento.

A medida que bajan hay menos sol. Es como precipitar un crepúsculo. Ahora el sol da de espalda, pero son las mismas sombras de la mañana que siguen a los hombres con constancia de mujer celosa, más atenuadas, como domadas y soñolientas. Si siguieran a sus hombres, dos de ellas irían a un barranconcito con compartimientos de cartón de a 0,50 de bolívar por noche.

Por tan poco, ¿quién va a pretender el lujo de dormir?...  

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”